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domingo, 14 de diciembre de 2014
1956- LA INVASIÓN DE LOS LADRONES DE CUERPOS - Don Siegel
¿En qué momento somos más vulnerables? Algunos directores, como Alfred Hitchcock, nos dirían que darse una ducha no siempre es una buena idea; mientras que otros, como Wes Craven, nos avisarían sobre los peligros de quedarse dormidos. A esta categoría pertenece la película que ahora comentamos, “La invasión de los ladrones de cuerpos”
La película mezcla el relato de ciencia ficción y el cine negro para explorar, como otras cintas de mediados de los cincuenta, el paradigma de la invasión extraterrestre como conspiración en la que la batalla por la mente de la nación se libraba en la América profunda, la América cotidiana. En estos films, la amenaza última proviene del exterior, pero su verdadero poder para inquietar a la audiencia no reside en el aspecto monstruoso de los enemigos sino en su capacidad para transformarse en humanos poniendo en peligro la estabilidad de la familia o la comunidad en la que se infiltran.
Miles Bennell (Kevin McCarthy), doctor residente de la pequeña ciudad californiana de Santa Mira, regresa de una convención para encontrarse inundado de avisos de vecinos que insisten en que alguno de sus familiares ya no es el de antes, que ha cambiado de una forma sutil. Pensando que el fenómeno responde a algún tipo de alucinación masiva, los envía al psiquiatra y no piensa más en ello. Mientras tanto, se reencuentra con su antigua novia Becky Driscoll (Dana Wynter) y dado que ambos están divorciados de sus respectivos cónyuges, intentan retomar su vieja relación.
Cuando se hallan cenando, reciben un aviso de urgencia del amigo de Bennell, el escritor de misterio Jack Belicec (King Donovan), que les muestra el cuerpo que ha encontrado sobre su mesa de billar, un individuo que carece de cualquier tipo de rasgos o marcas distintivas, ni siquiera huellas dactilares. Algo después, mientras Jack duerme, su mujer contempla horrorizada cómo el cuerpo aparentemente muerto va adoptando las facciones de aquél hasta el último detalle. Entretanto, Miles encuentra un cuerpo similar en el sótano de Becky con los rasgos de ella. Pero cuando llaman a la policía, ambos cuerpos han desaparecido y, a la luz del día, deciden racionalizar lo sucedido y pensar que también ellos han sucumbido a la histeria masiva.
Al caer de nuevo la noche, el matrimonio Belicec, Becky y Miles encuentran en el invernadero de éste una serie de extrañas vainas de origen alienígena y comprenden la verdad: la misión de éstas consiste en formar un duplicado exacto de la persona dormida más cercana; al completarse la copia, absorbe todos los recuerdos del humano matándolo en el proceso y ocupando su lugar. Esos sustitutos son seres sin alma ni emoción, pero de una determinación imparable. Cuando Miles y Becky intentan escapar de la ciudad, han de enfrentarse al hecho de que todos los vecinos han sido suplantados por seres sin emociones que intentan impedir por todos los medios que puedan avisar de lo que ocurre a las autoridades.
Este brillante y terrorífico film fue una de las mejores cintas de ciencia ficción de los años cincuenta y también una de las más paranoides jamás rodadas. No es que el tema fuera completamente original. En la misma época y a raíz del enorme éxito cosechado por “La Guerra de los Mundos” (1953) se estrenaron otras películas que trataban el tema de la infiltración alienígena: “Llegó del más allá” (1953), “Invasores de Marte” (1953), “Conquistaron el mundo” (1956), “Los devoradores de cerebros” (1958) o “Me casé con un monstruo del espacio exterior” (1958). Todas ellas llevaron el género de invasiones alienígenas del ámbito militar a la complejidad del mundo psicológico.
En este subgénero, los invasores alienígenas no llegan a bordo de platillos volantes y empiezan a destruir la civilización humana, sino que toman silenciosamente el control de las mentes. La base de este tipo de películas guarda paralelismo con los films de género negro de los cuarenta, que tomaron las historias de valientes detectives y agentes del FBI de los años treinta y las reformularon con un toque oscuro, ambientándolas en un mundo de moral menos nítida en el que los héroes ya no eran tanto luchadores incansables por la ley y el orden como atormentados bastiones de esperanza en un mundo de valores éticos en decadencia. Esencialmente, lo que hizo el “film noir” fue externalizar el conflicto moral inherente en las historias de detectives.
