John Wyndham (1903-69) fue un escritor británico de Ciencia Ficción que vivió su periodo más brillante a partir de los años 50, con novelas hoy consideradas clásicas como “El Día de los Trífidos” (1951), “El Kraken Despierta” (1953), “Las Crisálidas” (1955) o “Problemas con los Líquenes” (1960). Wyndham se especializó en ficciones en las que individuos de la clase media británica hacían frente con estoicismo y dignidad a catástrofes sobrecogedoras.
Uno de sus trabajos más famosos fue “Los Cuclillos de Midwich” (1957), que contaba cómo las mujeres de un pequeño pueblo inglés quedaban misteriosamente embarazadas por una fuerza alienígena (los cucos del título se refieren a esa especie de ave que pone sus huevos en el nido de otros pájaros para que los incuben y, al eclosionar el polluelo y siendo de mayor tamaño que los de la especie anfitrionta, los expulsa del nido). Poco después de su publicación fue llevada al cine como “El Pueblo de los Malditos” (1960), película a su vez considerada un clásico del cine de CF y Terror. Hubo una secuela, “El Gérmen de las Bestias” (1964), de menor calidad. La cinta original fue objeto de un remake por parte de John Carpenter en 1995 con el mismo título.
El actual apetito de las plataformas de streaming por nuevo contenido para satisfacer a un público diverso e insaciable, incluido el amante de la CF, hacía inevitable que, antes o después, llegara una nueva versión de “El Pueblo de los Malditos” (o “Los Cuclillos de Midwich”, como se prefiera). Afortunadamente, no fue Netflix o Amazon quien se encargaron de ello, sino una cadena británica, Sky Max, que en 2022 la estrenó en forma de miniserie de siete episodios con una duración de entre 45 y 60 minutos. Su creador fue David Farr, el guionista y productor de “Hanna” (2011) y “HHhH” (2017) además de director de “The Ones Below” (2015). Farr también ha trabajado para televisión, creando, escribiendo y produciendo series como “The Night Manager” (2016), “Troya” (2018) o la versión televisiva de “Hanna” (2019-21).
El apacible pueblo inglés de Midwich se ve repentinamente afectado por un fenómeno extraño al que nadie puede encontrar explicación: una noche, se crea una zona que incluye a la localidad y en cuyo interior se corta la energía eléctrica y todos los vecinos se sumen en la inconsciencia. Las autoridades acuden al lugar de los hechos, pero cualquier intento de traspasar la barrera invisible acaba con el desvanecimiento de quienes lo acometen.
Varias horas después, todos despiertan aparentemente sin consecuencias físicas o mentales. Sin embargo, no pasa mucho tiempo hasta que se descubre que todas las mujeres en edad fértil que se encontraban aquella noche dentro de la zona del “apagón” han quedado embarazadas. Las autoridades vuelven a tomar cartas en el asunto, intentando mantener el secreto. Evidentemente, este trauma no es algo que todo el mundo pueda asumir con naturalidad y resignación, pero cuando algunas de las mujeres intentan abortar, sucede algo que se lo imposibilita; otras descubren que una fuerza misteriosa que se apodera de sus mentes les impide abandonar el pueblo. En cualquier caso y en línea con el tono de la novela de Wyndham, no se produce un pánico masivo.
Al término del periodo de gestación, todos los bebés nacen simultáneamente. A cambio de sustanciosas sumas de dinero, los agobiados padres asumen un compromiso con las autoridades gubernamentales para mantener el secreto y permanecer confinados en el pueblo. De esta forma, los niños y niñas pueden ser monitorizados continuamente en un centro similar a una escuela. Conforme pasa el tiempo y los infantes crecen, van convirtiéndose en seres fríos, distantes y con una actitud de superioridad.
A la psicóloga infantil Susannah Zellaby (Keeley Hawes), que se encontraba fuera de la zona pero cuya psicológicamente frágil hija Cassie (Synnøve Karlsen) sí se vio afectada por el apagón, es convocada para ayudar a los padres a sobrellevar la situación como parte de un equipo liderado por dos funcionarios del servicio secreto, Bernard Westcott (Samuel West) y Bryony Cummings (Cherrelle Skeete).
