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LA CIENCIA DE MATAR
En inglés, el título del penúltimo episodio de la tercera temporada es “Men Against Fire”, una referencia al libro del mismo nombre (“Men Against Fire: The Problem of Battle Command in Future War”) escrito por S.L.A. Marshall en 1947, a partir de multitud de entrevistas con soldados que acababan de tomar parte en combates en los escenarios de Europa y el Pacífico. En ese estudio se exponía que la inmensa mayoría de los soldados habían tenido muchos problemas para disparar contra el enemigo porque nuestra misma naturaleza humana, sin importar el escenario o el motivo, nos hace reacios a asumir la responsabilidad de matar a un congénere.
Por
eso la propaganda militar orquestada por los gobiernos en tiempos de guerra ha
tendido a “solucionar” este “problema” reduciendo a los enemigos a entes
subhumanos, bestias perversas dignas sólo de ser matadas. Los resultados de este
proceso de deshumanización organizada y autorizada oficialmente han podido
verse en la Alemania nazi o durante el genocidio de Ruanda.
Los militares del futuro que vemos en este episodio de “Black Mirror” han afrontado el problema de otra manera: colocándole a cada soldado un implante neural, el MASS. En principio, lo que saben sus portadores es que esa adición cibernética mejora sus reflejos y puntería, les permite visualizar planos y diagramas en el campo de batalla y conectar directamente con drones, todo ello muy útil en un despliegue táctico. Pero su función más importante y la más secreta no es esa: el MASS está diseñado para crear, a través de una interfaz, una brecha cognitiva y sensorial entre el observador-soldado y el enemigo
La
historia arranca sin dar muchos detalles ni contexto, así que sabemos casi
tanto como los soldados a quienes acompañamos en sus misiones de limpieza de lo
que llaman despectivamente “cucarachas”. Tras una guerra, apareció una
subespecie humana degenerada de facciones monstruosas que saquea los almacenes
y reservas de los habitantes de la Dinamarca rural en que transcurre la acción.
Lo que dejan atrás, queda contaminado y debe destruirse, lo que genera grandes
problemas de suministro de alimentos. Basándose en la información aportada por
unos aldeanos víctimas de un asalto de cucarachas, el escuadrón se dirige a una
granja depauperada, donde arrestan a su propietario, un religioso, acusado de
ocultar y proteger a estas criaturas, matan a varias de ellas y queman la casa.
Este es el bautismo de fuego de Koinange, alias "Stripe" (Malachi Kirby), que logra matar a dos cucarachas no sin antes que una de ellas le aplique un extraño dispositivo sónico que le provoca dolor de cabeza ya antes de regresar al cuartel general.
"Vas a dormir de maravilla", le dice
su compañera de pelotón Raiman/"Ray" (Madeline Brewer) bromeando
sobre las muertes que ha conseguido. Y, efectivamente, Stripe tiene esa noche el
sueño más dulce: un dormitorio acogedor y una atractiva chica en lencería que
lo invita a acostarse con él. Los implantes MASS parecen recompensar a los
soldados por su buen desempeño con fantasías sexuales y otros sueños
reconfortantes. Todo el pelotón duerme en el barracón en la misma posición,
inmóviles, con los dedos crispados mientras alguien, de forma remota, mejora
digitalmente sus sueños.
Sin
embargo, al día siguiente, Stripe se siente lento y torpe. Sus sueños se ven
interrumpidos por imágenes perturbadoras; tiene problemas para hacer flexiones (mientras
su oficial canta "fuerte y puro", lo cual debería alertar al
espectador); y sus reflejos están desincronizados con el MASS. El implante
parece estar fallando, pero el médico militar no detecta ningún problema, como
tampoco el psicólogo del cuartel, Arquette (Michael Kelly), que lo califica
como apto para volver al servicio.
Mientras
él, Ray y su oficial superior Medina (Sarah Snook) vigilan otro edificio
aislado en cuyo interior se ha informado de la presencia de cucarachas, los
fallos del MASS de Stripe empeoran: empieza a sentir el olor de la hierba (el
olfato es un sentido que el implante parece neutralizar cuando funciona
correctamente) y no puede sincronizar correctamente con el dron. Un
francotirador derriba a Medina y les obliga a él y a Ray a refugiarse dentro
del caserón. Pero una vez allí, Stripe se da cuenta, consternado, de que no ve
cucharachas, sino humanos indefensos, gritando y suplicando por sus vidas. Ray,
en cambio, ve monstruos inhumanos y agresivos y oye chillidos estridentes. Para
evitar que mate a alguien más, Stripe la derriba con la culata del rifle pero ella,
al caer inconsciente, le dispara accidentalmente.
