sábado, 1 de noviembre de 2025

2003- IAN – Fabien Vehlmann y Ralph Meyer

 

 Antes de fallecer en 2007, el guionista y antiguo editor de la revista “Spirou”, Yvan Delporte, calificó a su joven colega Fabien Vehlmann como el “Goscinny del tercer milenio”. Con ello aludía a lo que consideraba talentos compartidos por ambos creadores: su fecundidad en una diversidad de géneros, combinando el absurdo, la sátira mordaz y los juegos de palabras; la capacidad para construir relatos largos basados en ideas sencillas pero interesantes; y el uso de un humor inteligente que atrae tanto a jóvenes como a adultos. Esa equiparación se oficializó en 2020, cuando Vehlmann ganó el Premio René Goscinny al mejor guion por el primer volumen de “El Último Atlas”, consolidándolo como una de las figuras más destacadas del moderno comic francobelga.

 

Para cuando apareció el primero de los cuatro álbumes de que consta la serie de “IAN”, editada por Dargaud, Vehlmann y el dibujante Ralph Meyer ya habían colaborado antes en otra obra de Ciencia Ficción, “Un Futuro sin Nubes” (2001). En el caso que ahora nos ocupa, nos proponen una serie conceptual y artísticamente ambiciosa que ofrece una lectura absorbente y un dibujo de factura sobresaliente.

 

Julio de 2044. En el cuartel general de la Sección de Rescate Especial, en Tucson, Arizona, el comandante Sául, líder de ese equipo de élite, recibe una delicada misión: rescatar a la tripulación de un batiscafo atrapado por un deslizamiento submarino en Nueva Siberia. El sumergible se encontraba realizando tareas de desmantelamiento nuclear en un cementerio de cruceros, cuando fue golpeada por una ballena, quedando ambos, cetáceo y embarcación, atrapados por los escombros.

 

Estos militares están acostumbrados a las misiones de riesgo, pero esta vez deben incorporar un factor desconocido con el que no se sienten cómodos. Los profesores Joseph Remski y Claire Neyman, del Instituto de Investigación de Inteligencia Artificial, les imponen un nuevo miembro: Ian, acrónimo de Inteligencia Artificial Neuromecánica. Se trata de un prototipo de "robosapiens" ultrasofisticado, diseñado para pensar autónomamente, aprender e incluso sentir. Ahora bien, la investigación de este tipo de I.A.s muy complejas fue prohibida tiempo atrás, por miedo al daño que pudieran llegar a causar y obedeciendo las exigencias de una sociedad duramente golpeada por el desempleo producto de la aplicación de estas tecnologías. Los dos científicos que han creado a Ian, sin embargo, están convencidos tanto de la necesidad de profundizar en ese campo del conocimiento como de que Ian será beneficioso para la Humanidad.

 

Cuando llegan a la zona del accidente, los comandos del SRS se reúnen con varios trabajadores locales de esa operación submarina e inician las labores de rescate. Sin embargo, las cosas se tuercen e Ian va a ser quien se ocupará de ir solucionando los problemas que van surgiendo: calmar a la desesperada ballena cuyos violentos movimientos están empeorando la ya crítica situación; y reducir a los comandos enviados por un criminal internacional para recuperar una “rust-bomb” (una bomba con bacterias que corroen el óxido) que llevaba el batiscafo y que el equipo de rescate iba a entregar a las autoridades.

 

Ian resulta ser un activo de gran valor, sí; y, efectivamente, puede aprender y demuestra emociones. Pero también experimenta ocasionalmente unas misteriosas crisis en las que sufre unas alucinaciones que nadie puede explicar y que sólo sus creadores conocen. Si se arriesgaron a testarlo en una operación de campo –poniendo en peligro las vidas de sus compañeros- fue sólo porque necesitaban presentar resultados tangibles a los inversores del Instituto.  

 

En este primer volumen, titulado “El Mono Eléctrico” (el mote despectivo que le dan a Ian) y publicado en 2003, Vehlmann y Meyer nos ofrecen una historia que fusiona diferentes sensibilidades a la hora de abordar no sólo la CF, sino también el comic. La premisa recuerda mucho a la que servía de motor narrativo de los “Thunderbirds”, las supermarionetas televisivas creadas por el británico Gerry Anderson: un equipo de rescate altamente especializado con atuendos y equipo llamativo, apodos sonoros y vehículos de alta tecnología. Por otra parte, más allá de la acción, el núcleo del argumento se centra en si Ian, una IA adaptativa capaz de sentir dolor y experimentar emociones, puede trabajar junto a los humanos y ser aceptado por ellos. Es un concepto que, inevitablemente, nos recuerda al “Astroboy” (1952) de Tezuka o al androide Data de “Star Trek: La Nueva Generación” (1987-94), pero que se remonta mucho más atrás, a los cuentos de “Adam Link” (1939) escritos por Earl y Otto Binder o, ya puestos, incluso a “Pinocho” (1883) de Carlo Collodi.

