Resulta curioso que, siendo el de Isaac Asimov uno de los nombres más conocidos de la CF incluso para quienes no son particularmente afines al género, su obra no haya sido objeto de mayor atención por parte del medio audiovisual. Y cuando alguien se ha decidido a adaptar al cine o la televisión sus ficciones, el resultado ha sido, en el mejor de los casos, irregular, algo que no hace sino confirmar el escepticismo que el escritor albergó durante toda su vida y hasta su muerte en 1992 respecto a la capacidad de Hollywood para adaptar con un mínimo de calidad y fidelidad su obra.
Varios de sus
cuentos fueron trasladados a la pequeña pantalla como parte de la antología
británica “Out of the Unknown” (1965-71); su novela “El Fin de la Eternidad”
(1955) recibió sendas adaptaciones en Hungría (1976) y la Unión Soviética
(1987); ideó la premisa de la interesante pero efímera serie “Probe” (1988); y
su clásico relato “Anochecer” (1941) fue adaptado en dos poco conocidos films
de serie B con el mismo título estrenados en 1988 y 2000 respectivamente y su
obra sirvió de inspiración para el telefilm “Proyecto Cyborg” (1996). La
producción más conocida por el dinero que se invirtió y la amplia distribución
que tuvo fue la decepcionante “Yo, Robot” (2004), dirigida por Alex Proyas.
Hasta el estreno de la serie “Fundación” (2021- ) para la plataforma de
streaming de Apple, la única otra obra de Asimov llevada a la pantalla fue “El
Hombre Bicentenario”.
Richard Martin
(Sam Neill) compra un nuevo androide doméstico al que su familia bautiza como Andrew
(Robin Williams). Conforme es aceptado como un miembro más, va evolucionando y
desarrollando rasgos humanos, como instinto artístico o sentido del humor, algo
que el fabricante achaca a un error en la programación. Pasan los años, Richard
envejece y muere y sus hijas crecen y alcanzan la senectud, pero Andrew
permanece igual… o casi, porque va sustituyendo partes de sí mismo por otras
orgánicas con el fin de satisfacer su aspiración de convertirse en un auténtico
humano, llegando finalmente a sustituir todo su sistema nervioso. Con el
transcurso de los años, su deseo más intenso ha sido el de obtener la libertad
personal y encontrar a otros como él, una meta que alcanzará cuando consiga el pleno
reconocimiento legal de su humanidad para así casarse con la nieta de Richard.
Aunque a menudo
así se le considere fuera del ámbito de la CF, Isaac Asimov no fue el mejor
escritor que ha tenido el género. La caracterización de sus personajes solía
ser ramplona y estar teñida de un sexismo infantil y las tramas de sus
ficciones a veces resultaban demasiado forzadas. Pero en lo que sobresalió de
forma brillante fue en su tratamiento de ideas de altos vuelos, ya fueran las
lagunas lógicas que podrían quedar al intentar definir estrictas reglas de comportamiento para los robots; la reacción que podría tener una civilización que ve la noche por primera vez; o la grandeza de un psicohistoriador empeñado en aliviar el inevitable periodo de oscuridad producto de la caída de un imperio galáctico. Sus mejores libros de CF (porque el grueso de su producción
estuvo dedicado a la divulgación científica e histórica), sustentados por ideas
muy evocadoras, son unánimemente respetados como clásicos del género que no han
dejado de reeditarse desde que aparecieron por primera vez hace tres cuartos de
siglo.
