lunes, 29 de diciembre de 2014

1943- ¡HAGASE LA OSCURIDAD! - Fritz Leiber


En 1973, Arthur C.Clarke enunció la que hoy es conocida como Tercera Ley de Clarke: “Cualquier tecnología suficientemente avanzada es indistinguible de la magia”. Efectivamente, para los hombres primitivos o pertenecientes a antiguas civilizaciones –o no tan antiguas-, cosas como el avión, los ordenadores o el rayo láser no serían sino producto de fuerzas mágicas o manifestaciones de un poder superior. Científicos comportándose como sacerdotes custodios de un conocimiento arcano que permanece vedado al resto de los mortales es un escenario muy tratado en la ciencia ficción desde bastante antes de que Clarke pusiera por escrito la ley mencionada.

Efectivamente, imaginar un mundo postapocalíptico reducido al primitivismo en el que los gobernantes se sirven de la tecnología disfrazada como magia para dominar al pueblo ha sido un recurso argumental utilizado en bastantes libros, desde “El Señor de la Luz” de Roger Zelazny, un pasaje de la saga de la “Fundación” de Asimov, “El Libro del Sol Nuevo” de Gene Wolfe, la trilogía de “Mundo Muerto” de Harry Harrison o esta que ahora comentamos, un clásico menor del género.


La acción se sitúa en el en el año 2305, trescientos sesenta años después de que un holocausto nuclear pusiera fin a un periodo de gran prosperidad, diezmara a la Humanidad y devolviera la civilización hasta los oscuros tiempos de la Edad Media. Ahora el mundo está gobernado con mano de hierro por la Jerarquía, una casta de tecno-sacerdotes que, aunque remedan el antiguo cristianismo, se arrogan el papel de representantes de una nueva deidad conocida como Gran Dios así como el de garantes del orden mundial. Conocen y mantienen en secreto el saber científico necesario para organizar el planeta a la vez que, con ayuda de la tecnología, mantienen la farsa de la existencia de un poder superior ante las masas ignorantes del pueblo llano, sumidas en la superstición y atenazadas por un continuo temor al castigo divino.

Lo que comenzó siendo una argucia bienintencionada de la que servirse para reconstruir el mundo a partir de las cenizas de la guerra atómica, se ha convertido en una opresiva tiranía que se niega a evolucionar más allá de un feudalismo rígidamente estructurado que somete a los plebeyos a un trabajo agotador y los condena a la ignorancia mientras sus líderes se dedican a intrigar por el poder.

El Hermano Armon Jarles, hijo de humildes campesinos, entra en el clero, la carrera más prestigiosa y el mayor honor que puede recaer sobre una familia. Pero no tardó en descubrir que, a excepción de un pequeño grupo conocido como los Fanáticos (que aceptan como cierta la existencia del Gran Dios), todos en la Orden a partir de determinado nivel, saben que la cháchara oficial y los “poderes” que exhiben los sacerdotes no son sino mentiras y trucos ejecutados gracias a una avanzada tecnología. Por si esto no le resultara a Armon suficientemente ofensivo, ha de soportar el desprecio de sus compañeros hacia el pueblo llano, que se traduce en explotación económica y abusos de todo tipo. Un día, harto de formar parte de esa gran mentira, explota durante una ceremonia e insta públicamente a los campesinos a alzarse contra la casta sacerdotal y ganar su libertad. Pero su arenga no da resultado: el pueblo, lastrado por su ignorancia y pasividad, no le comprende. Jarles se encuentra de este modo reducido a la condición de fugitivo.

Jarles no es el único interesado en sembrar la disensión y sabotear la falsa teocracia en el poder.
Un movimiento en la sombra, la Brujería, está ganando cada vez más influencia y apoyo popular. Liderados por el Hombre Negro y el misterioso Asmodeo, los brujos utilizan los mismos trucos tecnológicos disfrazados de magia que la Jerarquía, aunque modificados para sus propios fines: liberar a la Humanidad de la tiranía de la falsa religión, aunque para ello se sirven, también, del miedo a lo sobrenatural propio del pueblo llano. Jarles no es consciente de ello, pero su rebelión contra los sacerdotes lo sitúa en el punto de mira de ambos bandos, preparados para utilizarlo como peón en lo que va a ser la mayor guerra santa de la Historia.

