miércoles, 28 de noviembre de 2012

1973-CUANDO EL DESTINO NOS ALCANCE - Richard Fleischer





¿Necesitas que te diga de qué está hecho el Soylent Green? ¿Sí? Entonces aún te falta para considerarte a ti mismo un iniciado en el mundo del cine de ciencia ficción. Porque todo aquel que haya visto la última película de la clásica "trilogía" de este género que Charlton Heston protagonizó entre 1968 y 1973 (las otras dos fueron "El Planeta de los Simios" y "El último hombre...vivo") quizá opine que esté algo trasnochada, que sea violentamente pesimista y no totalmente consistente desde el punto de vista lógico; pero igualmente convendrá en que las sólidas interpretaciones de Heston y un ya muy enfermo Edward G.Robinson y el memorable e inquietante final sostienen todo el argumento.

"Cuando el destino nos alcance" es una de las películas más deprimentes de cuantas la ciencia ficción generó en los años setenta. Transcurre en el año 2022, en una ciudad de Nueva York incapaz de sostener a su población de 40 millones de personas. La gente se ve obligada a dormir al raso, apiñada en cualquier espacio disponible. Ya no existe la comida fresca, sino que las masas se alimentan a base de una sustancia similar a la galleta llamada Soylent, presentada en diferentes colores y para cuya obtención se forman largas colas en las calles.

Heston interpreta a Frank Thorn, un policía sobrecargado de trabajo, desengañado y cínico pero honesto, que investiga el asesinato de un miembro de la élite política y empresarial, William Simonson (al que da vida brevemente un desaprovechado Joseph Cotten). Éste gozaba de todos los privilegios de la clase dirigente, incluida la compañía de Shirl (Leigh Taylor-Young), una chica cuyos servicios sexuales estaban incluidos en el alquiler del lujoso inmueble en el que vivía.

Inesperadamente, los superiores de Thorn le presionan para que cierre el caso. Pero éste, en un último arrebato de dignidad, se obstina en perseverar en las pesquisas. No tarda en averiguar que lo que a simple vista parece un homicidio consecuencia de un robo frustrado, es en realidad una siniestra conspiración que trata de tapar el horrible secreto que se esconde tras el Soylent.

"Cuando el destino nos alcance" (que en inglés tenía el título indudablemente más atractivo de "Soylent Green") fue una de las pocas películas de ciencia ficción que consiguió atraer a una gran y variada audiencia antes del boom del género a mediados de los setenta. Resultó ser una de las películas con más éxito del momento a pesar de que el proyecto jamás había gozado del favor de los ejecutivos de los estudios de Hollywood. Charlton Heston había comprado los derechos de la novela de Harry Harrison "Hagan Sitio, Hagan Sitio" (1966) y durante años luchó sin éxito por conseguir la financiación necesaria para sacar adelante la película.

Las películas de ciencia ficción de finales de la década de los sesenta y comienzos de los setenta
comenzaron a diluir el miedo nuclear para sustituirlo por una creciente preocupación por otros asuntos igualmente terrenales: los gobiernos totalitarios y controladores, la degradación ecológica, la escasez de comida y la superpoblación. Esta última había saltado a la palestra a raíz de un ensayo de Paul Ehrlich, "The Bomb of Population" (1968, posterior, sea dicho de paso, a la novela de Harrison). En él se exponían los graves peligros que para el desarrollo y la propia supervivencia de la especie albergaba el desmedido crecimiento poblacional. El escenario resultante de tal fenómeno había sido explorado en películas como "ZPG" (1971) o "El Último Niño" (1971) -y volvería a retomarse en "La Fuga de Logan" (1976)-.

El ambiente parecía pues propicio para un film de mayor entidad que versara sobre el asunto. Así que, finalmente, sin tenerlas aún todas consigo, la Metro Goldwyn-Mayer cedió a la insistencia de Heston y su productor, Walter Seltzer, y les ofreció cuatro millones de dólares. El correr del tiempo dictaminó el acierto de tal decisión, porque "Cuando el destino nos alcance" resultó ser uno de los films de ciencia ficción más taquilleros anteriores a "Star Wars" (1977). Para la dirección se contrató a un veterano, Richard Fleischer, ya curtido en el género en películas como "20.000 Leguas de Viaje Submarino" (1954) y "Viaje Alucinante" (1966).

El problema es que el libro de Harrison no era fácilmente adaptable sin someterlo a importantes cambios. Sencillamente, la narración carecía a priori de la garra necesaria para convencer a un estudio de Hollywood en busca de un producto comercial. Para empezar, en la novela no hay conspiraciones de ningún tipo. Thorn se da cuenta enseguida de que el asesino de Williamson no es más que un joven yonqui sin más intenciones que el robo y son sus superiores los que insisten en que continúe la investigación, temerosos de que el homicidio esconda más de lo que aparenta. De hecho, el asesinato en sí no juega un papel demasiado relevante en la novela, sirviendo de mera excusa para contarnos un pasaje de la vida de algunos de los personajes involucrados en el suceso sobre el telón de fondo de una Nueva York agobiante y decadente.

Era necesario introducir una intriga que convenciera al estudio de que la película podía enganchar al público. Así que en la adaptación que entregó el guionista Stanley R.Greenberg se daba la vuelta a la historia: no sólo es el policía quien cree firmemente en la conspiración, sino que ésta realmente existe. Las investigaciones de Thorn conducen a un final morboso y sorprendente que ayudó a decantar al estudio en favor de la producción.

Pero los cambios respecto a la novela son aún más extensos y profundos y empiezan por el mismo
título. En el libro, Soylent Green era una palabra inventada por el autor que hacía referencia a un concentrado de soja y lentejas ("soy" y "lentils") mencionado de pasada; en la película, el término pasa a ser el motor de toda la trama y el símbolo del misterio a desentrañar. La narración, como hemos dicho, se centra en los aspectos puramente detectivescos, pasando por alto las inconsistencias científicas inherentes a los planteamientos que asume el guión: si los océanos se hubieran secado y el plancton desaparecido, tal catástrofe medioambiental no sólo haría imposible la supervivencia humana, sino que la solución final de la empresa Soylent no resultaría tan escandalosa, sino lógica e inevitable. Tampoco acaba de encajar la relación entre Thorn y Shirl, desarrollada con acierto, profundidad y calidez en la novela pero que en la película aparece como algo forzado, frío y prescindible.

La habilidad del director, demostrada en numerosas ocasiones a lo largo de su carrera, no se luce aquí. Por ejemplo, el infierno que cada día deben enfrentar sus personajes -bien descrito en el libro de Harrison-, nunca llega a plasmarse de forma convincente; hay poca sensación de caos, peligro, polución ambiental o deterioro de la capa de ozono. Las masas de desesperados se muestran
demasiado dóciles y rígidamente coreografiadas: ni siquiera tratan de apartarse de los volquetes que la policía envía para controlar los disturbios que estallan cuando se terminan las existencias de Soylent Green. Por otra parte, la única pista que se nos da sobre la agobiante densidad humana de la ciudad son las hordas de vagabundos que se apiñan en los pasillos y escaleras del edificio de Thorn o en la iglesia en la que termina la historia. Las calles, en cambio, están vacías. La sensación de opresión y asfixia que transmitía, por ejemplo, "Blade Runner", era mucho más patente y lograda.

Quizá sea injusto cargar toda la culpa sobre el director. Como ocurre a menudo en el cine de ciencia ficción, a menudo las ideas que el papel aguanta bien se hunden al visualizarlas en pantalla debido a un presupuesto insuficiente o una dirección artística poco inspirada. Sin embargo, esa escasez de medios o talento queda hasta cierto punto redimida al desprenderse de ella -quien sabe si por mera casualidad- un efecto bastante eficaz. No hay aquí referencias visuales identificables, aerocoches, armas sofisticadas ni llamativos artefactos domésticos de última tecnología. Todo lo contrario, la fotografía y el diseño de producción hacen lo posible por cubrir todo de una pátina de herrumbre, polvo y abandono que remiten a un país subdesarrollado y no a la gran y avanzada ciudad de Nueva York. Puede que ello obedeciera a la necesidad de ajustarse al magro presupuesto, pero el efecto conseguido es el de transmitir la sensación al espectador de que el desagradable panorama no tiene lugar en un mañana aún lejano, sino esperando a la vuelta de la esquina.