 

Según la descripción que de él hacen sus creadores, a Ian no se le enseña, sino que aprende. Este comic se publicó originalmente en 2003, pero esta diferencia aparentemente sutil entre “enseñar” y “aprender” es la piedra angular de gran parte del funcionamiento de la IA moderna. Basta con leer la historia de cómo Google creó una IA que desarrolló su propio lenguaje, incomprensible para los humanos, o ver cómo las distintas redes neuronales actuales procesan datos para darse cuenta de que Vehlmann estaba al tanto del campo sobre el que escribía.

 

Ian es, como debe ser y como deja claro el título de la serie, el protagonista. Es el personaje que más evoluciona en el curso de la historia, más que todos los humanos que le acompañan, los cuales se ajustan bastante a los clichés de comandos endurecidos en mil lides que hemos visto en muchísimas ficciones. El único cambio que registran éstos es que aprenden a respetar a Ian y lo aceptan como uno más del equipo. En cuanto al androide, al principio se siente como un pueblerino en la gran ciudad. Es natural. Nunca antes había salido del laboratorio y todo es nuevo para él. Sus compañeros lo subestiman (no los rusos, dado que ignoran su naturaleza artificial) pero aprende rápido y les obliga a cambiar de opinión demostrando su valía salvándoles la vida no una, sino dos veces. Ahora bien, como ya apuntaba en el resumen, Ian tiene un lado oscuro pugnando por aflorar y que mantiene al lector en suspense e incertidumbre respecto a cómo reaccionara ante la siguiente crisis.

 

También el detallado dibujo y clara y concisa narrativa de Ralph Meyer es una lograda lograda fusión de estilos americano, británico, francés y japonés. Su línea recuerda a Moebius, e incluso aún más a Colin Wilson, el artista que tomó el relevo de aquél en “Blueberry”. El entintado, las texturas y cierta “suciedad” de algunas escenas no habrían desentonado en las páginas de la revista inglesa “2000 A.D.”. No estamos aquí todavía ante el maestro que asombraría a todo el mundo unos años después en “Undertaker” (2015) y sus personajes aparecen un poco más rígidos y retratados con algo menos de seguridad, pero su sentido del diseño y la composición es ya impecable, así como su uso del primer plano, el plano medio y el general.

 

El guion de Fabien Vehlmann es igualmente irreprochable: una historia fácil de seguir que, ya desde el principio, plantea preguntas inteligentes que, sin avasallar al lector –al fin y al cabo esto vendría a ser el equivalente a un episodio piloto de una miniserie televisiva- definen de forma bastante precisa al protagonista y la previsible evolución futura que tendrá. Ian es lo suficientemente humano como para que los lectores puedan empatizar con él, viéndolo como una especie de “niño grande” por mucho que sea capaz de hazañas imposibles para un hombre normal.

 

Formalmente y desde el punto de vista del entretenimiento que proporciona, es difícil ponerle pegas a “El Mono Eléctrico”. Quizá el único problema es que, dada la talla de ambos autores y la calidad de otras obras en las que han participado, sea legítimo esperar algo más de lo que finalmente ofrecen. Casi todo suena a ya visto, a receta antes degustada: el amable robot, protegido por un par de científicos, que debe demostrar su valía en el campo, es más que un clásico, es un cliché. Además, Ian es un androide que se asemeja en exceso a un humano salvo por su fuerza y algunas otras habilidades de combate y táctica. El conjunto es una lectura absorbente, sí, pero no lo suficientemente original como para destacar demasiado.

