Decir que Pohl es un gigante de la Ciencia Ficción es casi un cliché. Fue uno de los fundadores de ese semillero de autores, editores y críticos que fueron los Futurianos, escribió cuentos y novelas del género durante más de setenta años, ganó numerosos premios, fue durante mucho tiempo editor de revistas punteras como “Galaxy o “Worlds of If” y mantuvo una relación cercana y dilatada en el tiempo con muchísimos autores y personalidades de la Ciencia Ficción. La huella que dejó en el género fue indeleble.
Pohl escribió muchos relatos en los años cincuenta, algunos de ellos recopilados en el volumen “Corrientes Alternas”, un muestrario del tipo de CF que practicaba, diez historias de temáticas y extensiones diversas que demuestran su talento, inquietudes e ideología.
En “Los Niños
de la Noche” (“Galaxy Science Fiction”, octubre 1964) se nos cuenta que,
alrededor de 2022 (según las pistas que da la propia narración), los ciudadanos
de la Tierra todavía no han olvidado la guerra que años atrás libraron contra
los agresivos Arturianos, que se dieron a conocer invadiendo la colonia terrícola
de Marte, asesinando a los adultos y llevándose a los niños para experimentar
con ellos. Dadas las distancias interplanetarias, el conflicto -que nunca se
extendió más allá del Sistema Solar- se prolongó años, finalizando no en una
victoria, una derrota o un acuerdo de paz, sino en un armisticio. Ahora, esa
especie alienígena expresa su deseo de establecer una base en la Tierra para,
teóricamente, realizar un seguimiento de esa tregua. A tal fin, se ha
organizado una consulta popular.
Odin Gunnarsen es un lobista a sueldo de una importante compañía de relaciones públicas contratada por los Arturianos para modificar a su favor la percepción del público y decantar el resultado de la votación. Gunnarsen es un individuo arrogante, agresivo y con pocos escrúpulos, que es enviado a la pequeña población de Belport para encabezar la campaña no sólo realizando encuestas, organizando eventos e iniciativas populistas sino tratando de convencer personalmente al principal opositor político en esta cuestión y, si es necesario, sacando a la luz sus trapos sucios.
Sin embargo, su autoconfianza y frialdad profesional empieza a agrietarse cuando una antigua amante suya y ahora secretaria le lleva a un hospital y le abre los ojos a la tragedia de los niños humanos que vivieron durante años prisioneros de los arturianos. Por otra parte, el político que supuestamente iba a ser su aliado en la defensa de la imagen pública de los alienígenas, resulta tener la actitud opuesta a la esperada y los propios arturianos, de forma repentina y poco clara, rescinden el contrato con su empresa….
En muchas de sus ficciones, Pohl exploró temas relacionados con el imperialismo, la explotación, la justicia social, el impacto de la tecnología en el comportamiento humano, las maquinaciones políticas o el poder de los medios de comunicación. De hecho, la revista “Galaxy” (que él mismo editaría entre 1961 y 1969), favoreció desde sus inicios este tipo de narraciones por encima de otras más centradas en la tecnología o la ciencia. “Los Niños de la Noche”, narrado en primera persona por el desagradable protagonista, fue, de acuerdo con Pohl, su intento de aplicar al campo de la CF su interés y conocimiento de los entresijos de la política y las campañas electorales, criticando los tejemanejes de los lobistas y la forma en que se manipula la opinión pública para que vea con mejores ojos propuestas o candidatos en principio impopulares. “Se puede ganar cualquier causa si se paga el precio justo. Lo único que se necesita es una víctima humana”.
Su opinión respecto a la ausencia de lógica que demuestran los votantes es tan cínica como realista: “Los clásicos de las relaciones públicas demuestran claramente lo poco que tiene que ver la razón con las relaciones públicas (…). No hay más que recordar los golpes maestros de publicidad en la Historia: «¡Los judíos apuñalaron a Alemania por la espalda!» «¡Setenta y ocho (o cincuenta y nueve o ciento tres) comunistas en el Departamento de Estado!» «¡Iré a Corea!» No basta que un tema sea racional, sino que el ser racional es una equivocación si se quiere remover las glándulas humanas. Porque, sobre todo, debe parecer fresco y de una simplicidad tan revolucionaria que ilumine un enorme, confuso y desagradable problema con una luz fresca y esperanzadora, o por lo menos eso debe creer el hombre medio”.
