miércoles, 25 de junio de 2025

2011- BLACK MIRROR (8)

 

(Viene de la entrada anterior)

 

LA CIENCIA DE MATAR

 

En inglés, el título del penúltimo episodio de la tercera temporada es “Men Against Fire”, una referencia al libro del mismo nombre (“Men Against Fire: The Problem of Battle Command in Future War”) escrito por S.L.A. Marshall en 1947, a partir de multitud de entrevistas con soldados que acababan de tomar parte en combates en los escenarios de Europa y el Pacífico. En ese estudio se exponía que la inmensa mayoría de los soldados habían tenido muchos problemas para disparar contra el enemigo porque nuestra misma naturaleza humana, sin importar el escenario o el motivo, nos hace reacios a asumir la responsabilidad de matar a un congénere.

 

Por eso la propaganda militar orquestada por los gobiernos en tiempos de guerra ha tendido a “solucionar” este “problema” reduciendo a los enemigos a entes subhumanos, bestias perversas dignas sólo de ser matadas. Los resultados de este proceso de deshumanización organizada y autorizada oficialmente han podido verse en la Alemania nazi o durante el genocidio de Ruanda.  

 

Los militares del futuro que vemos en este episodio de “Black Mirror” han afrontado el problema de otra manera: colocándole a cada soldado un implante neural, el MASS. En principio, lo que saben sus portadores es que esa adición cibernética mejora sus reflejos y puntería, les permite visualizar planos y diagramas en el campo de batalla y conectar directamente con drones, todo ello muy útil en un despliegue táctico. Pero su función más importante y la más secreta no es esa: el MASS está diseñado para crear, a través de una interfaz, una brecha cognitiva y sensorial entre el observador-soldado y el enemigo

 

La historia arranca sin dar muchos detalles ni contexto, así que sabemos casi tanto como los soldados a quienes acompañamos en sus misiones de limpieza de lo que llaman despectivamente “cucarachas”. Tras una guerra, apareció una subespecie humana degenerada de facciones monstruosas que saquea los almacenes y reservas de los habitantes de la Dinamarca rural en que transcurre la acción. Lo que dejan atrás, queda contaminado y debe destruirse, lo que genera grandes problemas de suministro de alimentos. Basándose en la información aportada por unos aldeanos víctimas de un asalto de cucarachas, el escuadrón se dirige a una granja depauperada, donde arrestan a su propietario, un religioso, acusado de ocultar y proteger a estas criaturas, matan a varias de ellas y queman la casa.

 

Este es el bautismo de fuego de Koinange, alias "Stripe" (Malachi Kirby), que logra matar a dos cucarachas no sin antes que una de ellas le aplique un extraño dispositivo sónico que le provoca dolor de cabeza ya antes de regresar al cuartel general.

 

"Vas a dormir de maravilla", le dice su compañera de pelotón Raiman/"Ray" (Madeline Brewer) bromeando sobre las muertes que ha conseguido. Y, efectivamente, Stripe tiene esa noche el sueño más dulce: un dormitorio acogedor y una atractiva chica en lencería que lo invita a acostarse con él. Los implantes MASS parecen recompensar a los soldados por su buen desempeño con fantasías sexuales y otros sueños reconfortantes. Todo el pelotón duerme en el barracón en la misma posición, inmóviles, con los dedos crispados mientras alguien, de forma remota, mejora digitalmente sus sueños.

 

Sin embargo, al día siguiente, Stripe se siente lento y torpe. Sus sueños se ven interrumpidos por imágenes perturbadoras; tiene problemas para hacer flexiones (mientras su oficial canta "fuerte y puro", lo cual debería alertar al espectador); y sus reflejos están desincronizados con el MASS. El implante parece estar fallando, pero el médico militar no detecta ningún problema, como tampoco el psicólogo del cuartel, Arquette (Michael Kelly), que lo califica como apto para volver al servicio.

 

Mientras él, Ray y su oficial superior Medina (Sarah Snook) vigilan otro edificio aislado en cuyo interior se ha informado de la presencia de cucarachas, los fallos del MASS de Stripe empeoran: empieza a sentir el olor de la hierba (el olfato es un sentido que el implante parece neutralizar cuando funciona correctamente) y no puede sincronizar correctamente con el dron. Un francotirador derriba a Medina y les obliga a él y a Ray a refugiarse dentro del caserón. Pero una vez allí, Stripe se da cuenta, consternado, de que no ve cucharachas, sino humanos indefensos, gritando y suplicando por sus vidas. Ray, en cambio, ve monstruos inhumanos y agresivos y oye chillidos estridentes. Para evitar que mate a alguien más, Stripe la derriba con la culata del rifle pero ella, al caer inconsciente, le dispara accidentalmente.