Por otra parte, tal y como aparece representada la ciudad de Nueva York, el énfasis se sitúa sobre su
dimensión horizontal más que vertical. La altura de los rascacielos y la sensación de progreso y riqueza que transmiten habitualmente estos edificios ya no juega papel alguno. No es una ciudad monumental, sino que se asemeja más a un gran campo de concentración consumido por la dejadez y la entropía. Es el reflejo de una época en la que la ciudad se consideraba un lugar exento de valores positivos que aseguraran su continuidad. Así, las películas del momento solían mostrar la ruina de la civilización urbana (de "El Planeta de los Simios" a "La Fuga de Logan"), en la que los restos de las antiguas glorias arquitectónicas acaban esparcidas por el desolado paisaje de un planeta que ha sufrido alteraciones radicales.

Si no nos hallamos ante una fiel adaptación del clásico libro y existen inconsistencias narrativas y artísticas, ¿por qué incluir "Cuando el destino nos alcance" en una lista de clásicos del género y no en la de películas de serie B de relativo interés? Bueno, a pesar del guión un tanto torpe de Stanley R. Greenberg, todavía quedan suficientes cosas de interés en la película como para hacerla merecedora de un visionado.

Ciertamente, aunque el film no es tan explícito como el libro de Harrison en su defensa de la contracepción, la descripción del problema de la superpoblación y los responsables del mismo, algo de todo ese espíritu crítico sí queda. Oculto bajo el argumento de un thriller policiaco, subyace un mensaje moral, una advertencia sobre lo que nos podría esperar si no tomamos las medidas adecuadas para limitar la población, detener el deterioro medioambiental y, más sutilmente, contrarrestar la cultura del consumo y el declive de la educación y denunciar los corruptas idilios entre grandes corporaciones y políticos.

Asimismo, algunas de las imágenes resultan impactantes por el choque cultural que suponen respeto a nuestra mentalidad de ciudadanos de clase media del mundo occidental : familias durmiendo agolpadas como animales en los portales y pasillos, la idea de que un tarro de mermelada cueste 150 dólares, la genial reacción de Heston al disfrutar de una ducha caliente y tomar entre sus manos una pastilla de jabón, la degradación moral que supone el considerar a las mujeres hermosas como meros "muebles" al servicio del varón, la deliciosa sensación de comer auténticos alimentos o la emoción que transmite Edward G.Robinson cuando decide someterse a la eutanasia antes que seguir viviendo atormentado por el peso del secreto que descubre... todos ellos son momentos de excelente ciencia ficción, aquella que no se centra tanto en la tecnología y la ciencia como en la reacción humana a circunstancias que hoy nos son hoy extrañas. Fueron quizá esos momentos (además, claro está, de la revelación final -aunque sea algo absurda y melodramática- y el grito angustioso de Heston levantando su brazo) lo que hicieron que la película ganara el Premio Nébula a la Mejor Presentación Dramática y que figure entre los inmortales del cine de ciencia ficción.

La interpretación de los dos actores principales merece asimismo una mención. Charlton Heston construye un policía de aspecto y maneras rudas y desagradables que, con todo, transmite sensación de honestidad. Es el centro moral de la película, el símbolo del individuo que lucha contra las fuerzas anónimas del gobierno y las grandes empresas. Y, sin embargo y al mismo tiempo, a Shirl nunca deja de tratarla como poco más que un objeto sexual. Porque la relación que verdaderamente valora es la que mantiene con Sol Roth, su anciano compañero de cuarto.

Sol es capaz de leer -habilidad cada vez más escasa en ese futuro distópico-, lo que le da acceso a los viejos archivos y registros oficiales y le convierte en un valioso socio en el trabajo policial de Thorn. Es una entrañable reliquia de otros tiempos que aburre a Thorn con historias de su juventud, cuando abundaban la fruta y las verduras y existían grandes espacios verdes. Son sus recuerdos y su gruñón hastío lo que lo convierte en el personaje con el que el espectador mejor puede identificarse.

Sol Roth estuvo magistralmente interpretado por Edward G.Robinson. El veterano actor estaba ya
muy enfermo y sabía que le quedaba poco tiempo de vida. "Cuando el destino nos alcance" sería su última película y la escena en la que su personaje muere -eligiendo la eutanasia, que las autoridades aplican en grandes y asépticos centros-, contemplando imágenes de arroyuelos fluyendo, cielos azules, verdes prados y animales salvajes, fue la última que rodó de toda su larga carrera. Murió menos de dos semanas después sin ver la película estrenada.

"Cuando el destino nos alcance" es una película sólo parcialmente exitosa en su vertiente artística. Pero las preguntas que plantea sí nos siguen acosando en un mundo en el que los problemas de hace cuarenta años no hacen más que agravarse: el deterioro medioambiental; la superpoblación; el aumento de los precios de los alimentos; la progresiva desaparición de la comida natural sustituida por compuestos ultraprocesados; las megalópolis del Tercer Mundo incapaces de atender a las necesidades de sus ciudadanos; la connivencia entre gobiernos cada vez más inoperantes y unas grandes corporaciones empresariales con mayor poder que aquéllos... todos estos son elementos que ya pertenecen a nuestro presente.

Puede que todavía nadie haya planteado seriamente abrir una franquicia de clínicas que administren una eutanasia relajada -una idea muy antigua que ya aparecía en obras como “Nueva Atlántida” (1627), "El periodo fijado” (1882), “Cuando el durmiente despierte” (1899) o "Un mundo feliz" (1932)- pero ¿quién puede asegurar que no llegará un punto en el que una muerte digna se convierta en una opción razonable para quien haya quedado irremisiblemente condenado a malvivir entre la pobreza, la enfermedad, la ausencia de espacio vital, el hambre y un planeta cada vez más hostil?

viernes, 23 de noviembre de 2012

1932-UN MUNDO FELIZ - Aldous Huxley (2)



 (Viene de la entrada anterior)

He dicho que todo el mundo es feliz, pero no es totalmente cierto. Bernard Max es un Alfa Plus, el más elevado de los círculos sociales. Pero se siente fuera de lugar, alienado y desgraciado debido a que un fallo en su proceso de clonación le castigó con un físico poco agraciado propio de castas inferiores. Despreciado por sus jefes y compañeros, amargado y resentido, consigue sin embargo el favor de Lenina Crown, una amante circunstancial de la clase Beta, con quien emprende un viaje turístico a las fronteras del Estado Mundial, a una "reserva" de salvajes en Nuevo Mexico.

La segunda parte del libro describe el encuentro de los "civilizados" turistas con un nativo, John el Salvaje, hijo de una mujer del Estado Mundial, Linda, que quedó atrapada en la reserva tras un accidente. Su fragmentaria filosofía vital y nociones de la dinámica social están determinadas tanto por la tribu de indios en la que vive como por un viejo libro con el que su madre le enseñó a leer: las obras completas de William Shakespeare. Bernard Marx ve en el joven la oportunidad de mejorar su estatus y credibilidad entre sus compañeros Alfas, así que arregla las cosas para que John y Linda le acompañen a la civilización.

La última parte gira alrededor del choque cultural que provoca la llegada de John al Estado Mundial. Se convierte en una exótica atracción a la que se pasea por salones y fábricas. En este Mundo Feliz, la religión y el arte han sido eliminadas por su tendencia a desestabilizar la armonía comunitaria. El Salvaje, que se ha autoeducado a partir de embriagadores extractos de las obras de Shakespeare, se enamora intensa y destructivamente de la vacua Lenina, un comportamiento totalmente inadecuado en una sociedad en la que la familia, la monogamia y el romance se han eliminado. La intensidad de las emociones de John lo lleva a la desesperación. Alterna periodos de felicidad y hedonismo conciliador con otros de desolación y feroces remordimientos hasta que, cuando Linda muere tras abusar de las drogas en un intento de escapar del mundo real, enloquece.

