miércoles, 28 de agosto de 2024

1940- LA INVENCIÓN DE MOREL – Adolfo Bioy Casares

 



Octavio Paz calificó a “La Invención de Morel”, escrita por el argentino Adolfo Bioy Casares, como “sin exagerar… una novela perfecta”. De acuerdo con Borges (amigo íntimo y frecuente colaborador del autor) en el prólogo que escribió para su primera edición, “no me parece una imprecisión o una hipérbole calificarla de perfecta“. Ha influido en obras tan diversas como algunas de las firmadas por Gabriel García Márquez, el tambien seminal film francés “El Año Pasado en Marienbad” (1961, Alain Resnais) o la serie de televisión “Perdidos” (2004-2010). No han sido pocos las que la citan entre las mejores novelas de ficción fantástica. Y, por si eso fuera poco para llamar la atención de quien no la haya leído, el principal personaje, Morel, recibe su nombre del Doctor Moreau ideado por H.G.Wells, y el del principal personaje femenino, Faustine es un apropiado homenaje al Fausto de la clásica leyenda alemana.

 

En primer lugar, hay que decir que “La Invención de Morel” se resiste a cualquier encasillamiento en un género. Quizá la etiqueta más aproximada sea la de ficción especulativa, pero tampoco es una que le haga justicia. En su disposición a jugar y retorcer las concepciones convencionales de existencia y realidad, anticipa algunos de los mejores trabajos de Philip K.Dick (sobre todo, “Ubik” (1969), de la que, a su vez, bebía la película “Origen” (2010, Christopher Nolan), pero con mayor profundidad filosófica. Aunque a veces se la ha querido calificar como literatura fantástica (cuya edad dorada en Argentina los expertos sitúan en esta misma década), la naturaleza racional del misterio que actúa de motor de la historia la acredita, sin duda, como CF. Es más, como las mejores obras del género, utiliza su idea central para plantear cuestiones relacionadas con el ser humano y ello sin recurrir, como muchas otras novelas y películas con menor carga intelectual, a la herramienta del giro final que sorprenda al lector desvelando el misterio.

 

Así, lo que constituye el verdadero meollo de la obra son sus conmovedoras y complejas meditaciones sobre la muerte, la inmortalidad, la memoria, el poder del amor y de la pérdida, el arrepentimiento, la imposibilidad de satisfacer plenamente los deseos, la inutilidad de recurrir al aislamiento para escapar de uno mismo, los límites que deberían respetar los científicos y la naturaleza interconectada de la realidad, el tiempo y los sueños.

 

En segundo lugar, es necesario subrayar que es prácticamente imposible escribir un comentario de esta corta narración de menos de cien páginas sin incurrir en spoilers, porque todo descansa sobre una premisa que, si se desvela, estropearía la sorpresa a quien no la haya leído pero sin la cual es imposible dotar de sentido a nada de lo que ocurre. Por lo tanto, hare en primer lugar un resumen del argumento y luego, tras un aviso de spoiler, comentaré los temas principales.

 

La historia está narrada en primera persona por un fugitivo que, huyendo de la ley, ha llegado a una isla remota, desierta e inaccessible en la que está dispuesto a permanecer el resto de su vida. Sin embargo y aunque parece desierta, existen indicios de que el lugar estuvo poblado en el pasado, porque en una colina se levantan, aunque en estado ruinoso, un museo, una iglesia, una piscina y unos pequeños anexos. El hombre encuentra un gran edificio, al que etiqueta como “el museo”, donde puede refugiarse de los fuertes vientos y los intensos aguaceros, pero que esconde más secretos en su interior y en un sótano cerrado.

 

Sus planes de pasar el resto de su vida escondido y en soledad se ven truncados cuando, sin razón aparente, llega al lugar un grupo de personas. El fugitivo, temeroso de ser encontrado y denunciado a las autoridades, se ve obligado a refugiarse en las tierras bajas, unas marismas creadas por las fuertes, inexplicables e irregulares mareas que, a menudo, inundan por completo esa zona. Allí también acecha el peligro de contraer enfermedades, morir de hambre, sufrir heridas o picaduras de serpientes. Desde allí, mientras lucha por su supervivencia, observa la colina de los edificios en la que se han establecido los intrusos y donde se dedican a escuchar música, bailar y cantar, como si estuvieran de vacaciones.

