lunes, 26 de abril de 2010

1890-LA COLUMNA DE CÉSAR - Ignatius Donnelly

La ciudad del futuro es uno de los temas y escenarios recurrentes en la CF desde los inicios del género. Ya vimos el amargo enfrentamiento planteado por Julio Verne entre sus extremas Franceville y Stahlstadt en “Los Quinientos Millones de la Begún” (1879) y el desagrado que Richard Jefferies sentía hacia la vida urbana en “After London” (1885). Hay autores que imaginaron ciudades utópicas, pero en el caso que nos ocupa ahora lo que encontramos es un lugar en el que los pobres continúan soportando existencias miserables mientras los beneficios de la tecnología se reservan para los más adinerados.

Ignatius Donnelly fue todo un personaje. Estudió derecho y se hizo abogado, su especulación en terrenos le llevó a fundar una ciudad –Ninninger City, que acabaría quedándose desierta con él como único residente- y a los 28 años ya era gobernador de Minnesota y, más tarde y gracias a su talento como orador, sería nombrado diputado y senador republicano. Abandonó la política de los grandes para interesarse por la situación del mundo rural y fundó el Partido Populista, una formación reformista de izquierdas que se oponía a un sistema económico dominado por los monopolios.

Pero, paralelamente a su carrera política, desarrolló un gusto por la pseudociencia y el ocultismo que le ganó el nada envidiable apodo de “Príncipe de los Chiflados”. Su libro “Atlantis: The Antediluvian World” lo convirtió en el padre de las peregrinas teorías sobre ese continente perdido que aún arrastramos gracias a los entusiastas New Age; en otra de sus obras, “The Great Cryptogram: Francis Bacon’s Cipher in the So-Called Shakespeare Plays”, sostenía que en las obras del gran poeta inglés se ocultaba un mensaje en clave que revelaba que éstas habían sido en realidad escritas por Francis Bacon. En 1890, utilizando el seudónimo “Edmund Boisgilbert, M. D”, publicó esta novela, una obra precursora de la ficción especulativa y las fantasías apocalípticas.

El libro está escrito en forma epistolar: un narrador en primera persona, Gabriel Weltstein, envía a su hermano una serie de cartas en las que narra sus experiencias durante una visita que realiza en 1988 a Nueva York. Weltstein es un tratante de lana de Uganda (país que, en aquel momento, era considerado por el movimiento sionista como posible patria para el pueblo judío). Su intención era prescindir de los grandes cárteles intermediarios y vender su mercancía directamente a los fabricantes americanos.

Donnelly describe algunos de los cambios tecnológicos que él pensaba tendrían lugar en el curso de un siglo: Weltstein viaja a Nueva York en una especie de aeronave; se queda maravillado por la brillante iluminación de la gran ciudad, cuya energía proviene de la manipulación de la Aurora Boreal; en la gran urbe, ferrocarriles subterráneos discurren bajo aceras transparentes. En el Hotel Darwin encuentra un menú de comida a cual más exótica –globalizada, diríamos hoy-, desde arañas comestibles hasta nidos de pájaros chinos. Los periódicos se leen por televisión y se actualizan al momento –un curioso anticipo a Internet-.

Weltstein no tarda en meterse en problemas al impedir que un mendigo sufra una paliza a manos de un conductor. Éste trabaja para el Príncipe Cabano, una figura de la oligarquía gobernante; el mendigo, por su parte, es Max Petion, un líder de una siniestra organización secreta llamada Hermandad de la Destrucción. Con éste como guía, el protagonista visita la sociedad proletaria de Nueva York, donde ve la auténtica cara de un orden económico y social opresivo y rapaz. Gabriel conoce al presidente de la Hermandad, César Lomellini, un peligroso y despiadado fanático, mitad italiano y mitad negro (una mezcla que responde a los estereotipos y prejuicios de la época en que el libro se escribió).

La novela se desliza a continuación hacia el melodrama romántico cuando Gabriel y Max Petion rescatan a dos jóvenes mujeres de la explotación a la que están siendo sometidas. Las dos parejas se casan en una escena bucólica que actúa como contrapeso a la violencia y oscuridad de la sociedad en la que viven. Oscuridad que alcanza su aspecto más negro cuando la Hermandad organiza una rebelión que consigue deponer a los oligarcas al coste de incontables víctimas, abatidas por armas de alta tecnología como las “balas dinamita” o el gas tóxico. Lornellini ordena que los cadáveres sean apilados en Unión Square y cubiertos por cemento (él mismo será asesinado cuando esa tumba masiva comienza a construirse). Las dos parejas de amantes consiguen escapar a Uganda al final del libro (una concesión a la comercialidad que, habida cuenta del éxito de la novela, fue un acierto). Mientras su aeronave se aleja de Nueva York, Gabriel Weltstein ve el paisaje de la ciudad en llamas, sometida al pillaje mientras la montaña de cadáveres, la “Columna de César” del título, destaca por encima del humo.

Donnelly se tenía a sí mismo por un genio. Pensaba que aplicando su capacidad mental a cualquier problema, sin importar lo complejo que fuera y al margen de los conocimientos científicos o históricos acumulados sobre la materia en cuestión, podría resolverlo de una manera innovadora. Era una especie de profeta secular, una combinación de demagogo y predicador destinado, según él, a grandes cosas. Si Donnelly aún viviera, probablemente se le tendría por una especie de gurú. Tocó multitud de campos (la política, la oratoria, la pseudociencia, la mitología comparada, la geología, la literatura, la criptología) con una energía desbordante y un apetito intelectual insaciable que superaban con mucho su capacidad y preparación académica.

Y, sin embargo, la influencia de Donnelly emerge en lugares inesperados. Ya mencionamos cómo su incorrecta interpretación de hallazgos arqueológicos y mitología antigua le llevó a elaborar una teoría sobre la Atlántida que ha conseguido sobrevivir hasta la actualidad. Sus fantasías sobre mensajes ocultos en las obras de Shakespeare fueron los precursores de bestsellers de hoy como “El Código DaVinci” (2003). Y “La Columna de César” lo sitúa entre los pioneros de la CF y, más concretamente, del género de las distopias, visiones de sociedades pesadillescas. Otra novela curiosa surgida de su imaginación fue “Doctor Huquet” (1891) en la que un blanco intelectual liberal se encuentra transformado de la noche a la mañana en un negro pobre, debiendo enfrentarse en primera línea a los horrores del racismo.