 

Al comienzo del segundo volumen, “Lección de Tinieblas” (2004), nos encontramos con Ian ya integrado en la Sección de Rescate Especial, cuyos miembros se han reunido en la casa de uno de ellos en Los Ángeles para presenciar por televisión la llegada del primer hombre a Marte. Es precisamente esa noche el momento elegido por un grupo étnico revolucionario que aboga por el resurgimiento de la cultura nativa para iniciar un levantamiento general en la ciudad. Las calles de Los Ángeles se llenan de incendios, saqueos, barricadas y grupos violentos. El equipo es requerido por sus jefes para abrirse paso a través de los disturbios y dirigirse a un lujoso centro comercial en el corazón del caos urbano. Sus órdenes son asegurar el lugar y sellarlo para evitar que los acaudalados clientes y los negocios de su interior sufran daño alguno.

 

Por el camino, tienen un encontronazo con una banda de saqueadores, pero sus órdenes son las de no detenerse a ayudar a nadie hasta llegar a su objetivo. Ian, sin embargo, no está de acuerdo y, para impedir que esos delincuentes pongan más vidas en peligro, detiene el lanzamiento de un cóctel molotov por parte de uno de ellos, lo cual le vale una severa reprimenda del comandante Saúl. Una vez en el centro comercial, Ian decide dejar el grupo y salir de nuevo al exterior para detener a la banda de la que habían tenido que escapar apresuradamente.  

 

Cuando los encuentra, están a punto de violar a una muchacha y él interviene, pero ni su sobrehumana fortaleza le salva de caer derribado. Justo cuando parece que va a morir a causa de los daños sufridos por la paliza que está recibiendo, tiene la visión de un ser parecido a un minotauro, el Nomo. Abandonándose a ese delirio y poseído por una furia y energía descomunales, asesina a sus quince agresores de formas espectacularmente violentas. Mientras tanto, las autoridades despliegan un armamento militar aún en pruebas, una especie de robots antidisturbios, que empiezan a electrocutar con pistolas táser a todo el que se cruza en su camino, dejando tras de sí más de mil muertos.

 

En “Lección de Tinieblas”, Vehlmann nos brinda un álbum pletórico de acción que cumple una función de transición. El estatus del robot protagonista deriva de lo visto en el primer volumen y, aunque la historia que aquí se narra es básicamente autónoma, también prepara el escenario para lo que habrá de venir en los dos álbumes siguientes.

 

Algunos han criticado lo poco que este álbum aporta al supuesto tema central de la serie sugerido en el volumen anterior, a saber, la evolución de Ian hacia la plena humanidad, favoreciendo en cambio el thriller de acción. No estoy de acuerdo. La crisis en la que se ven inmersos los miembros del equipo del SER sirve de catalizador para dos desarrollos importantes del protagonista. Por una parte, el comienzo de su independencia mental. Como ya apunté antes, Ian no está programado más allá de una base moral mínima modelada de acuerdo a unos valores universalmente aceptados y sobre la que edifica su propia personalidad aprendiendo de su interacción con otros humanos. Ahora bien, esa creciente autonomía le lleva a anteponer su criterio personal sobre unas órdenes recibidas de una autoridad pero que él considera inmorales. El problema es que Ian es una criatura creada en un laboratorio gubernamental y esa independencia, como es natural, no es bien recibida por un gobierno que, de repente, se encuentra con un operativo muy caro y letal que no está dispuesto a obedecer órdenes.

 

Por otra parte, está esa alucinación que Ian experimenta ante el trance de su inminente muerte, la cual no sabe si obedece a algún fallo de programación o se trata de una revelación trascendente. El origen de este extraño fenómeno se explicará más adelante, pero aquí sirve para despertar en él una faceta violenta, equivalente a la esquizofrenia psicótica humana, que se opone por completo a la claridad moral con la que se conduce en sus momentos de lucidez y que, por consiguiente, le desconcierta y atemoriza por mucho que también sea lo que ahora le salve la vida.

 

Por si no había quedado suficientemente claro en el primer volumen, Ian se consolida en este segundo como absoluto protagonista de la serie quedando el resto del SRS relegados al rol de secundarios sin arco propio. De hecho, desaparecerán casi totalmente de los siguientes álbumes habiendo ya cumplido satisfactoriamente su papel de introductores del protagonista al mundo real y las relaciones humanas.

 

Si la acción del primer álbum había estado limitada a un evento y localización muy concretos, Vehlmann aprovecha ahora para abrir el foco y bucear más en las complejidades de esa sociedad del futuro. Utiliza el aterrizaje en Marte y su promesa de un mañana mejor para resaltar las profundas desigualdades e injusticias y la sórdida realidad de la vida en la Tierra, algo que la colonización de otros planetas no ayudará a resolver. Ahí tenemos esa ciudad de chabolas confinada en un estadio deportivo desde la que irradia la revolución; el interés de las autoridades por proteger a los más ricos y sus propiedades por delante del resto de la población; o la despiadada manera que utilizan para sofocar el levantamiento. En los dos siguientes álbumes, continuará profundizando y ampliando esa distopía.

