Es innegable que la belleza, o el mantenimiento de la misma, sólo se consigue a un alto coste. Incluso si somos del tipo de espectadores que valoran más la historia, los temas y las interpretaciones que el atractivo físico de los actores, no podemos obviar el hecho de que una de las reglas inmutables de Hollywood es que una cara bonita o una figura favorecedora venden. Como también es cierto que, aunque las caras bonitas van y vienen demasiado rápido como para asociarlas con algo sustancial, Hollywood ha demostrado ser una fábrica fiable a la hora de producir rápidamente al próximo Brad Pitt, Margot Robbie o quien sea que alimente las fantasías de espectadores de ambos sexos.
La manera en que nos relacionamos con el mundo depende
mucho del cuerpo que tengamos, como también la forma en que los demás nos
tratan y valoran. Que la gente guapa tiene más éxito en la vida (o, al menos,
más posibilidades a la hora de encontrar pareja, amistades o trabajo,
especialmente en el medio audiovisual) lo saben los estudios, lo sabe el
público y, claro, lo saben los actores y actrices de Hollywood. Es difícil
pensar en otro lugar del planeta en el que tanta gente haya dedicado tanto
tiempo, dinero y esfuerzo a mantenerse bellos durante tantos años como sea
posible. La belleza vende y todos compramos.
Y de eso trata “La Sustancia”, segunda película de la
directora y guionista Coralie Fargeat tras un par de cortos (uno de CF,
“Reality +”, 2014, muy interesante) y una historia de mujer vengadora,
“Revenge” (2014). Tanto aquél como ésta fueron, en cierto modo, borradores
preparatorios de “La Sustancia”. El primero trataba sobre la obsesión y
adicción por cambiar la propia imagen fruto de nuestra inseguridad e irreales
expectativas; la segunda, sobre la violencia física ejercida contra una mujer.
Pues bien, “La Sustancia” recoge y amplía esos dos temas, recordándonos lo
peligroso que puede ser conseguir lo que se desea, sobre todo si está
relacionado con industrias superficiales y despiadadas como son las del cine o
la televisión. Es una historia esta, la de la actriz entrada en años que se ve cruelmente
marginada del mundo al que se ha entregado por completo para ser sustituida por
una recién llegada más joven y lozana, que ya hemos visto antes incluso en
grandes clásicos del cine (“El Crepúsculo de los Dioses”, 1950; “Eva al
Desnudo”, 1950), pero quizá no con el mismo grado de crueldad, visceralidad,
terror y surrealismo.
A sus 51 años, Elisabeth Sparkle (Demi Moore) es una actriz
de Hollywood cuya estrella hace tiempo empezó a apagarse. Aunque llegó a tener
su propia estrella en el Paseo de la Fama, ahora ha quedado relegada a un
casposo programa televisivo de aerobic, “Pump It Up” (una involución
profesional ésta inspirada, obviamente, por Jane Fonda). Un día, su productor,
Harvey (Dennis Quaid), le informa de que va a ser reemplazada por alguien más
joven. De camino a casa, se distrae mientras conduce y sufre un accidente que
requiere de atención médica. En el hospital, aunque físicamente no ha sufrido
daño, su frustración estalla y rompe a llorar, lo que llama la atención de un
joven enfermero que, tras un somero examen de su espalda, le desliza en el
bolsillo un USB que contiene un anuncio de La Sustancia, un procedimiento que
promete crear una versión más joven de uno mismo, junto con una nota manuscrita
que dice “Esto salvó mi vida”.
Al principio, Elisabeth no hace caso de la promesa de este
químico y lo descarta. Pero su frustración se sobrepone a su sentido común y
llama al teléfono indicado, donde le dan instrucciones para que acuda a un
almacén aparentemente abandonado en una parte muy depauperada de la ciudad.