Llevado a presencia del Su Fordería Mustafá Mond, Interventor de Europa Occidental, John mantiene con él una conversación que constituye el auténtico clímax de la novela. En ella, mediante razonamientos tan lúcidos como desasosegantes, ambos debaten los méritos relativos de una miseria poéticamente idealizada y la felicidad diseñada científicamente. Tal es la fuerza de los argumentos de Mond, que John no tiene más remedio que aceptar la enorme disociación entre su marco de valores y el, a su juicio, decadente y depravado mundo en el que ahora vive. Nada le quedará ya sino afrontar su inevitable y solitario destino.

Huxley dibuja un mundo en el que la felicidad humana y su permanencia son la cualidad definitoria.
Los pensadores utópicos siempre habían asumido que la consecución del éxito social vendría por una de estas dos vías: o la eficiencia creciente de (por ejemplo) los aspectos militares/mecánicos de la sociedad; o, más frecuentemente, el criterio utilitarista de maximizar la felicidad para el mayor número de personas. Huxley no estaba interesado en la utopía militarizada, pero su ingeniosa y profunda innovación consistió en preguntarse por las relaciones entre la felicidad y la utopía, un tema constante en su obra.

George Orwell opinó de "Un Mundo Feliz" que era “una brillante caricatura del presente”, pero insistió en que el libro “no arroja luz sobre el futuro. Ninguna sociedad de esa clase duraría más de un par de generaciones”. La razón para la inestabilidad de esa dictadura, según Orwell, era el hecho de que la casta gobernante carecía de una “estricta moralidad”, una creencia cuasi religiosa en sí misma que rozara la mística. Es curioso que Orwell interpretara el libro de esa manera, porque precisamente "Un Mundo Feliz" se basa en la estudiada ausencia de “mística”, de espiritualidad. El hedonismo banal de su mundo imaginario adquiere todo su horrible sabor por la ausencia -supresión de hecho- de cualquier aspecto divino.

No hablo sólo de religión –aunque la religión organizada es una de sus manifestaciones-. Cuando John discute con Mustafá Bond, éste afirma que “Dios es incompatible con la maquinaria, la medicina científica y la felicidad universal” y explica cómo la droga “soma” ha reemplazado al sentimiento religioso: es el “Cristianismo sin lágrimas”. Dios es un concepto incómodo para esta civilización y la insistencia de John en desear precisamente eso, la incomodidad por sí misma, es la manifestación de un masoquismo enfermizo que le aboca a su final. “No quiero comodidad” le dice a Mond, “Quiero a Dios, quiero poesía, quiero auténtico peligro, quiero libertad, quiero bondad, quiero pecado”. Mond sugiere que lo que está haciendo es “reclamar el derecho a ser infeliz” y cuando John lo confirma, aquél le señala que tal derecho también incluye “el derecho a envejecer, ser feo e impotente; el derecho a padecer sífilis y cáncer; el derecho a tener poco que comer; el derecho a sentirse mal; el derecho a vivir en un constante temor a lo que pueda suceder mañana; el derecho a coger el tifus; el derecho a ser torturado por atroces dolores de todo tipo”. Es difícil no admitir que algo de razón tiene.

La sátira aquí es totalmente anfi-freudiana. La definición de Freud de salud mental como la habilidad
de trabajar y amar, es caricaturizada en el típico ciudadano del Mundo Feliz, “un ciudadano feliz, duro trabajador y buen consumidor” con acceso ilimitado al sexo. El otro paralelo de la sátira de Huxley es la Rusia bolchevique. En los años cincuenta, Huxley observó que la dictadura que encabezaba Stalin había comenzado a dejar paso a una forma más actualizada de tiranía y que “el sistema soviético combina elementos de "1984" con elementos proféticos de lo que sucedía entre las castas más altas de “Un Mundo Feliz” ". De nuevo, en contraste con el ataque más que evidente de Orwell contra el sistema comunista, el genio de Huxley consistió en seguir la lógica de la ideología comunista hasta sus conclusiones finales.

Es posible ignorar, como han hecho muchos críticos, lo razonable del discurso de Mond cuando justifica el sistema del que forma parte. Es también posible –aunque más difícil- simpatizar con John y su atolondrado y masoquista idealismo cristiano-shakesperiano. Pero lo que no parece correcto es argumentar que Huxley esté a favor de la idea de que el espíritu humano requiera la presencia de dolor y dificultades porque sin ellos la vida se convierta en algo blando e innoble. Esa visión de que el hombre requiere de sufrimiento para crecer y evolucionar es compartida por Nietzsche y otros autores de CF, como H.G.Wells (me remito al comentario de su libro “La Máquina del Tiempo”. En él achaca el retraso mental y físico de los Eloi a su vida fácil y sin complicaciones).

Pero Huxley no alberga fantasía alguna sobre el dolor; no es de sufrimiento de lo que los cobardes y hedonistas ciudadanos de Mundo Feliz carecen. Es algo más: el sentimiento “divino”, espiritual, es para él un elemento imprescindible para una mente sana. No tiene que ver con la existencia real o no de un ser divino, sino con esa vertiente trascendente, que nos diferencia de los animales. La felicidad de Mundo Feliz es distópica no porque elimine el sufrimiento, sino porque suprime el elemento espiritual. En la novela, Huxley opone lo grotesco de las autoflagelaciones de John con la belleza de sus citas de Shakespeare: el elemento espiritual de la poesía oscurece lo inverosímil de un campesino mexicano autodidacta del siglo XXVII devenido experto en la obra de un dramaturgo inglés del siglo XVI.

Resulta sorprendente la fría acogida que esta magnífica obra recibió en Estados Unidos cuando se publicó por primera vez. El motivo es que en ese país la ciencia ficción estaba viviendo la edad dorada de las revistas pulp y la vertiente más popular del género se definía a menudo a sí misma en contraposición con la ficción de corte más literario.

En "Amazing Stories", un crítico (que firmaba tan sólo como C.A.B.) la valoró en términos de su
fracaso a la hora de satisfacer las expectativas de los lectores de esa revista: "Desde el punto de vista de un aficionado a la ciencia ficción, este libro es decididamente un fracaso". Una de sus objeciones estaba relacionada con la crudeza de la novela, ya que la sexualidad explícita estaba por aquel entonces excluida de aquellas publicaciones. Pero la principal crítica, sin embargo, era que "o bien al señor Huxley no le gusta la ciencia, particularmente su posible evolución en el futuro, o bien no cree en ella". Parece que no le bastó que el británico predijera la clonación, los úteros artificiales, el uso de las drogas con fines recreativos y de control social y los cambios sociales que se derivaban de tales innovaciones. Tampoco contó mucho su prosa fluida, la valiente caracterización de sus personajes, sus agudas observaciones sobre la condición humana ni su inteligente forma de saltar de la especulación verosímil al humor sin perder el paso.

En Estados Unidos se esperaba que una novela de ciencia ficción transmitiera tanto la cara más optimista de la ciencia como el espíritu de la aventura, el misterio y el romance. Si no era así, quizá la novela pudiera calificarse de literatura, pero desde luego no de ciencia ficción. Y Huxley ofrecía todo lo contrario al canon "pulp": un análisis de todo lo que veía mal en el siglo XX, un sentimiento de pérdida, las consecuencias de la adoración a los peligrosos dioses de la tecnología, el placer vacío, la cultura de masas, la industrialización masiva y el abandono de la espiritualidad...

Por ello, resulta irónico que "Un mundo feliz", que no fue publicada como ciencia ficción, sea hoy una de las novelas de ese género más intensas y famosas de todos los tiempos. No solo eso, sino que tuvo un impacto tremendo en la forma en que ahora vemos nuestra propia especie en relación al progreso científico. Su título y mucho de su vocabulario entró en el habla coloquial anglosajona y aún se sigue citando como advertencia de posibles futuros abusos y antídoto de ciegos optimismos. La ciencia ficción ya no volvería a mirar al futuro de la misma manera.

