Si tienes más de treinta años y la frase "película de zombis de Arnold Schwarzenegger" no te pica mínimamente la curiosidad, es que no estás leyendo el blog adecuado. Y el caso es que, repasando su carrera, sorprende que el bueno de Arnold no se haya enfrentado nunca a un apocalipsis zombi. Se las ha visto de todos los colores luchando contra un extraterrestre asesino en “Depredador” (1987), sobreviviendo a futuros distópicos en “Perseguido” (1987) o asociándose con su propio clon contra una conspiración corporativa en “El Sexto Día” (2000); fue un androide asesino imparable en la saga de “Terminator”; quedó embarazado en “Junior” (1994); interpretó a un supervillano de cómic en una de las peores películas de superhéroes, “Batman y Robin” (1997), e incluso luchó contra el mismísimo Diablo en “El Fin de los Días” (1999). Quizás lo más cerca que estuvo de protagonizar una película de zombis fue cuando lo seleccionaron para encarnar a Robert Neville en lo que finalmente y con otro actor se convirtió en “Soy Leyenda” (2007).
“Maggie” es una película que se encuadra
dentro de la fase crepuscular de la carrera de Schwarzenegger. De 2003 a 2011, el
ex culturista de origen austriaco ejerció como gobernador de California bajo
los colores republicanos y abandonó el cine por la política. Al finalizar su
mandato, retomó su trabajo de actor, primero con un cameo no acreditado en el
equipo formado por estrellas de películas de acción de “Los Mercenarios”
(2010), integrándose ya como personaje recurrente en sus secuelas. Luego, y ya
como estrella principal, protagonizó “El Último Desafío” (2013), “Plan de Escape”
(2013) y “Sabotage” (2014). Y luego llegó una película con la que, a priori y
dado su guion, resultaba difícil imaginarlo: “Maggie”.
Estados Unidos ha quedado devastado por el llamado Virus del Necroambulismo, que, transmitido a través de mordiscos de infectados, transforma gradualmente a sus víctimas en zombis agresivos. Para colmo, el virus ha pasado también a las cosechas, obligando a los granjeros a quemar los cultivos que constituyen su medio de vida. El tejido social, no obstante, no se ha venido abajo todavía. Siguen existiendo hospitales y policía, por ejemplo, aunque las ciudades y las infraestructuras públicas y privadas están muy deterioradas.
Dado que no se ha encontrado una cura para esa
enfermedad, los infectados no tienen otra salida que ingresar en un centro para
terminar allí sus días –o, más bien, que los eutanasien antes de que se
complete la transformación. Sin embargo, en algunos casos, los familiares
pueden llevarse a los infectados a sus hogares para pasar con ellos sus últimos
días. Cuando la metamorfosis esté próxima a concluir, no obstante, deberán o
bien llamar a los servicios sanitarios para que los trasladen a un centro de
cuarentena, o acabar con ellos personalmente de la forma más piadosa posible.
Y este último es el caso de Wade Vogel (Arnold
Schwarzenegger). Tras semanas sin saber de ella, recibe una llamada telefónica
de su hija Maggie (Abigail Breslin) comunicándole que ha sido mordida y
despidiéndose de él. Lejos de resignarse, va a buscarla al hospital y se la
lleva de regreso a su granja de Kansas. El médico, un amigo de la familia, le
advierte de que dispone de seis a ocho semanas antes de que se vuelva peligrosa
y que debe estar preparado para cuando llegue ese momento. En la granja,
Maggie, Wade y la segunda esposa de éste, Caroline (Joely Richardson) –la madre
biológica de la muchacha murió años atrás, antes del brote zombi- tratan de
mantener una ilusión de normalidad. Pero, ineludiblemente, los cambios van haciéndose
cada vez más evidentes y Wade, empeñado en proteger a Maggie hasta el último
momento posible, debe enfrentarse a la dura realidad, a todos aquellos que le
urgen a que tome la fatal decisión y a los continuos detalles y momentos que le
recuerdan la inexorabilidad de la cuenta atrás.