Y, por cierto, aunque la somera descripción de la tecnología futurista ha envejecido bastante mal, algunos de los conceptos que maneja son visionarios, como el de la manipulación audiovisual (entonces con soportes magnéticos, no digitales, claro) para engañar al espectador: “Pero también se puede manipular con el tamaño y la perspectiva o superponer unos a otros. Así que se puede, y de hecho yo lo he probado, poner la imagen de alguien a quien no se tiene simpatía en una posición embarazosa para él y proyectarla en una pantalla de montaje de tal modo que únicamente un técnico de estudio es capaz de encontrar los puntos de la muestra donde la parte sobrepuesta delata su presencia. Esto era una clara salida para casi cualquier dificultad de propaganda, ya que es un juego de niños construir cualquier acontecimiento que se desee y darle la apariencia de realidad”.
“El Creador de Fantasmas” (1954) encaja mejor dentro del campo de la fantasía oscura. Ehrlich, el antropólogo de un museo es expulsado de la institución por sus trabajos defendiendo la existencia de la magia. Planea su venganza y encuentra la manera de rastrear y obligar a ciertos brujos a revelarle hechizos o entregarle objetos de poder. Cuando finalmente encuentra al individuo que realmente le interesa, un auténtico mago, para que, en base a las leyes no escritas de la hechicería, le conjure los medios necesarios con los que vengarse contra quien le humilló públicamente, éste se niega, ofreciéndole a cambio un hechizo que acabará haciendo de su vida un infierno: conjurar los fantasmas de cualquier ser y hacer que le atormenten. Se trata de un relato ligero con mucho humor negro que explora la venganza, los peligros del poder en manos de individuos emocionalmente desequilibrados y el choque entre el plano científico y el sobrenatural.
“Demos una oportunidad a las hormigas” (1949) apareció en “Planet Stories” bajo el seudónimo de James MacCreigh, uno de los más utilizados por Pohl, y fue inspirada por una conversación con un colega de Popular Science Company, donde Pohl trabajaba en el departamento de publicidad. El cuento fue un éxito y sería reeditado posteriormente en muchas otras revistas y antologías.
Se trata de un
relato de calidad aceptable impregnado de misantropismo. El protagonista es un científico de Detroit
que inventó una máquina del tiempo antes de que estallara una guerra nuclear
que arrasó tanto su ciudad como Washington. No se menciona quién lanzó las bombas
y cómo empezó el conflicto, sobre todo porque el propósito de este tipo de
historias es poner de manifiesto que la gente es estúpida o mala (o ambas
cosas) en cualquier parte y época e independientemente de la ideología que
profesen. En cualquier caso, su esposa e hijos murieron en el desastre (ella de
forma instantánea, ellos por envenenamiento radioactivo) y él vuelve a Detroit,
ocupa una casa abandonada y se enfrasca en una vida de mera supervivencia
cultivando un huerto habitado por plantas e insectos mutantes. Aunque
representantes del nuevo gobierno -el antiguo resultó aniquilado por el ataque-
le insisten en que les ceda su nueva arma (la máquina del tiempo) él se niega.
Un día, aparece
otro científico, este biólogo, que había estudiado en la misma universidad
donde el primero impartía clases. Los dos hacen buenas migas y, decepcionados
con su propia especie, dan con la idea de coger unas super-hormigas mutantes
que han desarrollado pulmones y utilizar la máquina del tiempo para
depositarlas en el suelo prehistórico, antes incluso de la aparición de los
dinosaurios, con la idea de que tengan tiempo y nicho evolutivo para
desarrollar inteligencia llegado el presente del que ellos proceden. ¿La
intención última de esto? Al verse obligados a competir por los recursos del
planeta con otra especie inteligente, quizá la especie humana se una,
renunciando a los conflictos intestinos que, en último término, degeneraron en
una guerra nuclear.
Por supuesto, ese enloquecido plan no va a dar resultado. Cuando regresan a su presente, los dos viajeros se encuentran con que el ascenso de las hormigas impidió el surgimiento del Homo sapiens. No hay más humanos que ellos en el mundo. El biólogo resulta muerto por las hormigas inteligentes y el otro es tomado prisionero y obligado a revelar los secretos de su máquina del tiempo. El giro sorpresa del final es bastante clásico y la historia, si se piensa bien, no tiene mucho sentido, pero es lo suficientemente breve como para que el alargamiento de la premisa no la convierta en algo aburrido.
