(Viene de la entrada anterior)
El siguiente capítulo, “Dors Venabili” es quizá el menos relevante, entre otras cosas porque se apoya demasiado en un enigma tan retorcido como estúpido relacionado con las palabras “limonada” y “muerte”. Aparte de eso, hay bastantes cosas que subrayar. En primer lugar, el reconocimiento sincero de la edad de Hari y su inminente muerte. La historia comienza con su nieta de ocho años, Wanda, preocupada por la cada vez más avanzada edad de su abuelo. Ese contraste –un niño pequeño, nuevo en la familia, versus el familiar hombre de cabellos encanecidos- es simple pero efectivo desde un punto de vista narrativo y emocional. Si anteriormente Asimov nos había transmitido la sensación de que el Imperio estaba diluyéndose, ahora vemos que el tiempo también ha pasado factura en su héroe favorito.
Aunque no aparecen cadáveres hasta las páginas finales, “Dors Venabili” es también una especie de misterio relacionado con un asesinato. Sin embargo, se van sembrando pistas a lo largo de la narración y hay una sensación difusa pero clara de que alguien va a morir y que no va a ser agradable. Y, efectivamente, es lo que sucede. El climax final y la imagen –no tan común por entonces- de una niña pequeña intimidando a los adultos invocando unas oscuras fuerzas que se están aproximando, hacen de esta una de las historias más siniestras del ciclo de la Fundación.
Puede que sea también la parte más personal. Hari está envejeciendo, va a cumplir sesenta años y no le gusta. Intenta disuadir a sus compañeros, amigos y familia de organizar una fiesta para celebrar el acontecimiento. Es un sentimiento que difícilmente podrán apreciar los lectores más jóvenes, pero sí los más maduros, aquellos quienes ya hayan dejado de creer que las cosas seguirán igual para siempre, que el cuerpo nunca envejecerá ni perderá su atractivo, que aún queda tiempo para cumplir los sueños de juventud… No es difícil imaginar que mucho de esto era algo que pasaba también por la cabeza de un ya venerable Asimov.
La historia está impregnada de melancolía, incluso tristeza. Y a ello no es ajeno el deterioro que ha sufrido la relación entre Hari y su esposa Dors. Ya vimos que ni siquiera en “Preludio a la Fundación”, cuando ambos se conocieron, Asimov invirtió demasiado tiempo o esfuerzo en desarrollar explícitamente el romance entre ambos o siquiera reconocer la naturaleza robótica de Dors hasta su amargo final en este capítulo.
Es cierto que una de las cosas que más se le critican a Asimov es su torpeza a la hora de retratar las relaciones sentimentales entre hombres y mujeres. Pero hay otra forma de interpretar este rasgo de su obra. Cuando las historias de la Fundación incluyen algo de romance, éste tiende a estar representado de una forma sutil (siempre y cuando no esté involucrado Golan Trevize, claro), de fondo y casi nunca explícito. Es cuestión de gustos, pero esa tranquila familiaridad y ternura que comparten Hari y Dors parece más verosímil que si Asimov hubiera tratado de involucrar al psicohistoriador en un romance apasionadamente épico. Para un escritor cuyo primer impulso era explicarlo todo y luego volverlo a explicar, supone un notable ejercicio de autocontrol.
También me parece un acierto el poco reconocimiento que recibe Hari Seldon en estas historias, reflejando lo que sucedió en las vidas y carreras de gente notable que sólo tras su muerte fueron elevados al estatus de genios y benefactores de la Humanidad. No solamente es que los diversos líderes políticos crean que es un matemático sin nada que aportar –aún no ha desarrollado convenientemente la psicohistoria- sino que él mismo se considera un fracaso como Primer Ministro y, de hecho, fue la percepción que se tenía de su inutilidad lo que le salvó de la ejecución tras el magnicidio de Cleón. Sin embargo, una y otra vez, demuestra ser un astuto manipulador que consigue que los políticos hagan lo que él quiere, una habilidad que alcanza su cénit en la última/primera historia de la Fundación, “Los Psicohistoriadores”. En este segmento encontramos otro ejemplo de ese talento –compartido por el futuro Salvor Hardin- cuando consigue manipular al General Tennar para que instituya un impuesto sin decir una sola palabra en favor del mismo.
Quizá el problema con este capítulo sea que sus dos mitades, la intriga criminal y el drama personal, no terminan de fusionarse bien aun cuando la trama los conecta narrativamente. Aunque, por otra parte, encontramos ideas tan intrigantes o divertidas como la del Primer Radiante, un invento controlado con la mente que proyecta ecuaciones psicohistóricas y con el que puede trazarse todo el futuro de la galaxia; o ese gran pasaje en el que Yugo Amaryl discute el descubrimiento de la “ley de la conservación de los problemas personales”, en virtud de la cual si consigues reducir la fricción en las relaciones entre un grupo de personas, una cantidad equivalente de problemas aparecerá en algún otro grupo.
