La idea de alcanzar la inmortalidad “imprimiendo” o clonando cuerpos no es precisamente nueva. La ciencia ficción lleva décadas jugando con ella y planteando al respecto preguntas intrigantes que van de lo práctico a lo metafísico. Richard K. Morgan, por ejemplo, nos describió en “Carbono Alterado” (2002) un futuro ciberpunk en el que la mente de los ricos podía almacenarse en microchips e insertarse en clones de ellos mismos en un proceso infinito que les garantizaba la inmortalidad. “La Vieja Guardia” (2005), de John Scalzi, reinventó el servicio militar con cuerpos clonados y mejorados que podían albergar otras mentes. En “Gente de Barro” (2003), David Brin imaginaba una tecnología que permitía imprimir duplicados temporales de uno mismo. Y Greg Egan fue aún más allá en “Diáspora” (1997), donde las consciencias posthumanas saltaban entre formas físicas y digitales.













































