Por algún motivo, el año 1990 trajo consigo un renovado interés del cine norteamericano por historias relacionadas con el Más Allá. La película más famosa de esta corriente, por supuesto, fue “Ghost” (1990), pero también caben mencionar la a menudo ninguneada “La Escalera de Jacob” (1990) de Adrian Lyne y la que ahora vamos a comentar, “Línea Mortal”, dirigida por Joel Schumacher.
Schumacher fue un antiguo escaparatista que entró en la industria
cinematográfica como diseñador de vestuario y que ha sido, probablemente, el peor
director al que se haya permitido manejar presupuestos de blockbuster. Debutó
con “La Increíble Mujer Menguante” (1981) y triunfó con “St.Elmo Punto de
Encuentro” (1985), en parte gracias al tirón de los actores protagonistas –el
colectivamente bautizado por la prensa como Brat Pack-. Siguió una sosa
película de vampiros, “Los Jóvenes Ocultos” (1987). “Línea Mortal” vendría a
continuación, pero en el futuro aguardaban varias adaptaciones de novelas de
Grisham, “Un Día de Furia” (1993), dos olvidables entregas de Batman (1995 y
1997), el thriller “Asesinato en 8 MM” (1999), la interesante “Última Llamada”
(2002) o la aburrida traslación cinematográfica del musical “El Fantasma de la
Ópera” (2004).
El guion corrió a cargo de Peter Filardi, que debutaba en pantalla
grande y que más adelante no se prodigaría demasiado, pudiendo mencionarse
“Jóvenes y Brujas” (1996), el remake televisivo de “El Misterio de Salem´s Lot”
(2004) y una cinta sobre satanistas reales que también dirigió, “Ricky 6”
(2000).
La película comienza con la famosa frase de raíces indias "Hoy es un buen día para morir". Y terminará con la expresión opuesta, cerrando el círculo. La verdad es que podría haberlo hecho mucho antes del final, alrededor del minuto 41, para ser más precisos, el momento en que la película empieza a perder el rumbo, pero no nos adelantemos.
Nelson Wright (Kiefer Sutherland) tarda unos 10 minutos de metraje en convencer
a sus compañeros, todos brillantes estudiantes de medicina de Chicago, para que
participen en un experimento ilegal. Éstos son la emocionalmente fría Rachel (Julia
Roberts), el promiscuo Joe (William Baldwin) el ateo y transgresor David (Kevin
Bacon) y el ingenioso y sensato Steckley (Oliver Platt). El experimento
consiste en parar el corazón de Nelson y reactivarlo un minuto más tarde, con objeto
de que, en ese intervalo, él pueda experimentar lo que hay “más allá”. Las
razones para tal temeridad van desde la curiosidad (¿Qué ocurre cuando mueres?
¿Es doloroso? ¿Qué ves? ¿Qué oyes? ¿Existe el más allá?) a la búsqueda de la
gloria científica pasando por la pura competitividad.
El experimento tiene lugar a altas horas de la noche en una zona
abandonada por obras de renovación de un edificio perteneciente a lo que parece
ser una facultad de medicina católica, un lugar idóneo para una película sobre temas
como la vida, la muerte y el más allá. Pinturas y estatuas religiosas
contemplan la escena, lanzando una silenciosa advertencia que, por supuesto,
será ignorada.
El arriesgado experimento, aparentemente, culmina en éxito: Nelson es
revivido y dice haber tenido una suerte de experiencias extracorpóreas
relacionadas con su infancia. Ahora todos quieren probar a desentrañar los
secretos de la muerte y desafíar los límites arriesgando sus vidas. El
siguiente en morir y resucitar, algunas noches después, es Joe, cuya
experiencia está poblada por chicas y mujeres desnudas. Más tarde será el turno
de David y Rachel, cada vez pasando más tiempo en muerte clínica y cada vez
teniendo sus compañeros más dificultades para traerlos de vuelta. Cada cual tiene
unas experiencias diferentes pero lo que ninguno de ellos sabe es que, al
volver de ese “más allá” no lo hacen solos, sino que traen consigo los pecados
de su pasado, incluso encarnados físicamente y capaces de interactuar en el
plano real con sus víctimas.