 

En particular se siente atraído –y luego enamorado- de una meditabunda y enigmática joven, de nombre Faustine, a la que contempla todas las tardes disfrutando de la vista del ocaso desde un promontorio rocoso. Sus intentos por llamar su atención fracasan. Por alguna razon, ella se niega a reconocer la existencia de su pretendiente, ni siquiera parece verle u oírle. Un hombre llamado Morel suele acercarse a hablar con ella, a veces con una actitud de intimidad y otras con mayor distancia y cortesía, por lo que resulta imposible discernir la auténtica naturaleza de su relación. Los celos se apoderan del fugitivo, atrapado entre su impulso de esconderse y el de salir de su solitaria existencia revelando su presencia a los visitantes. Sin embargo, también Morel se niega a hacerle caso alguno aún teniéndolo casi cara a cara.

 

En este punto, empiezan a ocurrir cosas extrañas que parecen sumergir la narración en un ambiente pesadillesco. Tras una semana, el fugitivo se da cuenta de que las conversaciones entre Morel y Faustine se repiten, palabra por palabra; los visitantes se quejan de frío cuando la temperatura es cálida; bailan durante una tormenta y nadan en una piscina sucia cubierta de hojas y peces podridos; puertas que un día se abren y otro se han desvanecido, gente que aparece y desaparece misteriosamente; un día, incluso, aparecen simultáneamente en el cielo dos soles y dos lunas.

 

El protagonista, que bien podría estar afectado por alguna enfermedad debilitante a tenor de su estancia en las marismas o bien por una locura que le arrastró en primer lugar hasta la isla, empieza a barajar una serie de hipótesis, a cada cual más alucinada, para explicar el fenómeno: “Quinta hipótesis: los intrusos serían un grupo de muertos amigos; yo, un viajero, como Dante o Swedenborg, o si no otro muerto, de otra casta, en un momento diferente de su metamorfosis; esta isla, el purgatorio o cielo de aquellos muertos (…) Los muertos siguen entre los vivos. Les cuesta cambiar de costumbre”. También se le ocurre que quizá sea él quien está muerto y que los visitantes sean los vivos, incapaces de verle. “El manejo de estas ideas me daba una consistente euforia. Acumulé pruebas que mostraban mi relación con los intrusos como una relación entre seres en distintos planos”.

 

Simultáneamente, su obsesión con Faustine aumenta. Teme perderla y empieza a considerar opciones imposibles: “Raptarla, meterme en el barco, dejarla ir. Vendrán a buscarla; tarde o temprano han de encontrarnos, si la rapto. ¿No habrá en toda la isla un sitio para esconderla?”. El personaje de Faustine, por cierto, está inspirado en una legendaria actriz del cine mudo, Louise Brooks, cuya carrera decayó al finalizar la década de los años 20, como si Casares soñara con preservarla en esta novela tal y como fue en su momento de máximo esplendor (de hecho, la portada de algunas ediciones de esta novela es una foto de Brooks).

 

(ATENCIÓN: SPOILER).

 

Lo que finalmente averigua el fugitivo es que la isla pertenece a Morel, un científico que descubrió la forma de grabar y conservar no solo imágenes (como las fotografías y el cine) o sonidos (como la radio), sino reproducirlas en toda su amplitud sensorial (este aspecto nunca queda bien aclarado). La novela, aparecida en un momento en el que la tecnología del cine ya estaba bien asentada, propone un desarrollo especulativo de la misma que hoy llamaríamos “hologramas” o “realidad virtual”.

 

Como dice el propio Morel: “Congregados los sentidos, surge el alma. Había que esperarla. Madeleine estaba para la vista, Madeleine estaba para el oído, Madeleine estaba para el sabor, Madeleine estaba para el olfato, Madeleine estaba para el tacto: ya estaba Madeleine”.

 

Pero esto no se consigue sin un precio: el procedimiento mata al sujeto. El propio Morel está enamorado de Faustine pero (por razones nunca del todo explicadas), no consigue hacerla suya. Así que el inventor decide invitar a su isla a un grupo de sus amigos más íntimos. Allí, escondido, ha instalado su elaborada invención y, sin informarles de sus intenciones ni las consecuencias, graba toda la semana que pasan en el lugar. Todos ellos mueren días después (sus cuerpos son hallados en el barco que los está llevando de vuelta) pero, en la grabación, continúan vivos. Y dado que el equipo se alimenta de una fuente de energía perpetuamente renovable generada por el sol, el viento y las mareas, reproduce interminablemente y en bucle toda aquella semana, del principio al final y vuelta a empezar.