“Pitias” (“Galaxy”,
1955) es un relato muy corto que actualiza la leyenda de los filósofos
pitagóricos Damon y Pitias bajo el prisma de la CF. Se trata de un relato de
misterio que empieza con el narrador esperando en la cárcel su ejecución por
asesinato. Mientras aguarda, recuerda las circunstancias que le llevaron allí
cuando era guardia en el Senado y vio cómo alguien salvaba la vida de los
reunidos en sesión interceptando con su cuerpo el estallido de una granada
arrojada por un terrorista. Siendo amigo suyo, lo convence para revelar que,
tras muchos años de pruebas e investigaciones, descubrió una fórmula de 23
palabras que desata todo el potencial de la mente para realizar hazañas como la
telekinesis, teleportación, potenciación infinita de los sentidos… Es un cuento
que recupera el viejo adagio de “el poder corrompe y el poder absoluto corrompe
absolutamente”. ¿Quién decide cuál es el límite del poder que debe ostentar
alguien? ¿Debería alguien reunir semejante omnipotencia? ¿Quién podría
controlarlo? ¿Qué hacer en un caso tal? ¿Podrían permanecer vigentes los mismos
presupuestos éticos y morales con un superhombre semejante?
El “Atlas Perdido” (Galaxy, julio 1955) transcurre en una nave espacial, Terra II, que sufre un accidente catastrófico en el hiperespacio en el curso del cual fallece el Atlas, la persona en cuya mente se almacenaban toda la información estelar para navegar por el cosmos. Y es que cuando se descubrió el viaje por el espacio, resultó que los aparatos electrónicos interferían con la mecánica física propia de esos desplazamientos, no quedando más remedio que recurrir a tecnología analógica…. y humana. Mediante hipnosis profunda, ciertos individuos podían almacenar inmensas cantidades de datos, pudiendo recuperarlos luego sumiéndose temporalmente en un trance. Lo mismo ocurre con la Biblioteca de abordo, Nancy, en cuya mente se almacenan millones de libros. Basta pronunciar una palabra de activación para que se suma en un trance, acceda al índice y recupere cualquier fragmento de cualquier libro. Con la muerte del Atlas y el piloto habiendo perdido sus ojos, la tripulación debe encontrar una forma de sobrevivir antes de que la atmósfera se vuelva irrespirable y regresar a casa lo antes posible (las naves no están preparadas para largos viajes dado que en el hiperespacio éstos son siempre relativamente breves). Pohl imagina otros desafíos adicionales, incluyendo la integración de mujeres en la tripulación desempeñando roles que tradicionalmente han sido asignados a los hombres.
A mi juicio, una historia más estirada de lo conveniente pero que contiene conceptos interesantes que luego recogerían otros autores, en concreto el del Atlas Celestial, precursor de los Mentats y Navegantes de “Dune” (1965), de Frank Herbert.
Parece ser que Pohl envió "Los Motivos de Rafferty" a su editor favorito junto con una segunda historia, pero éste compró la ultima y no la primera, que era la que el autor consideraba mejor. Al final fue Leo Margulis, editor de "Fantastic Universe", quien compró y publicó el cuento y lo publicó en el número de octubre de 1955 de esa cabecera.
Antes de las reformas de Midgins, Rafferty era artista. Pero tras la elección de ese político, su gobierno instauró una estricta política de pleno empleo. Para crear más puestos de trabajo, se limitó drásticamente el uso de la tecnología. Por ejemplo, se ilegalizaron las computadoras que controlaban los coches autónomos, creando así puestos de taxista. Rafferty fue contratado como contable en un proyecto de obras públicas, para el que debía realizar sin ayuda de máquinas todos los cálculos relativos a las nóminas.