Stripe
escapa con las “cucarachas”, una mujer y un niño, pero se desmaya mientras conduce
el vehículo militar y éstos lo llevan a un refugio subterráneo improvisado,
donde la mujer explica lo que el espectador a estas alturas ya habrá adivinado:
los implantes MASS hacen que ciertos humanos parezcan y suenen como criaturas
mutantes, lo que facilita dispararles. "Me llamaba Caterina", explica, "pero ahora solo soy 'cucaracha'".
Antes
de que Stripe pueda comprender plenamente el impacto de lo que los militares y
él mismo han hecho, Ray irrumpe y mata a tiros a Caterina y su hijo. Stripe
despierta en una celda con Arquette, quien le confiesa la verdad: durante la
Segunda Guerra Mundial, el 75% de los soldados era incapaz de disparar sus
armas o, cuando se veían obligados a hacerlo, lo hacían por encima de las
cabezas del enemigo. El MASS elimina esa barrera psicológica –y el sentimiento
de culpa resultante- añadiendo filtros visuales y auditivos que deshumanizan a
los enemigos. Stripe quiere saber qué hicieron esas personas para merecer la
muerte. La respuesta de Arquette es escalofriante: son genéticamente
inferiores; su ADN les hace más propensos a padecer enfermedades cardiacas, a
convertirse en criminales… en fin, las predecibles excusas racistas que es
fácil imaginar (lo que no se explica es cómo el implante puede discriminar en
tiempo real a los humanos “normales” y los genéticamente inferiores)
Gusten
o no las historias de ambientación militar, el giro final de este episodio no
es la sorpresa que pretende ser, como tampoco la obvia moraleja: los humanos tenemos
prejuicios que alguien puede explotar a su favor, la guerra es un infierno,
estamos dispuestos a convertirnos en monstruos para poder dormir mejor por la
noche… Quizá más novedoso sea el tema del refuerzo positivo que se les aplica a
los soldados durante sus sueños, matando con ello dos pájaros de un tiro: se
les mantiene a raya en el campo de batalla y son menos propensos a sufrir Trastorno
de Estrés Post Traumático cuando lleguen a casa. Cuanto mejor o peor duermas,
mejor o peor te desempeñarás en el campo de batalla, obteniendo más o menos
recompensas. ¿Y podría ser el hackeo de los sueños de los soldados constituir
también un castigo más efectivo que el servicio de letrinas u otras sanciones
por el estilo? Aunque no se entra en la cuestión, Ray, que ha quedado reducida
a una asesina de mirada extraviada y al borde de la psicosis, da indicios de
ser un personaje con más matices. Parece evidente que su ansia por matar no
obedece exclusivamente a su odio a las cucarachas, sino a que, por alguna razón
no desvelada, necesita dormir bien por la noche.
También
se revela en los minutos finales que a estos soldados se les borra la memoria
al alistarse. Arquette le muestra a Stripe un video de él mismo cuando no era
más que un joven pasota que firmó el consentimiento sin leer la letra pequeña
ni atender a las claras explicaciones que se le daban. Aquél era alguien muy
diferente del sereno y concentrado Stripe al que hemos acompañado durante cuarenta
minutos. Jamás podrá volver a ser quien fue, porque sólo se le ofrecen dos
opciones: que le reimplanten el MASS y le borren la memoria aceptando ser otra
vez devorado por el sistema; o que lo encarcelen y le reproduzcan en bucle ante
sus ojos y a diario las escenas en las que él asesinaba a otros seres humanos
cuando creía que eran cucharachas.
El
episodio finaliza de forma ambigüa. Stripe, con su uniforme de gala, vuelve a
casa. ¿Ha dado la narración un salto en el tiempo y lo vemos licenciado honorablemente tras servir durante unos
cuantos meses o años más? La desoladora escena final es un clásico en “Black
Mirror”: un coche lo deja en la residencia de sus sueños, pero mientras que
nosotros (y él) vemos inicialmente las cortinas ondeantes y a su seductora
novia/esposa, en realidad es un edificio ruinoso y vacío. Intuimos que Stripe
aceptó someterse al borrado de memoria para ahorrarse el dolor y la culpa, pero
no sabemos cuántas veces lo hizo. ¿Lo que nos han contado fue su primer “despertar”
o ha experimentado varios, quizá como muchos de sus compañeros?