Por cierto, ya hemos mencionado que Huxley plantea en el libro el uso de las drogas por parte de las
autoridades como herramienta de control social. En eso se equivocó -al menos por ahora- pero lo que sí hizo fue convertirse en el pionero del uso "recreativo" de las sustancias alucinógenas. En su ensayo "Las Puertas de la Percepción" (1954), narraba sus propias experiencias con la mezcalina y no tardó en convertirse en un libro de culto entre los militantes contraculturales de los años sesenta. El "soma" de "Un Mundo Feliz", irreal y por tanto imposible de obtener, no despierta tentaciones entre los lectores, pero las vivencias del autor con la muy real mezcalina fueron un anuncio publicitario de primera. Por desgracia, la búsqueda de lo místico y trascendental que el autor perseguía en los alucinógenos se convirtió en sus seguidores en el patético escapismo de la realidad que practicaban los ciudadanos de Mundo Feliz.

La visión futurista de Huxley no fue ajena a su propio historial genético. El legado científico de su abuelo marcó tanto su vida como la de su hermano. Huxley encarna, literalmente, esa premisa que afirma que la ciencia estimula la ficción y ésta, a cambio, inspira a los científicos. Y, como todo buen clásico, "Un Mundo Feliz" nos invita a reflexionar sobre nosotros mismos y la sociedad en la que vivimos. Los escritores de ciencia ficción a menudo aciertan en la creación de un marco general futurista fallando en cambio en todos los detalles, como es el caso de "1984" de Orwell. O al contrario, realizan predicciones muy concretas sobre esto o aquello pero no consiguen captar toda la complejidad del cuadro social. "Un Mundo Feliz" parece más profético con cada década que envejece.

¿Qué ecos podemos encontrar de la novela en el mundo actual? Desgraciadamente, más de los que nos gustaría ¿O es que mucha gente joven no se mostraría hoy encantada con la idea de una sociedad en la que se viviera hasta edad avanzada, sin enfermedades, con mucho tiempo libre y sexo a discreción? ¿No estarían dispuestos a sacrificar a cambio incluso su libertad? ¿Acaso no sufrimos un continuo bombardeo de mensajes que invitan al consumismo más voraz y de eslóganes que empujan a la corrección política y la uniformidad ideológica? ¿No ha aumentado abrumadoramente la banalización sexual gracias a las nuevas tecnologías, con pornografía a la carta en los canales televisivos e internet? ¿No se ha primado la superespecialización educativa por encima de la cultura general? ¿No ha desplazado el bienestar material a la espiritualidad? ¿No hay grandes porciones de la sociedad que se mantienen a base de sexo, deportes, drogas y televisión, tal y como sucede en "Un Mundo Feliz"?

Sí, cierto. Las drogas son aún ilegales, las ciudades distan de ser seguras, la especie humana ha conseguido vencer los esfuerzos totalitarios de planificación social y la utopía hedonista que Huxley creyó ver latiendo bajo la Norteamérica de los años treinta aún no es más que una fantasía. Entonces, ¿por qué parece que Mundo Feliz - o una versión suya- parece estar cada vez más cerca?

Y lo peor de todo es que, demasiado a menudo, cuando leemos el periódico o vemos las noticias en la televisión, la deformada utopía de Huxley no nos parece tan mal lugar para vivir...

jueves, 22 de noviembre de 2012

1932-UN MUNDO FELIZ - Aldous Huxley (1)






Julian Huxley, nieto del principal defensor de Darwin, T.H.Huxley, fue no sólo un notable biólogo evolucionista, sino un activo divulgador científico. En colaboración con H.G.Wells, publicó un tratado en nueve volúmenes titulado "La Ciencia de la Vida". Pionero en la utilización de los medios de comunicación como canales divulgativos, ganó un Oscar por el primer documental cinematográfico sobre el mundo natural, "The Private Life of the Gannets" (1934). Su trabajo en zoología promovió la educación medioambiental y el conservacionismo y su labor fue reconocida con su nombramiento como el primer Director General de la UNESCO (United Nations Educational, Scientific and Cultural Organization). Y, por si fuera poco, en 1961 fundó la World Wildlife Fund (WWF). Y, con todo, en la historia popular de la genética, su figura queda ensombrecida por la de su hermano, Aldous.

Aldous Huxley no es sólo famoso por firmar el guión original de "Alicia en el País de las Maravillas" de Walt Disney, sino, sobre todo, por ser el autor de uno de los más importantes iconos de la ciencia ficción: "Un mundo feliz", un libro visionario al tiempo que enraizado en su tiempo, en el que se ofrece una inquietante visión de un futuro definido por la ingeniería genética y social.

Huxley halló su inspiración en la obra del colega de su hermano Julian, el ilustre H.G.Wells. Éste, como hemos visto repetidas veces en este blog, se había ido convirtiendo en un reformista social que abogaba por medidas que condujeran en la dirección de sus fantasías utópicas, fantasías plasmadas en obras como "Una Utopía moderna" (1905) y, especialmente, "Hombres como Dioses" (1923). Fue precisamente en respuesta al optimismo que destilaba esta última que Huxley decidió escribir su desafiante distopia, una distopia que, por otra parte, el propio Wells había considerado en etapas más tempranas de su carrera en la novela "Cuando el durmiente despierte" (1899).

"Un mundo feliz" avanza hasta el siglo XXVI para retratar la desconcertante sociedad londinense. Dividido en tres partes, el libro nos presenta en primer lugar las generalidades del Estado Mundial, una sociedad que Huxley imaginó tras regresar de un viaje a los Estados Unidos. En el Estado Mundial del año “634 D.F:”, es decir, 634 años después de Ford, no hay guerra, pobreza ni dolor. Y todo ello gracias a la precisa aplicación de la ciencia genética.

Dicho así, podría interpretarse como un sentido homenaje al abuelo del autor, pero enseguida se hace evidente que tal paraíso oculta oscuros secretos. Porque todos estos parabienes se han obtenido eliminando cualquier desviación genética entre la población, borrando en el proceso (que incluye manipulación de los fetos, clonación y condicionamiento intensivo) todo aquello que los convierte en individuos dotados de personalidad propia. Es una sociedad homogénea y hedonista que se entrega a la promiscuidad, el uso intensivo de drogas alucinógenas, la felicidad vacía de expresión, el consumismo inducido y el culto al señor Ford -símbolo del utilitarismo y el capitalismo más descarnado-. No existe el crimen, la miseria o la enfermedad, la medicina ha conseguido una especie de juventud perpetua hasta la muerte que, cuando acontece a los sesenta años, se afronta de forma tranquila y serena en establecimientos diseñados a tal efecto.

Los dos mil millones de ciudadanos de este Estado Mundial no nacen, sino que son criados en grandes incubadoras (de hecho, consideran el parto biológico como un concepto atávico y desagradable). Desde su estadio fetal se les imprimen no solo las características físicas, sino una serie de habilidades y virtudes entre las que se incluyen la obediencia pasiva a la autoridad, el consumismo, el sentimiento gregario y la promiscuidad sexual. Desde antes siquiera de cobrar forma, se les clasifica en castas: los Alfas en el vértice de la sociedad, se encargan de las tareas profesionales; los Betas ocupan posiciones intermedias de mando y los inferiores Gammas, Deltas y Epsilones quedan relegados a los trabajos manuales.