Ya he comentado antes los paralelismos que podían encontrarse entre los capítulos anteriores y obras previas de Asimov dentro del ciclo de la Fundación. En este caso, “Dors Venabili” halla su inspiración fuera de esta saga o de la ciencia ficción, en concreto en las historias cortas de misterio que escribió protagonizadas por los Black Widowers (Los Viudos Negros) para la revista “Ellery Queen´s Mystery Magazine” a partir de 1971. Los casos que afrontaban este grupo de amigos, socios de un club masculino, siempre seguían el mismo patrón: una vez al mes, se reunían en una sala privada del restaurante Milano, en Nueva York. Por turnos, iban ocupando el papel de anfitrión e invitando a alguien ajeno al grupo, quizá un amigo, un pariente o un colega del trabajo (eso sí, nunca mujeres). Tras el primer plato, otro de los Viudos era designado interrogador y pedía al invitado que justificara su presencia allí. En el curso de la conversación, siempre resultaba que esa persona tenía un problema que podía ir desde lo laboral a lo criminal, de lo leve y cotidiano a lo extraordinario. Los miembros del club, entonces, trataban de resolver la situación a través de intercambios de ideas y preguntas en un proceso eminentemente intelectual. Algunos de aquellos misterios estaban relacionados con juegos de palabras más o menos estúpidos, como el de la “muerte” y la “limonada” de “Dors Venabili”.
Lo mejor de la subtrama detectivesca de este capítulo es su resolución. Y es que aunque Dors identifica al villano, fracasa al no entender todos los detalles del caso. Asume que el culpable ha manipulado una pieza clave del equipo psicohistórico para provocar en Hari y Yugo Amaryl un lento envenenamiento radioactivo que explicaría por qué ambos han envejecido tanto. Pero lo cierto es que Hari y Yugo están envejeciendo como cualquier humano, algo que Dors, que es un robot, no hace. Y si parecen más ancianos de lo que deberían es por lo mucho que han trabajado durante años. Resulta que el artefacto en cuestión no tenía efecto sobre el cerebro de los humanos pero sí era extremadamente letal para el positrónico de los robots. La fiera “mujer” que había sido Dors Venabili está condenada y lo único que puede hacer es violar la Primera Ley y matar a su agresor antes de que se vuelva contra Hari y Yugo. Es un buen giro que no sólo tiene sentido sino que remite a uno de los temas centrales del capítulo: el envejecimiento.
Sin disminuir la tragedia que supone la muerte de Dors, he de decir que dejarla fuera del siguiente y último capítulo, “Wanda Seldon”, parece un acierto. Y es que Dors era un personaje por el que no era fácil sentir simpatía debido a esa cierta frialdad que siempre la acompañaba por mucho que estuviera clara su devoción por Hari. En cualquier caso, con su partida llega finalmente la sensación de estar aproximándonos a lo esencial, al surgimiento de la Psicohistoria.
En esta ocasión la crisis se manifiesta cuando la nieta de Hari, Wanda, ahora de doce años de edad, encuentra un error en una de las ecuaciones generadas por el Primer Radiante de Yugo Amaryl. Y no, no lo ha conseguido gracias a ser un prodigio matemático sino que posee, sin saberlo, un vago poder mental que le permite leer la mente de Amaryl y detectar en su subconsciente que la fórmula era errónea.
Este giro es interesante por ser tan inesperado como, en realidad, necesario. Hari ya había conocido a Daneel Olivaw y sabe que los poderes telepáticos existen. Y conviene recordar que en este libro el psicohistoriador tiene no sólo que poner los cimientos para una Fundación, sino también para su contrapartida y salvaguarda, la Segunda Fundación. También es cierto que conforme este capítulo va avanzando y como le pasa a la ejecución en general de las ideas de la novela, los poderes mentales parecen una especie de deux-exmachina.
El resto de la trama versa sobre ese complicado tema que es el del hombre versus las instituciones. Y es que, en este tipo de historias, o bien la victoria del héroe suena a falsa o, como mucho, temporal; o bien su derrota hace de la narración algo deprimente. Las batallas de Hari en ese campo –primero contra el Consejo de la Librería Galáctica para obtener más espacio para el trabajo de la Enciclopedia Galáctica; más tarde con el sistema judicial trantoriano- no son particularmente interesantes, primero porque Asimov no les da un tono de auténtica desesperación, de que algo muy importante está en juego; y segundo, porque ya sabemos, gracias a la Trilogía original, cuál va a ser el desenlace.