 

El dibujo de Meyer se aleja del estilo de Moebius o Colin Wilson, inclinándose más hacia lo que podría ser el de Dave Gibbons. Sus ya mencionadas virtudes siguen ahí, aunque en esta ocasión la violencia es más intensa, con reminiscencias del arte de Geoff Darrow para “Hard Boiled” (1990), aunque sin caer en lo grotesco, excesivo o gratuito. La técnica de Meyer consistía en dibujar las páginas en blanco y negro, añadiendo luego matices con aguadas. A continuación, escaneaba la página teniendo en cuenta la escala de grises, y después aplicaba los colores con ayuda del ordenador. Este procedimiento le permitía incorporar matices a los tonos planos con un resultado mixto entre el color directo y el digital.

 

A raíz de los disturbios de Los Ángeles, en “Blitzkrieg” (2005), Ian se ha convertido en un fugitivo y sus camaradas del SRS son convocados al Pentágono, donde el sorprendentemente joven general Eluard, les explica con claridad por qué hay que encontrar, arrestar y destruir a Ian. La crisis nerviosa que sufrió el androide no solo le permitió matar a sus atacantes, sino que también activó remota y autónomamente una respuesta automática de los drones militares, causando, como ya dije, más de mil muertes. Vehlmann anticipa así proféticamente uno de los principales problemas de la tecnología digital moderna: la hiperconectividad y la vulnerabilidad que conlleva.

 

Como era de esperar, los dos científicos que diseñaron a Ian y al que consideran algo así como un hijo, se niegan a participar en la cacería. Por el contrario, sus colegas del SRS priorizan la razón de Estado y aceptan colaborar ignorando que, presa de una auténtica crisis existencial, Ian acaba de intentar suicidarse arrojándose desde el edificio más alto de la ciudad. Obviamente –porque si no, la historia terminaría aquí- sobrevive y, aunque maltrecho, es rescatado por una ladrona de drones, que le pone en contacto con una pintoresca comunidad de activistas contra el uso de robots e inteligencias artificiales.

 

El ejército le tiende una trampa a Ian, que ha de vérselas cara a cara con quien va a ser su némesis: el mencionado general Eluard, que resulta ser un humano de inteligencia excepcional que ha recurrido a terapia genética y fármacos para potenciar sus ya amplias habilidades. Obviamente, es una versión genética de Ian, lo cual se relaciona directamente con el problema de la pérdida de empleos a manos de las IAs y los robots. Ian consigue frenarlo y escapar, pero se da cuenta de que debe ir a la raíz del problema y con ayuda de sus recientes aliados anti-robot se prepara para enfrentarse al mismísimo Presidente, burlando o doblegando su seguridad, para averiguar las auténticas razones por las que es perseguido y amenazarlo personalmente con el fin de que detenga la persecución.

 

Como ya apunté, Vehlmann amplía aquí el retrato de la sociedad distópica que sirve de marco a la peripecia personal de Ian. Existe una fuerte y amplia oposición al uso de robots (las IAs avanzadas, ya lo dije, están prohibidas por ley) en la mayoría de los trabajos, lo que ha privado a muchos humanos de su medio de vida, creando un caldo de cultivo para disturbios y revoluciones. El ejército parece tener una gran influencia y poder; es más, no tiene inconvenientes en usarlo sin contemplaciones. En un contexto degradado y falto de esperanza, Ian cada vez parece más humano y quienes le rodean, menos. El guionista utiliza al androide y su tragedia para intercalar reflexiones de carácter metafísico, como que, en el fondo, los humanos somos también seres complejos, hechos de tuberías y conexiones orgánicas, luchando por alcanzar un cierto grado de autonomía intelectual y paz existencial. En esta ocasión, la principal evolución de Ian consiste en su rebelión contra el gobierno que quiere matarlo y la confirmación de su anhelo de libertad. Para él, ya no hay marcha atrás.