Los niños ni siquiera son educados por sus progenitores. El distanciamiento del mundo natural se
hace patente en la frase pronunciada por un científico: “Porque deben ustedes recordar que en aquellos tiempos de burda reproducción vivípara, los niños eran criados siempre con sus padres y no en los Centros de Condicionamiento del Estado". En esos centros, los niños son sometidos a un intenso adoctrinamiento conductivo a base de lemas. Por ejemplo: "Comunidad, Identidad, Estabilidad", que se repite hipnóticamente a los niños durante su sueño con el fin de que asuman como natural la rígida división en castas genéticas: "¡Oh, no, yo no quiero jugar con niños Delta! Y los Epsilones todavía son peores. Son demasiado tontos para poder leer o escribir. Además, visten de negro, que es un color asqueroso. Me alegro mucho de ser un Beta porque no trabajo tanto (...) Y, además, nosotros somos mucho mejores que los Gammas y los Deltas. Los Gammas son tontos (...) »

 

De igual forma, el eslogan “Cuando el individuo siente, la comunidad se resiente” justifica el que, para alcanzar la paz social, sea necesario eliminar todo aquello que afecte emocionalmente o impulse a reflexionar. De ahí animar a los niños a practicar el sexo desde edades muy tempranas, vaciando el acto de cualquier tipo de compromiso o moralidad; las drogas legales (“soma”) con que se premia a los trabajadores; o los sensoramas, un trasunto de realidad virtual que sustituye a las descargas de adrenalina descontroladas. La educación se reduce a lo estrictamente necesario para realizar el trabajo que a cada individuo se le asigna en función de su casta genética. En palabras de uno de los directores de un centro de reproducción: "Porque los detalles, como todos sabemos, conducen a la virtud y la felicidad, en tanto que las generalidades son intelectualmente males necesarios. No son los filósofos, sino quienes se dedican a la marquetería y los coleccionistas de sellos, los que constituyen la columna vertebral de la sociedad”.

Y, por supuesto, el consumismo y la eficiencia económica. Hasta los cadáveres se reciclan. Todo se sacrifica al altar de la eficacia y la productividad, palabras-mantra con que se nos bombardea hoy día en el mismo intento de lavado de cerebro que en el libro de Huxley. Esa obsesión llega hasta el propio diseño genético: “Aunque la mente de un Epsilon alcanzaba la madurez a los diez años, el cuerpo no era apto para el trabajo hasta los dieciocho. Largos años de madurez superflua y perdida. Si el desarrollo físico pudiera acelerarse hasta que fuera tan rápido, digamos, como el de una vaca, ¡qué enorme ahorro para la comunidad!". Es la eficiencia fría y deshumanizada que tanto temían los intelectuales de la época.

Y es que Huxley imagina una sociedad basada en los principios de ingenieros especialistas: uniformidad e ideología comunitaria taylorista. Frederick Taylor había muerto en 1915, pero su filosofía, el taylorismo, tal y como la entendió y aplicó Henry Ford en la línea de montaje de su famoso modelo T, se convirtió en uno de los iconos de la modernidad tecnológica en los años veinte y treinta del siglo XX.

El fordismo transformó la fábrica en una suerte de supermáquina que combinaba partes mecánicas y otras humanas. No es extraño pues, que las sensaciones de alienación y deshumanización dominaran el pensamiento intelectual de la época. El vagabundo interpretado por Charlie Chaplin acaba "procesado" por la cadena de montaje en "Tiempos Modernos"; Fritz Lang edifica una Metrópolis en la que los obreros son tratados como máquinas y Aldous Huxley retrata la producción en serie de individuos manipulados genéticamente en un mundo en el que Henry Ford es venerado como una figura sagrada y el Interventor Albert Mond, al mando de Europa Occidental, simboliza el perfecto industrial.

Lo realmente aterrador de ese futuro es que, como reza el título, todo el mundo es feliz. El propio
Huxley indicaba en la introducción a una edición posterior: "Un Estado totalitario realmente eficaz sería aquel en el cual los jefes políticos todopoderosos y su ejército de colaboradores pudieran gobernar una población de esclavos sobre los cuales no fuese necesario ejercer coerción alguna, por cuanto amarían su servidumbre. Inducirles a amarla es la tarea asignada en los actuales Estados totalitarios a los ministerios de propaganda, los directores de los periódicos y los maestros de escuela". Ese mismo razonamiento se repite en el texto de la novela: “Y éste es el secreto de la felicidad y la virtud: amar lo que uno tiene que hacer. Todo condicionamiento se dirige a lograr que la gente ame su inevitable destino social”.

(Continúa en la siguiente entrada)

lunes, 19 de noviembre de 2012

1984- ATARI FORCE - Gerry Conway y Jose Luis García López




La caída de ventas de comic books en los años setenta llevó a las dos grandes editoriales norteamericanas a tratar de recuperar lectores explorando nuevos géneros, como el terror, la ciencia ficción, la fantasía heroica o las artes marciales. Especialmente para Marvel, fue un momento de intensa creatividad en la que aparecieron multitud de colecciones y personajes, cuya vida, aunque efímera en no pocas ocasiones, encontró una segunda oportunidad integrándose posteriormente en el recuperado universo superheroico.

Como he dicho, la ciencia ficción fue uno de los géneros que gozó de mayor atención en aquellos años. El éxito cinematográfico y televisivo de "Star Wars" y "Battlestar Galactica" llevó al lanzamiento de colecciones franquiciadas y a la exploración de nuevas fórmulas de colaboración externa, como los acuerdos con las compañías jugueteras. En el caso de Marvel, además del fenomenal éxito de su colección basada en los personajes de Lucas, "Rom" y "Los Micronautas" nacieron de licencias negociadas con las respectivas empresas propietarias de los derechos de aquellos populares juguetes.

DC Comics fue más lenta en reaccionar y lo hizo aprovechando el nombre de una compañía "hermana". Fundada por Nolan Bushnell y Ted Dabny en 1972, Atari se había convertido a finales de la década en el líder mundial de los videojuegos gracias a su invención de la consola doméstica. En 1976, el grupo Warner adquirió la compañía y alguien en alguna parte pensó en esa palabreja que tanto gusta hoy a los ejecutivos: sinergia. ¿Por qué no iniciar a los adeptos al videojuego en el igualmente adictivo mundo del cómic? Al fin y al cabo todo quedaba en casa: Warner vendería los videojuegos con marca Atari y también los comics con el sello DC. Así, en 1982 esa editorial anunció el lanzamiento de una miniserie de cinco comics de ciencia ficción de pequeño formato que se regalarían con otros tantos cartuchos de video juegos comercializados por Atari.

Escritos por dos guionistas veteranos como eran Gerry Conway y Roy Thomas y dibujados por los igualmente curtidos Gil Kane, Dick Giordano, Ross Andru y Mike DeCarlo, aquellos comics nos presentaban una Tierra devastada por la guerra y las catástrofes ecológicas. Para salvar a la especie humana, el instituto Atari (Alien Technology and Research Institute) desarrolla un proyecto secreto: enviar a un grupo de especialistas excepcionales a explorar el multiverso a bordo de una nave de última tecnología, la Scanner One. Su misión: encontrar un nuevo mundo apto para servir de nueva residencia a la Humanidad. La tripulación son el comandante Martin Champion, la especialista en seguridad Li San O´Rourke; el ingeniero Mohandes Singh; el oficial médico Lucas Orion y la piloto Lydia Perez. Tras varias aventuras y una larga búsqueda, sus esfuerzos se ven recompensados con el hallazgo del ansiado planeta, al que bautizan Nueva Tierra.

Se planificó a continuación una miniserie de cuatro números basada en otro juego de la compañía, "Star Raiders", con guión de Elliot S.Maggin y dibujos de Jose Luis García López, pero acabó reconvertida en el formato de novela gráfica (la primera que publicó DC) en 1983. Además de un recomendable apartado gráfico, se puede considerar preámbulo de lo que unos meses después, en enero de 1984, sería la serie regular de “Atari Force”.

La acción se sitúa ahora en el año 2028, veinticinco años después de que la especie humana colonizara Nueva Tierra. Martin Champion, tras la muerte de su esposa al dar a luz, se ha convertido en un ermitaño amargado cuya única obsesión es encontrar al Destructor Negro, el diabólico ser al que derrotaron en su pasada exploración y que, según Martin, no sólo logró sobrevivir sino que se prepara para destruir toda la vida del universo. Cuando obtiene pruebas de su teoría, roba la Scanner One y recluta a una nueva Atari Force: un heterogéneo grupo de humanos y alienígenas, no todos bien avenidos ni deseosos de estar a bordo, para ir en busca de la amenaza y derrotarla.