Más o menos por entonces, el productor Val Lewton se fijó en el género de monstruos y, de la misma forma, procedió a barnizarlo con un toque psicológico, firmando una serie de interesantes películas que se inició con “La Mujer Pantera” (1942) y cuyas historias se ambientaban en un mundo de sombras planeando indecisas entre lo sobrenatural y el racionalismo mundano.
En la misma línea, “La invasión de los ladrones de cuerpos” y las otras películas sobre invasiones alienígenas “silenciosas” (así como otras que les seguirían, como las británicas “Quatermass 2”, 1957; o “El pueblo de los malditos”, 1960; así como la series de televisión “Rumbo a lo Desconocido”, 1963-65, o “Los Invasores”, 1967-68) se centraron en el conflicto psicológico propio de los films de invasión: no eran tanto historias sobre aliens como sobre alienación. De todas estas películas, “La invasión de los ladrones de cuerpos” es la que supo recuperar con mayor acierto el estilo cinematográfico del film noir (gracias sobre todo al guión de un especialista en el género, Daniel Mainwaring, y la acertada fotografía en blanco negro) a la hora de construir su atmósfera de tensión, paranoia e incertidumbre.
El título original de la película fue “Sleep No More” (“No Duermas Más”, sugerido por Kevin McCarthy y rechazado finalmente por el estudio), lo que ya dice mucho. Porque trata sobre la tenue línea divisoria entre el miedo a las pesadillas y el racionalismo de la vigilia. “La invasión de los ladrones de cuerpos” es menos un film sobre la mecánica de la conquista extraterrestre que sobre la forma en que una pesadilla nocturna va apoderándose del mundo cotidiano dominado por la razón.
Así, la historia comienza anclada en la normalidad del día a día, en la que los hechos inusuales son explicados con racionalizaciones perfectamente lógicas; pero, en un proceso paulatino y nada espectacular, la trama experimenta un completo cambio de enfoque, cambio que resulta coherente puesto que todos los detalles que el director ha ido sembrando con anterioridad y que habían sido desdeñados inicialmente como algo sin importancia, cobran sentido en el nuevo marco de pesadilla en el que se ven inmersos los protagonistas.
El film deja que los momentos de máxima tensión tengan lugar a media luz, durante la noche; pero cuando amanece, es como si lo ocurrido en las horas precedentes no hubiera sido más que una ilusión, algo perteneciente a la realidad de las pesadillas irracionales: los cuerpos han desaparecido, la mujer y el niño que pensaban que sus familiares habían cambiado ahora se comportan con normalidad… La explicación del psiquiatra a la mañana siguiente –una alucinación colectiva- está expresada con tanta convicción que la perspectiva del film cambia plenamente.
“La invasión de los ladrones de cuerpos” es una película que se sirve del miedo a la noche de una forma más hábil que otros muchos títulos de terror: la noche y el sueño son el dominio del miedo; el día, el reino de la razón. Lo que es más interesante es que la historia se alinea más con la irracionalidad y la noche que con el día y la lógica. Gran parte de la segunda mitad del metraje se apoya en la desasosegante certeza de que, como en una pesadilla, las cosas están escapando a todo control. Las escenas del clímax, con Kevin McCarthy corriendo por la autopista, desesperado, pidiendo ayuda a gritos mientras los conductores le ignoran, y su salto a la caja de un camión sólo para encontrársela llena de vainas, tienen mucho más sentido vistas bajo la lógica de los sueños que desde una narración estrictamente racional.
Cuando la pesadilla se instala definitivamente en la trama argumental, el director Donald Siegel rebusca en su bolsa de trucos de cine negro (género que ya había visitado en los años cuarenta y cincuenta) y saca todo su arsenal: tomas en pasillos estrechos, sombras silueteadas a la luz de farolas callejeras, ángulos ladeados, planos cortos de caras sudorosas… Algunas escenas constituyen momentos de verdadero terror: la toma en contrapicado desde el tablado bajo el cual se esconden Kevin McCarthy y Dana Wynter, con los alienígenas pasando tranquilamente por encima de ellos ignorantes de su presencia; o los planos de gran angular desde la consulta del doctor y hacia la plaza principal, cuando todos los transeúntes dejan sus quehaceres cotidianos para reunirse al unísono en la tarea común de cargar las vainas en camiones para distribuirlas por toda la nación; o ese escalofriante momento en el que una pareja habla sobre su bebé: “¿Está dormido ya?”, “No, pero lo estará pronto. Y entonces ya no habrá más lágrimas”. Y también, la clásica escena en la mina en la que Dana Wynter atrae a Kevin McCarthy para darle un beso y la cámara se mueve a un primer plano de su cara mostrando sus ojos carentes de expresión, descubriendo el espectador que, finalmente, ella también ha sido poseída por los alienígenas.
