sábado, 19 de abril de 2025

1967- LOS HOMBRECITOS – Seron (7)

 


 (Viene de la entrada anterior)

 

 “El Último de los Hombrecitos” (serializado en 1987, con álbum en 1988) fue fruto tanto de la complicada situación personal que Seron atravesaba en ese momento como de los nuevos aires que desde hacía algún tiempo soplaban tanto para el comic europeo como para la revista “Spirou” y a los que el autor, desde el punto de vista conceptual, se había resistido hasta cierto punto. Fue esta una historia que nadie vio venir, que sorprendió a muchos lectores e indignó a otros tantos.

 

La historia comienza cuando un camión pierde accidentalmente tres cajas en la campiña cercana a Eslapión. Uno de los Hombrecitos que volaba en un coleóptero por la zona las encuentra y transporta una de ellas hasta la ciudad. Informados de la existencia de las otras cajas, Renaud, Lapaja y Laviga cogen otras tantas aeronaves para hacerse cargo de ellas sólo para descubrir que las ha cogido un labriego Grande. Pero cuando regresan a Eslapión, se encuentran con que todo el mundo parece haber caído en la locura. Las únicas excepciones son Cedilla (que aquí luce un peinado más acorde con la época) y un niño, Boliche, que se había escondido al ver lo que pasaba.

 

La responsable resulta ser una muñeca, que venía embalada en la caja y que tiene un tamaño equivalente a tres Hombrecitos. Se trata de un autómata que dispara desde sus ojos un rayo que hace perder el juicio a sus víctimas. Mientras tanto, el inventor, un chino bastante estereotipado, envía a sus sicarios a recuperar las cajas extraviadas. Un encontronazo fortuito les revela la existencia de los Hombrecitos y, a partir de este punto, comienza una masacre de éstos que nadie se esperaba. Los matones asesinan a tiros a Cedilla; Renaud liquida al homicida volándolo en pedazos con un bazooka y derriba de un disparo a otro utilizando su gran pistola. Otro de los villanos arroja un puñado de granadas por la puerta de acceso de Eslapión, creando una inmensa explosión que calcina a todos los habitantes y provocando un incendio que causa graves quemaduras y ceguera a Justino, el guarda del hangar de coleópteros y uno de los tres únicos supervivientes de la ciudad, siendo los otros Renaud y Boliche.

 

Justino acaba desintegrado por otra de las muñecas y aunque Renaud consigue acabar con los autómatas, el perverso chino y el último sicario que le quedaba, es una victoria pírrica porque Eslapión ha quedado destruida y todos sus habitantes han muerto en el curso de tan sólo unas pocas horas. Renaud deja a Boliche en casa de un Hombrecito que tiempo atrás pidió al doctor Hondegger recuperar su tamaño normal para así terminar sus estudios. De regreso a lo que queda de Eslapión, muere en un accidente de su coleóptero. La última imagen del álbum es una página-viñeta en la que otro de los personajes del catálogo Spirou, Tinieblo Lalosa (“Pierre Tombal” dibujado por Marc Hardy), termina por colocar la última de las muchas pequeñas cruces que sobresalen en un cementerio.

 

Es difícil imaginar la impresión que esta historia causó en los lectores de la época. Las historias de Seron siempre habían sido ligeras y optimistas, respetuosas con la línea de la tradición Dupuis. Pero esta entrega no es más que una muerte tras otra, culminando en la liquidación de todos los Hombrecitos excepto un apesadumbrado niño. Ni siquiera las torpezas del villano de turno consiguen aliviar la tragedia. Para colmo, lo que parecían unos insertos cómicos, dos páginas de publicidad ficticia intercaladas con la historieta principal, tienen un sabor de lo más siniestro. Seron no muestra explícitamente la violencia, se limita a sugerirla fuera de plano o con figuras sólo parcialmente entrevistas, pero el efecto es claro. El impacto es todavía mayor dado que nadie esperaba que un contenido tan oscuro y desesperanzador pudiera dibujarse con el trazo semicaricaturesco y alegre de Seron (a menos, claro, que se hubiera leído “Ideas Negras”, 1981, de Franquin).