El primer arco argumental, que se prolongó trece episodios, estuvo escrito por Gerry Conway y dibujado por Jose Luis García López con puntuales intervenciones de Ross Andru en los números 4 y 5 (aunque García López permanecía como entintador) y Eduardo Barreto en el 13. El guión discurre con un ritmo rápido, hasta trepidante. Eso sí, hay un montón de situaciones absurdas, infantiles e incluso disparatadas que ningún escritor de ciencia ficción juvenil hubiera utilizado por respeto a sus lectores: ¿un asteroide de antimateria que destruirá todo el Universo?, ¿una nave guardada en un museo perfectamente aprovisionada que se puede robar como si de un concesionario de coches usados se tratara?, ¿un poderoso villano que puede ser abatido a puñetazo limpio sin que se digne reaccionar?.

Pero es que la fuerza de la serie reside no tanto en su tema (la lucha de un equipo de pintorescos héroes contra un malvado villano -con toques de Darth Vader e inspiraciones lovecraftianas- que aspira a la destrucción del Universo) como en el atractivo de sus personajes. De alguna forma, Conway consiguió tejer una space opera apoyada en individuos que tienen poderes, habilidades especiales y alias, sin convertirla en una serie de superhéroes al uso. El foco dramático original se centraba en la tensa relación de Martin Champion con su problemático hijo Chris, alias Tempest. Este último, falto de cariño, frustrado sentimentalmente y carente de un objetivo vital tiene unos extraordinarios poderes que le permiten viajar instantáneamente por todo el multiverso.

Sin embargo, la atención se fue desviando hacia la trágica historia de amor entre la sexy mercenaria
Erin Bia O´Rourke, alias Dart, y su compañero Blackjack. Bella, dinámica, con dotes de líder, valiente, apasionada, con unos poderes de precognición que no siempre juegan a su favor y ejercitando una libertad sexual poco habitual en los comics de la época, Dart era un personaje fascinante, prototipo de las imparables féminas que pronto inundarían las páginas de los comics y las pantallas de cine (recordemos, por ejemplo, a la Ripley y la Sarah Connor de las sagas cinematográficas de James Cameron o la Witchblade de Image).

 

 
La inusual tripulación de la Scanner-1 la completaban varios alienígenas a cual más pintoresco. Morphea es un hermafrodita émpata con poderes mentales y cuya cálida personalidad la separa de sus fríos congéneres insectoides. Babe es un enorme bebé de la humanoide raza de los Eggitas, cuyos ejemplares, al alcanzar la madurez, comienzan a petrificarse hasta convertirse en montañas; su colosal fuerza y resistencia contrastan con su fragilidad emocional, lo que despierta el instinto maternal de Morphea. Tukia Oly, alias Pakrat es un ladrón de fisonomía ratonil, cobarde en el fondo pero rabioso guerrero cuando se ve acorralado. Hukka es la mascota semiinteligente de Champion y Taz, el último en agregarse al equipo, es un pequeño y simpático guerrero, último superviviente de su especie, que esconde un sorprendente secreto.

A pesar de sus defectos, Conway supo manejar bien a los personajes, presentándolos en tramas
independientes de ritmo muy ágil que poco a poco confluían hacia la reunión de todos ellos para emprender su gran aventura. Siendo como es un entretenimiento eficaz y competente, la serie no habría sido sin embargo digna de rescatar de no ser por el magnífico dibujo de García López. Su elegante estilo naturalista se volcaba en páginas con diseños tan vigorosos como bellos, y en los que primaba la atención por el detalle y el dominio de la expresividad y la anatomía humanas. Mención especial merece el rotulista, Bob Lappan, quien no solo integró las onomatopeyas en el dibujo de forma harto original sino que a través de la rotulación dio forma gráfica a desconcertantes lenguajes alienígenas.

Conway optó por terminar su recorrido en la colección con un fenomenal y épico final que no le puso las cosas fáciles a su sucesor, Mike Baron. Efectivamente -y sin ánimo de destripar la historia a quien tuviera la suerte de hacerse con estos episodios- el nuevo guionista a partir del número 14, no vio más camino que continuar la historia diluyendo la fuerza del clímax anterior para ofrecer un argumento de "vuelta a casa" en el que el grupo debía sortear peligros diversos. Baron no tardó en hacerse con las riendas, continuando con el enfoque de Conway y cargando el peso en la fuerza de los personajes al tiempo que introduciendo esos detalles casi surrealistas que luego abundarían en su obra más conocida, "Nexus". Es una lástima que precisamente cuando la historia tomaba impulso una vez los protagonistas regresaban a la base Atari y eran acusados de robo, la colección fue súbitamente cancelada.

El encargado de ilustrar los guiones de Baron fue Eduardo Barreto (excepto un número dibujado por Ed Hannigan), quien realizó una labor competente siguiendo de cerca el trabajo de García López en cuando a composición de página y viñeta. Por otra parte, entre los números 12 y 20 se incluyeron diversas historias de complemento en las que se exploraban de forma ligera aspectos de varios personajes y que fueron dibujadas por Keith Giffen, Marshall Rogers, Klaus Janson, Mike Chen y Ed Hannigan.

Como he dicho, la serie fue cancelada en 1985 en su número 20 sin que hubiera mediado aviso alguno en los artículos editoriales de los episodios precedentes. El editor, Andrew Helfer, alegó en ese número final que aunque el tebeo nunca había estado entre los más vendidos, la decisión se había tomado por honestidad creativa, al no encontrar ya más historias que contar de Atari Force. Explicación poco creíble por cuanto siempre hay historias que contar, solo hay que encontrar al guionista capaz de narrarlas. O bien no se encontró una propuesta satisfactoria o algo sucedió con los derechos de publicación en un momento en el que, precisamente, la venta de videojuegos estaba pasando por un bache.

El epílogo final de "Atari Force" llegó en 1986, con la publicación de un especial algo decepcionante
pero fiel a la conclusión de la colección regular, en el que se narraban diferentes historias cortas que discurrían en el pasado de los personajes: el origen de Dart, una anécdota cómica de Hukka y una historia complementaria de todo el equipo, todo ello sin demasiado interés.

Por desgracia, aquellos que habiendo leído este comentario pudieran querer hacerse con la obra, he de decirles que no lo tienen fácil. En España, fue la editorial Zinco la que en su día publicó los trece primeros números de la serie regular pero, por motivos aún por desvelar -quizá las escasas ventas o la poca confianza comercial en la etapa de Baron y Barreto- no continuó hasta el final. Aún peor, manipuló bochornosamente la traducción del último número para dar la errónea impresión al lector de que la historia terminaba ahí.

 

En España no ha habido una segunda edición, pero tampoco en Estados Unidos, donde DC ha dejado a "Atari Force" fuera de sus planes de reedición. Probablemente -y aunque la serie tiene poco que ver con Atari aparte del nombre, el logo y el hecho intrascendente de que el primer volumen se hubiera regalado con la compra de los cartuchos de algunos de sus juegos- ello se deba a que el acuerdo de licencia firmado entre ambas compañías hace mucho que desapareció y las endemoniadas vicisitudes por las que pasó la empresa de videojuegos-que abandonó el grupo Warner tras el desplome del mercado justo cuando "Atari Force" salía de la imprenta- hacen que la recuperación de esos derechos sea un trabajo ímprobo que probablemente no quedaría compensado por los resultados. El caso es el que el título ha quedado relegado sine die al limbo editorial en el que también languidecen tebeos como "Rom" o "Los Micronautas".

Y es una lástima, porque sus veinte números comprenden una historia unitaria e independiente para cuya lectura no es necesario el conocimiento previo del complejo entramado de todo un universo de personajes. "Atari Force" no es un comic clave en la historia del medio, no marcó un antes y un después y dista mucho de ser perfecto. Pero es un tebeo de lectura agradable con una historia contada con solvencia y magníficamente dibujada.

miércoles, 14 de noviembre de 2012

1931-EL FIN DEL MUNDO - Abel Gance




En los años treinta el mundo del cine ya estaba dominado por la industria asentada en Hollywood. Pero en la Europa de entreguerras todavía se pueden encontrar algunas iniciativas valientes. Y si de atrevimiento cinematográfico hablamos, el nombre de Abel Gance no puede andar lejos. Poco dado a las minucias, cuando el mesiánico director galo titulaba una película "El fin del mundo", se podía esperar exactamente eso.

