Desde 1950, cuando Corea del Norte invadió Corea del Sur, la Guerra Fría no había hecho sino calentarse, valga la expresión. Políticos y ciudadanos corrientes de Occidente y, especialmente, Estados Unidos, vivían preocupados, primero, por la infiltración comunista que temían acabara por minar su sistema capitalista y democrático; y, segundo, por esa espada de Damocles que era la bomba nuclear. Esta ansiedad, en muchos casos, degeneró en paranoia y se filtró al mundo de la ficción, incluido, claro está, el cine. La CF demostró ser un vehículo perfecto para comentar la situación, transformando la bomba atómica en monstruos destructores y a los comunistas en alienígenas insidiosos que lavaban el cerebro de los humanos y cuyo único fin era la dominación absoluta.
Casi todas aquellas películas que situaban a los alienígenas como
premisa y motor de sus historias presentaban a los espectadores emergencias
que, aunque habitualmente focalizadas en Norteamérica, en realidad amenazaban
el futuro de toda la especie. Ya no se trataba de peligros nacionales, ni
siquiera internacionales, sino planetarios. Ahí estaban “Ultimátum a la Tierra”
(1951), “El Enigma de Otro Mundo” (1951) o “La Guerra de los Mundos” (1953).
Dentro del subgénero de invasiones extraterrestres puede identificarse claramente otra subclasificación con entidad propia, la de alienígenas que se infiltran secretamente en la sociedad humana duplicando y/o sustituyendo a sus miembros. Estas historias se alineaban cómodamente con el sentimiento paranoide que permeaba la sociedad, continuamente bombardeada a través de los medios y la ficción con noticias y fantasías sobre espías y colaboracionistas. Entre los títulos más significativos de este subgénero pueden citarse "Vinieron del Espacio” (1953), “La Invasión de los Ladrones de Cuerpos” (1956), “Quatermass2” (1957), “Las Sanguijuelas Humanas” (1958), “Me Casé con un Monstruo del Espacio Exterior” (1958) o la que ahora nos ocupa: “Invasores de Marte”.
El niño David MacLean (Jimmy Hunt) divisa unas extrañas luces
descendiendo del cielo hasta ocultarse tras una colina arenosa no lejos de su
casa. El padre de David (Leif Erickson) acude a investigar y cuando regresa al
día siguiente se muestra frío, distante, muy diferente al cariñoso hombre que
habíamos visto poco antes. Se lleva a su esposa, Mary (Hilary Brooke) con él a
la colina y también ella vuelve transformada. Lo mismo les sucede a los vecinos
del pueblo que a lo largo del día se acercan al lugar.
David se da cuenta de que todos ellos exhiben unas sospechosas marcas
en la nuca. Trata de denunciarlo a la policía pero ellos también han cambiado y
lo encierran. Sin embargo, una doctora, Patricia Blake (Helena Carter), y un
astrónomo, Stuart Kelston (Arthur Franz), creen al asustado niño y avisan al
ejército para que ataque a los invasores marcianos que han excavado su
escondite bajo la colina. Aparentemente, estos extraterrestres provienen de un
mundo moribundo y están utilizando su avanzada tecnología para transformar a
los humanos en zombis carentes de voluntad propia que, obedeciendo órdenes de
la inteligencia maestra marciana, actúan como espías saboteadores con los que
llevar a cabo un plan de invasión. Tanto David como Pat son engullidos por unos
agujeros en el campo de
dunas y conducidos ante el impasible líder marciano,
que ordena que Blake sea sometido al proceso de lavado de cerebro…
William Cameron Menzies, el director de “Invasores de Marte”, había sido un afamado diseñador de producción y director artístico que venía trabajando en el cine desde la época muda y cuyo nombre aparece acreditado en clásicos como “El Ladrón de Bagdad” (1924), “El Hijo del Caíd” (1926) o “Lo Que el Viento se Llevó” (1939). Su debut como realizador vino con “Siempre Adiós” (1931) y en su haber se encuentran varias películas de género, como “Chandú” (1932), “La Vida Futura” (1936), “La Mano en la Sombra” (1951) o “The Maze” (1953).