 

La reacción de los lectores fue la esperable. No fueron pocos los que, antes incluso de que apareciera el siguiente número de la revista, escribieron a la redacción expresando su sorpresa e indignación por el nivel de violencia exhibido. Muchos creyeron que Seron quería terminar con la serie y criticaron amargamente su forma de hacerlo. Lo que no sabían es que todo había sido un experimento, uno más de los que Seron, de vez en cuando, gustaba hacer. La semana siguiente apareció el auténtico final de la aventura: tres páginas que revelaban que lo que habíamos leído no era sino una película rodada por Esteban Estilete, uno de los Hombrecitos y cineasta de profesión, que volvía a Eslapión tras ganar con esa obra un gran premio internacional. Creyendo que su triunfo en el mundo de los Grandes le iba a garantizar una bienvenida calurosa por parte de sus conciudadanos, ignora que éstos le esperan furibundos por haber sido engañados: mientras se rodaba la película con ellos figurando como actores, creían estar protagonizando un tierno drama romántico, pero Estilete la transformó durante el montaje en un film apocalíptico y truculento.

 

Es difícil imaginar que los antiguos dueños de la revista hubieran dado el visto bueno a una aventura como esta. Los Dupuis tenían un talante conservador en virtud del cual consideraban la revista “Spirou” y sus personajes como representantes no sólo de unos valores sino de una forma de hacer comic. Pero es que la editorial ya no estaba en sus manos. En octubre de 1984, tras múltiples disensiones internas en la familia propietaria, los Dupuis venden sus acciones a tres grupos empresariales: Hachette, Groupe Bruxelles Lambert y Editiones Mondiales. El cambio de propiedad conlleva otro de orientación, consolidando definitivamente una transformación que llevaba gestándose desde tiempo atrás. Empiezan a publicarse series de tono más adulto, a veces con un grafismo heredero de los maestros clásicos de la Escuela de Marcinelle y otras con una línea muy realista: “XIII” y “Largo Winch”, escritas por Jean Van Hamme y dibujadas respectivamente por Vance y Franq; el antes mencionado sepulturero “Pierre Tombal”, de Cauvin y Hardy; “Los Innombrables”, de Yann y Conrad; “Soda”, de Tome, Warnant y Gazzoti; “Theodore Poussin”, de Frank Le Gall; “Jeremiah” de Hermann; “Kogaratsu”, de Michetz y Bosse…

 

Este movimiento de renovación se produjo simultáneamente a la relajación de la censura en el medio, tanto la externa impuesta desde organismos oficiales como la interna derivada de los editores. Ya nadie se escandalizaba por la representación explícita de violencia o sexo y las editoriales perdieron el miedo a convertirse en centro de escándalos y polémicas. Esto facilitó el ascenso de guionistas más ambiciosos que contribuyeron a elevar el comic y ampliar su público potencial gracias a historias más adultas y sofisticadas.  

 

Puede que “Los Hombrecitos”, a veinte años de su nacimiento, parecieran cada vez más un bastión de la vieja escuela, quizá algo caducos en comparación con otras series más vibrantes y modernas con las que compartía revista, pero con “El Último de los Hombrecitos”, Seron dio un golpe sobre la mesa demostrando que, sin abandonar su línea clásica y amable, era capaz de hacer historias de una gran dureza. Otra cosa muy diferente es que deseara darle a sus personajes un giro tan radical de forma permanente. Ni ello hubiera estado en sintonía con su propia sensibilidad ni los seguidores de su obra se habrían mostrado satisfechos, tal y como demostraron con las mencionadas cartas a la redacción.