Hay también aciertos en esta ultima parte. Por ejemplo, la emigración de Raych al planeta Santanni y su muerte allí. Sucede tan abruptamente que casi parece metida con calzador. Pero si se piensa bien, así es como suceden las cosas en la vida real: alguien está vivo y un momento después ya no. También destacan las conversaciones de Hari con el emperador Agis, un personaje bienvenido tras el caos que siguió a la muerte de Cleón. Entre los elementos menos conseguidos encontramos a Stettin Palmer, un joven que resulta tener también poderes mentales y que ayudará a Wanda Seldon a levantar la Segunda Fundación (su apellido ya nos da una pista, puesto que en “La Búsqueda de la Fundación” habíamos conocido a su descendiente, el Primer Orador Preem Palmer). Tenemos también al magistrado Tejan Popjens Lich, “uno de los pocos jueces que quedan que defenderá el código civil sin vacilar” y cuyos dos primeros nombres son un anagrama de Janet Jepsson, la segunda mujer de Asimov.
Otro aspecto que el libro no resuelve es el motivo por el que, al comienzo de la Trilogía original, Hari Seldon está confinado en una silla de ruedas. Hay menciones aisladas a la ciática que, podemos suponer, acabaría paralizando al científico. Aunque entiendo que Asimov optara por no explicarlo todo, en este caso me parece una oportunidad perdida, porque la silla de ruedas era casi una extensión de Hari Seldon en sus primeras apariciones junto con sus penetrantes ojos azules.
Un ejercicio interesante es el de, tras terminar “Wanda Sheldon”, revisitar “Los Psicohistoriadores” para ver cómo encaja el conjunto. Obviamente, hay importantes diferencias estilísticas, Hari Seldon vuelve a ser un personaje de cartón piedra y hay algunos puntos menores que no están bien engarzados. Pero en general, puede decirse que “Hacia la Fundación” hace un buen trabajo ligando las precuelas con la Trilogía original. Y aunque yo recomendaría leer los libros en el orden en que fueron escritos, podría también hacerse de acuerdo a su cronología interna. Si Asimov hubiera dispuesto de tiempo, habría sido muy revelador ver incorporada a “Hacia la Fundación” la parte de “Los Psicohistoriadores” pero con la perspectiva de Hari Seldon en lugar de la de Gaal Dornick.
En relación a otros libros de ciencia ficción anteriores de Asimov, podemos apuntar una referencia de pasada sobre un estudio que Dors estaba haciendo del “incidente de Florina, a comienzos de la historia trantoriana”, que es una alusión a “Las Corrientes del Espacio” (1952), una de las novelas de la Trilogía del Imperio. En general, Asimov consigue en estos cuatro libros finales de la saga integrar de forma más o menos explícita las cuatro novelas de robots protagonizadas por Elijah Baley y R.Daneel Olivaw, dos de las tres novelas del Imperio (dejando fuera “Un Guijarro en el Cielo” (1950), habitualmente considerada la peor novela que escribió), “El Fin de la Eternidad” y “Némesis”. Nada mal, considerando que la mayoría de esas historias están ambientadas 20.000 años antes de la era de la Fundación.
Es también de destacar en este pasaje al emperador Agis XIV, el monarca títere de los poderes fácticos de Trantor. Una condición de la que es consciente y que asume con cierta aceptación irónica:
“No me trate como si fuese un Emperador. No soy un Emperador. No quería serlo, pero me obligaron a aceptar el trono. Era lo más aproximado a un miembro de la familia imperial que había disponible, y no pararon hasta que me convencieron de que el Imperio necesitaba un Emperador. Bien, ahora me tienen a mí y no les estoy sirviendo de mucho…”
Es una situación no muy diferente de aquélla en la que se encontró el romano Claudio tras el asesinato de su sobrino Calígula: la guardia pretoriana lo nombró emperador en la confianza de que su aparente retraso intelectual –producto de su tartamudez, cojera y carácter tímido- lo haría fácil de manipular. Algo que también halla reflejo en la descripción que Asimov hace de su físico -quizá un deliberado pellizco a la tendencia que tiene la CF de construir héroes imposiblemente atractivos-:
“Agis XIV era bajito, tenía un rostro poco atractivo y unos ojos ligeramente saltones sin el brillo de la inteligencia. Su única cualificación para ocupar el trono era la de ser pariente colateral de Cleon. Pero, a decir verdad, había que reconocer que no intentaba interpretar el papel de Emperador poderoso y temible. Todo el mundo sabía que prefería ser llamado «Ciudadano Emperador» y que sólo el protocolo imperial y las furiosas protestas que ello había provocado en la Guardia Imperial le habían impedido salir de la cúpula y pasearse por Trantor. Al parecer, afirmaban los rumores, Agis deseaba estrechar la mano de los ciudadanos y escuchar personalmente sus quejas”.