El problema de esta película tiene un nombre: Joel Schumacher, quien,
siendo un competente director de videos musicales –trabajó con Lenny Kravitz, INXS,
Seal, Smashing Pumpkins…), excede su capacidad cuando tiene que manejar una
trama y tono dramáticos. Su único talento aquí es la puesta en escena
(iluminación, diseño de decorados), aunque sin la menor pizca de sinceridad
dramática. Incluso cuando más tarde trató de hacer una película más contenida y
cámara en mano, como “Tigerland” (2001), el resultado no fue más que un
encadenamiento de clichés de la guerra de Vietnam y los campamentos de
entrenamiento de reclutas.
Es innegable que Schumacher y el director de fotografía Jan de Bont —quien
demostraría igual falta de talento como director en “Speed 2: Máxima Potencia”
(1997), “The Haunting” (1999) y “Lara Croft, Tomb Raider: La Cuna de la Vida”
(2003)— consiguen darle a la película una atmósfera oscura, asfixiante e
incluso medieval con esos cavernosos hospitales de arquitectura neogótica y
estancias catedralicias presididas por vidrieras y grandes estatuas clásicas. La
iluminación suave y desaturada, casi como si se hubiera fotografiado a la luz
de las velas, es excepcional, y la banda sonora de corte clásico, excelente.
En cuanto a las escenas de terror, Schumacher crea una dinámica mezcla
de destellos y efectos de humo al estilo de los hermanos Ridley y Tony Scott.
De vez en cuando, incluso, es capaz de dar forma a imágenes inquietantes, como
esas parpadeantes luces de obra que adquieren tintes siniestros, o cómo un
grupo de ciclistas nocturnos que pasan por el lugar parecen brevemente
espíritus salidos quién sabe de dónde. La “sala de operaciones” improvisada
parece sacada de “Frankenstein”: en el interior de un gran edificio de piedra,
con plásticos ondeantes alrededor, pinturas murales en las paredes… Una de las
sesiones tiene lugar durante la noche de Halloween, mientras frente al edificio
bulle una fiesta con hogueras y gente disfrazada.
Sin embargo, es imposible ignorar la impresión de que Schumacher
diseñó toda la película buscando la extravagancia y el efectismo más que la
lógica. Como ejemplo, valga el apartamento de Nelson, iluminado con tubos de
neón colocados a la altura de los tobillos, una disposición que no tiene más
sentido que el potente efecto que proporciona. Es exactamente lo que se podría
esperar si se pusiera a un escaparatista a dirigir una película de terror.
Aunque “Línea Mortal” puede recomendarse sólo por su evocadora
atmósfera, en última instancia es una aportación irrelevante al género de
terror científico. La premisa de arranque tiene un gran potencial y es
intrigante. Incluso transcurrido un tercio del metraje, cuando los personajes
han regresado de sus respectivos “más allá”, se mantiene cierto nivel de interés
respecto a lo que pueda pasar a continuación. Pero cuando empieza el segmento
que debería inspirar terror en el espectador, fracasa por completo puesto que
la intensidad de los experimentos nocturnos es mucho más eficaz que las escenas
posteriores en las que, supuestamente, los personajes son acosados por sus
propios fantasmas.
Nelson empieza a tener por las noches lo que al principio parecen
alucinaciones bajo la forma de un perro mutilado y un siniestro niño con capucha.
Pero resulta que no son producto de su imaginación, al menos no enteramente,
porque el infante le pega una paliza. El problema es que ver a un hombre adulto
siendo salvajemente agredido por un muchachito de un tercio de su tamaño, no da
miedo. Es más bien patético. Ni siquiera cuando más adelante empezamos a
entender lo que ocurre realmente, la situación transmite sensación de terror. Como
tampoco el tormento de Joe, comprometido con Ann (Hope Davis) pero a la que
oculta sus infidelidades grabadas en vídeo. Si bien es un recurso ingenioso que
a su vuelta de la muerte vea fragmentos de sus vídeos eróticos en pantallas de
televisión y monitores médicos desde los que le echan en cara sus perversiones
y traiciones, no percibimos su paranoia ni sentimos la más mínima compasión por
su situación. Y lo peor de todo, tampoco da miedo alguno y según el humor del
que se esté, puede hasta resultar cómico.