 

Por el contrario, el siguiente álbum, “El Volcán de Oro” (serializado en 1988, edición en álbum el mismo año) parece un paso atrás, siendo una aventura mucho más convencional, incluidos ciertos clichés raciales que a esas alturas ya estaban más que obsoletos. La historia responde al deseo de Seron de mantener viva a su otra creación, “Los Centauros”, que había incorporado a la galería de personajes de “Spirou” en 1977. Se trataba de las aventuras de una pareja de jóvenes centauros, Aurora y Ulises, que, desterrados del Olimpo por desobediencia, trataban de encontrar en sus viajes por la Tierra una puerta para regresar a su hogar. La última aventura de estos personajes, la cuarta, se publicó en 1986. Como ya he apuntado, poco antes se produjo un cambio de propietarios y de política editorial. A partir de ese momento, cada autor debía realizar una sola serie para el semanario y, ante la tesitura de tener que elegir, Seron se decantó por sus personajes más veteranos y exitosos comercialmente, “Los Hombrecitos”. No tardaría mucho Seron en encontrar otra editorial para ellos (concretamente MC Production), pero, entretanto, decidió interpretar a su conveniencia las nuevas directrices de la editorial, mezclando el universo de “Los Centauros” con el de “Los Hombrecitos”, un experimento que, como ya vimos, había realizado años atrás con “Quena y el Sacramús” de Gos.

 

La historia comienza cuando Zeus encomienda a Aurora y Ulises una misión. Tras dar un paseo por el siglo XX, se había dado cuenta de que no había satisfecho el juramento que le hizo a una tribu africana respecto a concederles la libertad. Un pequeño olvido que ahora quiere solucionar enviando a esa época a los dos centauros para que recaben la ayuda de Los Hombrecitos y liberen a esos desgraciados. Y así, para consternación de todos sus habitantes, aparecen en Eslapión, pero sin reducir su tamaño. Aunque a regañadientes, Renaud lidera un pequeño grupo integrado por Domingo y Laviga (el Laviga blanco y apático que habían recogido en “El Agujero Blanco) –a los que luego se unirá Cedilla- que, junto a Aurora y Ulises, atraviesan una puerta mística que éstos pueden invocar para llegar inmediatamente al volcán africano donde los pigmeos en cuestión están siendo obligados por dos sinvergüenzas blancos a trabajar como mineros esclavos extrayendo oro de su interior.

 

“El Volcán de Oro” es un regreso a una etapa primigenia de la serie, abandonando temporalmente la introducción de conceptos atrevidos como motor de la aventura. De hecho, el argumento tiene un sospechoso parecido con el de “La Mina y el Gorila” (1957), una de las aventuras clásicas de Spirou y Fantasio, dibujada por Franquin, en la que ambos encontraban a dos ingenieros blancos esclavizando a los nativos para que les entregaron oro. El elemento diferenciador sería la introducción de los dos personajes extraídos de la mitología griega, pero el problema –y esto es cuestión de gustos, por supuesto- es que ambas series tienen tonos y premisas muy diferentes que no terminan de casar. “Los Centauros” son pura fantasía mitológica, mientras que “Los Hombrecitos” se apoyan en conceptos “científicos”.

 

Intentando cerrar algo esa brecha, Seron prescinde de los tradicionales elementos tecnológicos de la serie. Sí, Eslapión tiene una arquitectura futurista y monorraíles que recorren todo su entorno, pero no veremos aquí, por ejemplo, coleópteros o cualquier otro vehículo volador que habría sido de gran ayuda en la peripecia. Al contrario, los Hombrecitos expedicionarios viajan en un carromato de aire medieval tirado por Ulises. Quedaba por resolver, claro, la espinosa cuestión de cómo iban a viajar al centro de África sin llamar la atención una pareja de centauros con piel de color azul y tamaño “natural” y un grupo de humanos diminutos. Para resolverlo, Seron recurre a un deux ex machina de manual: la puerta “mística” que los centauros pueden invocar siempre que lo deseen y que, a todos los efectos, actúa aquí como una especie de ingenio teleportador que igual los traslada por el tiempo que por el espacio.