Pero si hubo
algo que Asimov nunca fue, es sentimental. Y eso es precisamente el rasgo
definitorio de “El Hombre Bicentenario”, adaptación libre del cuento ganador
del Hugo con el mismo título, publicado en 1976, y de la novela que resultó de
la expansión del mismo, firmada en 1993 por Asimov y Robert Silverberg con el
título “El Hombre Positrónico”. Asimov, incluso en sus ficciones más mediocres,
no habría pergeñado algo tan agónicamente sensiblero como esta película. Sus
historias siempre seguían un hilo lógico: cuando un robot alcanzaba la autoconciencia,
como mínimo planteaba un debate respecto a lo que significa ser humano o las
causas que
podrían haber propiciado un desarrollo tal. Esta película, por el
contrario, se entrega a un incuestionado, romántico y absurdo antropocentrismo
que no supera el nivel de sofisticación de las frasecillas de las tarjetas de
felicitación. Las escenas en las que van muriendo los diversos conocidos y
amigos de Andrew están impregnadas de un empalagoso sentimentalismo y los
toques románticos son tan cursis que rozan lo cómico.
Las escenas
finales, con Andrew defendiendo su derecho a ser legalmente considerado humano,
envejecer y morir, podrían haber funcionado razonablemente bien de haber respetado
el espíritu lógico con el que Asimov construía sus relatos de robots, pero bajo
la dirección de Chris Columbus, caen en la puerilidad, la estupidez y lo
risible. En lugar de la perspicacia asimoviana que animaba al lector a
reflexionar, “El Hombre Bicentenario” sólo ofrece la seguridad de que no hay
nada mejor que ser humano, sin que se aporte un sólo argumento que explique por
qué un robot podría pensar tal cosa.
Al parecer, la
mayoría de los involucrados en las primeras etapas de la producción, estaban
preocupados por la escasa “adaptabilidad” del cuento de Asimov. La consideraban
una historia demasiado aséptica para ser una “buena” película de Hollywood. A
pesar de ser uno de los relatos con mayor carga emotiva de todos los que
escribió Asimov, los productores de Touchstone y Columbia pensaron no sólo que
había demasiados detalles técnicos y reflexiones filosóficas, sino que no se
ajustaba a la clásica estructura en tres actos. Tenían la sensación de que no
calaría entre el público lo suficiente como para justificar el presupuesto que
habría de invertirse en ella. Hasta cierto punto, no les faltaba razón. Una
adaptación fiel habría supuesto una apuesta muy arriesgada para cualquier
estudio. Al fin y al cabo y a diferencia de muchos autores modernos, Asimov nunca
imaginó ni escribió sus ficciones con una posible adaptación cinematográfica en
mente.
Por desgracia,
los productores sobrecorrigieron lo que entendían eran problemas narrativos del
cuento original. Para empezar, contrataron a Chris Columbus, que había empezado
su carrera como guionista para varias producciones de Spielberg, como
“Gremlins” (1984), “Los Goonies” (1985) o “El Secreto de la Pirámide” (1985)
antes de saltar a la dirección con la comedia adolescente “Aventuras en la Gran
Ciudad” (1987), a la que siguieron films en una línea similar como “Solo en
Casa” (1990) y su secuela (1992), “La Señora Doubtfire” (1993) o “Nueve Meses”
(1995). Como era de esperar teniendo en cuenta semejante currículo, “El Hombre
Bicentenario” tiene la elegancia y sutileza emocional de un ladrillo.
Teniendo a
Columbus dirigiendo, ¿por qué no contratar al actor con quien tan bien había
trabajado en “Sra. Doubtfire”? El problema es que Robin Williams no era el
adecuado para encarnar a un robot, dado que sus principales fortalezas como
actor, a saber, su histrionismo y capacidad de improvisación, no tenían demasiada
cabida aquí. Sí, hasta su muerte en 2014, Williams demostró sobradamente no
sólo su talento sino su impresionante rango interpretativo, pero tanto Columbus
como los estudios claramente apelaban a su faceta más cómica esperando que ello
haría del protagonista una criatura más cercana a un público que sin duda,
pensaban, acabaría aburriéndose con la lógica de las Tres Leyes de la Robótica.