 

Una vez más, Velhmann logra el equilibrio adecuado entre acción (las dos escenas de lucha, una con el general Eluard, obsesionado por matarlo; y otra, el secuestro del presidente) y la emoción (que pasa del tormento que sufre por haber matado a sus agresores en el pasado número y el miedo a que ello se repita, al hartazgo de desempeñar el papel de fugitivo injustamente perseguido y su determinación a vivir como criatura libre de buscar su destino). La historia, una vez más, se desarrolla con ritmo, claridad en el desarrollo, diálogos precisos y cuidadosa puesta en escena.

 

“Metanoia” es una palabra de origen griego que, en esencia, significa una transformación profunda o un cambio psicológico. Y ese es precisamente el muy adecuado título del álbum que cierra la serie (publicado en 2007). En el volumen anterior, Ian había descubierto que, desde el principio y secretamente, había estado conectado con los superordenadores de la Agencia de Seguridad Nacional, en principio para que éstos monitorizaran mejor su evolución. Sin embargo, los científicos subestimaron su capacidad neuronal para colonizar y controlar no sólo los ordenadores del Pentágono, sino de cualquier otro dispositivo online. Y ello, además, de forma inconsciente, respondiendo a su estado emocional.

 

Dado que el Pentágono ya no puede actuar contra él directamente, encarga la cacería a mercenarios, que adquieren equipo avanzado en el extranjero para evitar que Ian los neutralice. Desde los sucesos narrados en “Blitzkrieg”, Ian, convertido en el enemigo público número 1, lleva un año huyendo de estos operativos, recorriendo parajes inhóspitos y solitarios, cuando, tras dejar fuera de combate a uno de sus persistentes perseguidores, conoce a Ruby, una periodista que quiere cubrir su noticia acompañándole en su fuga. Ambos establecerán una relación basada principalmente en el propio interés, aunque ella irá poco a poco sintiéndose fascinada por ese complejo ser artificial con aspecto de novio perfecto y, eventualmente, compartiendo su causa.

 

Hastiado de la excepcionalidad que le ha convertido en diana de los ataques de toda una sociedad y que está transformándolo en un ermitaño insensibilizado cuya empatía y capacidad de comunicación se encuentran cada más mermadas, Ian se reencuentra con Crono, un personaje que conoció en “Blitzkrieg”, quien lo lleva a entrevistarse con Swainston, un enigmático tecnoligarca experto en mundos virtuales que vive recluido en un búnker protegido por un ejército privado. Éste le explica a Ian que el Nomo que se le aparece en forma de alucinación, es en realidad una IA autoconsciente generada espontáneamente, como muchas otras que han surgido por todo el mundo en el seno de internet sin que nadie las haya detectado. Swainson quiere utilizar a Ian para controlar a estas IAs y acelerar la inevitable guerra entre China y Estados Unidos, convencido de que la única forma de conseguir un futuro mejor es arrasar primero el presente.

 

El cuarto volumen de esta ambiciosa serie de ciencia ficción es, sin duda, el más logrado. Fabien Vehlmann se consolida aquí como uno de los mejores herederos de Jean Van Hamme en el género del thriller de acción. Utilizando una vez más toda su habilidad narrativa, aborda varias de las cuestiones metafísicas y éticas asociadas a la Inteligencia Artificial. No solo la trama se desarrolla con un ritmo ágil, los diálogos están bien escritos y la psicología de los personajes adecuadamente retratada, sino que los temas planteados son de un gran interés: las interfaces hombre-máquina, la capacidad humana para autodestruirse, la búsqueda de la paz universal, la manipulación mediática, la definición del alma y, sobre todo, el novedoso concepto de «inconsciente» artificial. Vehlmann explica coherentemente todos los enigmas sembrados a lo largo de los tres álbumes anteriores antes de ofrecer un final verdaderamente impactante que, sin duda, deja al lector descolocado.

 

“Ian” es, en resumen, una aventura ciberpunk de lectura absorbente que mezcla clichés con los conceptos novedosos. Explora de forma tan inteligente como entretenida el fenómeno de la Inteligencia Artificial, combinando momentos de violencia desatada con otros de reflexión introspectiva. La trama es más compleja de lo que su sencilla lectura puede hacer pensar, manteniendo la intriga hasta su conclusión. Una historia sin fisuras importantes que invita a pensar sobre la complejidad de los temas abordados y que, reconociendo sus influencias, consigue tener personalidad propia. Si a ello le sumamos el indiscutible talento gráfico y narrativo de Ralph Meyer, no se puede sino recomendar esta obra a cualquier aficionado a la CF.

 


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