Allí encuentra un kit con todo lo necesario: un conjunto de jeringas,
nutrientes dosificados y catéteres intravenosos. El suero creará una doble de
sí misma, pero más joven. Ahora bien, las instrucciones son claras y estrictas:
la doble y la original (o matriz) deben alternarse cada siete días; y mientras
una de ellas está despierta, deberá nutrir a la otra, que queda en un estado
comatoso, mediante un fluido estabilizador que se administra por vía
intravenosa.
Elisabeth se inyecta e inmediatamente se abre una herida en
su espalda a lo largo de la espina dorsal, de la cual emerge un cuerpo más
joven, de rostro y figura perfectos. La “recién nacida” acude al casting que se
ha organizado para cubrir su propia vacante y, bajo el nombre de Sue, consigue recuperar
sin dificultades su antiguo trabajo. Después, regresa a casa y se sume en un
coma durante siete días, mientras Elisabeth despierta y reanuda su vida normal.
Transcurridos otros siete días, intercambian roles.
Sin embargo, las crecientes exigencias de la fama y el
gusto que ha cogido Sue por una vida hedonista en la que puede disfrutar de su
cuerpo y vitalidad juveniles, le llevan a sobrepasar el límite de una semana.
Para ello, extrae fluido estabilizador de la columna de la inconsciente
Elisabeth, lo que le provoca a esta acelerar su envejecimiento. Cuando
despierta y se mira en el espejo, sufre un shock y empieza a hundirse en la paranoia
y la disociación al ser incapaz de entender que es una sola mente, la suya,
ocupando dos cuerpos diferentes.
Buena parte de las reseñas de “La Sustancia” han tendido a
centrarse en un puñado de mensajes de actualidad y que pueden resumirse en que
se trata de una película dirigida por una mujer que aborda de manera brutal los
irreales estándares de belleza impuestos a las de su sexo, articulando de paso
una sátira mordaz de la cosificación de la belleza en Hollywood. “La
Sustancia”, desde luego, es todo eso y, ciertamente, Demi Moore no sólo hace un
trabajo admirable sino que, habida cuenta de su propio pasado trufado de
problemas de autoaceptación, adicciones y trastornos alimenticios, demuestra
una gran valentía al asumir un papel así a los 61 años. Eso sí, aunque Coralie
Fargeat nos muestre sin vergüenza el cuerpo, las arrugas y el rostro tratado
con bótox de Moore, su figura sigue siendo espléndida. No hay en ella ni rastro
de la celulitis o las canas normales en cualquier persona de su edad.
(ATENCIÓN: SPOILERS HASTA EL FINAL)
Para meterse en la película, hay dos puntos en concreto
para los que el espectador debe hacer un ejercicio importante de suspensión de
la incredulidad, tomándolos más como metáforas que como literalidades. Para
empezar, la premisa que sustenta la película es médica y científicamente
ridícula: que de una fisura en la espalda pueda emerger un cuerpo humano entero
y adulto. Tras esto, Elisabeth queda tendida en el suelo del baño durante siete
días con una herida abierta que recorre toda su columna vertebral sin que, por
alguna milagrosa razón, se desangre. Como mínimo, desatender una herida
semejante habría causado supuración e infección.
El otro aspecto extraño y jamás aclarado es el de la
organización secreta tras la sustancia y que recuerda a la de “Plan Diábólico”
(1966), de John Frankenheimer. Esta misteriosa entidad identificada tan solo
por un logo amarillo, permanece en todo momento en las sombras, manifestándose
únicamente a través de los kits que alguien deja en la taquilla numerada del
almacén y una voz monocorde al otro lado del teléfono. Su único papel es el de
ir aportando información para que la trama avance. Todo lo relacionado con esa
organización y la sustancia que proporciona a individuos escogidos según
criterios aparentemente aleatorios, contradice frontalmente la forma en que los
remedios y tratamientos milagrosos, de eficacia discutible o directamente
fraudulentos, operan en el mundo real. Estos productos suelen promocionarse y
comercializarse abiertamente y no tiene ningún sentido económico que una empresa
u organización ofrezca a famosos/as uno de estos prodigios “científicos” de
manera unilateral, clandestina y sin pedir nada a cambio. Podría pensarse que
es algo que circula en un mercado negro, pero tales sustancias nunca son
gratis. Hubiera resultado más verosímil introducir una escena en la que, como
mínimo, le pidieran a Elisabeth un desembolso de dinero para obtener una
segunda dosis.