Hablando de las
cuales, se presentan justo al comienzo en un momento deliberadamente incómodo
que culmina con Richard Martin ordenándole a Andrew que “no vuelvas a hacerlo
más”. El guion se toma a pies juntillas esa directriz porque las Tres Leyes,
elemento central de todos los relatos de robots asimovianos, apenas vuelven a
mencionarse en el resto de la película, como si el guionista Nicholas Kazan (“El
Misterio Von Bulow” 1990; “Matilda”, 1996; “Fallen”, 1998) ya estuviera lo
suficientemente avergonzado por tener que haberlas incluido al principio. Sí,
los “familiares” de Andrew mencionan que dejan de darle "órdenes" y,
en su lugar, recurren a "peticiones", pero esta es una forma muy
perezosa de marginar un detalle central de las historias de robots de Asimov y que,
fuera del hogar familiar, seguiría siendo relevante.
Además, hay
otro par de ejemplos en los que Andrew y otros robots desafían las Tres Leyes.
El más frustrante ocurre justo al final, cuando la anciana Portia (Embeth
Davidtz) insiste
"ordenar" a la ginoide Galatea (Kiersten Warren)
que desconecte su soporte
vital. Y si califico esto de frustrante es porque esta escena podría haber dado
lugar a un interesante experimento mental sobre cómo reaccionarían los robots,
regidos por las Tres Leyes, ante la idea de la eutanasia. Pero en lugar de
permitir que el espectador reflexionar sobre ello al menos cinco segundos, el
guion hace que el robot obedezca dócilmente como si la Primera Ley no
existiera.
Por eso “El
Hombre Bicentenario” es, a fin de cuentas, una adaptación muy mediocre del
relato de Asimov. Prefiere esquivar los dilemas éticos y la colisión entre
filosofía y tecnología en favor de los clichés y un sentimentalismo vacío de
contenido. Otro ejemplo: en una de las escenas más memorables del relato
original, Andrew camina solo y vestido como un humano hasta la biblioteca. Por
el camino, se encuentra con unos niños que se burlan de él y le ordenan hacerse
daño, debiendo obedecerles en virtud de las Tres Leyes. Este incidente es lo
que lo lleva a buscar protección legal. Sin embargo, el pasaje está
completamente ausente de la película, donde el momento más parecido –uno de los
niños ordena a Andrew saltar por la ventana— se presenta como poco más que una
broma de mal gusto.
Como he dicho,
el desarrollo de la subtrama romántica es asimismo lamentable. También se
encaja alguna conversación relativa al sexo, aunque no en un tono que pueda
comprometer la calificación “para todas las edades”. Ninguna de estas adiciones
arruinan o restan valor a la historia subyacente, pero combinadas con un guion
torpe y una dosis indigesta de sentimentalismo, contribuyen a arruinar el
conjunto. Y así lo interpretaron espectadores y crítica, que la condenaron al
fracaso absoluto, no pudiendo siquiera recuperar el presupuesto invertido (100
millones de dólares, sólo explicables por los emolumentos de Robin Williams).
Pero lo más desafortunado de todo es que los productores y Hollywood en general
interpretaron erróneamente la lección, creyendo que la obra de Asimov era
demasiado intelectual para una película de gran presupuesto. Cierto, no había
garantía alguna de que una adaptación de mayor calado filosófico y
emocionalmente menos manipuladora hubiera corrido mejor suerte, pero hubiera
valido la pena al menos intentarlo.
Tal y como fueron las cosas, “El Hombre Bicentenario” es hoy a la Ciencia Ficción lo que “Forrest Gump” (1994) fue a “Platoon” (1986) o “La Vida es Bella” (1997) a “La Lista de Schindler” (1993): una película de CF para quienes no les gusta la CF; una historia que antepone el sentimentalismo barato a un drama que tenga algo relevante que decir sobre cualquier cosa y que prefiere encajar a martillazos la historia de Asimov en un molde hollwyodiense antes que explorar los matices más interesantes de la premisa.
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