Susannah observa que los niños conforman una mente grupal: lo que uno ve o experimenta, lo ven y experimentan todos simultáneamente. Aún más, son capaces de unir sus mentes para hacer frente a cualquier situación o persona que consideren una amenaza para ellos, llegando a obligar a algún vecino a suicidarse. Algunos también manipulan y dividen a sus padres para poder unirse a otras familias que saben que los cuidarán y protegerán mejor.
El jefe de policía, Paul Haynes (Max Beesley), que perdió a su embarazada pareja durante el apagón, comparte la preocupación de Zellaby por una situación de la que los agentes del gobierno parecen saber más de lo que les cuentan y cuyas consecuencias a medio plazo son imprevisibles. La otra trama con mayor relevancia involucra a Sam Clyde (Ukweli Roach) y Zoe Moran (Aisling Loftus), una joven pareja que acaba de mudarse a Midwich para construir una nueva vida y que se ven inmediatamente afectados por el “apagón” y la niña de origen incierto que viene a continuación y hacia la que Sam, comprensiblemente, siente cierto rechazo habida cuenta de que los análisis médicos lo habían marcado como estéril y el estudio genético del feto lo excluye a él como padre.
La principal novedad que aporta esta versión de “Los Cuclillos de Midwich” respecto a otras anteriores para el cine, es que se centra sobre todo en las mujeres. Dos de los tres directores involucrados en la miniserie son mujeres, así como las tres guionistas que escribieron los otros tantos episodios que no firmó el propio David Farr. El libro adoptaba el punto de vista de un narrador masculino, Richard Gayford; en la película de 1960, el protagonista, Gordon Zellaby, era encarnado por el actor George Sanders; y en la cinta norteamericana de 1995, era Christopher Reeve quien encabezaba el cartel. Tanto en la novela como en las adaptaciones audiovisuales, Zellaby era un vecino más, un hombre culto y observador, cuya esposa era una de las afectadas.
Todo el incidente de Midwich supone una experiencia particularmente traumática para sus mujeres: se producen violaciones en masa (porque eso es lo que sufren), abortos, nacimientos y maternidad. Sin embargo, pese a que las auténticas damnificadas y el evidente centro dramático y emocional eran las mujeres, el punto de vista que sobre todo ello recibe el lector había sido básicamente masculino. Aquí caben dos interpretaciones: una, que Wyndham quisiera poner de manifiesto, precisamente, lo sesgado de la versión ofrecida por un testigo varón; otra, que el autor fue básicamente un hombre de su época y no se le ocurriera otorgar demasiada importancia a las mujeres.
Pero en pleno siglo XXI, la sensibilidad al respecto ha cambiado por completo. Contar la historia de la misma forma y bajo el mismo punto de vista habría resultado forzado por no decir ofensivo. Así que Farr opta acertadamente por dar más peso a los sentimientos, temores y dilemas de las mujeres: atrapadas en matrimonios infelices, madres solteras con problemas psicológicos, esposas desconcertadas y atemorizadas por esos extraños hijos sin padre u otras que realmente los aman… El personaje de Zellaby pasa a ser aquí una mujer, Susannah, que no se encontraba en el pueblo en ese momento pero que sí debe lidiar con el problema en su rol de madre y abuela (de la niña que alumbra su hija Cassie) y psicóloga de la comunidad en la que pueden confiar el resto de mujeres afectadas.
Hay otra actualización evidente y necesaria respecto a la novela de Wyndham y sus sucesivas adaptaciones. Midwich ya no es un aislado villorrio inglés tradicional de sesenta casas habitado por una mezcla de campesinos y funcionarios de clase media, sino un pueblo dormitorio de Londres con once mil vecinos. Aún así, la historia sigue conservando la sensación de claustrofobia propia de una comunidad pequeña y aislada. Por otra parte, la población en esta nueva versión es mucho más diversa, incluyendo etnias africanas e indias tanto entre los cónyuges afectados como en sus vástagos.