“La Columna de César” es una virulenta distopia, una reacción extrema a la idílica utopía de Edward Bellamy “El año 2000: una mirada retrospectiva”, en la que ese autor proponía una inverosímil y pacífica transición del capitalismo al socialismo. La visión de Donnelly no podía ser más diferente de la de Bellamy. Coincidía en la insostenibilidad de un sistema basado en la explotación, el consumo desaforado y la separación entre ricos y pobres, pero, como hemos visto, opinaba que el derrocamiento del sistema no podía ser pacífico, una victoria del sentido común en aras de alcanzar la perfección comunista, el igualitarismo y la justicia universal. Por el contrario, el cambio –en este caso hacia una especie de república de pequeños propietarios- sería sangriento y llevado a cabo por extremistas.

Como suele suceder con las utopías y distopias, éstas suelen ser la expresión de las ideas políticas de sus autores. “La Columna de César” no fue una excepción. Donnelly, como hemos mencionado, estuvo profundamente involucrado en política. Un par de años antes de escribir la novela había escrito el borrador fundacional del Partido Populista, en el que afirmaba: “Una gran conspiración contra la raza humana se ha organizado en dos continentes, y está tomando rápidamente posesión del mundo. Si no se le hace frente y se desactiva de inmediato, provocará terribles convulsiones sociales, la destrucción de la civilización o el establecimiento de un despotismo absoluto”.

Cuando tras la Guerra Civil la economía norteamericana entró en una fase de fuerte crecimiento, Donnelly renunció a su cargo político convencido de que Washington estaba dominado por la lucha entre un puñado de poderosos industriales y aquellos que trataban de preservar los derechos y libertad del pueblo americano. Se dedicó entonces a defender en su Minnesota natal la aprobación de leyes antimonopolio y promover la intervención directa del Estado en las áreas económicas más importantes, como la banca, los ferrocarriles o la industria maderera. Fue en esta época cuando escribió “La Columna de César”, una especie de manifiesto en el que recogió las peligrosas tendencias del tiempo que le tocó vivir y las extrapoló, social y tecnológicamente, cien años en el futuro.

Dos años después, Donnelly ayudó a fundar el Partido Populista, formación que representaba el descontento de los granjeros del sur y las grandes llanuras con un sistema que los marginaba y los separaba de los potentados industriales del Este. Defendía una serie de reformas económicas –como el mantenimiento de bajas tasas de interés y la aplicación de impuestos progresivos- así como el intervencionismo y regulación monetaria, llamando a la unión de los pobres y desheredados fuera cual fuese su raza. A mediados de década, cuando el Partido Demócrata asumió como propios varios de sus postulados, el Partido Populista comenzó a desvanecerse de la escena política.

El mundo de la crítica literaria ignoró completamente “La Columna de César” cuando fue publicada por primera vez. Sin embargo, causó una honda impresión entre quienes lo leyeron y el viejo sistema boca/oído hizo que la lista de nuevos lectores creciera con una rapidez totalmente inesperada. En seis meses se lanzaron doce ediciones y se vendieron más de 250.000 copias hasta que pocas semanas después se reveló el verdadero nombre del autor, de quien se especulaba que podía ser el mismísimo Mark Twain.

Su visión de una ciudad profundamente dividida socialmente, en la que conviven maravillas tecnológicas operadas por una clase acomodada con obreros explotados de vida esclava que sostienen el bienestar de sus amos, alcanzaría expresión visual bastantes años más tarde en la obra maestra de Fritz Lang, “Metrópolis” (1926). La novela de Donnelly sedujo la imaginación popular en un momento como el actual, en el que el futuro para la “gente corriente” parece cada vez más oscuro e impersonal.

viernes, 16 de abril de 2010

1890-DIEZ MIL AÑOS EN UN BLOQUE DE HIELO - (Louis Boussenard)


Entramos en la última década del siglo XIX, momento del florecimiento de la CF, impulsada, según el cliché, por el éxito de Verne y Wells, pero también gracias a la moda de utopías como la de Edward Bellamy. Cientos de títulos vieron la luz en estos años; de hecho, la evolución del interés del público por el nuevo género fue cada vez mayor a medida que se aproximaba el nuevo siglo.

El título que comentamos en esta ocasión me da pie para hablar brevemente sobre la obra de Louis Henri Boussenard (1847 – 1911), un escritor muy popular tanto en Francia como en la entonces francófona Rusia, pero que en el resto del mundo ha permanecido siempre en la oscuridad, probablemente debido tanto su sesgo nacionalista como a los prejuicios contra los británicos y americanos que afloraban a menudo en sus relatos. Especializado en las novelas de aventuras, ya en vida se le conocía como el H.Rider Haggard francés. Al igual que Julio Verne, situaba la acción de sus novelas por todo el globo, desde Australia hasta América o África, de la guerra de los boer a la lucha de independencia cubana. También como Julio Verne, realizó algunas incursiones en la CF, una de ellas este "Diez Mil Años en un Bloque de Hielo", una especulación sobre el futuro.

El héroe, miembro de una expedición al Polo Norte en 1896, queda congelado en un bloque de hielo para despertar cien siglos después. Por alguna razón, el autor se siente obligado a justificar la supervivencia del protagonista con largas disertaciones sobre experimentos contemporáneos de congelación de animales o animación suspendida de gurús indios, algo totalmente innecesario puesto que lo que al escritor -y al lector- le interesa es lo que espera en el futuro.

Su mundo del mañana está unificado bajo un solo Estado poblado por los diminutos descendientes de chinos y africanos. El tipo racial caucásico ha desaparecido, consumido por los continuos enfrentamientos bélicos. Los hombres han desarrollado grandes cabezas y cerebros mientras que sus miembros y extremidades han encogido -una imagen que luego sería repetida hasta la saciedad por muchos ilustradores de las revistas de CF de los cuarenta y cincuenta-.

Esos hombrecillos del futuro pueden levitar y viajar rápidamente de un sitio a otro por la simple fuerza de su voluntad. Boussenard explica que sus cerebros generan una especie de "atmósfera nerviosa" alrededor de ellos que les permite tal hazaña. Para colmo, no se cansan y pueden transportar con ellos objetos de cualquier peso. Resulta curioso semejante suposición teniendo en cuenta que Boussenard era médico de formación. También lo es que, estando ya en 1890, el escritor no pensara en dar más protagonismo a la tecnología, la industria o las máquinas, basándolo todo en el poder de la mente.

No es una novela imprescindible. Carece de estructura convencional -planteamiento, nudo y desenlace- siendo más bien una especie de recorrido por diversos puntos de interés con algunos diálogos intercalados; además, su lenguaje, rígido y con largas y aburridas frases, no le ha permitido envejecer bien. He querido incluirla en esta selección, sin embargo, por dos motivos. En primer lugar por tratarse de un autor francés en un género que pasará a estar dominado, en buena medida, por norteamericanos y británicos. En segundo lugar, por las ideas que Boussenard planteó no solo en este libro (como el desarrollo de poderes mentales producto de la evolución), sino en otros relatos: el personaje principal de otra de sus novelas, “Les Secrets de Monsieur Synthèse” (1888) es un hombre sintético que ha eliminado su necesidad de comer y vive gracias a ingerir diez píldoras y diez ampollas de fluido cada día. Ejemplo del prototipo de “científico loco”, el Sr.Sintético pretende influir en la evolución de la raza humana haciéndola más “sintética”. Otra de sus obras, “Monsieur Rien” ("El Sr.Nada") (1907) cuenta las aventuras de un hombre invisible en la Rusia de los zares.

jueves, 15 de abril de 2010

1890-WILLMOTH THE WANDERER OR THE MAN FROM SATURN - Charles Curtis Dail.