Lo primero que llama la atención de “Maggie”,
es, obviamente, la presencia de Schwarzenegger. Pero es un Schwarzenegger que
no sólo reconoce y asume su edad (para entonces contaba ya 68 años), sino que
intenta hacer algo muy diferente al tipo de papeles que le llevaron a la fama.
Si, como indicaba al principio, escuchamos "película de zombis de Arnold
Schwarzenegger", lo primero que viene a la mente es algo parecido a “Cazadores
de Sangre” (2009), una producción directa a video protagonizada por Steven
Seagal en la que éste se lanza espada en mano a salvar a los inocentes y aniquilar
a los no muertos en una sucesión de poses patéticas.
En cambio, “Maggie” no sólo subvierte las
expectativas de lo que se espera de una película de Arnold Schwarzenegger sino
del propio género de zombis en el cine. No vamos a encontrar aquí a ese
hombretón de apariencia imponente, socarrón e ingeniosas frases contundentes
(del puro, eso sí, no ha sabido prescindir). Ni siquiera está en modo acción. Hay
una escena en la que el ayudante del sheriff, que pretende llevarse a Maggie a
cuarentena, se lanza contra él y lo derriba. Podríamos esperar que Schwarzenegger
se levante, se arranque la camisa, le parta el cuello al agente con un simple movimiento
y luego agarre el fusil más cercano para acabar con todos los que le rodean.
Pero no, se queda en el suelo.
En otra escena, lo vemos empuñar un hacha para
matar a un zombi con el que se encuentra en el bosque y que había sido su
vecino, pero se detiene al ver que le acompaña otro zombi más pequeño, la hija
de aquél, de la cual había cuidado Maggie cuando era un bebé. No encontramos aquí
ese excitante frenesí violento que actúa de catalizador catártico en tantas
películas de zombis, sino un momento trágico en el que un hombre decente se ve
obligado a hacer algo que le repugna moralmente. De hecho, solo se ve a Vogel
matar a un zombi en toda la película. Es tan sólo un hombre de familia, sereno
y comprensivo, que intenta proteger a su hija. Esta es quizá la interpretación
más intimista y emotiva de toda la carrera de Schwarzenegger. En vez de
presentarse como una figura descomunal que más parece extraída de un dibujo
animado, da vida a un hombre corriente que ama profundamente a su familia y que
se ve atormentado por un dilema moral insoluble.
Pero es que, además, “Maggie” se distancia
bastante de lo que uno podría esperar de una película de zombis al uso. En
lugar de rendirse al fetichismo por los salpicones de sangre, explosiones
craneales y ensaladas de vísceras o exhibir un entusiasmo adolescente por las
imaginativas formas en las que pueden eliminarse a los zombis, lo que tenemos
aquí es una propuesta introspectiva, de ritmo lento y centrada en la relación entre
un padre y su hija. La película fue el debut como director de Henry Hobson, que
anteriormente había participado como diseñador de créditos y en el departamento
artístico de varias películas y series de televisión, incluído “The Walking
Dead” (2010-22). Hobson aborda este film de manera visualmente discreta, como
un drama familiar localizado en la América profunda y cuya fuerza reside en los
personajes y su entorno.
De hecho, uno de los aspectos más llamativos
de “Maggie” es la discreción con la que trata el brote zombi en comparación con
casi cualquier otra película del género. Hay una escena en la que Allie (Radeen
Greer), una amiga de Maggie, la invita a una fiesta con otros adolescentes. Lo
normal sería esperar que todo se tuerza esa noche y acabe en una orgía de
sangre y entrañas. Pero no, el grupo de jóvenes (en el que hay dos infectados
que, como el resto, saben que van a morir), se limitan a sentarse alrededor de
una hoguera charlando y compartiendo confidencias y sentimientos. Salvo un
desasosegante momento en el que una histérica Maggie se corta un dedo tras
darse cuenta de que, brevemente, ha sucumbido a los instintos que bullen en su
interior, apenas hay sangre en esta película.