 

Pero lo que más chirría del álbum es su representación de los africanos esclavizados. En 1988, la problemática de ese continente ya era harto conocida en occidente. Las guerras civiles y de independencia o los movimientos revolucionarios habían sido ampliamente cubiertos desde hacía décadas por la prensa y la televisión. En esos momentos, además, el apartheid sudafricano estaba de plena actualidad gracias al boicot internacional y el activismo de figuras como Nelson Mandela. Por eso, ver aquí a los tópicos “negritos” cabezones, de labios gruesos, faldillas de mimbre y huesos en el tocado que habían sido tan comunes en el comic durante la primera mitad del siglo XX, no puede ser sino tachado de torpeza imperdonable. Si lo que quería el autor era, precisamente, articular una crítica a la explotación de las riquezas y gentes de África por parte de las naciones europeas, fracasa estrepitosamente. Esa explotación seguía produciéndose en los 80 a través de grandes corporaciones –de hecho, hasta el día de hoy, aunque otras naciones no europeas hayan entrado en el juego-, pero pierde validez cuando lo que presenta es unos nativos sumisos que se comportan como niños y a los que salvan unos europeos tan blancos como sus opresores.

 

Hay otros elementos en “El Volcán de Oro” que también ameritan mención. Por ejemplo, lo que parece ser un coscorrón a la censura en los comics que, como ya he dicho, era una preocupación que ya estaba en pleno retroceso gracias a los nuevos vientos que soplaban en la sociedad y, por consiguiente, en la industria. Los dos centauros, obviamente, van desnudos, un hecho que escandaliza al CPBC, el “Comité Para la Protección de las Buenas Costumbres” de Eslapión, básicamente un puñado de ancianas –bastante incongruentes, por otra parte, con la atmósfera futurista de la ciudad-. Éstas se pasan toda una noche tejiendo una especie de pantalones y jerséis ridículos con los que tapar caritativamente a sus invitados. “Estos pobres críos estaban azules de frío y… ¡ejem! De…de frío y..y ¡y además estaban desnudos!”, dice una de las promotoras, a lo que otra añade: “Estos chiquillos estaban desnudos y, al igual que el buen San Martín, los hemos vestido para ocultar el pecado”. Cuando Laviga, escandalizado por ese atropello a los invitados, apela a Renaud, este se aleja resignado: “Prefiero cien veces combatir solo con mis puños contra un ejército de “grandes” que contra estas puritanas”.

 

Repite Seron un recurso que ya había ensayado en el álbum anterior y que volveremos a ver más adelante: la inclusión de viñetas en las que un niño (etiquetado como “lector”) hace comentarios sobre lo que está pasando y da su opinión. Con él, Seron nos informa con humor de que es perfectamente consciente de ciertos aspectos que podemos considerar fallidos o incoherentes, interpelando a sí mismo a través del infante: “No es posible pasar de un continente a otro por una puerta. ¡A ver si sois más creíbles! ¡Si no, me pondré a leer Tintín!”; o “¡Qué ritmo más lento! ¡Si me hubieran dado a mí este guion, ya haría tiempo que los esclavos serían libres!”; u “¡Oye Seron! ¡Para las viñetas en negro no te has esforzado mucho que digamos!”.  

 

Por último, querría hacer mención a los villanos. A diferencia de otros adversarios de los Hombrecitos en épocas pasadas de la colección, estos dos aventureros son esencialmente perversos. Apenas ofrecen momentos en los que aligeren su mal proceder con humor y no se redimen al final. Son crueles, codiciosos, traicioneros y desleales. Pero quizá lo más chocante sea que Seron se atreva a darles de forma explícita un final violento producto de sus propios pecados. Franquin ya había sugerido una conclusión tal para sus villanos en la mencionada “La Mina y el Gorila”, pero aquí ese desenlace se muestra de forma abierta y clara, quizá gracias a los nuevos tiempos, más permisivos con la representación de la violencia, que corrían para la revista y que, como dije, Seron había aprovechado en el álbum anterior, “El Último de los Hombrecitos”.

 

Si “El Volcán de Oro” había sido una propuesta más tradicional dentro de la línea de aventuras propia de la revista, la siguiente entrega, “Una Historia sin Guión” (serializada en 1989 y álbum en ese mismo año) es todo lo contrario, otro experimento que Seron pudo hacer aprovechando el proceso de renovación editorial que había propiciado una mayor apertura y una relajación de la censura.