Fritz Leiber es sobre todo conocido hoy por sus historias protagonizadas por Fafhrd y el Ratonero Gris, cuentos de espada y brujería narrados con un humor socarrón que han mantenido intacta su frescura a pesar de contar –los primeros de ellos- con más de setenta años a sus espaldas. Leiber creó aquellas narraciones para satisfacer la ávida demanda de los lectores de las dos principales revistas pulp de la época, “Unknown”, centrada en el terror y la fantasía, y “Astounding Science Fiction”, dedicada a la ciencia ficción. Ambas cabeceras estaban dirigidas por John W.Campbell, el editor más influyente de la historia de la ficción especulativa. A su alrededor reunió a un plantel de escritores que reinventaron los parámetros de todos esos géneros en los años cuarenta: L.Ron Hubbard (luego fundador de la Cienciología), Theodore Sturgeon, L.Sprague de Camp, Robert A.Heinlein, Isaac Asimov, A.E.van Vogt, Jack Williamson, Clifford Simak, Henry Kuttner, C.L. Moore… y Fritz Leiber.

“¡Hágase la oscuridad!” fue la segunda novela de Leiber (tras “Esposa Hechicera”, una
fantasía sobre la brujería en los tiempos actuales que se serializó en “Unknown” aquel mismo año). Se dice que Campbell sugirió la idea de ese mundo arcaizante dominado por sacerdotes-científicos a dos de sus escritores: por un lado, Robert Heinlein, que en 1941 serializaría en “Astounding Science Fiction” el relato “Sexta Columna”; y por otro, Fritz Leiber con la historia que aquí nos ocupa, publicada en esa misma revista entre mayo y julio de 1943 (la edición en novela no llegaría hasta 1950).

Aunque se encuadra claramente en la categoría de novela de ciencia ficción, “¡Hágase la Oscuridad!” se apoya en buena medida en la imaginería propia del género fantástico o el terror gótico. Toda la charada escenificada por el perverso gobierno clerical está basada en la superstición y fanatismo que rodeaban la religión cristiana de la Edad Media. La Ciencia es utilizada bajo la fachada de la Magia, como una manifestación de las fuerzas divinas… o diabólicas. Porque, como hemos dicho, los rebeldes que luchan contra la tiranía teocrática juegan al mismo juego y también utilizan la mascarada “religión-ciencia” como arma propagandística, haciéndose pasar por brujos que manipulan fuerzas demoniacas más poderosas que las divinas. Una de las escenas más interesantes es aquella en la que un grupo de sacerdotes intentan exorcizar una casa encantada, que no es sino un inmueble trucado mecánicamente por el Hombre Negro para aterrorizar a los incrédulos. El lugar se convierte así en un campo de batalla entre ingenios y tecnologías.

Subvirtiendo la iconografía clásica, Leiber representa a los villanos con formas angelicales, mientras que los luchadores de la libertad se ocultan bajo la apariencia de demonios. Durante toda la novela, el lector se siente incapaz de decidir quién es realmente el malvado en esta contienda y si algo cambiará a mejor si los rebeldes obtienen la victoria. Además, el autor inserta pasajes llenos de esa socarronería pegada a la realidad que desmitifica ciencia y religión por igual. Los sacerdotes tienen su cabeza rodeada por un “halo” de santidad generado artificialmente que, además, sirve de indicador de que su campo de fuerza personal está activo.

“(…) la luz de su halo osciló en la calle poco iluminada y su campo de inviolabilidad chocó con el de su compañero.

—Resbalé —dijo sin gran convencimiento—. Uno de esos sucios fieles debe haber dejado caer alguna porquería.