En los estudios generales sobre CF, el siglo XIX tiende a resumirse rápidamente en dos grandes nombres que oscurecen todo lo demás: Julio Verne y H.G.Wells. Ya hemos visto en este blog sobrados ejemplos de obras tanto o más novedosas que las de ambos autores, libros que iniciaron tendencias y relatos que plantearon temas que se convertirían en básicos y recurrentes dentro del género.

"Willmoth el Vagabundo" es una de esas olvidadas obras -más incluso de lo habitual en esta etapa de pioneros- que suelen mencionarse de pasada en los manuales especializados de CF. El protagonista es un longevo alienígena del planeta Saturno que inicialmente se dedica a explorar su propio mundo acompañado del científico e inventor Elwer. En su periplo van encontrando diferentes especies y civilizaciones humanoides. A continuación, empapándose de una especie de ungüento antigravitatorio, comienzan a explorar el sistema solar. Viajan a Venus y luego a una Tierra prehistórica, donde entablan relación con una tribu de homínidos a quienes enseñan los rudimentos de la cultura y cuyos descendientes irán evolucionando hasta convertirse en los humanos modernos. Willmoth da descripciones detalladas de esos primeros hombres, corrigiendo algunas falacias de la historia bíblica. Después se embarca en un viaje bajo los hielos del Polo Norte, relatando sus encuentros con más gentes y animales a cual más pintoresco.

Dail se anticipó en mucho tiempo a esas teorías que tantos devotos suscribieron en los años sesenta y setenta del siglo XX y según las cuales la raza humana había sido creada y adiestrada por alienígenas; o bien que fueron extraterrestres quienes estuvieron detrás del progreso de antiguas civilizaciones, desde la Atlántida hasta los egipcios. Probablemente Dail se hubiera reído a gusto de saber que alguien llegaría a tomarse en serio lo que él sólo contempló como un divertimento en el que primaba la fantasía sobre cualquier pretensión de verosimilitud. Su narración es una sucesión de episodios repletos de vistosas sociedades y criaturas alienígenas, como los adoradores saturnianos del sapo o las serpientes de fuego que moran en el interior de nuestro planeta.

Como he dicho, la originalidad del libro no fue suficiente para asegurar su supervivencia en el corazón de los lectores. Quizá fuera su fuerte tono antirreligioso y firmemente racionalista en una época donde la religión aún tenía mucho calado social; o quizá sus referencias racistas -por otra parte comunes en los libros de entonces, como ya vimos en varias entradas de libros de Julio Verne-, hicieron que el libro no se haya reeditado, quedando confinado a los manuales más especializados de historia de la CF. Aunque de forma breve, un relato que recupera sin complejos el sentido de la maravilla que todos los niños han tenido alguna vez, merece la pena ser comentado más allá de su mero título.

miércoles, 14 de abril de 2010

1889- UN YANKI EN LA CORTE DEL REY ARTURO - Mark Twain


Mark Twain es algo así como un tesoro nacional para los norteamericanos. Ingenioso, emprendedor y de amplios recursos, alcanzó enorme fama ya en vida, tanto como escritor como en su faceta de orador. Sus obras cubrieron un gran espectro de temas: desde las correrías infantiles con un toque nostálgico de Tom Sawyer o Huckleberry Finn a los relatos de aventuras históricos ("Príncipe y Mendigo") pasando por la fantasía con moraleja ("El Forastero Misterioso") o divertidas crónicas de viajes ("Inocentes en el Extranjero").

Aunque nunca fue consciente de ello, cuando escribió "A Connecticut Yankee in King Arthur's Court", Twain marcó un punto de referencia en la CF. Sólo con el transcurso de los años podría apreciarse el verdadero alcance de la influencia que esta narración satírica en primera persona tuvo en el género.

La novela está escrita como el diario ficticio de Hank Morgan, un especialista en metalurgia que, tras recibir un golpe en la cabeza, se encuentra trasladado en el tiempo a los gloriosos años del Camelot del rey Arturo, en el año 528 de nuestra era. Capturado por sir Kay y llevado al castillo real, el americano se sirve de sus conocimientos para anunciar un eclipse y librarse de la ejecución que pendía sobre él. Desprestigiando a Merlín y haciéndole quedar como un truquista barato, adquiere tanto prestigio que es nombrado "ministro a perpetuidad" por Arturo. Inmediatamente, nombra un ayudante, Clarence, y juntos comienzan a modernizar el reino con las miras puestas en el negocio, "no en el altruismo", como él mismo subraya. Pronto llega a ser conocido como "El Jefe".

Lo primero que hace es fundar una oficina de patentes. Desarrolla la pólvora, el telégrafo, el teléfono, el jabón, las máquinas de coser, el fonógrafo, la máquina de escribir, la luz eléctrica, el acero, funda escuelas, un periódico, introduce el béisbol... pero, con todo, Morgan se encuentra con un pueblo al que no resulta fácil asimilar semejante avalancha de innovaciones. Cree que este retraso es provocado por la nefasta influencia de dos instituciones: la monarquía y la Iglesia. Aunque el rey Arturo es un monarca justo y de buen corazón y la mayoría de los sacerdotes se esfuerzan por aliviar las penurias de la población, como instituciones, ambas son enemigas del progreso tecnológico y la modernidad.

Morgan hace una serie de viajes por Inglaterra, primero con Lady Alisande la Carteloise -a quien llama simplemente "Sandy" y con la que se acabará casando y teniendo un hijo- y luego, de incógnito, con el mismo rey Arturo. Twain utiliza ambas aventuras para describir la crueldad y la horrible pobreza en la que el pueblo ordinario vive sumido, luchando siempre por mantener su dignidad.

Pasan los años y Morgan, ya un hombre de familia, realiza un viaje a Francia por motivos de salud. Cuando vuelve a casa se encuentra con que el rey ha muerto, la Tabla Redonda se ha disuelto debido a las luchas internas y la Iglesia ha declarado un interdicto en el reino (esto es, el cese de todas las actividades y celebraciones religiosas, incluidas las misas y la administración de sacramentos), lo que levanta al pueblo contra el americano y sus cincuenta y dos caballeros leales. Éstos proclaman una república y se atrincheran en la cueva de Merlín, donde se defienden de los ataques con cañones Gatling y cercas electrificadas -por cierto, la primera vez que se utiliza este invento-. Ambos ingenios masacran a miles a los sublevados, pero sus cadáveres esparcidos por los alrededores empiezan a corromperse y amenazan con infectar a los defensores, convirtiendo su victoria en derrota. Al final, Morgan resulta apuñalado por un caballero moribundo y el agraviado Merlín le lanza un hechizo que le induce un sueño de trece centurias hasta despertar en su "vieja" época, el siglo XIX.

