En 1967, el rock ‘n’ roll era el sonido de una generación que se sentía con el poder para cambiar el mundo. Al menos, así es como la nostalgia quiere recordarlo, con su idealizado Verano del Amor, el flower-power y “Sgt Peppers”. Los disturbios de Mayo del 68 y la muerte de una joven en el festival de Altamont del 69 aún quedaban en el futuro.
Pero esos efluvios ingenuamente optimistas no alcanzaron al realizador británico Peter Watkins, que decidió echar un jarro de agua fría al espíritu de la época con “Privilegio”, una película satírica sobre la mercantilización y explotación del sueño musical de la contracultura, la antítesis de la filosofía del “all you need is love”: pesimista, siniestro, corrosivo tanto con el establishment como con la juventud de su época… una propuesta que molestó a muchos y no consiguió el favor de la crítica, por lo que no tardó en desvanecerse de la memoria colectiva. Sin embargo, vista hoy, constituye no sólo una brutal anomalía sino una película presciente respecto a lo que estaba por venir.
No son pocos los que opinan que Peter Watkins es uno de los directores más infravalorados de los años 60 aun cuando su talento era incluso superior al del más sobrevalorado Jean-Luc Godard. Watkins llamó la atención por primera vez con un telefilm para la BBC, “Culloden” (1964), que describía en forma de falso documental la historia de esa histórica batalla de 1746 en la que se enfrentaron escoceses y británicos. A continuación, llegó “El Juego de la Guerra”, otro falso documental sobre la posibilidad de una conflagración nuclear que resultó tan bochornoso para el gobierno británico que la BBC se negó a emitirlo y acabó siendo proyectado en cines, gracias a lo cual acabó ganando el Oscar al Mejor Documental.
A continuación, Watkins se embarcó en una serie de films dramáticos, como el que ahora vamos a abordar, “Privilegio”, “Gladiatorerna” (1969) y “Punishment Park” (1971), todas ellas historias de CF con un fuerte componente de crítica política. Esa última en particular es extraordinariamente premonitoria: ambientada en un centro de detención estadounidense de un futuro próximo, sigue a un equipo de documentalistas británicos mientras filman a un grupo de estudiantes y disidentes políticos que eligieron pasar tres días en esa instalación en lugar de cumplir penas de cárcel por sus “crímenes”. Anticipaba películas como “Perseguido” o “Los Juegos del Hambre” o series como “El Juego del Calamar”. Y lo hacía de una forma tan descarnada que fue, otra vez, víctima de la censura. A raíz de esto, Watkins abandonó Gran Bretaña y se estableció en Suecia, donde de forma espaciada a lo largo de los años, ha continuado su trabajo con cintas como “Edvard Munch” (1974), “La Tierra de la Noche” (1977), “El Viaje” (1984), “El Librepensador” (1994) y “La Comuna” (2000), todas ellas no de género.
En el futuro cercano (1971), Inglaterra está gobernada por una coalición de partidos que se sirve de la industria del entretenimiento para aplacar la violencia juvenil. Steven Shorter (Paul Jones) es la estrella de rock más famosa del mundo. Ante miles de fans entregados, realiza sobre el escenario una performance en la que es agredido por policías y luego encerrado y atormentado en una jaula mientras se retuerce grotescamente cantando un tema en el que suplica que le liberen. Este cocktail prefabricado de violencia y sexo (la excitación que sienten las enloquecidas fans ante la vista de su ídolo) culmina en una catarsis entre el público que asalta el escenario y se enfrenta a la policía. Semejante explosión de energía emocional responde al propósito del gobierno: liberar una tensión y violencia que, de otro modo, se canalizaría de otras formas creando un problema social (o, al menos, un problema para el establishment). Esta manipulación de la violencia está relacionada con el mismo procedimiento experimental descrito en por Anthony Burgess en “La Naranja Mecánica” (1962) y Stanley Kubrick en su adaptación al cine de 1971.
Alrededor de Steven se ha formado una enorme corporación que utiliza su nombre para vender todo tipo de objetos y servicios…británicos, porque las autoridades también fomentan a través de él el nacionalismo. Shorter es, por tanto, una marioneta de los políticos y hombres de negocios. Una escena resume brillantemente la idea central de la película: Shorter protesta e intenta detener el control gubernamental sobre su carrera, pero el circunspecto presidente de Steven Shorter Enterprises, le acompaña a su balcón con vistas a un paisaje urbano y le explica que su deber es aprovechar su fama para guiar a los millones de personas que hay allá fuera: “¡Tú! Tú eres nuestra oportunidad, Steven. Se identifican contigo, ¡te quieren! Steven, puedes guiarles hacia una forma de vida mejor: un conformismo fructífero”.