Curiosamente, esta elección generó una reacción, no se si llamarla racista, que criticaba la sustitución de los niños completamente rubios y de piel muy blanca de las dos películas anteriores por otros étnicamente mixtos (objección está muy resbaladiza por cuanto los infantes que aparecieron en la secuela, “El Germen de las Bestias”, sí pertenecían a diferentes razas). No deseo en absoluto apoyar este argumento, aunque conviene recordar que cuando se presentaron en pantalla grande estos niños casi albinos allá por 1960, se los vio claramente como una metáfora de la superioridad aria y el espectro del nazismo.
En la versión televisiva que nos ocupa, los niños son normales y corrientes, parecidos a sus madres y con el único rasgo diferencial de un brillo en sus ojos cuando utilizan sus poderes mentales. Sin embargo, me da la impresión de que el efecto habría sido mucho más siniestro si se hubiera mantenido la diversidad racial en los progenitores mientras que su descendencia hubiera sido de niños blancos y cegadoramente rubios. Por cierto, que a nuestros ojos quizá resulte chocante que todos estos niños vistan uniformes escolares. Aunque esta vestimenta está más extendida en el Reino Unido, en otros países de Europa o en Norteamérica tiene innegables connotaciones de elitismo, de privilegio de clase.
Podría también interpretarse esta miniserie en clave de la pandemia de Covid-19 que estalló en 2020 y que aún estaba viva cuando se rodó y estrenó la miniserie. La trama incluye ahora unos siniestros representantes gubernamentales que obligan a todos los vecinos de Midwich a permanecer en el pueblo; y una fuerza alienígena que actúa para impedir que ninguno lo abandone. Más adelante se ve que los soldados que llegan para controlar a los niños son los únicos que llevan mascarilla.
La miniserie tiene varios aciertos. De las tres versiones para el cine y la televisión, es la que mejor describe el “apagón” inicial. Las otras películas lo resuelven rápidamente al principio y con mucha economía de medios mientras que ahora se presenta mejor el fenómeno –ocupa buena parte de todo el primer episodio- y se ve a diferentes agencias del gobierno tratando de determinar lo ocurrido. Por el contrario, el suspense pierde parcialmente su intensidad debido a un final involuntariamente cómico en el que todas las mujeres del pueblo se despiertan y empiezan a frotarse la barriga al unísono. ¿No se supone que deben pasar varios meses antes de empezar a notarse señales de embarazo y no tan solo unas horas después de que se produjo el acto de la fecundación? En fin, achaquémoslo a la naturaleza alienígena de la impregnación.
El segundo episodio demuestra comprender y transmitir mejor que ninguna otra de las versiones precedentes las reacciones de sorpresa, confusión, miedo, asco o incluso alegría de las mujeres que, al despertar, descubren que están embarazadas, incluidas las adolescentes que estaban de fiesta y una vecina que asegura no haber tenido relaciones sexuales en años. Lo único que me sorprendió es que el guionista no incluyera algo que todos esperaríamos ver en estos días –y que el propio Wyndham dejó caer en la novela (aunque sin profundizar en ello so pena de incurrir en la ira censora): una vecina lesbiana que quede embarazada. Es curioso, repito, que el guionista no hiciera uso de la libertad que hoy existe al respecto y que sí ejerció en otro caso –también sugerido por Wyndham- que en su momento fue asimismo considerado tabú: el aborto. A diferencia de muchas historias de embarazos alienígenas o diabólicos producidas en Estados Unidos, esta versión de “El Pueblo de los Malditos” no ve el aborto como algo prohibido y, de hecho, varias de las mujeres lo intentan (aunque las influencias de sus respectivos fetos alienígenas se lo impiden en última instancia).
Esta es también una versión escrita sesenta años después de que Wyndham publicara su novela y puede beneficiarse de varias décadas de psicología y estudios de educación infantil. Los niños no son aquí tan insensibles y sus poderes no tan omniscientes: siguen conformando una gestalt psíquica y pueden controlar las mentes, pero ya no cuentan con la capacidad de leer los pensamientos ajenos. Esto anula por completo la posibilidad de replicar el intenso clímax de la película de 1960, en la que George Sanders intentaba protegerse de la intrusión psíquica de los niños concentrándose en la imagen de una pared de ladrillos.