 

Eso es lo que explica todos los sucesos extraños: el entorno reproducido por la grabación se superpone al real, el pasado al presente (de ahí el aparente baile en la tormenta, el baño en las aguas pútridas de la piscina o las dos lunas y soles en el cielo). En resumen, existen dos líneas temporales coexistiendo: una lineal en la que vive el fugitivo narrador, y otra circular en la que viven para siempre Morel, Faustine y sus amigos.

 

Morel mata a sus amigos pero, a cambio, les da una eternidad que pasar en mutua compañía –además de regalarse a sí mismo otra con la mujer que ama-. La semana se repetirá una y otra vez para siempre pero, obviamente, aquellos que viven en esa proyección no guardan memoria de ella. Al cabo de cada ciclo, comienzan de nuevo desde cero. Están atrapados en un bucle interminable pero no lo saben, por lo que cada momento de deleite se saborea como si fuera nuevo. Como dice Morel:

 

Aquí estaremos eternamente —aunque mañana nos vayamos— repitiendo consecutivamente los momentos de la semana y sin poder salir nunca de la conciencia que tuvimos en cada uno de ellos, porque así nos tomaron los aparatos; esto nos permitirá sentirnos en una vida siempre nueva, porque no habrá otros recuerdos en cada momento de la proyección que los habidos en el correspondiente de la grabación, y porque el futuro, muchas veces dejado atrás, mantendrá siempre sus atributos”.

 

Al enterarse de que Faustine no es más que una proyección, una grabación, un fantasma, el fugitivo se sume en una depresión antes de encontrar lo que estima una solución. Averigua cómo funcionan las máquinas, reinicia el proceso y se coloca frente a las cámaras, caminando junto a Faustine, “interactuando” con ella como si fueran amantes, diciéndole algo justo antes de que ella hable de tal manera que se diría que ella le responde. Mediante un esfuerzo consciente de voluntad, el fugtivo se convence de que todo es real. Exponiéndose a la máquina, él mismo se ha condenado a muerte, pero su nueva “identidad” virtual también vivirá para siempre esa semana en la isla, con Faustine. Mientras siente aproximarse la muerte y a su cuerpo descomponerse, su ultimo deseo es una plegaria a aquellos que sigan los pasos de Morel e inventen una máquina aún más perfecta que fusione su conciencia y la de Faustine: “Sería un acto de piedad».

 

Existe una paradoja inherente tanto al personaje de Morel como al del fugitivo: ambos desean que un momento (en este caso, una semana) dure eternamente, pero es precisamente lo efímero de ese momento lo que les hace desear revivirlo para siempre. Porque, si realmente durara eternamente, o siquiera mucho tiempo, perdería todo lo que lo convierte en valioso. Es lo que el filósofo británico Bernard Williams llamó el “tedio de la inmortalidad”.

 

Casares acepta la paradoja y la resuelve: en “La Invención de Morel”, el momento (la semana) dura eternamente, pero la palabra “durar” no es del todo exacta en este contexto en particular. Al repetirse sin cesar, pero sin que los sujetos sean conscientes de que exista tal repetición, Morel, Faustine y el fugitivo pueden, de verdad, “vivir eternamente el instante”. Y esto, que en el libro se expresa con una mezcla de asombro y horror, es algo que apela a la reflexión del lector: si nos dieran a elegir, ¿aceptaríamos la solución de Morel –que es también la que el fugitivo adopta más tarde como propia? Parece ideal, perfecta, pura… y al mismo tiempo espantosa, una celebración de la vida al mismo tiempo que una negación de la misma. Ahí radica uno de los aciertos de esta corta novela: transmitirnos la inmensidad, la magnitud de lo que podría ser la inmortalidad en su forma más pura y que ello resulte aterrador y enfemizo.

 

La inmortalidad no es el único tema que aborda Casares en esta novela. El amor es también omnipresente. ¿Qué es lo que realmente amamos cuando nos enamoramos? ¿Es, como Tolkien le hizo decir a Aragorn respecto a Eowyn, “una sombra y un pensamiento”? Casares así parece creerlo. El fugitivo se enamora de un fantasma. Morel crea un espectro tecnológico con el que pasar toda la eternidad. Pero si nos preguntan qué hace exactamente que ese fantasma sea menos real que un ser humano para el fugitivo, o que el sentimiento sea menos auténtico, no hay respuesta sencilla si es que la hay.