No hace falta ser un ídolo de la pantalla para comprender
la importancia de cuidar la apariencia. A medida que el envejecimiento pasa
factura, se nos aconseja comer mejor, hacer más ejercicio y, en general,
cuidarnos física y mentalmente. Nuestro cuerpo es el único vehículo con el que
contamos en el viaje de la vida así que, conforme van pasando los años, cobra
cada vez mayor importancia el hacer todo lo posible para que dure. Por mucho
que avance la ciencia, no es previsible que en un futuro cercano podamos
descargar nuestra mente en clones más saludables o, como en la película,
“alumbrar” versiones juveniles de nosotros mismos para que hagan todo aquello
que nosotros ya no podemos.
Por otra parte, el éxito siempre ha sido una motivación
clave en casi cualquier actividad profesional o personal. Siempre queremos
hacerlo bien, darlo todo y obtener una recompensa monetaria por nuestro
esfuerzo. Pero nada reemplaza la euforia que acompaña a lograr un gran triunfo,
ya sea cerrar una venta o una victoria deportiva. El éxito alimenta nuestra
autoestima y abre las puertas a triunfos aún mayores.
Pues bien, “La Sustancia” es una historia sobre la obsesión
con ambos conceptos: la conservación de la belleza y el mantenimiento de un
éxito que la protagonista –y su productor- liga a aquélla. Es algo que todos
podemos comprender, sea cual sea nuestra situación y compartamos o no la
profunda frustración de ver cómo la decadencia física conlleva una minusvalía
en nuestra influencia y éxito profesional. Es fácil entender que un programa
televisivo de fitness no sea la aspiración ni el culmen profesional de quien en
su día fuera una gran estrella de cine. Si ha acabado allí, podemos imaginar,
es porque su estimación entre público y productores ha ido descendiendo
conforme su atractivo iba perdiendo frescura con los años y surgían nuevos
rostros y cuerpos más jóvenes y atractivos. Y ahora, ni siquiera mostrar una
figura envidiable para su edad es suficiente para que Elisabeth conserve ese
trabajo. Su edad: ese es el problema que le echa en cara de forma ingrata y
grosera su detestable productor.
Ahora bien, el mensaje de la película, como indicaba antes,
ya se ha explorado en otras ocasiones. Han sido muchos los creadores que han
criticado la obsesión de nuestra sociedad con la perfección (o su búsqueda).
Entonces, ¿cuál es el elemento diferencial de “La Sustancia”? Pues el nivel de
sangre, vísceras e imágenes grotescas que pone en escena. Pero sobre eso
hablaré en un momento. Si prescindimos de esto último, la película funciona
temáticamente como una sátira mordaz, pero algo convencional.
Por otra parte, llama la atención –quizá sea el espíritu de
los tiempos- que no haya ni un solo modelo masculino positivo. Son todos burdos
estereotipos y personajes que oscilan entre lo patético y lo repulsivo. Harvey,
el productor, es un hipócrita superficial de maneras repulsivas; el vecino es
un baboso incapaz de disfrazar sus libidinosas intenciones con un mínimo de
discreción; el ex compañero de instituto es un fracasado obsequioso con graves
problemas de autoestima; y los amantes de Sue son tan objetos sexuales como
ella. No es que Elisabeth y Sue sean precisamente modelos de conducta
ejemplares, pero el retrato que se hace de ellas no está tan deformado. Además,
da la impresión de que, en el fondo, son las víctimas de las expectativas y
comportamiento de sus contrapartidas masculinas, que las encasillan en un molde
de fantasía sexual que ellas se ven obligadas a satisfacer con el fin de
obtener o mantener un trabajo, hacer carrera o conseguir sexo o afecto. Esto
puede entenderse como cierta exculpación de las mujeres en el mantenimiento de
estereotipos corporales perjudiciales para ellas mismas, una responsabilidad
que creo que está más repartida de lo que la película nos hace ver.
