martes, 2 de diciembre de 2014

1968- ¿SUEÑAN LOS ANDROIDES CON OVEJAS ELECTRICAS? – Philip K.Dick (1)





De todas las novelas escritas por Philip K. Dick en la década de los sesenta, la más popular es la que ahora comentamos. Ello se debe en buena medida a la película “Blade Runner” (1982), dirigida por Ridley Scott y supuestamente basada en ella. De hecho, ha sido tanta la fama y el éxito que este film ha ido acumulando desde su estreno que muchos creen erróneamente que ambas obras, la literaria y la cinematográfica, pueden ser puestas en equivalencia.

Incluso aquellos que leyeron en su día la novela, tras ver la película tienden a recordar mal lo que Dick narraba en ella, no sólo porque la riqueza visual del film superaba con mucho a las parcas e insuficientes descripciones del texto de referencia, sino porque conceptualmente ambas obras diferían mucho. De hecho, Dick se lamentó amargamente de los cambios que sobre su novela efectuaron Hampton Fancher y David Peoples para el guión de “Blade Runner” y lo cierto es que hay que tratar a ambas como entidades diferentes con más diferencias que semejanzas.


Aunque publicada dos años más tarde, Dick escribió “¿Sueñan los Androides con Ovejas Eléctricas?” en 1966 y fue gracias a la potente traslación cinematográfica firmada por Scott que pudo aprovecharse del honor de ser considerada pionera y fundamental influencia en la formación del género ciberpunk. Ambas versiones de la historia, la literaria y la cinematográfica, ofrecen exploraciones interesantes sobre varias de las obsesiones que asediaron a Dick durante buena parte de su vida y en especial sobre la Inteligencia Artificial. Pero a diferencia de la película, la novela de Dick se preocupa menos por el misterio metafísico de la conciencia robótica que por las formas obsesivo-compulsivas en las que tendemos a alienarnos a nosotros mismos.

Como la mayoría de las novelas de Dick, ésta es también un trabajo complejo no tanto de leer como de interpretar. Con el comentario que sigue a continuación intento subrayar y desarrollar los temas presentes en este libro, para lo cual es inevitable introducir spoilers. Quede avisado el lector.

En un futuro cercano, los humanos han logrado dominar el viaje espacial hasta el punto de ser capaces de establecer, con la ayuda de androides, colonias en otros planetas. El ímpetu para esta misión colonizadora tiene su origen en la horrible situación en la que se encuentra la Tierra. Contaminada por el polvo radioactivo que dejó la Guerra Mundial Terminal (una guerra cuyas causas nadie parece ya recordar), el planeta madre ha sufrido una grave degradación medioambiental y la consecuente extinción de la mayor parte de las especies animales. Las grandes ciudades han quedado reducidas a esqueletos semiabandonados donde los que sobreviven tratan de sobreponerse al efecto degenerativo que el polvo radioactivo tiene sobre sus cuerpos e inteligencias.

Ante ese panorama, a la gente se la anima a emigrar a las colonias exteriores ofreciéndoles el aliciente de poseer androides con registro gubernamental –y que no son robots, sino organismos biológicos de origen artificial difíciles de distinguir de los verdaderos humanos- de los que servirse como mano de obra en lo que no es sino una vida sólo algo menos miserable que la de la Tierra.

Los androides comenzaron siendo organismos bastante primitivos, pero grandes empresas
como la Rossen Association desarrollaron modelos cada vez más perfectos e indiferenciables de los seres humanos. Sin embargo, esas mejoras en su inteligencia no vinieron acompañadas con un mayor reconocimiento legal o social. Siguen siendo considerados como objetos carentes de personalidad y, por tanto, derechos. En esas circunstancias, no es de extrañar que muchos desesperen a causa de la esclavitud y el aislamiento a los que son sometidos en las colonias, llegando, con demasiada frecuencia, a asesinar a sus amos humanos para escapar. Oficialmente prohibidos en la Tierra, si su presencia es detectada se los marca para “retirarlos” (claro eufemismo para “asesinarlos”) hayan o no cometido un crimen.

Rick Deckard es un cazador de recompensas contratado por la policía de San Francisco para encontrar y retirar a los androides. Su jefe le asigna la misión de hallar unos avanzados modelos Nexus-6 que han llegado a la Tierra y que ya han dejado fuera de combate a otro agente. Ahí comienza una persecución que cambiará por completo la percepción de Deckard sobre los androides y sobre sí mismo.