 

Sin embargo, las propias proyecciones de Morel desmienten sus palabras. Los personajes generados por el invento son creaciones huecas, carentes de auténtica vida en su acepción más completa. No hay ninguna prueba que apoye la afirmación de Morel de que su máquina captura el alma, ya que sus proyecciones son sólo la suma de sus facetas sensoriales. Lo que la máquina ofrece, eso sí, es una versión fija e inmutable de la realidad, que no depende del punto de vista cambiante del yo subjetivo. Pero entonces, si la suma de las partes sensoriales de un sujeto ya las tenemos, ¿qué es el alma? ¿Necesitamos siquiera el alma de alguien, si tenemos el resto, aunque sea en forma de proyección fija e inmutable de la realidad?

 

El fugitivo resume en este pasaje la paradoja:

 

Estar en una isla habitada por fantasmas artificiales era la más insoportable de las pesadillas; estar enamorado de una de esas imágenes era peor que estar enamorado de un fantasma (tal vez siempre hemos querido que la persona amada tenga una existencia de fantasma)”.

 

Pero, al final, cambia de opinion radicalmente:

 

“Morel (…) quería a la inaccesible Faustine. ¡Por eso la mató, se mató con todos sus amigos, inventó la inmortalidad! La hermosura de Faustine merece estas locuras, estos homenajes, estos crímenes. Yo la he negado, por celos o defendiéndome, para no admitir la pasión. Ahora veo el acto de Morel como un justo ditirambo”.

 

Aquí, amor e inmortalidad se entrelazan para desembocar en un trágico desenlace teñido al tiempo de melancolía y terror existencial. A Faustine se le ha concedido el don de la inmortalidad sin la maldición de envejecer. Pero el único modo de obtener tal cosa es morir, por lo que el acto de Morel es un crimen, pero también un acto digno de elogio, sublime incluso. Por otra parte, el precio para Morel y el fugitivo es la condena eterna a amar un fantasma que, además, siempre permanecerá ignorante del don que ha recibido. Como el propio fugitivo reflexiona, con su muerte, alcanzará la “eterna” y “seráfica” contemplación de Faustine. ¿Es eso mejor que nada? Quizás. ¿Es lo ideal? Ni mucho menos.

 

En mi opinión, Casares cree que es imposible tenerlo todo: si fueras consciente de que la feliz semana que estás viviendo se va a repetir eternamente, entonces incluso la alegría más intensa se vería atenuada por una especie de hastío cuando no puro terror. Por el contrario, si, como Faustine, no lo supieras, entonces tus pensamientos y tus sentimientos seguirían siendo los mismos de siempre. ¿Es deseable la inmortalidad si no sabes que lo eres?

 

Y existe aún otra interpretación que puede resultar sorprendente pero que añade una complejidad adicional a la novela: el fugitivo sería el propio Morel. Una vez inventada su máquina y condenado a sus amigos al grabarlos, sería acusado y sentenciado a cadena perpetua por su crimen. Por algún motivo (quizá la enfermedad degenerativa y letal que él mismo se ha provocado al someterse a su propia máquina), se trastorna y pierde el recuerdo de quién fue y qué hizo, regresando a la isla que él mismo compró solo para encontrarse con los fantasmas de su amada, amigos y de él mismo.

 

Parte Borges, parte Kafka, parte Philip K.Dick, “La Invención de Morel” es una novela de CF en absoluto convencional y cuya ajustada extensión puede llamar a engaño habida cuenta de la dificultad que entraña su lectura. Es una obra lírica; hermosamente escrita; moderna pese a haberse publicado hace casi nueve décadas; evocadora; mezcla de historia de amor, misterio, psicología y filosofía con toques surrealistas; y, sobre todo, una novela que exige del lector una tranquila reflexión para extraer de sus pocas páginas el denso contenido que esconde.

 

 

3 comentarios:

  1. Uno de mis libros favoritos. Tremendo autor ABC. Gracias por la reseña :)

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  2. Muy interesante obra :) Lo tendré en cuenta para una futura lectura.





    "...moderna pese a haberse publicado hace casi nueve décadas"
    ¿Qué significa ser moderna? ¿Es por su actualidad?

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  3. Hay pocas novelas que invitan a volver a ella cada cierto tiempo, para mí, esta es una de ellas.

    Saludos,
    J.

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