 

Stripe escapa con las “cucarachas”, una mujer y un niño, pero se desmaya mientras conduce el vehículo militar y éstos lo llevan a un refugio subterráneo improvisado, donde la mujer explica lo que el espectador a estas alturas ya habrá adivinado: los implantes MASS hacen que ciertos humanos parezcan y suenen como criaturas mutantes, lo que facilita dispararles. "Me llamaba Caterina", explica, "pero ahora solo soy 'cucaracha'".

 

Antes de que Stripe pueda comprender plenamente el impacto de lo que los militares y él mismo han hecho, Ray irrumpe y mata a tiros a Caterina y su hijo. Stripe despierta en una celda con Arquette, quien le confiesa la verdad: durante la Segunda Guerra Mundial, el 75% de los soldados era incapaz de disparar sus armas o, cuando se veían obligados a hacerlo, lo hacían por encima de las cabezas del enemigo. El MASS elimina esa barrera psicológica –y el sentimiento de culpa resultante- añadiendo filtros visuales y auditivos que deshumanizan a los enemigos. Stripe quiere saber qué hicieron esas personas para merecer la muerte. La respuesta de Arquette es escalofriante: son genéticamente inferiores; su ADN les hace más propensos a padecer enfermedades cardiacas, a convertirse en criminales… en fin, las predecibles excusas racistas que es fácil imaginar (lo que no se explica es cómo el implante puede discriminar en tiempo real a los humanos “normales” y los genéticamente inferiores)

 

Gusten o no las historias de ambientación militar, el giro final de este episodio no es la sorpresa que pretende ser, como tampoco la obvia moraleja: los humanos tenemos prejuicios que alguien puede explotar a su favor, la guerra es un infierno, estamos dispuestos a convertirnos en monstruos para poder dormir mejor por la noche… Quizá más novedoso sea el tema del refuerzo positivo que se les aplica a los soldados durante sus sueños, matando con ello dos pájaros de un tiro: se les mantiene a raya en el campo de batalla y son menos propensos a sufrir Trastorno de Estrés Post Traumático cuando lleguen a casa. Cuanto mejor o peor duermas, mejor o peor te desempeñarás en el campo de batalla, obteniendo más o menos recompensas. ¿Y podría ser el hackeo de los sueños de los soldados constituir también un castigo más efectivo que el servicio de letrinas u otras sanciones por el estilo? Aunque no se entra en la cuestión, Ray, que ha quedado reducida a una asesina de mirada extraviada y al borde de la psicosis, da indicios de ser un personaje con más matices. Parece evidente que su ansia por matar no obedece exclusivamente a su odio a las cucarachas, sino a que, por alguna razón no desvelada, necesita dormir bien por la noche.

 

También se revela en los minutos finales que a estos soldados se les borra la memoria al alistarse. Arquette le muestra a Stripe un video de él mismo cuando no era más que un joven pasota que firmó el consentimiento sin leer la letra pequeña ni atender a las claras explicaciones que se le daban. Aquél era alguien muy diferente del sereno y concentrado Stripe al que hemos acompañado durante cuarenta minutos. Jamás podrá volver a ser quien fue, porque sólo se le ofrecen dos opciones: que le reimplanten el MASS y le borren la memoria aceptando ser otra vez devorado por el sistema; o que lo encarcelen y le reproduzcan en bucle ante sus ojos y a diario las escenas en las que él asesinaba a otros seres humanos cuando creía que eran cucharachas.

 

El episodio finaliza de forma ambigüa. Stripe, con su uniforme de gala, vuelve a casa. ¿Ha dado la narración un salto en el tiempo y lo vemos licenciado  honorablemente tras servir durante unos cuantos meses o años más? La desoladora escena final es un clásico en “Black Mirror”: un coche lo deja en la residencia de sus sueños, pero mientras que nosotros (y él) vemos inicialmente las cortinas ondeantes y a su seductora novia/esposa, en realidad es un edificio ruinoso y vacío. Intuimos que Stripe aceptó someterse al borrado de memoria para ahorrarse el dolor y la culpa, pero no sabemos cuántas veces lo hizo. ¿Lo que nos han contado fue su primer “despertar” o ha experimentado varios, quizá como muchos de sus compañeros?