La obra fue concebida originalmente como una sátira, aunque la diana de sus cáusticos comentarios cambia completamente a lo largo de la misma. En un principio, Twain se rie de los tópicos románticos sobre los caballeros medievales y la idealización de la Edad Media, muy común en las populares novelas de sir Walter Scott y otros autores del siglo XIX. Twain albergaba un resentimiento especial contra Scott, responsabilizándole de atizar el tipo de romanticismo creador de mitos, castas y orgullo, que llevó a los estados sureños de la Unión a rebelarse contra el norte.

De hecho, una de las múltiples lecturas que ha recibido la novela subraya las similaridades entre la Inglaterra artúrica y la Norteamérica sureña anterior a la Guerra de Secesión. Efectivamente, en ambos casos, una parte importante de la población vive en estado de esclavitud, sometida a una presuntuosa élite que se muestra tan insensible al sufrimiento de los desposeídos como obsesionados por estúpidas idealizaciones del honor, el código caballeresco y la virtud de las damas.

Así, "Un yanqui..." comienza satirizando lo que para Twain eran los grandes males del medievo (y, en el siglo XIX, todavía de una parte importante del planeta): el oscurantismo, la superstición, la tiranía, la barbarie, así como el poder de la Iglesia Católica, la nobleza y la monarquía en contraste con los valores de la democracia, la tecnología y el progreso. En este contexto, Merlín representa la superstición popular -un estadio más básico y menos elaborado que la religión organizada-, encarnando el viejo orden en continua rivalidad con la moderna tecnología.

Aún así, esta primera parte, en la que se desmitifica el brillo de un legendario Camelot, está permeado por un agradable sentido del humor que aligera algunos episodios ciertamente terribles. En cambio, la segunda parte se desliza inesperadamente hacia un oscuro apocalipsis. Y es que la novela, que empieza burlándose y satirizando el pasado medieval, termina cuestionando la superioridad del presente moderno e industrializado. La ironía es terrible: el progreso tecnológico cava su propia tumba y lo hace porque nadie es capaz de comprenderlo. No es una situación infrecuente. Nunca lo ha sido. Incluso en la actualidad, Era tecnológica por excelencia, la mayoría de la gente no comprende realmente cómo funciona el entramado tecnológico que nos rodea. Puede manejarla, operarla, beneficiarse de ella,... pero no entiende sus bases. Y el yanqui del libro acaba convertido, él mismo, en lo que más desprecia: un trasunto de mago Merlín, obrador de milagros pero, al mismo tiempo, custodio del arcano secreto de la ciencia; sus ideas de democracia e igualitarismo acaban sepultadas por la acumulación de poder y la imposición de sus ideas con la violencia; un líder tan intransigente, incompresivo y cruel como la sociedad que menosprecia. Al final, Merlín acaba con Morgan, la superstición y la ignorancia sobreponiéndose al espíritu científico y haciéndose con el último triunfo.

Mark Twain fue un decidido partidario de la tecnología, considerándola como un símbolo del progreso humano y una herramienta para mejorar aspectos de la vida cotidiana. Fue, por ejemplo, el primero en escribir una novela a máquina ("Tom Sawyer") y uno de los pioneros en el uso del teléfono. Sin embargo, los nuevos inventos no sólo aportaron alegrías al escritor: casi se arruina con una inversión en una nueva máquina de impresión que nunca llegó a cuajar al ser pronto superada por la linotipia. Además, y como aparece en la novela, era consciente de que no todo se puede resolver con máquinas. El americano de Camelot consigue logros asombrosos en los más diversos campos pero, a la postre, no triunfa en lo principal: cambiar la mentalidad de la gente para que piensen por sí mismos. El adiestramiento y la utilización de la tecnología no consiguen desvincular al grueso de la población de su lado espiritual (o supersticioso, según se mire).

"Un yanqui..." estableció una tradición de viajes en el tiempo aun cuando no fue la primera novela que tratara el tema. "The Chronic Argonauts" de H.G.Wells y "El año 2000: una mirada retrospectiva" de Edward Bellamy aparecieron sólo un año antes. Si Mark Twain recibió alguna inspiración externa pudo haber sido "The Fortunate Island" (1882), una novela escrita por Charles Heber Clark, en la que no se describe exactamente un viaje en el tiempo, pero casi: un americano experto en tecnología naufraga en una isla separada de Gran Bretaña en tiempos artúricos cuya vida y costumbres no han sufrido alteración desde entonces.

Hasta el momento, los viajes en el tiempo habían sido hacia el futuro. Pero, a medida que la CF se desarrollaba y asentaba sus temas principales, el viajero temporal hacia el mañana perdió sentido desde el punto de vista literario: como la mayoría de relatos de CF ya tienen lugar en el futuro, no parecía tener mucho sentido lanzar a los personajes a tiempos aún más remotos. Aunque los viajeros del tiempo del presente al futuro continuarían protagonizando algunas importantes novelas del género en los siguientes años, hoy, tras 120 años de historia de la CF, se puede afirmar que la mayor parte de los escritores han optado por retroceder al pasado, hacia civilizaciones más primitivas.

En el caso de "Un yanqui...", su prólogo y epílogo -no narrados por Hank Morgan sino por alguien que lo ha conocido en el presente, supuestamente el propio Twain- explican que estas correrías arturianas –asumiendo, claro está, que realmente hubieran tenido lugar y no fueran elaboradas fantasías del americano- no provocaron disrupción alguna en la línea temporal. Sin embargo, la novela describe un pasado claramente modificado, una historia alternativa auténtica. En la mayoría de relatos de Historia Alternativa, el viajero en el tiempo desencadena cambios en la corriente temporal, enriqueciendo la trama con implicaciones fascinantes. Efectivamente, muchas “Historias Alternativas” se basan en hacer comparaciones explícitas entre las líneas temporales ficticias y reales cruzando ambas mediante algún mecanismo narrativo, de los cuales el más habitual es el viaje en el tiempo.