Pero es que,
bajo este régimen, se ha llegado a obligar a la gente a trabajar aunque no lo
desee o no lo necesite. En la misma oficina de Rafferty trabaja una mujer que
preferiría ser ama de casa y dedicar tiempo a sus hijos. Incluso se sugiere
que, para mantener el pleno empleo, se ejecuta a miles de trabajadores
excedentes (“desempleados voluntarios”). Para mantener el nivel de eficiencia,
se utilizan las ahora prohibidas computadoras para entrenar hipnóticamente a
personas como Rafferty, el cual puede hacer miles de operaciones de matemáticas
sin cometer un solo error. El problema es que ese condicionamiento, cuando
entra en conflicto con las inclinaciones del individuo, da como resultado efectos
psicológicos perjudiciales. Decho, Rafferty padece de un grave desequilibrio.
La imagen de esa sociedad futura va desgranándose poco a poco a medida que se desarrollan las poco más de diez páginas de esta historia. La escasa trama gira en torno a las ansias homicidas de Rafferty y su desesperado plan para asesinar al jefe del Proyecto en el que trabaja, un hombre obeso y repulsivo llamado John Girty. Rafferty habla continuamente consigo mismo, sobre todo repitiéndose enfermizamente "Te mataré, Girty" y llamándolo vaca o cerdo. Un viernes, después del trabajo, Rafferty sigue a Girty a un baño turco y allí intenta asesinarlo…
No estoy muy seguro de qué es lo que intenta contarnos Pohl en esta historia. Las prohibiciones del uso de máquinas y el trabajo forzado (y los asesinatos en masa) son obra del gobierno, pero tampoco hay aquí una defensa del libre mercado frente a la intervención gubernamental en la economía. La sociedad tiene, aparentemente, una economía de dos niveles, en la que personas como Girty cobran con dinero real que puede usar en restaurantes de mercado libre y otros establecimientos privados (por ejemplo, el baño turco), mientras que empleados de bajo nivel como Rafferty cobran con vales del Proyecto que solo pueden usar en lugares que ofrecen productos de baja calidad.
Un mensaje más
interesante y muy actual en nuestros tiempos es el relativo a la productividad
de las máquinas frente a los humanos. Muchas historias de CF defienden desde
hace más de un siglo que la vida fácil y su culminación, la utopía, sería un
estado profundamente insatisfactorio, un callejón sin salida. Se diría que Pohl
está tratando de decirnos que un mundo sin trabajo sí sería posible gracias a
los ordenadores y las máquinas y que la preocupación de tal situación
desembocaría en una peligrosa ociosidad o franca decadencia es exagerada y no
debería influenciar a los responsables políticos o a los votantes.
Otra posibilidad es que Pohl intente con esta píldora concentrada dramatizar la distinción entre el hombre común y el hombre creativo. El sistema de Mudgins es popular —al fin y al cabo, ganó las elecciones—, así que quizá el autor esté sugiriendo que el ciudadano medio es un necio alelado capaz de aceptar cualquier sistema disparatado si se lo venden bien, mientras que la gente superior, esto es, sensible y creativa, se derrumbaría bajo el peso de la opresión y la insensatez.
Para complicar aún más el asunto, se menciona de pasada que el régimen de Mudgins ha prohibido la religión, la libertad de expresión e incluso el amor. Da la sensación de que Pohl se limitó a añadir al guiso distópico todas las maldades que podría cometer un gobierno, quizá con el objetivo de conectar con todos los grupos demográficos de sus lectores. El discurso anti-libre mercado podría atraer a la izquierda, mientras que ver a Mudgins aplastar la religión y obligar a las amas de casa a trabajar, y que Girty parafrasee un cliché asociado con Stalin ("No puedes hacer una tortilla sin romper huevos") quizá esté destinado a agradar a los conservadores. Pero cuantos más crímenes atribuye Pohl al gobierno de Mudgins, menos creíble resulta.