Lo mismo pasa con David, que mientras viaja en metro parece sumirse en
una especie trance onírico en el que una joven negra le insulta enfurecida. En
cuanto el vagón sale del túnel, el perturbador “espejismo” desaparece. Y en
cuanto a Rachel, es el suicidio de su padre, un veterano de Vietman
traumatizado, lo que pesa sobre su conciencia puesto que se siente responsable
de su muerte. Tampoco esto inspira terror.
Pero es que, además de problemas de tono, “Línea Mortal” los tiene
también en la trama. En lugar de compartir con sus compañeros los extraños
incidentes que están padeciendo, todos sufren en silencio sin necesidad. Cuando
Rachel le pregunta repetidamente a Nelson qué le ha pasado en la cara
(desfigurada por las palizas que le propina su pesadilla particular), le da vergüenza
confesar la verdad. Transcurre aproximadamente una hora antes de que la mayoría
de los participantes finalmente se sinceren y admitan tímidamente que tal vez
el experimento no fuera tan buena idea. Irónicamente, están equivocados porque
en lugar de demostrar la validez de conceptos religiosos como la vida eterna, han
conseguido averiguar algo mucho más descorazonador: la vida deja paso a una
especie de purgatorio donde se reviven los delitos y faltas sin esperanza de
absolución. Cada uno de los estudiantes esconde en su pasado momentos y actos
por los que se sienten culpables aun cuando creyeran haberlos enterrado para
siempre. Cuando David toma la decisión de buscar a quien hizo daño en la
infancia para que le perdone, marca un punto de inflexión, aunque tampoco
parece haber una pauta de expiación de esos pecados puesto que cada uno de los
protagonistas lo vive y resuelve de una forma completamente diferente que va
desde la reconciliación a la penitencia.
En fin, que tanto la búsqueda del “más allá” utilizando medios
científicos como los elementos de terror, acaban diluyéndose en una trama
bastante simplona sobre la angustia existencial de unos veinteañeros. Es como
si Schumacher hubiera hibridado su propio “St.Elmo Punto de Encuentro” con “Un
Viaje Alucinante al Fondo de la Mente” (1980) o las experiencias psíquicas de
“Proyecto Brainstorm” (1983).
Decidiendo abordar temas tan profundos y complejos como el de la
posible vida después de la muerte, los pecados, la responsabilidad, el
arrepentimiento y la maldad involuntaria, a lo más que llega el guion es hacer que
Joe se disculpe por grabar en secreto los encuentros sexuales con sus novias,
que David pida perdón a una niña a la que acosó en la escuela y que Rachel
comprenda y acepte el suicidio de su padre heroinómano. El mensaje que nos
lanza la película es exasperantemente banal: que todos los pecados del pasado
que nos atormentan en el presente y que pueden condicionar nuestro futuro tras
la muerte, pueden resolverse con clichés reconfortantes.
Si “Línea Mortal” no se hubiera empeñado tanto en suavizar su subtexto
terrorífico, habría funcionado mucho mejor. Y con suavizar, me refiero a la
falta de intensidad. Por ejemplo, en esas escenas donde Nelson es atacado por
su víctima de la infancia: no son lo suficientemente brutales ni creíbles. En
general, ninguna de las secuencias de acoso es tan cruel y dura como debería
para causar impacto en el espectador (y no me estoy refiriendo necesariamente a
aumentar los “sustos” o la sangre). El director Joel Schumacher apuesta sobre
seguro y no prepara la trama para culminar en el adecuado clímax
emocional.
Parte de esto se debe a que los pecados de los personajes son, en su
mayoría y como he apuntado, insulsos y banales. Rachel se siente culpable por
el suicidio de su padre cuando era pequeña. Nelson, también en la infancia, acosó
a un compañero que luego se cayó de un árbol y murió. David también atormentaba
a una niña negra de la escuela. Pero el único que ha cometido recientemente una
falta grave ha sido Joe: no sólo engaña a su prometida, sino también a las
jóvenes con las que se acuesta en el campus, grabándolas sin su consentimiento.