En un momento dado, esta corporación dirigida por banqueros y ejecutivos, accede a trabajar con el gobierno y la Iglesia en una campaña para fomentar el conformismo entre la juventud. Para ello, obligan a un cada vez más reticente y confuso Steven a participar en lo que llaman “Semana de la Cruzada Cristiana”, un espectáculo multitudinario con claros tintes nazis que aspira a convertir a tantos jóvenes como sea posible y, de esta forma, ejercer un control sobre sus pensamientos y, consecuentemente, sus actos.
Este giro radical en la imagen que hasta entonces los ejecutivos habían creado para él y cuyas implicaciones ideológicas claramente le resultan ofensivas, le hace todavía más infeliz. La artista Vanessa Ritchie (Jean Shrimpton), encargada inicialmente de pintar un retrato suyo, le va convenciendo de que abandone ese mundo y se marche con ella.
“Privilegio” fue la primera película de Watkins pensada expresamente para las salas comerciales y, decidido a desafiar al establishment de la época, escogió como diana la ola de pop británico de los 60 en cuya vanguardia habían estado –y seguían estando- los Beatles, pero que desde hacía unos pocos años estaba generando una cantidad inmensa de grupos. El director nos ofrece en este film una visión oscuramente satírica de ese mundo como una industria cínica y codiciosa que manipula comercial y políticamente en su propio beneficio. Es difícil pensar en otro realizador moderno que se muestre tan abierta y valientemente beligerante con el establishment como lo hizo Watkins en su época (se me ocurre Adam McKay, en cuya filmografía tenemos joyas como “No Mires Arriba”, “La Gran Apuesta” o “El Vicio del Poder”, si bien su cine en estilo y forma es mucho más comercial que el de Watkins).
La crudeza de las imágenes e ideas con las que juega Watkins se hace ya patente en la escena inicial, rodada en tono de falso documental (como la mayoría de las películas de Watkins), en la que el cantante Steven Shorter está (según se nos dice) recreando un incidente en el que fue encarcelado. Es brutalmente arrojado sobre el escenario, esposado e introducido en una jaula por policías armados que sonríen con arrogancia y pasan sus porras por los barrotes de la jaula mientras Shorter canta una canción suplicando que le dejen libre y cientos de fans del público gritan como locos. La escena culmina con un motín en el que los asistentes asaltan el escenario y se enfrentan con la policía. Mientras tanto, el narrador nos dice: “Hay un gobierno de coalición en Gran Bretaña que ha pedido en secreto a todas las agencias de espectáculos que desvíen la violencia de la juventud, la mantengan feliz, fuera de las calles y fuera de la política». Es una pieza notable de teatro musical politizado.
Mucho de lo que se ve en la película parece extraído de los titulares de la época. En parte, esto es por el formato de falso documental, pero también por la elección de actores muy conocidos por entonces. Paul Jones era una estrella del pop como cantante del grupo Manfred Mann; y Jean Shrimpton era una de las top models británicas durante los Swinging Sixties.
No es una película sutil, ni falta que le hace. El estilo escabroso de Watkins contrasta refrescantemente con el ñoño mensaje de paz y amor tan sobado en la época. La idea de que el entretenimiento prefabricado se utilice para distraer a las masas no es ninguna sorpresa. Desde tiempos inmemoriales los gobernantes han utilizado los deportes y espectáculos para aplacar a las masas; y grupos falsos fabricados por discográficas y cadenas de televisión, como “The Monkees”, triunfaban en toda la línea. Pero lo que hace destacar a “Privilegio” es la técnica que utiliza para retratar el culto a la celebridad. Watkins nos ofrece una visión descarnada de cómo se fabrica y vende una estrella del rock a base de continuos insertos en los que se entrevista a miembros del equipo de Shorter, como su manager, indiferente al evidente agotamiento anímico de su representado; el mentiroso publicista; el banquero que controla las finanzas y pacta con las autoridades… El director mezcla confesiones escenificadas, grabaciones cámara en mano y secuencias de masas con fórmulas extraídas del “cinema verité”, la televisión y la publicidad para exponer la vacuidad de lo que nos quieren hacer pasar por cultura.