Por otro lado, este nuevo perfil de los niños convierte en mezquinas algunas de sus reacciones: matan a un perro que les ladra; intentan liquidar a otro infante porque el padre de éste les ordena que dejen libre un columpio; y hacen que Zoe Moran se golpee la cabeza contra una pared porque no les gusta su actitud. En parte, estos cambios obedecen al formato que debe adoptar la historia y que supone multiplicar por cuatro los 90 minutos que duraba la primera película. La mitad de la miniserie, por tanto, se ocupa en narrar los dramas en el seno de varias de las familias afectadas y las diferentes formas en que los niños manipulan y aíslan a un progenitor del otro, incurriendo en ocasiones al puro asesinato. El paso del tiempo conjuga y equilibra lo cotidiano y lo desconocido. Los nuevos padres lo hacen lo mejor que pueden pero mientras algunas familias estrechan sus lazos gracias a la extraña experiencia, otras, como Sam y Zoe, se sienten aislados por la duda y atrapados en una comunidad que no comprenden.
Todo esto no habría funcionado de no ser por la notable interpretación del reparto de jóvenes actores que encarnan a los niños y que son capaces de cambiar de un registro terrorífico a otro tierno en un abrir y cerrar de ojos, captando la atención del espectador cada vez que aparecen cámara ya sea actuando como un solo ser o como cualquier otro niño humano. Su comportamiento es lo suficientemente extraño como para que el espectador note algo raro en ellos y, al tiempo, lo suficientemente ordinario como para que el cariño de sus padres resulte creíble.
A la altura del quinto episodio, la historia se desvía por completo del texto original de Wyndham y las adaptaciones precedentes (ATENCIÓN: SPOILERS). Resulta que Midwich no ha sido el primer lugar en el que aparecieron los niños. Ya hicieron la misma jugada en un pueblo de Rusia en 1973, pero el gobierno soviético no dudó en arrasarlo a base de bombas (en la novela, esta invasión secreta tuvo lugar simultáneamente en otros cuatro lugares del mundo, incluida la aldea rusa). Sin embargo, las criaturas alienígenas no murieron. Una de ellas consiguió infiltrarse en el gobierno británico y ayudar a sus congéneres a repetir el proceso.
Todo esto va encaminado a hacer de los niños unos seres con los que pueda empatizarse más fácilmente. Ya no son unas criaturas frías y altaneras cuya superioridad supone una amenaza directa, sino niños extraterrestres que reaccionan con hostilidad contra una especie humana que ya trató de aniquilarlos en el pasado y de la que sienten deben defenderse a toda costa. Esta orientación está reciclada de “El Germen de las Bestias” y, en menor medida, de la película de Carpenter, en la que uno de los niños no quería seguir perteneciendo a la mente colmena. Ahora bien, esta “humanización” de los alienígenas, sigue sin ser suficiente para cambiar el final de la historia: un complot para liquidarlos con explosivos, si bien la escenificación que se hace no es tan efectiva como la de la película de los 60. (FIN SPOILERS)
Debido a su formato de miniserie, amplio reparto de personajes y subtramas muy mollares, “El Pueblo de los Malditos” adolece de ciertas irregularidades en su ritmo (los dos primeros episodios, por ejemplo, podrían haberse condensado en uno) pero, en general, puede afirmarse que David Farr ha conseguido actualizar al nuevo siglo, con sensibilidad e inteligencia, una historia clásica de la CF, haciendo uso de todas las virtudes que suelen adornar las producciones británicas (cuidada fotografía, localizaciones muy bien escogidas, un reparto de actores muy sólido, presentación eficaz y no efectista) para abordar, con un envoltorio de invasiones alienígenas silenciosas, temas de actualidad como la vigilancia gubernamental, la elección reproductiva de la mujer, los alumbramientos forzosos, las dificultades de la maternidad o el papel educativo de la comunidad.
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