(…) Era como una ciudad de muertos. Nadie, ni una luz, ni un sonido. Evidentemente, todas las reglas habían sido impuestas por la Jerarquía, recordó de mala gana, pero al menos habrían podido prever casos como aquel. Una ley, por ejemplo, que exigiera a los fieles estar atentos al paso de los sacerdotes durante la noche y apresurarse a iluminar su camino con antorchas. La escasa luz de su halo no era casi suficiente para evitar chocar contra las paredes”


Si se hubiera escrito hoy, “¡Hágase la Oscuridad” habría sido un abultado libro de cientos de páginas o incluso dado inicio a una saga multivolumen. Ciertamente, Leiber tenía en ese mundo y esos personajes material más que suficiente para desarrollar una aventura de dimensiones épicas, pero consigue encajar toda la historia en menos de trescientas páginas. La economía de medios narrativos, la capacidad para servirse de la elipsis cuando es necesario y las decisiones
que toma acerca del momento para revelar información pertinente para la trama denotan a un autor que, a sus 33 años, ya estaba más que acostumbrado a narrar historias. No es de extrañar. Los padres de Leiber fueron actores, a los que acompañó en alguna de sus giras familiarizándose con el arte dramático. Se graduó con honores en Filosofía y estudió en un seminario para trabajar luego como predicador laico. Empezó a publicar relatos a mediados de los años treinta al tiempo que trabajaba como profesor de declamación e interpretación o colaborando para “Science Digest”. Para cuando se dedicó a escribir a tiempo completo, no sólo no era un neófito en la mecánica narrativa, sino que tenía una visión única de dos campos tan contrapuestos y a la vez tan parecidos como son la Ciencia y la Religión, una dicotomía sobre la que ya había tratado en su primera novela aquel mismo año, la ya mencionada “Esposa Hechicera”.

Por otra parte, hay que ponerse en la piel de un lector de la época para comprender la osadía
que representó esta historia. Hoy, la imaginería y símbolos religiosos –al menos los cristianos en el mundo occidental- han perdido buena parte de su poder; pero en 1943, la presentación de la religión organizada como un gran engaño diseñado para dominar al pueblo era sin duda algo mucho más impactante. La creciente secularización de la sociedad capitalista y el exceso de escándalos y abusos de poder en el seno de la iglesia han privado a la iconografía religiosa de la influencia y respeto que disfrutara antaño. En el otro extremo, la brujería ha sido acogida y defendida con tanto entusiasmo por los neopaganistas que cualquier utilización de una bruja como villana acaba siendo objeto de numerosas protestas. Es por esto que “¡Hágase la Oscuridad!”, con sus siniestros sacerdotes y heroicas brujas, ya no parece hoy tan revolucionaria como lo pudo ser en su día.

Desde un punto de vista técnico, la novela dista de ser una obra maestra. Leiber retrata bien muchos de los personajes, dándoles personalidades bien diferenciadas, pero otros caracteres y pasajes adolecen de cierto esquematismo, como la potencial heroína que nunca llega a desarrollarse plenamente, o la súbita irrupción del aspecto interplanetario en el último momento. La Brujería parece demasiado bien organizada teniendo en cuenta su situación y las dificultades que arrostra. Y, por último, el autor inserta al final una pequeña relación de los hechos históricos anteriores a lo narrado en la trama, aclarando y matizando ésta, pero se trata de una información que podría y debería haberse presentado antes.

Tampoco los diálogos son precisamente destacables y en ocasiones el estilo de la prosa resulta algo acartonado. Además, en un intento de aportar más densidad y narrar la historia desde múltiples puntos de vista, Leiber cambia el foco de atención de un personaje a otro con excesiva frecuencia habida cuenta de la escasa longitud de la novela, lo que afecta a la continuidad.