La idea de la historia es buena (unas reformas tiránicas vuelven loco a un hombre que emprende una sangrienta venganza, narrándose desde su febril y obsesivo punto de vista, aprendiendo sobre su mundo mientras le acompañamos en su propósito criminal), pero Pohl la echa a perder. Pese a su brevedad y debido a las repetitivas sentencias del protagonista y una sátira en exceso dispersa, la historia se hace demasiado larga
“La Ecuación de Einstein” (1955) transcurre en un futuro en el que los humanos han sido casi totalmente aniquilados por una guerra nuclear. Treinta años después de la catástrofe, los supervivientes, aunque se han alejado de las áreas más afectadas, siguen padeciendo mutaciones y enfermedades derivadas de la radiación. La situación no tiene visos de mejorar y se decide tomar medidas drásticas. Se desarrolla una peculiar máquina del tiempo que permite visualizar lugares y momentos específicos, pero no interactuar físicamente con ellos. Lo que sí pueden hacer es lanzar un rayo mortal de partículas focalizado sobre un individuo en concreto… y el objetivo elegido es Albert Einstein, a quien consideran responsable último del desastre, dado que fue su descubrimiento de la fórmula E=mc2 la que permitió el desarrollo de las armas atómicas. Si lo asesinan en el pasado, no habrá guerra nuclear en el futuro, ¿no?
Y sí, eso ocurre. La realidad cambia, aunque el barco desde el que los tres personajes principales realizan su cronocrimen permanece aislado de los cambios en la corriente temporal por las mismas partículas que han utilizado para su asesinato. Pero la realidad en la que se materializan (la suya ha quedado inmediatamente borrada por sus acciones) no es exactamente lo que habían esperado. Y ahí reside el giro final propio de estos cuentos cortos. La cuestión que plantea aquí Pohl es si eliminar a un solo hombre realmente puede detener el progreso científico y el avance del conocimiento, una pregunta que viene acompañada, además, por el desencanto y pesimismo que Pohl sentía respecto a la especie humana, cuya belicosidad e insensatez parecen inmunes a cualquier esfuerzo por neutralizarlas, ni siquiera manipulando el tiempo
“El Abuelo Orville” (1955) es un relato muy corto que aborda un tema ya tratado por Robert Heinlein en “Los Hijos de Matusalén”: el de los linajes de humanos inmortales, si bien Pohl adopta no un enfoque épico sino uno intimista y siniestro, con un desenlace que entra de lleno en el terror. No parece haber aquí más intención que el mero divertimento y avisarnos con cierto humor negro de que la inmortalidad, según en qué condiciones, puede no ser tan deseable como parece.
“El Túnel Bajo Tylertown” (“Galaxy”, enero 1955) comienza así: “La mañana del 15 de junio, Guy Burckhardt se despertó gritando”, para describirnos a continuación su rutina cotidiana: desayuno, viaje al trabajo, estrés laboral, almuerzo, volver a casa por la noche… Pero hay algo que no cuadra: pequeños detalles que parecen ser erróneos, como marcas desconocidas de cigarrillos y bebidas que de repente se ponen a la venta, personas que faltan al trabajo, aparatos domésticos que no funcionan correctamente…. A partir de aquí, la situación se vuelve aún más extraña, ya que al día siguiente: “La mañana del 15 de junio, Guy Burckhardt se despertó gritando”…
La comparación con la película “Atrapado en el Tiempo” (1993) es inevitable, pero hay una diferencia esencial entre ésta y el cuento: Frederick Pohl escribió una historia científica, centrada en la lógica y la tecnología, mientras que aquélla cae más dentro de la fantasía moralista centrada en la vida interior del protagonista. Pero no es sólo a ese film de Harold Ramis a lo que nos recuerda “El Túnel bajo Tylertown”. La paranoia que domina este relato, con sus personajes atrapados en una realidad falsa, con sus bucles cerrados y siniestros agentes que responden a una autoridad en la sombra, son elementos que han sido en tiempos más recientes mil veces utilizados en el cine, desde “Dark City” (1999) a “Matrix” (1999) pasando por “El Show de Truman” (1998). Eso sí, Pohl, consciente de las limitaciones del formato y las expectativas de sus lectores, no aspira a incorporar densas reflexiones metafísicas y limita el subtexto a una crítica feroz contra las artimañas publicitarias de las grandes empresas, centrales en la trama y que eran un fenómeno que estaba creciendo exponencialmente en la sociedad de consumo norteamericana de los 50, aunque también, si así lo desea el lector, puede encontrar materia para reflexionar sobre temas como la identidad o la naturaleza de la realidad.