Hay un tema que es necesario abordar porque no hay artículo sobre la película que no lo saque a colación: su interpretación como alegoría sobre el comunismo y a la luz de la caza de brujas del senador McCarthy en los año cincuenta. Para muchos críticos, el mensaje político del film es evidente: el doctor Miles Bennell es el bienintencionado pero complaciente norteamericano de clase media que no presta atención a la amenaza de las vainas (léase: comunistas) hasta que le afecta directamente a él. Entonces, descubre que ese nuevo orden mundial que los extraterrestres quieren imponer transformaría América en una sociedad en la que todo el mundo pensaría y actuaría de la misma forma. Aquellos que no estén de acuerdo serán capturados y “reacondicionados”.
Esto de las interpretaciones políticas es un tema resbaladizo, porque si no existe un reconocimiento explícito de sus intenciones por parte del director, no se trata más que de una lectura realizada por críticos que ven lo que quieren ver para revestir sus comentarios de una supuesta profundidad analítica y/o política. Y ni entonces ni después admitió Donald Siegel (tampoco Jack Finney, el escritor de la novela en que se basó la película) que su propósito fuera el añadir un subtexto político a la cinta, por lo que calificarla como alegoría comunista cuando sus principales creadores lo niegan, es ir demasiado lejos.
Podría admitirse que “La invasión de los ladrones de cuerpos”, como otros títulos de la época que trataban sobre la infiltración de alienígenas, reflejaran, difusamente y de forma más accidental que deliberada, una inquietud social del momento.
Hubo una mentalidad o corriente de pensamiento que permeó la ciencia ficción norteamericana de los años cincuenta. Fueron tiempos de gran prosperidad, pero también de un tremendo conformismo. Estados Unidos se veía a sí mismo como una pequeña ciudad en la que regían unos valores familiares que incluían un conservadurismo apoyado en la nostalgia de unos “buenos y viejos tiempos” que en realidad nunca existieron. Sin embargo, los valores que se propugnaban defendían un ideal imposible –un matrimonio perfecto de clase media, la santidad de la familia nuclear y la protección divina del ámbito doméstico- que, además, rechazaba cualquier posibilidad de variación sobre los mismos. Se sospechaba y temía que más allá de esa mentalidad pueblerina acechasen fuerzas que podrían arruinar moralmente el país o, igualmente siniestro, que se apoderaran de las mentes de la gente sin que éstas se dieran cuenta.
Ese miedo a que el enemigo se ocultara en el seno de la sociedad con el fin de hacer trizas el ideal utópico de la posguerra era algo muy real. La Unión Soviética había engullido Europa del Este y comenzado sus pruebas nucleares. El gobierno norteamericano estaba nervioso hasta la paranoia, y ese estado mental fue, a través de las instituciones oficiales y los medios de comunicación, goteando hacia la sociedad hasta empaparla.
Cuando se rodó y estrenó “La invasión de los ladrones de cuerpos” la mayor parte de los espectadores adultos no habían olvidado los experimentos nazis y la noción de una raza superior tratando de eliminar todo lo que considerara especímenes inferiores, que es lo que tratan de hacer los alienígenas de la película. O los lavados de cerebro a los que los comunistas sometieron a los prisioneros norteamericanos durante la Guerra de Corea (1950-1953). Pero aún más recientes estaban los abusos del Comité de Actividades Antiamericanas y la caza de brujas liderada por el senador Joseph McCarthy.