Philip K.Dick exploró una y otra vez a lo largo de toda su obra tres temas interrelacionados: la naturaleza múltiple y subjetiva de la realidad; la diferencia entre lo humano y lo mecánico, el original y la copia; y-sobre todo al final de su carrera- la búsqueda de Dios. Dos de sus novelas más conocidas, “El Hombre en el Castillo” y la enigmática “Ubik”, cuestionaban la naturaleza de la realidad presentando tramas en las que las situaciones percibidas como reales por los personajes no eran sino ficciones o pseudomundos construidos por otra entidad cuya realidad, a su vez, era creación de alguien más…. Estas realidades artificiales o alternativas pueden ser producto del arte, la tecnología, la publicidad o, en el caso de “Los Tres Estigmas de Palmer Eldricht”, de drogas que alteran la mente. Para Dick –y esto era casi literal habida cuenta de los problemas mentales que padeció a partir de los setenta- todas las realidades eran “realidades alteradas”, sublimaciones unas de otras.

Otra de las obsesiones presentes en sus novelas era la dificultad de distinguir entre lo
genuinamente humano y la copia desprovista de alma. Esta diferenciación entre uno y otra es lo que forma el corazón de “¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?”, enfrentando a unos humanos cada vez más incapaces de experimentar vida emocional y unos sofisticados androides que ya cuentan con inteligencia propia pero que todavía buscan la capacidad de sentir.

Esa línea divisoria que permite distinguir al hombre de su creación, es la empatía, esto es, la capacidad de percibir lo que otro individuo puede sentir y participar de ello. Los humanos tienen empatía; los androides no y por tanto se puede acabar con ellos sin censura ni remordimiento. El dilema que plantea la novela es doble: por una parte, los androides cuentan con inteligencias más y más sofisticadas capaces de desarrollar ciertos sentimientos embrionarios, pero con capacidad de evolucionar; y, por otro, los humanos del futuro que retrata Dick, que son cualquier cosa menos seres emocionales.

La novela se abre con la esposa de Dick, Iran, enganchada a un órgano de ánimos, una máquina capaz de inyectar sentimientos preprogramados directamente en la mente del usuario (por ejemplo “depresión culposa de seis horas”, o “conciencia de las múltiples posibilidades que el futuro me ofrece”, o “reconocimiento satisfactorio de la sabiduría superior del marido en todos los temas”). Todas las viviendas cuentan con su órgano de ánimos y la gente parece incapaz de llevar una vida “normal” sin recurrir a ellos, abandonando cualquier intento de controlar sus vidas emocionales y prefiriendo programárselas como si de robots/androides se tratara. Ello pone de manifiesto la anestesia emocional en la que se hallan sumidos aquellos que quedaron en la Tierra tras el éxodo masivo a las colonias.

La adicción a un artefacto tecnológico que fabrica una realidad simulada se extiende a la radio y la televisión, donde el popular y mediático Amigo Buster (que más tarde demuestra ser una creación virtual) controla los corazones y mentes de la audiencia, a menudo manipulándolos tan fácilmente como el órgano de ánimos. Dick describe así un mundo saturado con imágenes y mensajes en el que las líneas que separan lo real de lo virtual son difíciles de distinguir –si es que siquiera existen-. Su crítica al papel que
juegan los medios de comunicación de masas a la hora de modelar y orientar las vidas humanas está en consonancia con el análisis postmoderno sobre la cultura mediática de Jean Baudrillard, en el que teoriza que lo artificial, lo irreal en el mundo postindustrial reemplazará a lo auténtico, con la consecuencia de que la vida cotidiana se verá “desconectada” de la realidad.

El órgano de ánimos, como metáfora de nuestra cultura popular, ilustra los extremos hasta los que llega la sociedad moderna reemplazando lo real por lo simulado; los personajes de la novela necesitan sentir algo, lo que sea. Deckard se enfurece con su mujer cuando ésta programa lo que él cree que es una depresión sin sentido alguno, mientras que ella la interpreta como la necesaria expresión de una angustia existencial derivada de vivir en un mundo arrasado por la guerra nuclear. Iran está respondiendo así de forma intuitiva al vacío de vida, animal, vegetal y humana, en que se está sumiendo la Tierra: “Luego comprendí qué poco sano era sentir la ausencia de vida, no sólo en esta casa sino en todas partes, y no reaccionar (…) Pero antes eso era señal de enfermedad mental. Lo llamaban “ausencia de respuesta afectiva adecuada. Entonces (…) empecé a experimentar con el órgano de ánimos. Y por fin logré encontrar un modo de marcar la desesperación. La he incluido dos veces por mes en mi programa. Me parece razonable dedicar ese tiempo a sentir la desesperanza de todo, de quedarse aquí, en la Tierra, cuando toda la gente lista se ha marchado, ¿no crees?”.

Trágicamente, Iran siente que debe programarse emociones artificiales porque es incapaz de cualquier otra forma de experimentar el sentimiento que se diría el más natural en las condiciones en las que vive. Esta programación de emociones es un tema muy importante en la novela, especialmente si tenemos en cuenta que en ese futuro lo que separa a los humanos de los androides es la capacidad para sentir empatía por otras criaturas vivas, una emoción que se demuestra en las relaciones con los animales.