En su momento y para el perfil de lector que devoraba las revistas pulp, este cuento debió causar una gran impresión. Leído hoy y dejando aparte que muchas de esas ideas han sido ya muy sobadas por otros escritores y cineastas más modernos, lo que encontramos es una buena idea que, debido a la brevedad del texto, no alcanza su pleno potencial. No hay que culpar a Pohl por ello. Así se trabajaba entonces en esa industria: el autor daba con un concepto interesante, lo desarrollaba rápidamente en forma de misterio, thriller o aventura, lo presentaba al editor y luego pasaba al siguiente cuento sin mirar atrás.
En “Espero al Psicólogo” (1956), el último relato de la antología, Pohl vuelve a ese mundo que él conocía tan bien: el de la publicidad y las ventas, y que introdujo no sólo en el relato anterior sino en novelas insignes del género como “Mercaderes del Espacio” (1953). Ya cuando apareció originalmente en la revista “Imagination” bajo el título “¿Qué hacer hasta que Llegue el Psicológo?”, fue un éxito y desde entonces ha sido incluida en muchas antologías de CF sobre el tema del consumo de drogas y la psicología asociada al mismo. Fue, además, escrita una década antes de que los hippies y la contracultura en general llevaran este tema a la primera plana de la actualidad social.
El protagonista y narrador de este cuento trabaja en una agencia de publicidad que representa a una importante tabacalera. Cuando el gobierno lanza un aviso sobre los efectos perniciosos del consumo de tabaco, la agencia teme por sus ingresos y opta por una solución “imaginativa”. El narrador contrata a un químico que inventa una goma de mascar que provoca euforia pero no “hábito” ni efectos secundarios peligrosos para la salud. El producto, una vez en el mercado, sustituye sin dificultad al tabaco y se hace tan popular que acaba afectando a la economía mundial porque todo el mundo está “colocado” todo el tiempo. Los periódicos se publican con páginas ilegibles y manchadas, aumentan los accidentes de tráfico, etc. Todo esto preocupa sobremanera al protagonista, que intenta detener esta adicción masiva recurriendo a un psicológico que está tan enganchado como todos los demás. La gente se siente tan feliz consumiendo estos chicles que desaparecen los crímenes y las enfermedades mentales (supongo que Pohl atribuía estas no a desequilibrios químicos sino a estrés o usos inadecuados de drogas), así que el psicólogo opina que ese producto, aunque a él lo ha dejado sin trabajo –algo que tampoco le importa- ha hecho del mundo un lugar mejor.
El problema del narrador, lo que en el fondo le angustia, es que él no puede consumir esa droga ya que una prueba que realizó en la fase de desarrollo lo convirtió en alérgico a la misma, así que, si no puede alcanzar la felicidad mental de forma artificial, sus únicas salidas para evitar la absoluta alienación social son el psicoanálisis o la muerte.
Si en “Los Motivos de Rafferty” Pohl sugería que dejáramos de preocuparnos por un mundo sin trabajo, quizá en “Espero al Psicólogo” trataba de asegurarnos de que no habría peligro en una sociedad en la que todo el mundo estaba moderada pero continuamente “colgado”. Consideradas conjuntamente, ambas historias parecen ser un experimento intelectual para tantear los límites de la moralidad tradicional: en una época en la que casi todo el mundo tenía que trabajar duro o morir de hambre, tal vez tenía sentido estigmatizar la ociosidad; y condenar el consumo de drogas cuando éstas son tóxicas y adictivas. Pero si tenemos máquinas para hacer el trabajo y una droga que no es venenosa ni adictiva, quizá esas restricciones morales ya no deberían aplicarse al haber perdido su utilidad.
Sin embargo, si esta era la intención de Pohl, la historia no lo refleja así. El narrador es el único que parece conservar la sensatez mientras que el resto pierden el sentido de la realidad y cae en un estado de absoluta indolencia que, podemos suponer, desembocará en una sociedad incapaz de atender las necesidades materiales de sus miembros. Puede que el chicle en sí no sea adictivo, pero sí lo es la sensación de felicidad que suscita.
“Corrientes Alternas” nos ofrece un interesante vistazo a la CF e ideología de Pohl en su primera etapa a través de un puñado de historias muy variadas que incluyen todo tipo de conceptos y tropos (invasores alienígenas, magia, viajes en el tiempo, apocalipsis nuclear, sociedades distópicas, realidades falsas, superhombres, inmortales y viajes espaciales) sobre los que se construyen sátiras y acerbas críticas a nuestra naturaleza y sociedad humanas.
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