Incluso el entorno en el que transcurre la
acción colabora en no distraer la atención con innecesarias inclusiones no ya
de efectos especiales sino de decorados llamativos. Desde el brote del Virus
Necroambulante, Estados Unidos, o al menos el Medio Oeste rural, opera bajo un
nuevo conjunto de reglas. La enfermedad parece relativamente contenida, pero el
daño causado por la misma al tejido social y, consecuentemente, el
mantenimiento de las infraestructuras, no ha podido aún repararse. Así, la
gente ha tenido que habituarse a una tecnología más básica. Un teléfono móvil
de batería agonizante nos recuerda que estamos en el siglo XXI, pero en la
granja de Vogel, han tenido que desempolvar los teléfonos de disco rotatorio,
obtener suministro eléctrico de un generador y calor de la combustión de leña.
Schwarzenegger y Breslin tienen una gran
química como padre e hija aun cuando él bien podría ser su abuelo y su marcado
acento desentona un tanto. Mientras que Breslin ya entró en el mundo de la interpretación
pisando fuerte como aquella niña ingenua e ilusionada de “Pequeña Miss
Sunshine” (2006), a Schwarzenegger lo hemos visto mejorar paulatinamente a lo
largo de cuatro décadas. Ha sido un proceso lento, pero aquí puede decirse que
llega a su cúlmen dado que se trata de su primer papel puramente dramático, sin
momentos de comedia ni secuencias de acción. Si bien el actor tiene una
presencia muy personal que siempre le ha impedido desaparecer en sus personajes,
su interpretación aquí dista mucho de ser robótica.
Dejando aparte algunos agujeros argumentales
(por ejemplo: ¿en qué país se permitiría a personas que se sabe van a
convertirse en zombis socializar libremente entre la población sana? ¿No sería
más razonable esperar una mentalidad de supervivencia cruda que llevaría a la
gente a disparar en el acto a los infectados o incluso sospechosos de serlo?) el
único punto débil de esta película intimista podría ser su final (ATENCIÓN:
SPOILER).
Durante toda la historia, se invierte mucho
tiempo en recordar una y otra vez al espectador que Vogel se encuentra atrapado
en un terrible dilema moral: entregar a su hija a la cuarentena para que muera
sola y entre horribles sufrimientos, o apretar el gatillo y matarla él mismo. De
manera continua, va encontrándose con recordatorios de que la fatal elección se
aproxima: una visita a la casa del vecino que pone de manifiesto, sin necesidad
de palabras, cómo acabó su decisión de tener a su propia hija infectada en casa;
las visitas del sheriff instándole a que entregue a Maggie a los servicios
médicos; la del más empático doctor aconsejándole que le ahorre el sufrimiento;
el comprensible nerviosismo de su esposa que ve su seguridad personal
comprometida…
Sin embargo, Maggie opta por suicidarse en la
última escena. Es comprensible que el espectador se sienta algo estafado al ver
cómo el guion, en el último momento, adopta un giro con el que dispensa al
protagonista de tomar la decisión definitiva. Pero, por otro lado, es también una
conclusión coherente con el personaje de Maggie y su evolución a lo largo de la
historia: incapaz de soportarlo más, consciente de que se va a convertir en un
monstruo que podría dañar a su padre y llevada por el amor que le profesa,
decide ahorrarle la angustia de matarla, poniendo fin ella misma a su vida en
sus últimos minutos de humanidad.
Para no sentirse defraudado, es necesario
abordar “Maggie” por lo que es y no por lo que podemos esperar de la combinación
de Arnold Schwarzenegger y el género zombi. Se trata de un estudio reflexivo,
emotivo y descarnado sobre el duelo, la enfermedad terminal (sustitúyase el
virus zombi por el cáncer o el Alzheimer) y el vínculo entre un padre y su
hija. En su estreno, se habló mucho del gran salto que supuso para Schwarzenegger
como actor, pero más allá de eso, es una película que, si bien no recomendable para
espectadores impacientes, sí tiene algo relevante que decir a diferencia de
tantas otras que se apuntan a la moda zombi para hacer caja sin esforzarse
demasiado en aportar un enfoque novedoso.
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