 

Ahora bien, de lo que nos habla este episodio –y la serie en general- no es del futuro sino del presente. Simplemente, la tecnología puede exacerbar y “perfeccionar” ciertas tendencias perniciosas con las que ya convivimos. El tipo de deshumanización que vemos en “La Ciencia de Matar” ya está entre nosotros. No hace mucho, por ejemplo, como parte de la política de EEUU relativa a la inmigración, agentes gubernamentales confinaron en un centro de detención a una inmigrante ilegal que ya tenía cita para ser operada de un turmor cerebral. En ese país, para justificar la deportación de una madre de dos hijos gravemente enferma, basta con que un fanfarrón tan apasionado como cínico grite durante meses sobre que es necesario expulsar a quienes han llegado al país para “violar” y “asesinar” estadounidenses… para luego ir a buscar a las víctimas más fáciles: trabajadores desarmados y no violentos. Y ese es otro de los mensajes que Charlie Brooker nos recuerda en este capítulo: para mantener y justificar un estado totalitario adicto al poder, hay que generar continuamente un estado de miedo y paranoia.

 

Una vez visto el episodio, entendemos que Stripe fue inicialmente un muchacho desnortado y bastante estúpido que aceptó meterse en el ejército como podría haberlo hecho en cualquier otro lugar que le ofreciera techo, alimento y ropa. Ni sabe ni le importa lo que tendrá que hacer, defender o atacar. De hecho, cuando le hacen la entrevista no parece ni de lejos alguien mínimamente comprometido con la pureza racial. Sus actos posteriores los justifica con el consabido cumplimiento del deber, sin pararse a reflexionar sobre la moralidad de los mismos.

 

Podemos disculparle hasta cierto punto argumentando que está condicionado por el implante MASS, el cual no sólo le sumerge en una realidad falsa sino que manipula sus sueños. Lo terrible es que los lugareños que llaman a los soldados para que los auxilien, no tienen implantes. Les llaman cucarachas pero saben perfectamente que son humanos marginados. Los odian, desprecian y persiguen por un prejuicio instigado por las autoridades. En otras palabras, Brooker sugiere que el problema básico de “La Ciencia de Matar” no dimana, en último término, de un mal uso de la tecnología, sino de un enfermizo consenso social organizado desde la jerarquía gobernante.

 

Esta advertencia queda reforzada por el final, cuando descubrimos que Stripe era consciente de lo que hacía cuando se alistó –aunque le daba igual-. Y que, una vez enfrentado a la realidad de sus actos, decide mirar a otra parte y regresar al espejismo generado por el implante. Los seres humanos, como Stripe, a menudo optamos por ignorar la realidad cuando ésta resulta demasiado dolorosa o incluso accedemos a participar en actos de crueldad extrema si éstos conlleva aceptación o éxito social. La crueldad, el racismo, la xenofobia, la homofobia (o cualquier “fobia” social en realidad) no requieren para su diseminación que nos implanten nada en el cerebro; tan solo que la gente normal acepte la intolerancia como algo normal y no haga nada para detenerla. Ejemplos no faltan, desde los aplausos en manifestaciones contra los derechos de los transexuales al rechazo a los refugiados que huían de las masacres del ISIS en Siria.

 

Lo que debería asustarnos es la rapidez con la que nuestro humanismo y filantropía se ahoga en el populismo propugnado por ciertos políticos defensores de los privilegios de una élite. Al final, el nacionalismo consiste en decir al resto del mundo "lo siento por tu maldita suerte pero ayúdate a ti mismo”.

 

“La Ciencia de Matar” ofrece, por tanto, ideas y temas que, aunque no nuevos, sí son dignos de interesantes y encendidos debates. Probablemente, el espectador que además sea lector de CF estará familiarizado con la idea de la moralidad universal en las guerras de un futuro lejano gracias a autores que a lo largo de las décadas han ido abordando el tema, desde Robert A. Heinlein a Orson Scott Card pasando por Joe Haldeman. En este episodio de “Black Mirror”, Charlie Brooker nos recuerda que, incluso con los avances tecnológicos en el campo de la guerra, las nociones de inmoralidad y moralidad no han cambiado.

 

Eso sí, es una lástima que Brooker y su director para este episodio, Jakob Verbruggen, no dieran con una manera más atractiva de destilar sus ideas. Visual y narrativamente, el capítulo es monótono y plano, sin llegar a comprometerse plenamente con la violencia y la manipulación psicosexual que anidan en el centro del drama. Tampoco el actor principal, Malachi Kirby, consigue transmitir la angustia y desconcierto necesarios, aunque esto quizá pueda achacarse no tanto al talento del actor como a un guion que ofrece poco en términos de emoción y psicología. Brooker está más interesado en explorar el subtexto moral de los actos de Stripes, por lo que éste es menos un personaje real que un mero vehículo para articular un mensaje moralista. 

 

(Continúa en la siguiente entrada) 

 

 

No hay comentarios:

Publicar un comentario