"Un Yanqui..." es una obra brillante, divertida y corrosiva cuyo secreto para figurar en la lista de clásicos inmortales es la yuxtaposición de tres tiempos diferentes: el contemporáneo de Twain, representado por el protagonista; el medieval; y un tercero, que nunca existió sino en el mundo literario, la Edad Media "victoriana". Sátira de la sociedad de tiempos pasados, ridiculización de los referentes literarios del romanticismo, crítica despiadada tanto al sistema feudal como a los Estados Unidos contemporáneos del escritor, alabanza del progreso industrial y escepticismo y desilusión ante sus consecuencias... Puede que Twain nunca pretendiera escribir una novela de ciencia ficción, pero, sin quererlo ni saberlo, reunió en ella algunos de los temas que se convertirían en pilares básicos del género.

sábado, 3 de abril de 2010

1889-UN DIA DE UN PERIODISTA AMERICANO EN EL AÑO 2889- Julio Verne


“Los hombres de este siglo XXIX viven en medio de una magia continua, sin parecer darse cuenta de ello. Abrumados de maravillas, permanecen fríos ante aquellas que el progreso les aporta cada día. Todo les parece natural”. Cualquiera diría que Verne no hablaba del lejano futuro. Estas palabras, que abren el relato que ahora nos ocupa, son perfectamente aplicables a nuestros días; y, probablemente, también a los suyos.

Es esta una pequeña joya de la bibliografía del famoso escritor que no ha merecido tanta atención como otras de sus novelas, quizá debido a las dudas que existen sobre su autoría. Da lo mismo, es un cuento sorprendente aun cuando no haya aquí mucho argumento. Su escasa longitud no lo permite. Se nos cuenta un día en la atareada vida de Francis Bennett, editor jefe del principal periódico de la capital de Norteamérica, Centrópolis. Pero sus escasas diez páginas y tan débil marco narrativo están bien aprovechados: en tan corto espacio, Verne introduce las noticias en directo, la predicción meteorológica, la publicidad en las nubes, la videoconferencia, tubos neumáticos que cruzan los océanos transportando pasajeros a 1.500 km/h, envío de alimentos preparados a domicilio, supertelescopios, megalópolis de diez millones de personas, transplantes de órganos, guerras con proyectiles de largo alcance cargados con virus o gases tóxicos, control de la natalidad en China, calculadoras, técnicas criogénicas, aerocoches, la fotografía a color (¡inventada por los japoneses!), energía solar y geotérmica,l a anexión de Gran Bretaña y Canadá por los Estados Unidos y de China e India por Rusia, vestidores mecanizados que lavan, afeitan y visten a sus usuarios, comunicación interplanetaria, teleperiodismo, enormes generadores que proporcionan una inacabable energía…

Es este un relato crepuscular de Verne, cuya autoría ha estado siempre en entredicho. Y es que se trata de un trabajo muy poco corriente. Verne escribió sólo un puñado de relatos cortos, ninguna de sus obras tuvo su primera publicación en lengua inglesa y, en contraste con el tono más conservador de la mayoría de sus novelas, aquí deja volar su imaginación con una libertad inaudita para una persona de avanzada edad.

Hay estudiosos que ven aquí influencias de otros relatos en los que se avanzaban las maravillas del futuro, como el ya comentado en este blog “El siglo XX: Cuento de un parisiense en el pasado mañana” (1882) de Albert Robida. Sea como fuere, lo cierto es que James Gordon Bennett Jr., editor del New York Herald (patrocinador de Henry Morton Stanley en su búsqueda africana del doctor Livingstone), había encargado a Verne en 1885 una historia sobre la vida del futuro en América. Verne no podía negarse a la petición del responsable de un periódico que él mismo había citado en muchas de sus novelas, y así la historia apareció publicada por primera vez, en inglés, en febrero de 1889 en la revista estadounidense The Forum.

El relato, con bastantes modificaciones, se tradujo al francés al año siguiente. Y es en esos cambios donde se apoyan los críticos para atribuir la autoría primera no a Verne, sino a su hijo Michel. Según esta versión, Verne utilizó un texto de su hijo que fue el que apareció en primer lugar en la revista norteamericana, y luego lo modificó y mejoró para su edición en francés en algunos periódicos galos, si bien nunca quiso incluirlo dentro de sus “Viajes Extraordinarios”.

Finalmente, tras la muerte de su padre en 1905, Michel decidió publicarlo “oficialmente” dentro de una antología de cuentos diversos titulada “Ayer y Mañana”. El hallazgo en la Biblioteca Nacional de una carta de Verne dirigida a su editor, confirma que el texto original era de su hijo y que se repartieron los honorarios cobrados por el mismo.

Julio Verne animó a su hijo a escribir y publicar sus propios relatos bajo su ilustre nombre. Supuso un alivio tras años de soportar todo tipo de problemas con su rebelde vástago: continuas bancarrotas, turbulentas relaciones sentimentales, dificultades legales… Verne acabó reconociendo que a Michel le gustaba escribir y que tenía cierto talento para ello, por lo que probablemente lo apoyó en su carrera literaria con la esperanza de que se convirtiera en una persona responsable y obtuviera cierta estabilidad en la vida. Además, el fraude orquestado por ambos se podía llevar adelante con un mínimo de complicaciones: sencillamente, Michel firmaba sus manuscritos como “M.Jules Verne”, donde la “M” podía ser (y a veces lo era) interpretada por los editores como “Monsieur Jules Verne”.

Es más, durante los últimos años de su vida, de 1895 a 1905, la vista de Julio Verne se deterioró con rapidez. Y fue Michel quien asumió las funciones de escriba y secretario para sacar adelante varias novelas. No es de extrañar pues que, tras la muerte de su padre, Michel decidiera completar –y en algunos casos, ampliar considerablemente- muchos de los manuscritos inconclusos de Verne padre. La polémica sobre qué atribuir a quién en muchas de las últimas obras de la bibliografía del gran escritor continúa.

Muchas de las predicciones para el año 2889 ya se han hecho realidad. Y no sólo en lo que se refiere a tecnología: el concepto distópico de un hombre que ha conseguido amasar una gran riqueza y poder se ha encarnado en personalidades como William R.Hearst, Bill Gates o Rupert Murdoch. Por supuesto que también cometió errores y algunas de esas visiones no han llegado a materializarse. Pero démosle tiempo: aún quedan casi nueve siglos para el año 2889…

viernes, 2 de abril de 2010

1889-EL SECRETO DE MASTON - Julio Verne


En esta ocasión, Julio Verne recupera la institución presentada en otra de sus novelas más famosas, el Gun Club de Baltimore, patrocinador de la construcción del cohete de “De la Tierra a la Luna” (1865). A la cabeza del mismo se encuentra su miembro más insigne, Impey Barbicane, quien fuera uno de los “astronautas” de Verne en la mencionada novela. Es su miembro más pintoresco, sin embargo, J.T. Maston, científico y matemático de carácter apasionado, el que realiza los cálculos del proyecto que pretenden acometer, un plan infinitamente más osado que el del viaje a nuestro satélite: cambiar el clima del planeta.