El director reserva algunos de sus más corrosivos ataques para el clero, empezando por ese número musical específicamente diseñado para estimular las conversiones de la juventud y al que asisten asqueados miembros de la jerarquía religiosa; y culminando en ese evento cristiano en el que obispos y predicadores presiden y bendicen desfiles de tropas que saludan con el brazo alzado rodeados de imaginería nazi: cruces ardiendo (en lugar de esvásticas), grandes estandartes, antorchas, público enfervorizado…. Watkins no sólo no esconde el origen de su inspiración (las imágenes de los documentales propagandísticos que rodó Leni Riefenstahl para el partido nazi) sino que anticipa el auge del fascismo moderno en la forma del Frente Nacional inglés, partido que se constituyó al mismo tiempo que el estreno del film. La grotesca escena culmina con la canción que interpreta Shorter ante varios tullidos a los que se ha proporcionado sillas de ruedas (sin coste alguno, nos dice la voz en off) para que se acerquen al cantante y se beneficien de la autosugestión que propicia la música. Al término del espectáculo, la Iglesia anuncia feliz que se han conseguido varios miles de nuevos conversos.
Estoy dividido respecto a la interpretación de Paul Jones como Steve Shorter.¿Por qué acabó aquí? Tras triunfar al frente de los Manfred Mann y cantar rodeado de multitudes vociferantes en los conciertos, se dio cuenta de que iba a tener un colapso nervioso cuando durante una actuación le robaron de su camerino un jersey de lana tejido por su mujer. Hizo que uno de los miembros del equipo saliera al escenario para anunciar que no saldría hasta que se lo devolvieran. En este sentido, demostró cierta claridad mental dándose cuenta de que la locura que le rodeaba no era un comportamiento normal. En julio de 1966, abandonó el grupo y comenzó una carrera en solitario que no llegó muy lejos. En los 70 cambió los estudios de grabación por los teatros, participando en diferentes musicales.
Intervenir en una película o incluso protagonizarla no era un movimiento extraño para las estrellas del pop. El caso de Elvis Presley es quizá el más notorio, pero en Gran Bretaña, Jones había sido precedido por Tommy Steele, Cliff Richard y los Beatles. Aquel mismo año 1967, John Lennon participaba en “Cómo Gané la Guerra”, Lulu en “Rebelión en las Aulas” (versión inglesa, con Sidney Poitier) y Mick Jagger en “Ned Kelly”. En concreto, Jones seguía el modelo Elvis: un papel dramático con la oportunidad de cantar un par de temas. De todas formas, no fue la primera opción de Watkins, que había llamado antes a pruebas de cámara a Eric Burdon y Marc Bolan entre otros. Jones, esbelto y atractivo, daba mucho mejor el tipo de estrella del rock del que podían enamorarse locamente las fans, así que acabó llevándose el papel.
El problema es que durante toda la película su rostro oscila entre la inexpresividad y una mueca de malestar (como la del discurso final) que más parece producto de una úlcera péptica o un atasco intestinal. Personalmente, creo que un verdadero actor podría haber transmitido con mayor intensidad o sutileza –según se terciara- el tormento interior del personaje. Estas carencias, además, se acentúan por cuanto el reparto de secundarios sí está integrado –al menos en parte- por actores “de verdad”.
Otros comentaristas, por el contrario, piensan que Jones es perfecto para la película porque da el tipo de joven artista introvertido e inocente, víctima de abusos y manipulaciones y colocado involuntariamente en el centro de un circo que no entiende y que incluso desprecia. En cualquier caso, lo más probable es que Watkins, con su propuesta de falso documental, no deseara contar con un profesional de la interpretación sino con alguien a quien el público –británico- de la época podía reconocer fácilmente.
Lo mismo ocurre con Jean Shrimpton (que, como Jones, era la primera vez que participaba en una película): un rostro muy bello (que a mí me recuerda mucho a una joven Jacqueline Bisset) pero impávido. Por entonces, la modelo estaba terminando una relación sentimental con el actor Terence Stamp, el cual, se dice, comentó: “Jean tratando de actuar se parece a mí tratando de realizar mañana una complicada cirugía cerebral”. Y eso dos semanas después de empezar el rodaje, así que podemos imaginar que no ayudó demasiado a apuntalar la autoconfianza de la muchacha.