En ausencia de una vida social normal, los hombres centran su necesidad de dar cariño y atención en los animales domésticos. Pero como los auténticos son tan escasos que resultan inasequibles para un salario normal, la mayoría se ven obligada a comprar animales artificiales casi indistinguibles de los reales. Por un lado, esa posesión les brinda una ilusión de estatus social (cuanto más grande y sofisticado biológicamente sea el animal, más alto es el escalafón social que ocupan sus propietarios); por otro, alivian su sentimiento de culpa por haber exterminado la auténtica vida natural del planeta; y, finalmente, les proporciona un objetivo hacia el que canalizar su empatía. Ese interés desmesurado por los animales en contraste con la frialdad que se dispensa a los humanos es, por otro lado, corriente en nuestra propia sociedad.

No es que Deckard se engañe respecto a los animales sintéticos: “Mantener una imitación era, de
algún modo, un asunto gradualmente desmoralizador. Y sin embargo, dada la ausencia de un animal verdadero, era socialmente necesario. Por lo cual no le quedaba otra opción que seguir como hasta entonces. “ Deckard reconoce por tanto la existencia de la tiranía del objeto sobre el sujeto, convirtiéndose así en un precursor del pensamiento postmodernista: “Pensó también en su necesidad de un animal verdadero. Una vez más se manifestaba el odio que le inspiraba su oveja eléctrica, que debía cuidar y atender como si estuviera viva. «La tiranía de los objetos —pensó—. Ella no sabe que yo existo”.

Efectivamente, la obsesión de Deckard, aquello que le impulsa a realizar su trabajo y a jugarse la vida cazando androides, es ganar el suficiente dinero como para comprar una cabra auténtica a la que cuidar y alimentar. Ello es en sí mismo una ironía, puesto que su trabajo consiste precisamente en eliminar a seres, los androides, mucho más sofisticados que la cabra que él anhela, algo que el propio Deckard reconoce:” Jamás había pensado antes en la
semejanza entre los animales eléctricos y los andrillos. Un animal eléctrico era una forma inferior, un robot de menor calidad. O a la inversa, un androide era una versión altamente desarrollada del seudoanimal”
.

De esta forma, la obsesión con el dinero como medio de adquirir objetos que faciliten el ascenso social; la esclavitud voluntaria a la reprogramación emocional mediante el órgano de ánimos (que bien podría asociarse a nuestras drogas, legales o ilegales); la adoración totémica de animales como símbolo de un mundo mejor ya desaparecido… son síntomas sociales de la profunda alienación que sufren los individuos entre sí y con sus propias emociones.

Tan enfermizo como sentir una empatía exagerada hacia los animales es el tener que depender de otro ingenio tecnológico para sentir lo mismo por los seres humanos. Casi todos los habitantes de Estados Unidos son fieles seguidores del Mercerismo, una difusa religión que incluye conectarse a una “caja de empatía”, aparato no bien descrito pero que funciona conectando la mente del usuario con las de todas aquellas otras personas a su vez fusionadas con el aparato, en una experiencia emocional común y reiterativa centrada alrededor de la imagen de un anciano conocido como Wilbur Mercer: un personaje que vivió antes de la guerra, castigado por su poder de revivir animales muertos. En esa ilusión en la que se sumergen todos los devotos, Mercer sube trabajosamente una colina huyendo de unos misteriosos perseguidores. Al llegar a la cima es lapidado hasta la muerte y desciende al mundo-tumba para resucitar y reanudar su ascenso.

Los usuarios de la caja de empatía no sólo comparten el tormento y el éxtasis del anciano, sino
que sus cuerpos acusan físicamente las heridas sufridas por él. Es una forma de simular la comunión con otros seres humanos y evitar la interacción personal. Iran, por ejemplo, siente la necesidad de compartir las buenas noticias mediante la caja de empatía, dejando a su marido al margen. Como en otras novelas y cuentos de Dick, aquí la religión se convierte en una especie de objeto de consumo de masas al que se accede por la mediación de una máquina en la que bien podríamos pensar como antecesora del mundo virtual del ciberpunk. Las comparaciones con nuestra utilización de internet y las redes sociales son inevitables, puesto que muchos usuarios dedican más tiempo, atención y expresividad emocional a sus perfiles de facebook que a cultivar las relaciones personales.

Por tanto, los humanos son cada vez menos humanos, al menos en aquel aspecto que ellos consideran que les separa de los androides: el emocional. Pero es que, además, éstos se acercan al paradigma de lo humano. Analicemos a continuación este aspecto.


(Finaliza en la siguiente entrada)

1 comentario:

  1. Si bien me encanta la obra de Dick (las dos primeras que lei fue Ubik y un ojo en el cielo) esta novela la lei despues de haber visto la pelicula y, como vos marcas muy bien, ambas obras (a excepcion de los androides nexus y su caceria) son dos obras totalmente independientes entre si. Particularmente no es de mis preferidas pero aun asi tiene cosas que la hacen interesante y por encima de la media en la literatura de ciencia ficcion. Espero con ansias el segundo informe.

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