La directora y guionista tampoco dispensa demasiado cariño a sus protagonistas femeninas. Elisabeth, como he dicho, dista de ser una heroína admirable por mucho que la actuación de Moore nos conmueva. Sue tampoco es una villana despreciable.
Aunque Elisabeth se haya encadenado ella misma a un sistema
que la rechaza cuando deja de cumplir los baremos corporales admitidos, no es
capaz de asumirlo, aceptarse como es, luchar contra los prejuicios o redirigir
sus esfuerzos en otra dirección, sino que persiste en cargar con sus cadenas,
administrándose la sustancia sólo para caer a continuación víctima del vacío
existencial, la autodestrucción y la envidia más tóxica. Sue, por su parte, es
una joven ambiciosa, depredadora, egoísta y sin escrúpulos. Son la misma
persona en dos etapas de la vida, las dos desesperadas por obtener el
reconocimiento del público y dispuestas a hacer lo que sea para conservarlo,
cada una utilizando las herramientas a su alcance. Y, por si fuera poco, al final,
Fargeat las maltrata de forma innecesariamente violenta enzarzándolas en una pelea
con desenlace fatal. No hay un arco claro para ellas. Al final de la historia,
ninguna de las dos ha aprendido nada ni evolucionado un ápice.
Cualquier amante del género conoce bien las ficciones que
exploran la dualidad de nuestra naturaleza dividiendo nuestra psique en dos
entidades diferenciadas. Sin embargo, “La Sustancia” no es una reformulación de
Frankenstein y su monstruo, Jekyll y Hyde o el Kirk “Bueno” versus el Kirk
“Oscuro”. Desde el principio se nos dice que no hay dos caras de la misma
moneda. Elisabeth y Sue, cualquiera de ellas, son la moneda completa. No hay
caras que elegir ni una "media naranja" a la que apoyar.
“La Sustancia”, obviamente, es una fábula adulta que nos
recuerda la efímera naturaleza de la fama y la belleza. Me llama la atención,
no obstante, que, queriendo ser una crítica al culto a la juventud, en especial
la de las mujeres, y la hipersexualidad que impregna los medios, la directora
haga un uso tan excesivo del explosivo erotismo de Sue, con un abuso –a mi
juicio innecesario- de primeros planos de su estupendo cuerpo. Entiendo que
esto se hace para que luego el contraste con la criatura grotesca en la que se
convierte sea todavía más acusado, pero –y esto es una cuestión de gustos- a
base de sobreexposición de aquello que desea denunciar acaba convirtiéndose en
eso mismo.
Más interesantes me parecen otros temas presentes en la
película, como la relación entre cuerpo e identidad y la forma en que ciertas
transformaciones físicas (sean naturales o artificiales) afectan a la
autoimagen de uno mismo. Así, Elisabeth acaba perdiendo su propia identidad al
intentar ser otra persona más joven. También es importante aquí la adicción y
el control ilusorio: la "sustancia" ofrece una solución rápida y
aparentemente perfecta, pero se convierte en una adicción que disuelve el autocontrol
y conduce a un ciclo autodestructivo.
Es cierto que el ritmo y la sucesión de imágenes
impactantes no la convierten en un visionado aburrido, pero también que “La
Sustancia” es demasiado larga (dos horas y veinte minutos) para la historia que
cuenta. Excepto el grotesco y alargado final, el desarrollo es también
predecible. Como suele ocurrir con las fábulas de este tipo, se presentan
inicialmente unas reglas que deben seguirse con rigor para que la fórmula
funcione; y, claro, el drama, la crisis, surge del incumplimiento de tales
instrucciones. Por otra parte, hay otras cosas que no quedan del todo claras. Aunque
la voz al otro lado del teléfono insiste en que ambas son una sola persona,
difícilmente es así dado que no parece que ambas guarden memoria de lo que hace
la otra durante sus respectivos periodos de vigilia. Así, si no comparten
cuerpo, mente, recuerdos ni vida… ¿cómo pueden ser la misma persona?