Y como el club se especializa en cañones, ¿qué mejor manera de hacerlo que usando uno? Apoyando un gigantesco ingenio de 27 metros de diámetro y 600 m de profundidad en un punto cuidadosamente elegido de la Tierra –el monte Kilimanjaro-, el retroceso provocado por el disparo de un proyectil de 180.000 toneladas desviará unos grados el eje de rotación del planeta. Al recibir la radiación solar de forma más uniforme, se alterarán las pautas climáticas y toda la Tierra pasará a disfrutar de una temperatura templada.

El objetivo no es en absoluto filantrópico. El Gun Club se ha dedicado a comprar en secreto grandes extensiones de terreno improductivo en las regiones boreales con vistas a explotar sus riquezas minerales y potencial agrícola una vez el nuevo clima del planeta haya fundido el hielo de los polos. El plan fracasa debido a un error en los cálculos de Maston que hace que la potencia del cañón no alcance los niveles previstos y nada cambie en la Tierra, cubriendo de ridículo a los impulsores del enloquecido plan geofísico.

Es esta una obra menor de Julio Verne. Sus grandes novelas, aquellas por las que es aún querido y recordado, ya habían sido escritas hacía bastantes años. En estos época, Verne, acosado por problemas familiares y económicos, entraba ya en la etapa final de su carrera. Ello se deja notar en el estilo y la acentuación de los puntos débiles que a estas alturas ya hemos comentado suficiente en otras obras y sobre los que no merece la pena extenderse más: la intriga es mínima, el desenlace previsible, los minuciosos datos geográficos entorpecen la narración y los personajes no están bien perfilados. Sin embargo, a la hora de examinar esta época de precursores del género, conviene hacer una mención de este libro al contener algunos elementos muy interesantes que no cobrarían su verdadera relevancia hasta muchos años después.

El término “terraformar”, hoy muy extendido, fue inventado en el ámbito de la literatura de CF. Fue Jack Williamson, uno de los escritores clásicos del género, quien lo utilizó por primera vez en 1942 y hace referencia a la transformación del clima y la ecología de un planeta hasta que sus condiciones se aproximen lo suficiente a las de la Tierra como para que los seres humanos puedan vivir allí sin protección. Con esta obra, Verne precedió en muchos años a Williamson en la idea central, si bien aquí la “terraformación” tiene lugar en la propia Tierra y no, como suele ser habitual, en otro planeta.

La cuestión del cambio climático es de candente actualidad. Y aquí Verne (que se apoyaba en unos cálculos del ingeniero francés Albert Badoureau; la edición original incluía un capítulo suplementario con cálculos y cifras firmado por el propio Badoureau y desaparecido en las siguientes ediciones) jugaba con esa misma idea, si bien él lo imagina no como un subproducto no deseado del sistema industrial, sino como un acto deliberado de un grupo de individuos que hoy podríamos asimilar a una multinacional.

Sin embargo, el escritor no alaba el proyecto del Gun Club como hazaña científica y tecnológica sin precedentes. La idea de manipular la Tierra, de convertirla en una gran máquina que se pueda alterar para conseguir prestigio, poder y beneficios económicos, se encuentra con una gran oposición en la propia novela. Se auguran cambios desastrosos que provocarían más perjuicios que beneficios: la fusión de los polos elevaría el nivel del agua y la desaparición de ese peso sobre una porción concreta del planeta desencadenaría movimientos compensatorios en otros territorios: elevaciones de países enteros, hundimiento de líneas costeras… El clamor popular, avivado por los competidores del Gun Club en la adquisición de las tierras del polo, hace intervenir al gobierno para desbaratar el plan.

Aunque con cierta inocencia en su planteamiento y consecuencias, una vez más, como ya hizo en otras novelas comentadas en este mismo blog, Verne deja patente su desconfianza hacia el uso que el hombre puede hacer de la ciencia, en este caso persiguiendo intereses económicos. Y, de nuevo, nos quedamos con las ganas de que el escritor hubiera rematado la novela con un final diferente. ¿Cómo hubiera tratado Verne un cambio tan apocalíptico en las condiciones del planeta? Probablemente, sus ideas al respecto –como había sucedido antes con “Hector Servadac” no habrían gustado a su editor Hetzel, cuya muerte tres años antes había afectado profundamente a Verne.

Y hablando de la relación entre Hetzel y Verne, las restricciones a las que el primero sometía al segundo estaban motivadas por el interés del editor en serializar las novelas del escritor en las revistas educativas para jóvenes que publicaba. Esta táctica inhibió la influencia de Verne, tanto en su propio país como en el extranjero. Aunque los libros de Verne eran apreciados tanto por adultos como por jóvenes, los trabajos de otros escritores “vernianos” –que surgieron con cierta profusión en Francia, Gran Bretaña y Alemania- eran a menudo calificados de “juveniles”. Los más prolíficos discípulos del gran escritor en su país fueron Pierre d´Ivoi y Gustave le Rouge; los más inventivos de entre los ingleses fueron George C.Wallis y Francis Henry Atkins (quien publicaba en las revistas para jóvenes bajo los seudónimos Frank Aubrey y Fenton Ash); en Alemania destacaron Robert Kraft y F.W.Mader.

La introducción de la ficción verniana en Estados Unidos siguió inicialmente un camino similar, pero siempre tuvo un sesgo cultural acusado. Las historias sobre jóvenes inventores llegaron a constituir categoría aparte entre las novelitas baratas junto a los westerns y las historias de detectives. La obra “The Steam Man of The Prairies” (1868), de Edward S.Ellis era, de hecho, un híbrido entre el western y las ficciones sobre inventores. Se daban cita aquí dos referentes culturales norteamericanos: el mito del Oeste, la frontera; y la actitud favorable al desarrollo tecnológico. Dos géneros que retuvieron su afinidad espiritual durante un siglo aunque la frontera acabó situándose muy lejos, en el espacio.

Tan poderoso fue el mito del Oeste como el lugar donde había que buscar el futuro, que la ficción verniana americana pronto comenzó a superar las ambiciones de sus colegas europeos. Escritores como Frank R.Stockton y su “The Great War Syndicate” (1889) y “The Great Stone of Sardis” (1898); y Garrrett P.Serviss en “The Moon Metal” (1900) y “A Columbus of Space” (1909) ayudaron a construir el camino para que se desarrollara la ciencia ficción netamente americana. Pero de ello hablaremos en otra ocasión…

“El secreto de Maston” ha sido publicado en España bajo diversos títulos (el original en francés era “Sans dessus dessous”): “Sin arriba ni abajo” o “En completo desorden” y aún se puede localizar en librerías de viejo o a través de Iberlibro.com la edición de Orbis.

jueves, 1 de abril de 2010

1888-EL AÑO 2000: UNA VISION RETROSPECTIVA - Edward Bellamy


Aunque las utopías fueron populares durante todo el siglo XIX, una en particular disfrutó de mayor influencia que las demás: “Looking Backward 2000-1887” de Edward Bellamy, no sólo se convirtió en un superventas, sino que llegó a inspirar la creación de un partido político. En 1930, el libro fue nominado por un grupo de pensadores americanos (entre ellos el célebre analista John Dewey) como uno de los más influyentes e importantes de los últimos cincuenta años.