Agis XIV es, también, el ejemplo definitivo de por qué el futuro que la psicohistoria de Seldon predijo era inevitable y símbolo de todo lo que va mal en el Imperio. Después de todo, Agis es inteligente y razonable; es el primer político en el medio siglo que lleva Hari Seldon en Trantor que se da cuenta de que la psicohistoria es un canto de sirena, algo que le destruirá si se obsesiona con ello, tal y como les había sucedido al Alcalde de Wye, Cleon I, Eto Demerzel o el general Tennar. Si hubiera vivido y reinado unos dos mil años antes, habría sido un magnífico emperador. En ese momento concreto de la decadencia imperial, es lo mejor que podría pedirse y, aún así, lo único que puede hacer –y apenas- es ayudar a Hari a conseguir algo más de dinero de la Biblioteca Imperial.
Pero lo que hace de “Hacia la Fundación” un libro digno de la saga es que no trata tanto de la gente como del proceso, del inexorable paso del Tiempo y la Historia. Puede que Raych Seldon muriera como un héroe en Santanni defendiendo su universidad de los rebeldes antiimperiales –que es lo que Agis XIV le dice a Hari, pero que podría o no ser cierto-, pero al final su muerte no es más que una abstracción, una pequeña estadística que se añade a la creciente evidencia del inevitable derrumbe del Imperio.
En relación a esto, en el epílogo hay una breve y melancólica mención del propio Seldon al destino de Agis: “Lo único que lamento en lo que concierne a Linge Chen es que no pudiéramos salvar a Agis. Aquel Emperador era un buen hombre y un líder noble, a pesar de que de imperial sólo tuviese el nombre… Su error fue no creer en su título, y la Comisión de Seguridad Pública no estaba dispuesta a tolerar el progresivo reforzamiento de la independencia imperial. Me he preguntado más de una vez qué hicieron con Agis… ¿Fue exilado a algún remoto mundo exterior o fue asesinado como Cleon?”
De nuevo, estamos viendo la muerte a través del prisma de la psicohistoria: no importa si Agis está muerto, porque lo único que tiene relevancia histórica es su desaparición de Trantor, no si sobrevivió o no a su abandono del trono. Y, sin embargo y siendo consciente de ello, Hari no puede evitar sentirse triste e indefenso para salvar a aquellos que tiene cerca, no importa que haya sido el creador de una ciencia que pueda salvar a la Humanidad. También en este sentido, es apropiado que no se nos informe de las razones por las que Hari termina en una silla de ruedas. El lento declive físico provocado por la ciática puede no ser muy dramático pero sí es coherente con una saga que nunca se apoyó en la épica.
Es adecuado que la Fundación, la saga, se cierre con una entrada de la Enciclopedia Galáctica:
“Se ha afirmado que Seldon murió tal y como había vivido, pues abandonó el mundo de los vivos con el futuro que había creado desplegándose a su alrededor…”
Podrías cambiar “Seldon” por “Isaac Asimov” y ese párrafo seguiría siendo válido como epitafio no sólo de la serie sino de toda la carrera del escritor. Asimov creó historias, mundos y futuros en los que el intelecto triunfaba sobre la fuerza bruta, donde la ciencia constituía un auténtico faro que inspiraba esperanza en el destino de la Humanidad, y donde todo era cognoscible siempre y cuando se estuviera dispuesto a detenerse y reflexionar sobre ello. Una visión positiva, en definitiva, tanto de nuestro mundo como de la ciencia ficción. Y esa es la razón por la que la saga de Fundación ha cautivado a millones de lectores durante décadas y el por qué Asimov es tan querido por tantos aficionados.
(Finaliza en la siguiente entrada)
En su momento, Fundación y Tierra me dejó tan decepcionado que no tuve interés por seguir con lo dos últimos libros, pero gracias a tu revisión aquí y en los Retronautas he cambiado de opinión, y en el próximo futuro caerán también (siempre que mi hija me preste un poco de tiempo libre). Sobre todo tas enfatizar los paralelismos entre Asimov y Seldon en sus últimos años, y a remarcar el hálito melancólico que la atraviesa, veo Hacia la Fundación un libro que sí merece la pena leerse. ¡Gracias!
ResponderEliminar