No obstante, es necesario subrayar que no todos los defectos apuntados son achacables enteramente al autor. Es probable que algo tuvieran que ver las restricciones de formato y extensión a las que debía ajustarse Leiber dada su publicación seriada en una revista. Asimismo, la obligación de dar a todos los fenómenos una detallada explicación científica provoca a veces una merma en el carácter misterioso de ese mundo ficticio; pero, una vez más, ello respondía a la política de estricto racionalismo que John W.Campbell imponía a sus autores. Con todo, es muy interesante, por ejemplo, el tratamiento que Leiber da a los “Familiares”, criaturas clonadas semi-inteligentes diseñadas como complementos de sus “padres” genéticos y con los que mantienen un nexo telepático. Estos seres, que al principio son tomados como engendros demoniacos que se alimentan de sangre –lo que, efectivamente, hacen- son uno de los mejores elementos de la narración.

Y, como curiosidad, comentar que una de las armas con que cuenta la Jerarquía son los
llamados rayos de la ira, una especie de linternas que proyectan un fino rayo de energía color violeta. Normalmente se utilizan como pistolas, pero hay una escena en la que se describe un duelo: “(…) el Hombre Negro había tenido tiempo de pasar a la acción. Su rayo de la ira restalló y chocó contra el del Primo Deth y como los dos rayos eran de la misma potencia e impenetrables el rayo de Deth quedó detenido y no alcanzó a Dickon. Como dos espadachines de la antigüedad, el brujo y el diácono iniciaron un duelo singular. Las armas eran dos interminables hojas de un color violeta incandescente, pero la técnica era la de dos maestros de esgrima: fintas, estocadas, paradas, respuestas fulgurantes. El techo, las paredes y el suelo se llenaron de trozos rojizos incandescentes”. Resulta vagamente familiar: dos hombres luchando con espadas de luz destructora…. Estoy seguro de que hemos visto algo parecido en alguna película….

Los fallos de la obra, por tanto, son los propios de muchos relatos que vieron la luz en la época pulp y no empañan la originalidad de una historia que se narra con pulso y dinamismo. Con toda probabilidad, de haberla escrito treinta o cuarenta años después, Leiber habría cambiado muchas cosas. Pero en la época en la que apareció la ciencia ficción aún estaba llegando a su madurez, no se tomaba a sí mismo tan en serio como en décadas posteriores y primaba la diversión y la acción sobre otras consideraciones. Puede que con “¡Hágase la Oscuridad!” Leiber no hubiera alcanzado aún la plenitud como autor, pero sin duda estaba camino de ello.

“¡Hágase la Oscuridad!” es una obra que despertará opiniones encontradas. Por un lado, la historia es una sólida –aunque algo estereotipada- crítica a los peligros inherentes en cualquier organización que detente algún grado de poder, especialmente aquellas compuestas por individuos que se creen en posesión de la verdad. Por otro, la narración se antoja algo hueca, incluso pueril, particularmente en su tópico retrato de la religión organizada (una visión simplista por otra parte muy extendida entre los anglicanos como Leiber –recordemos que había sido predicador laico-). Pero incluso en sus peores momentos, Leiber es un estilista que sabe narrar con ritmo y sin caer en esa autoindulgencia tan común en las interminables sagas que nos ofrecen los autores modernos. Que cada lector decida hacia qué lado se decantan sus gustos.

2 comentarios:

  1. Uno de mis escritores más queridos. Fascinante y de gran lirismo. Se nota que venía de padres que representaban las obras de Shakespeare. Además Leiber realizó pequeños papeles para el cine. Me encantan las historias de Fafhrd y El Ratonero Gris y El planeta errante, que anticiparía la novela y el cine de catástrofe y Nuestra señora de las tinieblas, junto a Las crónicas del Gran Tiempo. En fin, qué te voy a decir.

    Que tengas unas felices fiestas y buen año.

    Abrazos

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  2. La saga de Fafhrd y el Ratonero Gris me gusta bastante -especialmente las primeras historias y aunque alguna de las novelas me aburrió mucho- pero en cambio "Nuestra Señora de las Tinieblas me pareció un soberano tostón. No le encontré la gracia por ninguna parte pese a su reputación de gran clásico del género fantástico. Respecto a los otros títulos de ciencia ficción, irán desfilando por aquí. Un saludo y feliz año para tí también!...

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