Antes de que H.G.Wells inventara la máquina del tiempo, el único modo de llegar al futuro distante era dormir y dormir. Este método fue empleado por L.S.Mercier en “Recuerdos del Año Dos Mil Quinientos” (1771) o “Dentro de Trescientos Años” (1836) de Mary Griffith. Bellamy recurrió a este artificio narrativo para llevar a su personaje al año 2000. Aunque la máquina del tiempo de Wells lo cambiaría todo, curiosamente, el propio escritor no volvería a utilizar su artilugio otra vez y usaría el gastado “método” de la animación suspendida en “Cuando el Durmiente Despierte” (1899)

Como en Europa, el desarrollo de la ficción especulativa a finales del siglo XIX había estado lastrada por la falta de marcos narrativos convincentes. Trabajos que intentaron ir algo más allá fueron los de Edward Bellamy, como “Dr.Heidenhoff´s Process” (1880) o “The Blindman´s World” (1886), aunque nunca dejaron de ser formulaciones de visiones fantásticas. Pero el propio Bellamy consiguió superar ese punto débil con “Looking Backward 2000-1887”, cuyo último capítulo desafió las convenciones al negar que todo había sido un sueño tal y como era la norma en estos relatos con protagonistas “durmientes”.

Julian West es un rico bostoniano con problemas de insomnio. Para conciliar el sueño utiliza el trance hipnótico. Pero un día, el procedimiento falla y por una serie de increíbles accidentes, se despierta vivo y sin haber envejecido un ápice en al año 2000. Gran parte de la novela consiste en discursos de su guía, el amable Doctor Leete, acerca las maravillas del Boston del último año del siglo XX. La idea base de la sociedad era la sumisión del individuo a la comunidad y la nación, mientras que ésta le protege y satisface sus necesidades –o lo que la comunidad establece que son sus necesidades.

West descubre una especie de armoniosa América colectivizada basada en los principios del nacionalismo y la “religión de la solidaridad”, de la que se han eliminado la pobreza y la miseria asociadas con el capitalismo y el individualismo del pasado. Es un lugar de igualdad universal en los ingresos independientemente de la tarea que se realice. Los ciudadanos, al no poder legar sus bienes a sus hijos, no tienen interés alguno en acumular capital y el Estado pasa a monopolizar todas las fuentes de riqueza y a ser el único propietario de tierras y fábricas. El Estado otorga a cada persona una línea de crédito, representada por una tarjeta, en la que se marcan sus compras en los almacenes públicos.

Todo el mundo, hombres y mujeres, trabajan en el Ejército Industrial en las tareas para las que son más adecuados, hasta llegar a un tranquilo y próspero retiro a los 45 años, momento a partir del cual se dedican a cultivar su espíritu a través de sus aficiones particulares. Aquellos que no se ajustan son enviados a un confinamiento solitario hasta que pongan en orden sus ideas. Bellamy subraya en todo momento la eficacia: comer en comedores comunales, y comprar ropas en grandes almacenes, así como desarrollar fuertes sentimientos comunitarios. El peligroso individualismo del siglo XIX es representado por una pintura de gente caminando bajo la lluvia, cada uno bajo su propio paraguas y mojando al viandante más próximo; los bostonianos del año 2000 están todos protegidos por porches públicos sobre las aceras.

A nivel internacional, menciona que Europa, Australia, México y América del Sur, han llegado a un sistema similar, formando una especie de Consejo Internacional regulador aunque conservando cada nación su propia autonomía. África y Asia no se mencionan, ni siquiera como colonias. Bellamy probablemente las consideraba demasiado atrasadas como para poder evolucionar en cien años hasta el grado que imaginaba.

El lujo individual ha desaparecido, siendo sustituido por la suntuosidad pública. El estado es el propietario de las tiendas, los comedores públicos, las galerías de arte y los centros de ocio. No existen ya guerras, ni tampoco partidos políticos, sólo burócratas. Además, como resulta imposible enriquecerse pues todos los bienes pasan al Estado, la corrupción es cosa del pasado.

Curiosamente, el autor no elimina la religión ni la familia como unidad básica de la sociedad. Como dice la introducción a la edición francesa contemporánea de la obra: “Un cerebro anglosajón puede muy bien imaginar una sociedad sin ricos ni pobres, sin Bolsa ni policía, y hasta sin pianos; pero no sin el “sweet home” ni el sermón del domingo”.

Por otra parte, la mujer en la utopía de Bellamy se ha independizado económicamente, pero lo cierto es que no parece que haya progresado mucho más, al menos en la mente del escritor. No menciona en absoluto que pueda llegar alguna vez a ocupar los más altos puestos dentro de la jerarquía. “En ningún caso se permite a una mujer realizar una ocupación que no esté perfectamente adaptada a su sexo, tanto por su carácter como por la intensidad del esfuerzo exigido […] Los hombres de nuestra época comprenden tan bien que la belleza y la gracia de la mujer son el mayor encanto de sus vidas y el principal estímulo de su actividad que si permiten a sus compañeras trabajar es únicamente porque está reconocido que cierta cantidad de trabajo regular, de un género adaptado a sus medios, les es saludable para el cuerpo y para el espíritu”. El matrimonio –aunque ahora sólo por amor- sigue siendo el único tipo de relación entre sexos sancionado favorablemente por la sociedad. Desde luego, Bellamy era reformista sólo hasta cierto punto.

La “utopía” de Bellamy, aunque no carente de interés, es sólo un ejemplo más de un subgénero extraordinariamente prolífico durante el siglo XIX. Es por ello sorprendente la popularidad y el impacto que llegó a cosechar un relato tan poco sofisticado políticamente. En unos años tras su publicación, fue traducida a las principales lenguas del mundo; cientos de clubs se fundaron para apoyar los ideales colectivistas de Bellamy y se creó incluso un partido político nacionalista en Norteamérica que llegó a tener un considerable éxito. Sus detractores, ya fuera por intereses partidistas o por preocupaciones ideológicas más amplias, no tardaron en publicar sus respuestas. Hacia 1900 ya se habían editado en Estados Unidos más de 60 libros inspirados por Bellamy. El más famoso de los anti-Belamistas fue el poeta, escritor y diseñador británico William Morris, cuyo “News From Nowhere, or An Epoch of Rest” (1891) detalla una Inglaterra del futuro ideal, antiindustrial y rural, que recuerda a la Edad Media más que a cualquier extrapolación del progreso industrial y tecnológico. El libro de Morris fue una antítesis intencionada a la visión colectivista de Morris; su representación de la sociedad perfecta tiene una belleza especial y aún se publica –la comentaremos en una entrada futura-. Para muchos socialistas es una especie de texto de referencia, aunque ya ha perdido su intención original como respuesta a “Looking Backward... “

A menudo se ha dicho, y yo lo suscribo plenamente, que la Ciencia Ficción, contra lo que podría creerse, no versa sobre el futuro, sino sobre el presente, al menos el del momento en que se escribió una obra determinada. Dicha aseveración queda más que demostrada con la obra que comentamos aquí. Generalmente, profetizar sobre lo que le depara a la humanidad a la vuelta de la esquina es un ejercicio fútil, porque no hay forma de saber con certeza ni los cambios que sobrevendrán ni cómo la sociedad se adaptará a ellos.