Se puso de manifiesto que bajo la ennoblecida imagen que el país tenía de si mismo existía un puño de hierro decidido a sostener ese ideal como norma de obligado cumplimiento. Fue una época dominada por la paranoia en la que gente simplemente sospechosa de ser simpatizante de los comunistas era encarcelada o incluida en listas negras que les alienaban del resto de la sociedad, una época en la que se animaba a vigilar al vecino y preguntarse si, bajo la fachada de normalidad no podría estar ocultando ideas antiamericanas; en la que los profesores y maestros sospechosos de homosexualidad eran despedidos sin contemplaciones y en la que los funcionarios eran obligados a pronunciar un juramento de lealtad. Los principales órganos del gobierno, los partidos políticos, los sindicatos, los líderes religiosos y muchas instituciones privadas de todo el país estaban de acuerdo en que el comunismo y sus simpatizantes no tenían cabida en Estados Unidos.
La industria del entretenimiento, por su alcance e influencia, fue un objetivo primordial de esos movimientos reaccionarios, que observaban con lupa sus producciones y acusaban a quienes no se declararan ideológicamente puros o se negaran a “denunciar” a colegas de afiliación izquierdista, real o imaginaria. La mayor parte de los estudios se plegaron a la tendencia dominante y financiaron películas de descarado matiz propagandista como “Casada con un comunista” (1949) o “I Was A Communist for the FBI” (1951), en las que los “comunistas” eran reducidos a caricaturas que carecían de aprecio por la vida humana, sentimientos íntimos y amor por Dios.
Dado que la génesis de la película se encuadra en ese periodo histórico, muchos analistas han querido interpretarla como un alegato anticomunista. América se identificaba a sí misma con la emoción, la calidez sentimental, los valores familiares y el libre albedrío; mientras que, evidentemente y por contraste, la amenaza exterior a su utopía debía ser algo carente de emoción, hostil al concepto de vida familiar y al individualismo como forma de alcanzar el éxito. Y esto último era precisamente la forma en que se presentaba a los americanos la vida en la Unión Soviética.
Ciertamente, muchos films de ciencia ficción de los cincuenta se sirvieron del miedo de los espectadores al estallido de la Tercera Guerra Mundial, y no me refiero únicamente a las películas con insectos mutados por la radiación. En “Con destino a la luna” (1950), unos empresarios americanos se muestran reacios a la oferta de financiar privadamente el viaje a nuestro satélite hasta que se les avisa de que si Estados Unidos no conquista el espacio, otra nación podría hacerlo y situar “allá arriba” misiles; argumento éste que basta para que todos se avengan a cooperar. Un año después, en “Ultimátum a la Tierra” (1951), el alienígena Klaatu avisaba a la humanidad de los peligros de una guerra nuclear. En uno de los títulos más extraños de la época, “The 27th Day” (1957), unos alienígenas seleccionan a cinco humanos y les proporcionan armas capaces de destruir el mundo. Uno de ellos es un soviético.
Así que, como decía, para muchos espectadores y críticos “La invasión de los ladrones de cuerpos” encajaría muy bien dentro de los esquemas del cine de “Terror Rojo”. Sin embargo, es un error limitar el film a una alegoría política. Especialmente porque, como mencionaba más arriba, Don Siegel siempre afirmó en las entrevistas que el argumento no escondía intencionalidad política alguna. En realidad, el mensaje que quería transmitir era otro: avisar de que la gente se estaba convirtiendo… en plantas:
“Bueno, creo que hay muchas razones para ser una vaina. Estas vainas, que se libran del dolor, la mala salud y las inquietudes mentales, están, en cierto sentido, haciendo el bien. Ocurre que dejan un mundo muy aburrido pero, eso, por otra parte, querido amigo, es el mundo en el que la mayoría de nosotros vivimos. Es la misma gente que agradece ir al ejército o a la cárcel: son mundos reglamentados, no hay que tomar decisiones…”.