La trayectoria de un cometa lo sitúa en directa colisión con la Tierra. El mundo ruega a los cielos por un milagro mientras el científico Martial Novalic (Victor Francen) libra una desesperada carrera contra el tiempo para conjurar el cataclismo. En cambio, su fanático hermano (interpretado por el propio Gance) pone su destino en las manos de Dios, tratando de convertir a sus semejantes antes del inevitable fin. Entretanto, los gobiernos del mundo recurren a líderes totalitarios en un intento de esquivar el caos y mantener a las masas bajo control. Pero sus esfuerzos resultan inútiles: sin esperanza alguna, la civilización degenera en una orgía de vicio y brutalidad. El final es apocalíptico: los desastres naturales siembran la destrucción mientras el mundo supera sus diferencias a la espera de lo que parece ser la aniquilación total.

Inspirado por un relato del astrónomo Camille Flammarion escrito en 1894, "Omega: los últimos días del mundo", y concebido por su director en 1913, poco antes del estallido de la Primera Guerra Mundial, "El fin del mundo" es hoy casi imposible de ver en su versión original. Ni siquiera podemos saber con exactitud cuál hubiera sido la auténtica visión del realizador. Los productores, ya fuera a causa de las tormentas financieras en la bolsa parisina (réplicas del colapso bursátil norteamericano de 1929) o alarmados por la megalomanía de Gance, cortaron el grifo y lo despidieron antes de terminar el montaje definitivo.

No se trataba precisamente de imaginaciones maledicentes de unos avaros financieros. Para empezar, el altisonante título original propuesto por el director era "El fin del mundo, visto, oído y contado, a partir de una idea de Camille Flammarion, por Abel Gance". La convicción del cineasta de que el mundo se dirigía a un apocalipsis moral y político y que su deber era utilizar el arte cinematográfico para orientar el alma de la humanidad hacia los valores espirituales, lo llevó -ante el pasmo de sus productores- a intervenir en el reparto encarnando a un profeta que señalaba el camino a la salvación, llegando a equipararse con la figura de Cristo al comienzo de la cinta.

El estreno de la versión inicial en 1931 ponía de manifiesto el delirio de Gance. Se gastó una fortuna en el desarrollo de un novedoso sistema de sonido estereofónico con el que quiso conseguir el equivalente sonoro del primitivo Cinerama que había creado para "Napoleón" (1927), proyectado en tres pantallas. Sin embargo, se pudo haber ahorrado el esfuerzo y el dinero, porque "El fin del mundo" resultó una extraña amalgama de secuencias en las que se concentraban todos los defectos de una película sonora primeriza, como que la mayoría de las escenas con diálogo consistan en un par de aburridos planos estáticos o la pervivencia de intertítulos.

Las imperfecciones propias del ajuste imagen/sonido -por otra parte común a la mayoría de films del momento- podrían haberse pasado por alto de no haber sido por su deslavazada narración y vacía grandiosidad. Gance consigue hasta cierto punto redimirse ante los aficionados a los efectos especiales en los últimos quince minutos, en los que se combinan de forma convincente las maquetas con escenas de diversos desastres naturales para construir un clímax visualmente eficaz, una locura caleidoscópica de caos y terror de las que tanto han abundado en años más recientes en el cine de ciencia ficción. Por desgracia, para llegar a ese punto, el espectador ha tenido que soportar noventa minutos de escenas aburridas y vacías.

El mensaje pacifista del film está articulado como una propaganda de tono chirriante, casi histérico. En cierto modo, es un reflejo de la sociedad europea de entreguerras, el análisis ético de un pesimista. La Primera Guerra Mundial no había servido para asegurar una paz auténtica, los vendavales financieros que soplaban desde Estados Unidos bamboleaban aún más el inestable navío de la política continental, los escándalos de corrupción en el gobierno francés hallaban una respuesta casi histérica en el auge de los exaltados mensajes cristianos que se lanzaban desde los programas radiofónicos...

Por desgracia, la película no aporta más que ideas tan grandiosas como simplonas que sugieren que problemas complejos pueden ser solucionados mediante actos sencillos, como cuando Martial Novalic solo tiene que interferir las comunicaciones radiofónicas oficiales para retrasar una declaración de guerra. O que el mundo, aterrorizado, logre unirse bajo un gobierno universal justo cuando el fin es inminente y que se termine en la absurda esperanza de que, una vez el apocalíptico fin haya sido evitado, los compromisos políticos se respeten durante mucho tiempo. En otros casos, la resolución de la escena es sencillamente absurda, como la espectacular y multitudinaria orgía a la que se entrega la élite ante el inminente final, interrumpida por unos monjes que convencen a todos para que abandonen sus placeres carnales y se pongan a rezar.

Por no hablar de los mensajes espirituales del patético Jean, en los que, aunque no se menciona
explícitamente a Dios o a Jesús, sí se identifica a aquél con el salvador del mundo al tiempo que se le presenta como seguidor de las enseñanzas de Kropotkin, el teórico del comunismo anarquista.

Sin embargo, hay algo que la película no sólo anticipó sino que vio con buenos ojos: el ascenso de los fascismos europeos. Efectivamente, en un alarde de ingenuidad política, Abel Gance vuelve aquí a mostrar simpatía por los gobernantes totalitarios, tendencia que ya aparecía en "Napoleón" (en la que el conquistador de naciones aparecía retratado como un gran francés).

Hoy puede parecer un argumento repugnante, pero en su momento, antes de que la Historia se encargara de mostrar las terribles consecuencias de un gobierno totalitario moderno, no fueron pocos los escritores y filósofos (lo que hoy llamamos "intelectuales" y que a menudo se jactan de su pasado progresista y liberal) que vieron en ello la solución a todos los problemas económicos y sociales. Entre ellos se encontraba el mismo H.G.Wells, que en varias de sus obras -algunas revisadas en este blog- dejó bien claras sus propuestas políticas para un futuro utópico.

Para estos pensadores, la única salida en la espiral de enfrentamientos políticos y bélicos cada vez
más devastadores, el cáncer del nacionalismo cerril y la insaciable codicia capitalista, era que todas las naciones del mundo se fundieran en una especie de pacifista República Global gobernada por una élite intelectual. Hoy, claro está, tal visión se interpreta de forma muy diferente a la que Wells o Gance pretendieron. Lejos de calificar a Marcial Novalic como un héroe visionario que guía a la humanidad hacia un nuevo amanecer, lo que vemos es un líder totalitario de manual: se hace con el poder a través de la propaganda masiva en radio y prensa, amordaza a la oposición, se sirve del miedo al fin del mundo para crear un clima favorable a sus propósitos (por muy benevolentes que estos sean), asesina a su enemigo a plena luz del día y se rodea del clamor de sus seguidores en multitudinarios mítines que recuerdan los congresos del partido nazi alemán o el comunista ruso. Dos años después, en 1933, Hitler llegaba al poder en Alemania haciendo uso de los mismos recursos y demagogia que Novalic. La moraleja de "El fin del mundo" es poco edificante: las masas deberían dar su apoyo a un líder fuerte que defienda una causa justa.

Dejando el ámbito ideológico y regresando al creativo, en lo que se refiere a la interpretación el problema reside no tanto en los actores como en los personajes que deben encarnar en un guión sensiblero que entiende la épica como el paso de un acontecimiento extraordinario a otro sin solución de continuidad. Los personajes masculinos se dividen entre los héroes -seguidores del profeta Jean - y los villanos, que oscilan entre la lujuria y la codicia ilimitada. Los femeninos aún tienen menos interés, ajustándose a rancios estereotipos idealizados y desarrollados de forma inconsistente.

En honor a la verdad hay que decir que es posible que muchos de los defectos mencionados provengan de los sucesivos, evidentes y severos recortes a los que los productores sometieron la película. Sus tres horas propuestas quedaron reducidas a duraciones que oscilaban entre los 105 minutos y los ridículos 54 de la versión exhibida en Estados Unidos en 1934, en la que se suprimían casi por completo tanto los diálogos como el papel del religioso personaje interpretado por Gance además de incluir una disertación inicial de un astrónomo que no venía a cuento. Para colmo esa versión americana -titulada "Paris After Dark"- reemplazó la mayor parte del costoso diálogo por intertítulos. Semejante escabechina no podía sino castigar con dureza la coherencia de la línea narrativa y eso, a la postre, tuvo su efecto en la taquilla.