Edward Bellamy inicia el libro con una severa crítica al capitalismo como sistema económico. Tenía sentido. En aquellos años, la sociedad aún no había conseguido librarse de los aspectos más negativos de la industrialización. Los obreros trabajaban muchas horas a cambio de un magro salario, se apiñaban en viviendas mugrientas, no disfrutaban de coberturas sociales ni legislación que les protegiera de accidentes o abusos ni tenían acceso a las comodidades o lujos que se permitían sus empleadores. Era muy difícil romper la barrera entre clases y tan sólo muy contados individuos conseguían ascender en la escala social, para olvidar inmediatamente sus orígenes e identificarse plenamente con los valores propios de su nueva condición de privilegiados. Las ciudades estaban sucias y abarrotadas, la especulación y la falta de abastecimiento eran algo habitual…

Ni Bellamy ni muchos otros escritores utópicos –ni filósofos o políticos de la época- pudieron imaginar que la agitación obrera, el descontento social y las huelgas que parecían amenazar el corazón mismo del sistema, acabarían desvaneciéndose cuando la inmensa mayoría de la clase obrera pasó a ingresar las filas de la burguesía merced a una lucha dura y difícil por sus derechos. Hoy, cualquier operario no cualificado dispone de coche, televisión por cable y teléfono móvil y parece poco probable que aceptara de buen grado la destrucción del sistema capitalista que le da de comer para sustituirlo por la incierta utopía de Bellamy. De hecho, la experiencia nos ha enseñado que intentos de aproximarse a ese mundo ideal han supuesto sonoros fracasos, cuando no horribles tragedias.

A lo largo de todo su discurso Bellamy obvia la naturaleza humana, intentando convencernos de que toda crueldad, corrupción y crimen son fruto de los fallos del sistema capitalista y su inseparable individualismo y codicia. La experiencia nos dice que incluso en sistemas políticos y sociales con todo tipo de controles, democráticos o dictatoriales no se podrán evitar totalmente los males a los que aludía el escritor. Es un socialismo que, sencillamente, no puede existir.

Eso sin contar que resulta tremendamente aburrido. En el mundo de Bellamy, las cosas han llegado a un punto de excelencia en el que no parece haber demasiados incentivos para cambiar nada. Todo funciona, todo el mundo es feliz y reina la paz, la prosperidad y la armonía. Aunque el autor insiste en que existe espacio para la iniciativa privada en ámbitos como el arte, la literatura o el periodismo, su planteamiento –que el omnipresente y omnipotente Estado no ejercerá censura ni control puesto que nadie en su sano juicio osará cuestionar ni atacar el sistema- resulta implausible para cualquiera que conozca mínimamente la naturaleza de los grandes organismos públicos y la dinámica de masas.

Y es que tiene mérito el que la optimista visión de Bellamy calara tan hondo teniendo en cuenta que plantea un programa social por lo demás repelente. Su América del futuro está basada en un modelo militar, obreros y mujeres carecen del derecho a voto y hay una fascinación casi eugénica por la pureza racial. Es más, existe una oscura grieta entre lo que se describe y lo que se implica. El sistema, según nos cuenta, está basado en el trabajo, pero lo único que se nos muestra es a los habitantes de la utopía en sus ratos de ocio. De forma poco honrada, Bellamy describe todos los beneficios de esta sociedad centralizada y ninguno de los inconvenientes. Es el tipo de espejismo marxista que los comunistas enarbolarían como propaganda en el siglo XX mientras sometían a sus ciudadanos a la represión y demostraban que la economía estatalizada es receta segura, no para la plenitud y la satisfacción de las necesidades, sino para la carestía y la corrupción. Resulta paradójico que el creador de esta utopía fuera un reformista norteamericano que no había leído a Karl Marx.

Aunque no pudo predecir cómo sería la sociedad del futuro, el libro apunta algunos detalles clarividentes: Bellamy nos habla de centros comerciales (aunque los llama Great City Bazaar, ¿no es mucho mejor nombre?), tarjetas de crédito, utilización generalizada de la luz eléctrica, el hilo musical, despertador con música o sermones religiosos por teléfono. Aunque el modelo social general ha experimentado un cambio radical, éste no va acompañado de otro tipo de transformaciones más cotidianas que harían de ese futuro algo más creíble; por ejemplo, la música que se escucha sigue siendo clásica, la gente viste y se expresa tan estiradamente como en el siglo XIX. Y es que Bellamy, al fin y al cabo, no era un escritor de CF, sino un ensayista político.

La novela tiene un estilo ágil y directo, propio de la profesión periodística de su autor, si bien se ve algo perjudicada en su ritmo y argumento por hallarse más preocupada en exponer sus ideas que en construir una auténtica historia. De hecho, no se puede decir que exista un argumento propiamente dicho –básicamente son monólogos o diálogos de carácter didáctico- hasta los últimos capítulos, donde aparece una increíble historia de amor horriblemente cursi que no añade nada sustancial al discurso principal-. Bellamy quería exponer su doctrina política sobre todo lo demás y pensó que hacerlo en forma de novela resultaría más comercial que si aparecía como un ensayo. A tenor del éxito cosechado, estuvo en lo cierto.

Leer este libro hoy puede suponer un ejercicio interesante por varios motivos. En primer lugar, descubrir que el sustrato del socialismo y el comunismo existía ya de forma independiente al pensamiento de Marx y otros teóricos. En segundo lugar, el de descubrir, con la perspectiva que nos da el tiempo y la Historia, la distopia cuidadosamente oculta dentro de una utopía teórica.

Bellamy, más iluso que visionario, no nos hablaba del futuro, sino de lo que ansiaba su presente.


((((El libro está fácilmente disponible a través de Internet en diversas páginas de descarga. En español, a través de Iberlibro es aún posible hacerse con la edición que Abraxas hizo en el año 2000, si bien su traducción es bastante mala y repleta de errores.)))