Así que en vez de acerca de los comunistas, de lo que Siegel quería advertirnos es de la gente dispuesta a dejar que las decisiones las tomen otros, fuera Joseph McCarthy o Josef Stalin. Si aceptas todo lo que te dicen y actúas como se espera que lo hagas, eres una vaina. La película es, por tanto, una condena al conformismo de cualquier tipo, un miedo tan real como el que se sentía hacia el comunismo y que encontró su expresión en el movimiento Beat. Al fin y al cabo, los cerebros tras “La invasión de los ladrones de cuerpos” compartían una mentalidad librepensante que les hacía oponerse a ese estado de cosas. Don Siegel firmaría años después otra gran película que apuntó contra el establishment y la línea de flotación de lo políticamente correcto: “Harry el Sucio” (1971). El guionista Daniel Mainwaring había comenzado su carrera como periodista del San Francisco Chronicle, utilizando muchas de las miserias e injusticias que contempló para su novela social “One Against the Earth” (1932) antes de pasarse al género policiaco y los guiones cinematográficos. Por último, el productor Walter Wanger tenía reputación de ser un profesional inteligente y socialmente comprometido que trató en algunos de sus films temas como la pena de muerte (“Quiero Vivir”, 1958), el fascismo (“Bloqueo”, 1938), la situación en las prisiones (“Riot in Cell Block 11”, 1954) o la corrupción derivada del poder y la riqueza (“Tulsa, ciudad de lucha”, 1949)
Aunque el conformismo social era apoyado por el gobierno y la mayor parte de la sociedad norteamericanos, ya por aquellos años empezó a encontrar figuras contestatarias. La publicación en 1955 de la novela “El Hombre del Traje Gris”, escrita por Sloan Wilson y en la que se criticaba el vacío espiritual inherente a una sociedad obsesionada por el bienestar material y el dinero, tuvo un fuerte impacto por su carácter de llamamiento a revolverse contra la Utopía de clase media que el gobierno y las empresas habían estado promoviendo como ideal absoluto desde el final de la Segunda Guerra Mundial.
El conocido como “sueño suburbano” era poco más que una fachada para la pérdida de la identidad individual. La amenaza del comunista infiltrado no era tan agobiante y cierta como la de la presión para amoldarse a la norma: hombres yendo a trabajar al centro de la ciudad vestidos todos con trajes grises y corbata, y volviendo al final de la jornada a sus idealizados hogares clónicos. El avance tecnológico impulsado por una cultura consumista que tanto había prometido, estaba calcificando el propio individualismo del que tanto se enorgullecía el país.
Así que “La invasión de los ladrones de cuerpos” puede interpretarse perfectamente como una severa crítica al conformismo a los estándares sociales, al lavado de cerebro de los medios de comunicación o incluso al efecto nocivo de las sectas. En todos esos casos cabe encuadrar las promesas de los alienígenas, que aseguran la felicidad a cambio de una vida ciega al pensamiento crítico e independiente y a la preocupación por lo que pase alrededor de cada cual. Los aliens, al emerger de sus vainas con la forma de cualquier humano que hubiera cerca, se comportan de una manera extraña, uniforme, calmada, sin el deseo de gozar de libre albedrío u opciones personales. Cuando Miles se opone a la existencia de un mundo sin amor, su antiguo amigo y colega Danny Kaufman (Larry Gates) señala que tanto Miles como Becky han estado enamorados antes y que no duró, anunciando a continuación el nuevo orden: “Amor. Deseo. Ambición. Fe. Sin ellos, la vida es tan sencilla… créeme”.
Esa escena es paradigmática de las contradicciones sociales que anidaban en el corazón de la América de los cincuenta: la aceptación del statu quo ofrecería una comunidad segura en la que levantar una familia, libre de la amenaza comunista y lo suficientemente rica como para participar de la sociedad de consumo. Pero, por otra parte, la ética del mundo de los negocios estaba creando una sociedad de clones sin personalidad ni creatividad individuales. Lo que es verdaderamente inquietante –y que subyace como tema del film- es que esa alternativa, aun teniendo en cuenta sus inconvenientes, no carece del todo de atractivo.
Películas como “La Invasión de los Ladrones de Cuerpos” tratan también sobre el miedo a no poder confiar en gente cuya estabilidad y lealtad son importantes: familiares, amigos, compañeros de trabajo, vecinos… Otros ejemplos de la misma época los encontramos en la ya mencionada “Invasores de Marte” (1953), en la que los alienígenas se apoderan de los humanos mediante una intervención quirúrgica y el niño protagonista ve cómo todos aquellos en los que supuestamente debía confiar son transformados en seres extraños: su padre, su madre, el policía… En “Me casé con un monstruo del espacio exterior” (1958), una joven esposa es incapaz de entender por qué su marido ha cambiado tanto desde la boda (en realidad está siendo controlado por los extraterrestres). En el mundo real puede que el objeto de nuestros desvelos no sean criaturas del espacio exterior, sino que alguien cercano a nosotros nos sorprenda actuando de formas que no esperábamos. ¿Es sólo una faceta más que no habíamos descubierto? ¿O un signo de que hay algo realmente preocupante detrás?