Ahora
bien, de lo que nos habla este episodio –y la serie en general- no es del
futuro sino del presente. Simplemente, la tecnología puede exacerbar y “perfeccionar”
ciertas tendencias perniciosas con las que ya convivimos. El tipo de deshumanización
que vemos en “La Ciencia de Matar” ya está entre nosotros. No hace mucho, por
ejemplo, como parte de la política de EEUU relativa a la inmigración, agentes
gubernamentales confinaron en un centro de detención a una inmigrante ilegal
que ya tenía cita para ser operada de un turmor cerebral. En ese país, para
justificar la deportación de una madre de dos hijos gravemente enferma, basta
con que un fanfarrón tan apasionado como cínico grite durante meses sobre que
es necesario expulsar a quienes han llegado al país para “violar” y “asesinar”
estadounidenses… para luego ir a buscar a las víctimas más fáciles:
trabajadores desarmados y no violentos. Y ese es otro de los mensajes que
Charlie Brooker nos recuerda en este capítulo: para mantener y justificar un
estado totalitario adicto al poder, hay que generar continuamente un estado de
miedo y paranoia.
Una
vez visto el episodio, entendemos que Stripe fue inicialmente un muchacho
desnortado y bastante estúpido que aceptó meterse en el ejército como podría
haberlo hecho en cualquier otro lugar que le ofreciera techo, alimento y ropa.
Ni sabe ni le importa lo que tendrá que hacer, defender o atacar. De hecho,
cuando le hacen la entrevista no parece ni de lejos alguien mínimamente comprometido
con la pureza racial. Sus actos posteriores los justifica con el consabido
cumplimiento del deber, sin pararse a reflexionar sobre la moralidad de los
mismos.
Podemos
disculparle hasta cierto punto argumentando que está condicionado por el
implante MASS, el cual no sólo le sumerge en una realidad falsa sino que manipula
sus sueños. Lo terrible es que los lugareños que llaman a los soldados para que
los auxilien, no tienen implantes. Les llaman cucarachas pero saben
perfectamente que son humanos marginados. Los odian, desprecian y persiguen por
un prejuicio instigado por las autoridades. En otras palabras, Brooker sugiere
que el problema básico de “La Ciencia de Matar” no dimana, en último término,
de un mal uso de la tecnología, sino de un enfermizo consenso social organizado
desde la jerarquía gobernante.
Esta
advertencia queda reforzada por el final, cuando descubrimos que Stripe era consciente
de lo que hacía cuando se alistó –aunque le daba igual-. Y que, una vez
enfrentado a la realidad de sus actos, decide mirar a otra parte y regresar al
espejismo generado por el implante. Los seres humanos, como Stripe, a menudo
optamos por ignorar la realidad cuando ésta resulta demasiado dolorosa o
incluso accedemos a participar en actos de crueldad extrema si éstos conlleva
aceptación o éxito social. La crueldad, el racismo, la xenofobia, la homofobia
(o cualquier “fobia” social en realidad) no requieren para su diseminación que
nos implanten nada en el cerebro; tan solo que la gente normal acepte la
intolerancia como algo normal y no haga nada para detenerla. Ejemplos no
faltan, desde los aplausos en manifestaciones contra los derechos de los
transexuales al rechazo a los refugiados que huían de las masacres del ISIS en
Siria.
Lo
que debería asustarnos es la rapidez con la que nuestro humanismo y filantropía
se ahoga en el populismo propugnado por ciertos políticos defensores de los
privilegios de una élite. Al final, el nacionalismo consiste en decir al resto
del mundo "lo siento por tu maldita suerte pero ayúdate a ti mismo”.
“La Ciencia de Matar” ofrece, por tanto, ideas y temas que, aunque no nuevos, sí son dignos de interesantes y encendidos debates. Probablemente, el espectador que además sea lector de CF estará familiarizado con la idea de la moralidad universal en las guerras de un futuro lejano gracias a autores que a lo largo de las décadas han ido abordando el tema, desde Robert A. Heinlein a Orson Scott Card pasando por Joe Haldeman. En este episodio de “Black Mirror”, Charlie Brooker nos recuerda que, incluso con los avances tecnológicos en el campo de la guerra, las nociones de inmoralidad y moralidad no han cambiado.
Eso
sí, es una lástima que Brooker y su director para este episodio, Jakob
Verbruggen, no dieran con una manera más atractiva de destilar sus ideas. Visual
y narrativamente, el capítulo es monótono y plano, sin llegar a comprometerse
plenamente con la violencia y la manipulación psicosexual que anidan en el
centro del drama. Tampoco el actor principal, Malachi Kirby, consigue
transmitir la angustia y desconcierto necesarios, aunque esto quizá pueda
achacarse no tanto al talento del actor como a un guion que ofrece poco en
términos de emoción y psicología. Brooker está más interesado en explorar el
subtexto moral de los actos de Stripes, por lo que éste es menos un personaje
real que un mero vehículo para articular un mensaje moralista.
(Continúa en la siguiente entrada)
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