Menzies también se encargó del diseño artístico de la mayoría de
películas que dirigió, y es ese aspecto lo que le da a “Invasores de Marte” una
personalidad especial dentro del subgénero de infiltrados alienígenas. Este
tipo de historias trataban sobre la alienación, la extrañeza ante una nueva y
amenazadora realidad radicada en lo antaño familiar. Pero a diferencia de otras
películas con igual premisa, Menzies opta por narrar la historia desde la
perspectiva propia de un niño, lo que crea un mayor impacto (especialmente,
claro, entre los espectadores más jóvenes): David se encuentra de repente
completamente solo, separado de unos padres que ahora son extraños, e indefenso
ante la fuerza de una siniestra autoridad policial.
En el comienzo, la historia –escrita por Richard Blake, y John y
Rosemary Battle- nos presenta el entorno seguro y confortable en el que vive
David. La relación con su padre es cercana y afectuosa, compartiendo ambos la
pasión por la astronomía. Un hogar, en fin, feliz y armonioso. Pero cuando el
padre regresa de la colina con una actitud que oscila entre la indiferencia y
la hostilidad, el universo de David empieza a tambalearse. La cámara enfoca a
su rostro marcado por la confusión primero, el miedo después y eventual comprensión
de que ese ser ya no es su padre. Aún peor, las figuras de autoridad a las que
le han enseñado a acudir para pedir ayuda, están también contra él. Ese
sentimiento de alienación se refuerza visualmente con repentinos primeros
planos de los rostros de los padres, inexpresivos, sudorosos o siniestramente sonrientes.
Además y para profundizar aún más en ello, Menzies recurre a decorados
austeros que transmiten una impresión de irrealidad a través de la disonancia
espacial propia del expresionismo y con la que aquí reproduce el punto de vista
de un niño de corta estatura que ve el mundo como algo sobrecogedor e
inaprensible. Por ejemplo, cuando David entra en la comisaría, se filma desde
un ángulo inusual y forzado, haciendo que las puertas, el recibidor y el
mostrador parezcan gigantescos, subrayando la sensación de soledad y desamparo.
Aunque claramente el presupuesto de 290.000 dólares resultaba escaso, Menzies
supo utilizar los magros recursos con eficacia haciendo de necesidad virtud: en
lugar de mostrar los restos de una nave espacial extraterrestre, c
entraba la
atención en la cima desnuda de una colina, un puñado de árboles y unas dunas; y
durante más de la mitad del metraje, los marcianos permanecen ocultos.
Toda la película, muy bien fotografiada por John F.Seitz con un tratamiento
del color exuberante, elegante y con un punto alucinatorio, se asemeja a una
ensoñación onírica, como si fuera una pesadilla infantil en la que se vuelca
tanto la vívida imaginación propia de esa edad como sus temores (la soledad, la
imposibilidad de confiar en los adultos que supuestamente deben protegerle): el
alienígena fulgor verde que baña la nave marciana y los árboles retorcidos que
la rodean, el etéreo y malevolente sonido de los alienígenas capturando nuevas
víctimas… Por eso esta película
impresionó tanto a los niños que la vieron en los 50 y 60.
Como era muy frecuente en estas películas de serie B, la historia se
presenta con una ominosa locución que trata de aplicar cierto barniz
seudocientífico con el que subrayar la magnitud de la amenaza. Así, al comienzo
de “Invasores de Marte”, el narrador, con una voz inquietante, habla de "hechos conocidos del universo y preguntas
derivadas de esos hechos”. La primera mitad del film, en la que se
construye una atmósfera opresiva y siniestra, es la más meritoria; la segunda,
ya con los militares atacando a los marcianos por los túneles que han excavado,
reviste menor interés. Al igual que sucedía con el final de “La Invasion de los
Ladrones de Cuerpos, en el que el atribulado protagonista acudía al FBI para
pedir ayuda, “Invasores de Marte” no quiere trasmitir la impresión de que las
autoridades serían incapaces de salvar a la Humanidad en caso de ataque
extraterrestre –o soviético-. Así, los militares se toman en serio la increíble
historia de David con una facilidad absurda. Todo el segmento central de los 78
minutos de metraje contiene un exceso de material de arc
hivo (otra forma de
ahorrar dinero) con observatorios astronómicos y maniobras militares; y algunas
escenas mal dirigidas y torpemente editadas, incluyendo esa en la que una
pareja de humanos poseídos intentan asesinar a un científico.