Y dado que la que disfruta de las mieles del éxito y la
euforia de un cuerpo en la plenitud de facultades es Sue, ¿qué saca Elisabeth
de todo esto? La respuesta puede estar en una de las escenas del último tercio,
cuando Elisabeth decide acabar con Sue y comienza a administrarle la inyección
que, como lo expresaron con tanta delicadeza los enigmáticos creadores de la
sustancia, "acabará con la experiencia". Pues bien, no es la empatía
lo que la detiene sino la comprensión de que necesita a Sue ahí fuera para
absorber el amor, la admiración e incluso la lascivia que ella ya no puede
recibir. Sue no está separada de Elisabeth, no le está robando nada; es,
simplemente, un conducto a través del cual Elisabeth aún puede alimentarse de
la adulación de las masas. Por eso, Elisabeth está dispuesta a renunciar a
todo, aceptando incluso su propio deterioro físico. Desafortunadamente, se da
cuenta de esto demasiado tarde y, cuando Sue despierta del coma y ve lo que ha
estado a punto de suceder, la golpea hasta la muerte.
Si hubiera un adjetivo para describir el estilo de
dirección de Coralie Fargeat, probablemente sería el de histriónico. Sus
películas son una trama desprovista de diálogos salvo los más imprescindibles y
que consiste en una sucesión de imágenes en las que todo, desde la
interpretación de los actores hasta el montaje o la fotografía, parece
acelerado, hinchado, nervioso, excesivo... A menudo, lo visual se amplifica con
extrañas elecciones de sonido, primeros planos o angulaciones inusuales, todo
destinado a subrayar de forma poco sutil la condena de la directora al mal
comportamiento de sus personajes o resaltar el contraste entre belleza y fealdad.
En una de las primeras escenas, Elisabeth almuerza con
Harvey y sus líneas de diálogo vienen acompañadas de una serie de primeros
planos distorsionados de su rostro y boca mientras come gambas haciendo sonidos
desagradables repugnantemente amplificados. Incluso después de que se levante y
se vaya, vemos una mosca flotando en su bebida a medio terminar (no sólo un
recordatorio de la putrefacción, enfermedad y muerte psicológica de Elisabeth
sino un guiño a la película de “La Mosca” y anticipo de la grotesca
trasformación que tendrá lugar más tarde). Y cuando sale de esa
entrevista-despido, no basta con mostrar que Elizabeth está atravesando un mal
momento. Se encuentra con un anti
guo compañero de clase y éste le entrega un
papel con su número de teléfono…papel que tiene que caer en un charco de agua
sucia. El contraste entre el envejecimiento de Elisabeth y el ideal juvenil que
representa Sue se subraya repetidamente y con escasa sutileza mediante el
contraste que forma la enorme valla publicitaria que se alza frente al ventanal
del salón de Elisabeth, y un enorme retrato de ella colgado en la pared de esa
misma habitación. Retrato, además, protegido por un vidrio que se rompe
simbólicamente en varios momentos de la trama.