Además del clímax final, en el haber del film, podemos citar una aproximación científica
razonablemente correcta y el ser una de las primeras cintas de ese subgénero apocalíptico que nunca ha dejado de gozar del cariño de los aficionados. Poco después, Philip Wylie y Edwin Balmer escribieron dos novelas, "Cuando los Mundos Chocan" (1933) y "Tras el Choque de los Mundos" (1934), en los que seguían muy de cerca el guión de la película, si bien adoptarían un enfoque diferente: en lugar de que la Humanidad se salve gracias a su renacimiento espiritual en la forma de un gobierno autoritario benevolente, será únicamente la élite quien ganará el derecho a sobrevivir en un nuevo planeta como recompensa a su devoción a la Ciencia, que les permitirá construir una especie de "Arca de Noé" espacial. Los demás, incluidas las consideradas "razas inferiores", deberán perecer.

Sea como fuere, la película supuso un clavo más en el féretro al que sería confinada la ciencia ficción cinematográfica durante dos décadas. La producción había durado casi dos años y su costo alcanzó los cinco millones de francos. Era necesario vender muchas entradas para alcanzar el umbral de rentabilidad económica. Y la reacción de crítica y público no pudo ser más contundente: un fracaso. Los críticos la tacharon de simplista, delirante e irreal. Los espectadores, por su parte, dieron la espalda a lo que consideraron una sucesión de imágenes efectistas sin auténtica historia ni personajes sólidos que las sustentaran.

Los productores echaban la culpa a la megalomanía del director y éste se quejaba de que le hubieran
excluido del proceso de montaje. Sea como fuere, Gance hubo de apearse del pedestal de "genio" y en lo sucesivo dedicarse a proyectos más convencionales y menos ambiciosos. "El fin del mundo", pasó a engrosar la lista de películas de ciencia ficción "malditas" en su rentabilidad económica. Una lista en la que ya figuraban otras cintas como "Metrópolis", "La Mujer en la Luna" o "Una fantasía del porvenir"... eran suficientes fracasos de gran presupuesto como para etiquetar de "maldito" al género y relegarlo a las producciones de serie B.

El motivo por el que "El fin del mundo" sigue recordándose es doble y tiene poco que ver con sus méritos artísticos: por una parte, por ser el monumental tropiezo que puso fin a la egocéntrica y autoindulgente carrera de Gance; por otro, por tratarse de uno de los primeros films del subgénero apocalíptico y, además, haberse realizado en Francia, país poco proclive a este género cinematográfico.

Desde el punto de vista artístico, "El fin del mundo" es, pues, una rareza quizá sólo recomendable para amantes incondicionales y completistas de la ciencia ficción. Pero como documento cultural e histórico no ha perdido validez en su papel de heraldo de los cambios por venir y de las aspiraciones de un sector nada despreciable de la sociedad. No es visto hoy como Gance hubiera deseado, un faro que iluminara el camino hacia Utopía. Pero, a cambio, aún constituye una advertencia contra los falsos profetas que recurren al miedo. Son ellos los que amenazan nuestra seguridad, no cometas errantes procedentes de los confines de la galaxia.

lunes, 12 de noviembre de 2012

1931- EL HORROR DE ARRHENIUS - P.Schuyler Miller





Fue la década de los años treinta un periodo de efervescencia creativa en el ámbito de las revistas pulp norteamericanas, un momento en el que germinaron muchas de las ideas, argumentos y temas que casi inmediatamente pasaron a formar parte del corazón de la ciencia ficción. Una de ellas fue la panspermia.

La panspermia es una hipótesis que postula que la vida podría haberse diseminado por el universo a través de semillas o esporas que, llegadas a los planetas, darían comienzo a un proceso evolutivo. La idea no era nueva en los años treinta, todo lo contrario. Ya el filósofo griego Anaxágoras, en el siglo V antes de nuestra era, apuntó a tal posibilidad. Pero no sería hasta mediados del siglo XIX que científicos como Hermann von Helmholtz y Svante Arrhenius tomaron en serio el posible origen extraterrestre de la vida.

Fue éste último quien, el mismo año en que recibió el premio Nobel de Química, 1903, escribió un artículo, "La propagación de la Vida en el Espacio", seguido en 1907 por otro publicado en la revista "Scientific American", "Panspermia: la transmisión de la Vida de estrella a estrella" en los que proponía que toda la vida del universo bien podría tener un origen común y único, siendo los cuerpos celestes "colonizados" por esporas capaces de salvar las distancias interestelares.

Hoy por hoy es una teoría indemostrable, que tanto podría ser cierta como errónea. Pero de lo que no hay duda es de que es atractiva desde el punto de vista literario, hecho que han reconocido los escritores de ciencia ficción al incorporarla a sus visiones más diversas, desde la space opera (La saga de "Lensman" de E.E.Smith, "Star Trek: The Nex Generation"...) hasta la ciencia ficción "dura" ("La nube negra", de Fred Hoyle, “La Amenaza de Andrómeda”, de Michael Crichton) pasando por la sencillamente inclasificable ("Invernáculo", de Brian Aldiss). Al fin y al cabo, real o no, la panspermia resultaba una explicación racional y conveniente en aquellas historias en las que los humanos encontraban seres extraterrestres muy similares fisiológica y morfológicamente a ellos mismos.

De hecho, desde la promulgación "oficial" de la teoría por Arrhenius, no pasó mucho tiempo antes de que los escritores comenzaran a imaginar escenarios en los que la panspermia formaba el núcleo de la historia. "El polvo cósmico" (1921), de Edward Heron-Allen y "El Sátiro" (1924), de Eric North fueron ejemplos tempranos, seguidos por este relato de P.Schuyler Miller, en el que la Tierra quedaba infestada por un aluvión de esporas procedentes del espacio exterior, idea sobre la que volvería años después en otro cuento, "Peón" (1939)

Miller fue un escritor muy popular en la década de los treinta aunque hoy haya sido virtualmente olvidado. Tan sólo escribió una novela ("Genus Homo", 1941, en colaboración con L.Sprague de Camp), pero firmó más de cincuenta relatos para las revistas pulp y desde 1945 y durante veinticinco años se responsabilizó de una columna mensual de crítica literaria en "Astounding Science Fiction". De hecho, llegó a ser uno de los comentaristas más veteranos de la industria, acumulando una de las colecciones privadas más importantes del mundo y recibiendo un premio Hugo en 1963 por su labor como crítico.

Sin embargo, Miller comenzó su carrera como escritor de ficción. Los editores de revistas pulp necesitaban con urgencia y de forma ininterrumpida nuevos relatos con los que llenar sus páginas y saciar a sus lectores, lo que abrió las puertas a toda una generación de escritores noveles en edad casi adolescente. Miller fue uno de ellos: contaba tan sólo dieciocho años cuando publicó su primer relato, "La Plaga Roja" en el número de julio de 1930 de "Wonder Stories".

De acuerdo a los estándares de hoy, la calidad de su producción (hoy tan sólo accesible a través de
una recopilación de sus cuentos publicada en 1952 y titulada "El Titán") puede ser calificada de irregular: prosa florida, personajes esquemáticos, recurso a clichés, narración previsible... pero he querido recuperar la figura de Miller por tratarse de un digno representante -al igual que John Taine- de una interesante casta luego convertida en tradición dentro del género: la del escritor de ficción con perfil técnico. Miller era químico, realizó investigación y durante buena parte de su vida se ganó la vida gracias a textos puramente técnicos. Pero al mismo tiempo, el entusiasmo que sentía por la ciencia ficción y su capacidad para fusionar ciencia, tecnología y fantasía jamás decayó, pasión que quedó reflejada tanto en sus propios relatos como en los comentarios sobre obras ajenas. Es una senda que luego han recorrido novelistas/científicos como Larry Niven, Jerry Pournelle, E.E.Smith, Isaac Asimov o Robert L.Forward por nombrar solo unos pocos.