Shrimpton tuvo que admitir que su ex novio no había ido desencaminado con sus predicciones. El primer día de rodaje ya se dio perfecta cuenta que el modelaje es una mala preparación para la interpretación. Una buena modelo es en todo momento consciente de dónde está la cámara mientras que un buen actor debe olvidar que está allí. Además, su voz era demasiado débil y el encargado de sonido tenía que estar constantemente pidiéndole que hablara más alto.
Cuando se estrenó, “Privilegio” no gustó a la mayoría de los críticos, que encontraron la sátira demasiado obvia y tosca. El público que acudió a verla animado por la presencia de Paul Jones, tampoco quedó impresionado. La música era muy inferior a la que Manfred Mann había ofrecido en sus discos. Pero lo cierto es que esta es una de esas películas a las que beneficia la perspectiva que da el tiempo. Porque la denuncia de Watkins se ha ido haciendo más y más relevante hasta el día de hoy. De hecho, lo que en los 60 parecía una sátira, ha acabado haciéndose realidad. “Privilegio” puede presumir hoy de haber anticipado los “realities”, la idolatría de los famosos y la figura de la estrella musical que repentinamente despierta para encontrarse prisionera de la máquina que la creó y que la explota sin piedad. Basta mirar los documentales que hoy se pueden ver en plataformas sobre, por ejemplo, la trágica figura de Britney Spears o el fenómeno de las Boy Bands a finales del siglo pasado, para comprobar que la corrupción y mentiras que “Privilegio” revelaba hace casi sesenta años, no sólo ya existía entonces, sino que fue amplificándose década tras década.
El mundo actual, en el que los famosos prestan su nombre para ayudar a comercializar perfumes, camisetas, gafas de sol, relojes, etc, ya fue profetizado por “Privilegio” en escenas como la del Palacio de los Sueños, ambientada en una especie de centro comercial-parque temático-discoteca donde venden todo tipo de objetos –incluida comida para perro- con la efigie de Steve Shorter; o la del hilarante y surrealista anuncio en el que hacen participar al cantante para que anime a los espectadores a consumir cuatro manzanas al día y así aliviar la saturación del mercado de esa fruta que preocupa al Ministerio de Agricultura y Pesca.
Incluso la idea de que un cantante muy popular se convierta al cristianismo y publique música religiosa parece una profecía de la famosa conversión al cristianismo que Bob Dylan llevó a cabo en la década siguiente; o la orientación religiosa que muchos cantantes darían a su carrera, desde Cliff Richard a Justin Bieber pasando por M.I.A o Dave Mustaine (el solista de Megadeth). Vaya, el propio Paul Jones se convirtió a la fe cristiana en los 80 tras ser invitado por Cliff Richard a un evento evangélico. Por otra parte, son incontables los cantantes y grupos que se han convertido en portavoces ideológicos, mientras que la actuación inicial en la que detienen a Shorter prefigura las duras letras contra la policía que son tan frecuentes en el rap. Lo único que la película no pareció anticipar –o no quiso meterse en ese charco- fue el estilo de vida asociado a las estrellas del rock, porque Shorter parece un pacato tímido y modesto y hay una llamativa ausencia de groupies, sexo y drogas
(ATENCIÓN: SPOILER). Por supuesto, Shorter termina pagando el precio de su autoinmolación pública como estrella del rock: es silenciado y arruinado con el fin de que “no vuelva a utilizar su posición para perturbar la tranquilidad pública”. Lo vemos por última vez en una película de archivo muda y rayada, otra estrella del pop muerta, con su imagen pudriéndose en los archivos de alguna cadena de televisión. En su irrefrenable deseo de decir por fin la verdad y su posterior destierro a la oscuridad, la trayectoria de Shorter funciona como un metacomentario respecto a lo que le ocurrió a la propia película: marginada y olvidada por un público y crítica contemporáneos que reaccionaron con hostilidad. Sin embargo, mucho después de que los hippies hayan desaparecido o metamorfoseado en caricaturas, el trabajo de Watkins, inteligente, extraño y burlón, no sólo perdura sino que es más fácil comprenderlo hoy que entonces.
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