Sin duda, hay momentos en que las imágenes de Coralie
Fargeat resultan impactantes, como el encuentro de Sue y Harvey en un pasillo de
paredes y moqueta naranja cuyas líneas se pierden en el infinito y que remite
indefectiblemente a “El Resplandor” (1980) además de servir a lo largo de la
película de metáfora visual de la propia vida pública de Elisabeth/Sue; el
blanco sobre blanco del baño que funciona como una suerte de nido (donde
Elisabeth o Sue renacen cada siete días) o sala de operaciones (como aquellas
en las que las mujeres se someten a intervenciones de cirugía estética); el
apartamento de Elisabeth y sus largos pasillos de paredes curvas de color azul
oscuro que recuerdan los vericuetos de su mente y un enorme ventanal que
representa su conexión interior con el mundo exterior…
Igualmente, el montaje que abre la película es
sobresaliente: un plano general picado de la estrella de Elisabeth en el Paseo
de la Fama de Hollywood. Vemos su instalación inicial, cómo es fotografiada por
turistas y, conforme pasa el tiempo, pasa a ser vista con ocasional curiosidad,
pisada e ignorada; un sintecho camina sobre ella empujando su carrito lleno de
trapos y otro viandante derrama la salsa de su hamburguesa. Resume a la
perfección el ascenso y declive de la fama de Elisabeth antes incluso de que
ella aparezca en pantalla.
En la segunda mitad de la película, la actuación de Demi
Moore se vuelve tan exagerada que cae en lo absurdo. Particularmente ridícula
es la escena en la que se vuelve loca en la cocina haciendo recetas francesas, salpicándose
con un batidor, lanzándole huevos a la pantalla de la televisión donde Sue está
siendo entrevistada y mostrando cómo, en una serie de planos alternados, ella
introduce el puño en un pavo para eviscerarlo y Sue contonea las caderas en el
programa de aerobic. Todavía peor es la interpretación de Christian Erickson
como la versión anciana del apuesto y juvenil enfermero que aparecía al
principio de la película; es tan ridículamente exagerada que cualquier otro
director habría descartado la escena en la sala de montaje.
Llega un punto de la trama en que “La Sustancia” da un
salto y deja de ser “solamente” una visión deformada y corrosiva de la fama y
la belleza en Hollywood, para lanzarse de cabeza al “body horror” y el “splatter”.
Inicialmente, la historia parece una de terror centrada en dos ideas clásicas:
la identidad dividida entre la persona y su versión oscura de “El Extraño Caso
del Dr.Jekyll y Mr.Hyde” (1886); y la presente en “El Retrato de Dorian Gray”
(1890), en la que un yo alternativo (un retrato) envejece y acusa los excesos
de un cuerpo original que permanece eternamente joven y sano. Pero luego, como
digo, el guion de Fargeat pasa de estar inspirado por el cine de Brandon
Cronenberg a convertirse en una caricatura del cine setentero de su padre David.
Hay una escena a caballo entre hilarante y ridícula en la que a Sue le aparece
un bulto prominente en el glúteo mientras está grabando el programa; apurada,
se retira a su camerino y lo va empujando hasta su vientre, donde lo extrae
introduciendo su mano por el ombligo (resulta ser una baqueta). No tiene ningún
sentido desde el punto de vista no ya científico sino del sentido común y cuyo
efecto desaparece al revelarse una secuencia onírica. Por otra parte, la
versión desecada y absolutamente decrépita de Elisabeth es igualmente irreal,
con una especie de gran caparazón esquelético que aflora a su espalda y pechos
que caen hasta la cintura. Es un diseño que parece más en sintonía con “La
Mosca” (1986).
La caída hacia el delirio y el absurdo se acelera en el
segmento final, cuando la actuación estelar en directo de Sue, el día de
Nochevieja, se ve amenazada por la falta de suero de mantenimiento y estando la
matriz ya muerta, lo que hace es recurrir al suero de activación inicial, el
cual, ya le habían avisado, era para un solo uso. Y así, en lugar de “alumbrar”
un duplicado de sí misma, lo que crea es un monstruo grotesco –reflejo de la
fealdad moral de ambas mujeres- que se las arregla para acceder al estudio y
presentarse ante el público. Pero cuando cae la fotografía de Elisabeth con la
que ha ocultado su auténtico y deforme rostro y de su cabeza brota un pecho que
luego cae al suelo, la multitud reacciona con terror y agresividad. Finalmente,
sale de allí rociando al público y a todo el auditorio con una cantidad absurda
de sangre que sale de su cuerpo como de una manguera. La criatura llega a la
calle y se desploma deshaciéndose. Lo único que queda es el rostro de Elisabeth
que se arrastra hasta su estrella en el Paseo de la Fama antes de
desintegrarse.