Si bien es a sus fechorías a las que la película dedica menos tiempo, son quizá
las peores porque no se trata de alguna travesura o crueldad infantiles, sino
de traiciones (incluso delitos) que comete siendo adulto y de los que no se
arrepiente hasta su regreso de la muerte. Cuando se resuelve su arco argumental,
queda claro que ni siquiera a la película le cae bien este personaje. En
defensa del guion, hay que reconocer que Joe es el único que sufre
consecuencias reales y significativas por sus actos, aunque el castigo no sea
acorde con la magnitud del delito, ya que simplemente pierde a su prometida
cuando esta se entera de sus infidelidades.
En cuanto a Rachel y su padre fallecido, hay un giro inesperado: a
diferencia de sus compañeros masculinos, ella no necesita purificación mediante
el arrepentimiento o la penitencia, sino compasión, entendimiento y
reconciliación. El problema es que tampoco este cambio de rol da el resultado emocional
esperado.
No he mencionado a Steckley y ello aun cuando me parece no sólo el
personaje más sensato sino el más simpático. Es el único miembro del equipo que
no está dispuesto a arriesgar su vida ni por la ciencia ni por la gloria. Además
de tener el buen juicio de no correr un riesgo innecesario, es un tipo
ingenioso, solidario y capaz cuyo único “problema” en la película es el de no
tener un drama personal propio ni un arco emocional que recorrer. También hay
arcos decepcionamente previsibles, como el de David, que al principio de la
película se presenta como ateo, una creencia que, irónicamente, es su principal
motivación para querer experimentar la muerte. Naturalmente, al final, le grita
a Dios suplicando su perdón por haberse atrevido a entrar en su territorio. Las
películas norteamericanas se sienten profundamente incómodas con los personajes
ateos. Si la historia necesita de uno, es apuesta segura que al final terminará
convertido.
Más problemas son los que encontramos en estructura y ritmo. A pesar
de que tiene una duración a mi juicio excesiva de casi dos horas, la trama
empieza sin rodeos, prácticamente in medias res. Para cuando conocemos al grupo
protagonista, Nelson ya ha puesto su plan en marcha y el primer experimento
tiene lugar enseguida. Aunque hay conversaciones entre ellos acerca de los
motivos que tienen para participar en él, no se dedica absolutamente nada de
tiempo a explorar cómo surgió la idea y cómo se conocieron todos inicialmente.
A partir de aquí, entramos un segmento demasiado repetitivo, no en lo que
respecta a las experiencias postmortem individuales, sino a los esfuerzos por
revivir a cada uno de ellos. Cada procedimiento implica enfriar la temperatura
corporal y usar algún brebaje químico. Revivir a la persona implica calentarla,
administrarle varias inyecciones intravenosas y un desfibrilador con alguien
gritando dramáticamente "¡Apartáos!". En casi todos los casos, para
aumentar el suspense, se requieren múltiples descargas, alguien tiene que
iniciar la RCP y todos gritan asustados. Es como si la apuesta tuviera que ser
más alta cada vez, cuando ya el primer intento fue suficiente. Además, la
tensión en cada una de las muertes va disminuyendo al saber que los personajes
van a volver.
Los actores, sin romper el molde, hacen un trabajo razonablemente
decente. No son ellos el problema de “Línea Mortal”. Tampoco lo son las escenas
donde los personajes debaten y analizan el proceso y sus hallazgos. Eso es interesante.
No, lo que hunde el barco es la reticencia a transmitir auténtico terror. Joel
Schumacher no era la persona adecuada para dirigir esta película. Directores
visualmente menos extravagantes pero igualmente inquietantes como John
Carpenter o David Cronenberg habrían sido, sin duda, mejores opciones para una
historia en el fondo tan inquietante como esta.
“Línea Mortal” tuvo un absolutamente prescindible remake en 2017 con el título de “Enganchados a la Muerte”
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