En parte, estos fallos pueden achacarse no solamente al insuficiente
presupuesto sino a las prisas con las que se acometió el rodaje para tratar de
adelantarse al estreno de, esta sí, una superproducción de 2 millones de
dólares: “La Guerra de los Mundos” (1953). Y lo consiguieron con tres meses de
ventaja, lo que convirtió a “Invasores de Marte” en la primera película de
invasiones alienígenas a todo color. Aunque Robert Heinlein ya había imaginado
en “Amos de Títeres” el concepto de extraterrestres que controlan cuerpos
humanos para infiltrarse silenciosamente en la sociedad y provocar su caída
desde el interior, “Invasores de Marte” lo popularizó para un público mucho más
amplio, que sólo unos años después asistiría todavía más aterrorizado a “La
Invasión de los Ladrones de Cuerpos” (basada en una novela de 1955 escrita por
Jack Finney).
Cuando finalmente la cámara desciende al subsuelo asistimos a un
ingenuo enfrentamiento entre los soldados humanos y los marcianos humanoides de
ojos saltones y unos holgados trajes de terciopelo con las cremalleras
claramente visibles. Mejor diseño tiene el líder, un ser-cerebro plateado y con
tentáculos que, impasible, controla a sus subordinados desde el interior de una
esfera transparente. Uno de los momentos más recordados de la película es aquél
en el que David golpea la burbuja mientras la malvada inteligencia marciana lo
mira con furia.
Originalmente, la intención fue rodar “Invasores de Marte” en 3D,
aunque por razones presupuestarias se abandonó tal proyecto. Sin embargo, esa
decisión parece haberse tomado después de finalizar la fotografía principal,
porque muchos de los planos parecen claramente compuestos para aprovechar el
formato tridimensional. Menzies fue uno de los pocos directores de aquellos
primeros pasos del 3D que utilizó sus posibilidades para crear atmósfera más
que para el típico efecto chocante en el que se arroja algún objeto a la cara
de los espectadores. Así, creó una serie de espeluznantes tomas con
perspectivas forzadas, como esa fila de almacenes fundiéndose en el límite del
punto de fuga; o el laboratorio en el que los tubos de ensayo se alinean en
primer plano.
La película tuvo dos finales distintos para las copias distribuidas
fuera y dentro de Estados Unidos. Las primeras concluían simplemente con la
derrota de los marcianos. Pero en las americanas, se incluía un giro sorpresa
en el que David despertaba para descubrir que todo había sido un sueño… hasta
que miraba por la ventana y veía descender una nave. Este remate da pie a una
interpretación muy inquietante: dado que el soñador es un niño (que, además, es
quien da la alerta sobre la invasión), el mensaje es que incluso los más
jóvenes pueden ser conscientes de los peligros de un ataque solapado de los
comunistas y que, además, deben denunciarlo.
Es más, dado que los padres de David son los primeros en caer bajo el
influjo enemigo, pasando de ser cariñosos y comprensivos a brutales y
represivos, ni siquiera los progenitores son absolutamente dignos de confianza
ante un peligro de esa magnitud. De hecho, y esto es interesante, David encuentra
unos padres sustitutos en el astrónomo, la doctora y el coronel, este último
representante de la autoridad máxima. Conscientemente o no, “Invasores de
Marte” refleja la función del hogar y la vida familiar en la década de los 50 y
el interés de la élite gobernante en reforzar estos valores.
La película tuvo un remake con el mismo título dirigido por Tobe Hooper en 1986, durante la época de Reagan y el renacer de la Guerra Fría. A pesar del tono satírico, un mayor presupuesto y los alienígenas diseñados por Stan Winston, el resultado fue mediocre y, desde luego, no tan atrevido y elegante como el film original.
Si “La Invasión de los Ladrones de Cuerpos” fue la película definitiva de invasiones alienígenas insidiosas para adultos, “Invasores de Marte” lo fue para los espectadores más jóvenes. Dos generaciones de niños crecieron atormentados por los sonidos y las imágenes de pesadilla de esta película inquietante y casi onírica. “Invasores de Marte” es un clásico menor de los 50 que quizá no haya envejecido del todo bien (desde luego, difícilmente las nuevas generaciones sabrán apreciarlo ni les producirá el mismo efecto que a sus antepasados), pero que sigue mereciendo un visionado por su peculiar puesta en escena y por su papel testimonial de los miedos y recelos de una época.
Tambien quienes la vimos en los 80 quedamos impresionados....
ResponderEliminarQue la parte del enfrentamiento con los marcianos, incluso los marcianos mismos, etc sean ingenuos o pueriles puede explicarse con ese giro final sorpresa. En el fondo no era real. Lo real es lo que comienza ahora.