Que la historia que cuenta la película es más universal y atemporal que una simple alegoría anticomunista anclada en su tiempo lo demuestra el que se hayan rodado tres remakes de la misma. Dos de ellos muy interesantes: “La Invasión de los Ultracuerpos” (1978, Philip Kaufman) y “Secuestradores de Cuerpos” (1993, Abel Ferrara); y una bastante decepcionante, “Invasión” (2007). Pero todas demostraron la versatilidad de la idea básica planteada por Jack Finney en su libro, haciendo referencias a sus respectivos momentos históricos. De ellas hablaremos en futuras entradas.
“La invasión de los ladrones de cuerpos” se rodó en poco más de tres semanas con un presupuesto que osciló, según las fuentes, entre los 382.000 y los 417.000 dólares, de los cuales, de acuerdo con el propio Don Siegel, 15.000 se invirtieron en la fabricación de las vainas y los cuerpos “réplica”, diseñados por Edward Haworth. Aunque esas cantidades parecen insignificantes comparadas con las de otras cintas más orientadas hacia lo visual, ello nos da una pista no sólo de las modestas dimensiones del film, sino de que el verdadero interés del realizador residía en recrear un ambiente creíble, el de una pequeña comunidad del interior del país. En este sentido, el escaso presupuesto y la pobre caracterización de los personajes jugaron a favor de la película.
De la labor de Siegel ya hemos hablado algo antes. El uso de una fotografía en blanco y negro de fuertes contrastes, los planos oblicuos y unas composiciones y movimientos de cámara cuidadosamente pensados para transmitir claustrofobia y un terror difuso e inquietante. Tanta fue su pericia técnica que cuando los productores vieron el film terminado sufrieron ellos mismos un ataque de pánico. Pero no por el argumento, sino por el deprimente final que Siegel y Mainwaring habían preparado: tras sucumbir Becky a los extraterrestres, Miles se quedaba solo y corría por la autopista por la que circulaban los camiones que distribuirían las vainas por toda Norteamérica, gritando desesperado: “¡Sois los siguientes! ¡Sois los siguientes! ¡Sois los siguientes!”, sin que nadie le hiciera caso. Los ejecutivos pensaron que el impacto emocional de la película, coronado por semejante final, acabaría perjudicando a la taquilla.
Faltaban diez años para que George Romero sorprendiera a todo el mundo con el nihilista final de “La noche de los muertos vivientes” (1968), en la que los protagonistas, al final, no consiguen superar la amenaza. Siegel acabaría convirtiéndose en un reputado realizador que haría varios films con Clint Eastwood y firmaría la última película de John Wayne (“El Último Pistolero”, 1976), pero en este momento de su carrera no tenía el prestigio e influencia necesarios como para presionar a Allied Artists y que no modificaran su película.
Daniel Mainwaring lo convenció de que, antes de que el estudio deshiciera en la sala de montaje lo que habían rodado, lo “arreglaran” ellos mismos. Volvieron a llamar a Kevin McCarthy y rodaron el prólogo y epílogo en el hospital que servía de marco para el resto de la historia, narrada en flashback. Con ello se revelaba de antemano el final y, consecuentemente, se amortiguaba el impacto emocional, haciendo que las autoridades creyeran la fantástica historia del doctor Miles y tomaran cartas en el asunto. (De hecho, en un reestreno del film en 1979, esas escenas fueron retiradas, quedando el final tan pesimista como inicialmente director y guionista habían pretendido. Eso dice tanto de 1979 como el film original lo hacía de 1956). Aún con ese apaño, es un final menos inverosímil incluso que el de la novela de Jack Finney, en la que las vainas simplemente abandonan la Tierra y vuelven al espacio.
Ya sea como película de serie B, inteligente crítica de la América de mentalidad más pueblerina o espejo de toda una época, “La invasión de los ladrones de cuerpos” sigue siendo hoy, casi sesenta años después de su estreno, una de las películas más relevantes no sólo de la ciencia ficción, sino de todo el cine de los cincuenta. Su naturaleza desasosegante y paranoica así como su depurada narrativa visual mantiene intacta su capacidad de atrapar a los espectadores y suscitar el debate.
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Una gran película, sin duda, que ha caido en el olvido injustamente.
ResponderEliminarSaludos desde el Otro Lado.