 

El álbum empieza con una dedicatoria, “Para Magda”, en la que una gran mujer rubia con grandes ojos azules mira fijamente a un intimidado Renaud. Efectivamente, todo el álbum va a consistir en los intentos de éste por acudir a las sucesivas invitaciones telefónicas que le hace esa mujer para que acuda a su casa. Cada una de sus salidas termina en desastres sucesivamente más graves y rocambolescos que le impiden llegar a su destino, empezando por un simple manchón de pintura en el traje que le obliga a regresar a casa para cambiarse; luego el atropello de un caracol que le deja cubierto de baba; un vuelo involuntario en globo seguido por un chapuzón; el enganchón de un alambre de espino, etc, En fin, una sucesión de gags estrafalarios (de hecho, el título original es “Petits Hommes et Mini-Gagagags”) en los que Seron maltrata despiadadamente a su hasta entonces resuelto y victorioso protagonista.

 

El álbum está repleto de detalles interesantes producto de esa nueva libertad con la que trabajaba Seron. Para empezar, la belleza con la que Renaud quiere reunirse es la propia esposa del autor, Magda, una mujer que, a decir de quienes conocieron al matrimonio, era en muchos aspectos su antítesis. Si Seron era solitario, reservado y circunspecto en su trato con los aficionados, ella era sociable, enérgica y abierta. No es la única persona de su entorno que Seron introduce en la historia, aunque para identificar al resto sea necesario conocer algo de su vida privada. Por ejemplo, aparece en un par de ocasiones una iracunda mujer de pelo crespo seguida por tres niños a los que se refieren como “Medusa” y que es, en realidad, su exesposa, cuya separación fue particularmente difícil. En otro momento de metalenguaje, se produce un “accidente” con el color que está aplicando quien era el colorista habitual de la serie, el italiano Vittorio Leonardo, quedando una serie de viñetas cubiertas de azul que un operario tiene que rascar. En la plancha 41, la primera viñeta se ha dejado en blanco excepto una banda negra que la atraviesa y un texto dedicado a la memoria de Christine, la por entonces recién fallecida esposa de otro autor de la revista, Marc Hardy, que había entintado varios de los álbumes de la serie. Hay otros personajes secundarios que, claramente, son caricaturas de personajes próximos al autor pero de los que no puedo dar razón por ignorar los detalles.

 

Seron también recupera la figura del niño lector que lanza pullas e imprecaciones al autor cuando está disconforme con tal o cual escena. Y, a diferencia de lo que es habitual en la serie, toda la peripecia transcurre en Eslapión, lo que le brinda al autor la posibilidad de describir visualmente un poco mejor esa mezcla marca de la casa de futurismo respetuoso con el medio ambiente y tradicionalismo, así como ampliar el plantel de personajes.

 

Y, por último, hay varios momentos sorprendentes por su osadía o incluso irreverencia y que jamás habrían visto la luz bajo la paternalista dirección de los Dupuis. Por ejemplo, la historia arranca con Renaud siendo pillado in fraganti por el autor leyendo una revista erótica. Algo después, de camino a casa de Magda, ve a un niño llorando porque quiere orinar y no se atreve a soltar su globo. Renaud se ofrece: “¿Quieres que te lo agarre?”, a lo que el niño responde “Si te acercas, se lo diré a mamá”. “Me refería al globo, tontaina”, aclara Renaud. Más tarde, deprimido por su mala suerte, se sienta en un banco y un sacerdote se acerca: “Para aliviar tu problema solo la comunión en la fe con el todopoderoso puede ayudarte. ¿Quieres tu hostia poco hecha, en su punto, dorada o carbonizada? Me he fabricado un pequeño “tostahostias” a pilas. Lo llevo siempre en mi faltriquera para mis administrados”. Cuando Renaud le reprende por semejante iniciativa, el religioso se defiende: “Sin duda es poco ortodoxo, pero con mermelada o miel, saben mucho mejor”. Hay asimismo burlas a los militares, los médicos, los policías o los suizos…por no hablar de dosis de humor negro como el episodio de la sardina, la broma pesada que le gastan a Renaud Laviga y Hondegger o la desafortunada ayuda de Cedilla. Un álbum, en fin, inusual en la colección por su espíritu anárquico y ácido.

 

(Continúa en la siguiente entrada)

 


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