“La Sustancia”, ya lo podemos imaginar, no lo tuvo fácil
para llegar al público. Coproducida entre Francia, Gran Bretaña y Estados
Unidos bajo el sello de Working Title, inicialmente el estudio encargado de su
distribución iba a ser Universal. Pero cuando se realizó una proyección de
prueba ante varios de sus ejecutivos, éstos se quedaron horrorizados y
exigieron cambios y un nuevo montaje. Fargeat, que contractualmente tenía el
derecho sobre el montaje final, se negó y Universal, que no veía recorrido
comercial para esta cinta, se retiró del trato. Una decisión que benefició a la
plataforma de streaming Mubi, que compró los derechos justo antes de que la
cinta fuera ovacionada en el Festival de Cannes, donde ganó la Palma al Mejor
Guion.
Su paseo triunfal por diferentes certámenes culminó en la
97ª edición de los Oscar, donde fue una de las candidatas favoritas, estando
nominada a cinco categorías: Mejor Película, Mejor Dirección (Coralie Fargeat),
Mejor Actriz (Demi Moore), Mejor Guion Original (Coralie Fargeat) y Mejor
Maquillaje y Peluquería (Pierre-Olivier Persin, Stéphanie Guillon y Marilyne
Scarselli). Pues bien, sólo ganó el último de estos premios. No es descabellado
pensar que, pese a su poderosa presentación, buena parte de la comunidad de
Hollywood se sintiera incómoda al verse reflejada en su historia, personajes, situaciones
o mensaje (o todo ello a la vez).
En este sentido, parte del final de la película bien podría
ser un ataque directo contra la forma de ver las cosas que tienen actores,
productores y ejecutivos del cine norteamericano. Cuando la criatura deforme
que mezcla de forma repugnante los cuerpos de Elisabeth y Sue llega al estudio
de televisión, lo único que “camufla” su monstruosidad es una simple foto
grapada en su rostro. Sin embargo, un empleado la recibe en la puerta sin
pestañear y le deja entrar. En otro momento previo a la metamorfosis, Harvey no
se da cuenta de que la forzada sonrisa de Sue se debe a que se le están cayendo
los dientes; y otro individuo en un ascensor no presta atención a que a ella se
le ha caído una oreja. Y cuando sale al escenario, el público no se da cuenta
de su monstruosidad hasta que se le cae la foto de la cara. Todos están
demasiado inmersos en su burbuja como para ver la realidad. Esa es una
mentalidad de lo más apropiada en Hollywood, una comunidad construida sobre el
artificio y la explotación y donde el avance profesional se ve impulsado por la
facilidad con la que uno puede olvidar cuántas almas ha sacrificado en el
camino, incluida la propia. Es una ecología social tóxica de la que participan
y son cómplices las dos protagonistas y que, en último término, las destruye.
"La Sustancia" es una sátira feroz, nauseabunda,
violenta, intensa y estridente. No es una película agradable de ver. Ninguno de
los personajes expresa una sola emoción sincera, y lo mejor que se podría decir
de ellos es que son unos insensatos, egoístas, superficiales, envidiosos y
despiadados. Y, aun así, es una obra fascinante cuya feroz aproximación visual
tiene un claro propósito: criticar de forma contundente uno de los aspectos más
oscuros de nuestra naturaleza: cómo nuestra necesidad de reconocimiento nos
lleva a obsesionarnos por la juventud y la belleza, especialmente en el
contexto de la industria del entretenimiento y, en concreto, a las mujeres, traicionándonos
a nosotros mismos a cambio de recompensas triviales. Una fábula, en fin, no
adecuada para los niños, pero que merece toda la atención de los adultos.
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