(Viene de la entrada anterior)
Aunque no exenta de fallos, “Hacia la Fundación”, el último libro de la serie que escribió Asimov y el último también de su vida, es una obra interesante en la que tanto el autor como su héroe científico, Hari Seldon, luchan por finalizar los trabajos que los definirán una vez ellos hayan desaparecido. Es una lástima que tenga los mismos defectos que ya encontramos en “Preludio a la Fundación” e incluso puede que algo más serios.
Como la Trilogía original de la Fundación, “Hacia la Fundación” está dividida en segmentos bien definidos y separados por elipsis de varios años, cada uno con su propio arco. La primera parte, “Eto Demerzel” trata sobre el Primer Ministro del emperador –quien, al final de “Preludio”, se había revelado como nada menos que R.Daneel Olivaw, el héroe robótico de Asimov, casi omnisciente y, parece ser, omnipresente en la galaxia-. Como consejero de mayor confianza del emperador Cleón I, su poder le había permitido en el libro anterior introducir a Hari y su compañera Dors en lugares de Trantor a los que de otro modo jamás habrían tenido acceso… para luego rescatarlos de apuros a los que nunca hubieran podido sobrevivir.
Pero desde entonces, su estrella ha caído en un progresivo declive. Un agitador político llamado Laskin Joranum está alimentando en el pueblo la sospecha de que Demerzel es en realidad un robot y el antiguo apoyo y confianza de Cleon han comenzado a enfriarse. La mayor parte de este capítulo consiste en los esfuerzos de Hari por desacreditar a Joranum (o Jo-Jo, como le conocen sus seguidores) y restaurar el buen nombre de Demerzel. Esfuerzos que culminan con un éxito parcial.
Como había sido el caso de “Los Límites de la Fundación” y “Fundación y Tierra”, el reparto de personajes que ahora encontramos en “Hacia la Fundación” viene heredado del libro anterior: Hari, Dors y Demerzel, además de Yugo Amaryl, el prodigio matemático al que habían descubierto en los pozos geotérmicos del sector de Dahl; y el pilluelo Raych, al que Hari y Dors (ahora casados) adoptaron, criándolo como su propio hijo.
Siendo interesante descubrir lo que fue de esos personajes con el pasar de los años, el reencuentro con ellos no es precisamente gozoso. En “Preludio”, aunque el lector sabía que el destino del Imperio era su colapso, los habitantes de Trantor lo ignoraban al no percibir evidencias que apuntaran a tal desenlace. Ahora, por el contrario, la decadencia se hace harto evidente. Quizá ese ambiente melancólico que nos parece percibir provenga de nuestro conocimiento de que éstas serían las últimas palabras que Asimov escribiría en su vida. Pero no es solamente una sensación subjetiva. De los cuatro personajes que dan nombre a los capítulos del libro, tres han desaparecido cuando éste llega a su final.
Buena parte del interés que ofrece “Hacia la Fundación” es su carácter hasta cierto punto autobiográfico. Más todavía que en entregas anteriores, en este libro Hari Seldon, inventor de la psicohistoria y creador de la Fundación, sirve como alter ego del propio Asimov. Es un libro, por tanto, que contiene más entre líneas de lo que la convencional trama y la regular prosa dan a entender. Muchas de las reflexiones insertas en la historia son las que defendía el autor y hay personajes cuyos nombres son anagramas de gente importante para él. Por ejemplo, hay una referencia de pasada que hace Seldon a un antiguo amor que nunca pudo apreciar su devoción a las matemáticas y que bien podría ser una alegoría de las diferencias que él tuvo con su primera esposa, Gertrude, respecto al sexo. Wanda Seldon es un obvio trasunto de su propia hija Robyn, su preferida. (Su otro hijo, David, sufría de algún tipo de trastorno del desarrollo, probablemente Asperger y apenas lo mencionó en su primera autobiografía. Parece ser que era un síndrome que hasta cierto punto también condicionó al Isaac Asimov más joven en cuanto a sus relaciones sociales pero que pudo superar gracias a su poderoso intelecto y el reconocimiento que ello le granjeó. David no contaba con la misma capacidad intelectual que su padre y, para colmo, debía vivir a la sombra de una figura paterna tremendamente influyente y famosa. Ha vivido siempre de un fondo fiduciario que su padre estableció para él antes de morir y acabó detenido por poseer pornografía infantil). Es posible también que el lento declive de Trantor esté basado en parte en la decadencia urbana que Asimov había visto caer sobre Nueva York. Con todo y con esto, no creo que “Hacia la Fundación” pueda leerse literalmente como una autobiografía disfrazada.
Sobre todo, lo que conecta a Hari y Asimov en “Hacia la Fundación” es el tono melancólico, la sensación de que ambos libraban una carrera contra el tiempo para terminar la obra de sus vidas. Es difícil valorar cuánto de la novela viene inspirado por las circunstancias en las que la escribió, pero en cualquier caso y en mucha mayor medida que “Fundación y Tierra” y “Preludio a la Fundación”, aquí sí impera la sensación de que se trata del remate de la serie, de la propia carrera de Asimov y quizá hasta de su propia vida.
No es solo ese trasfondo biográfico lo que hace que “Hacia la Fundación” transmita esa sensación de consumación. El capítulo de apertura, “Eto Demerzel”, es en buena medida el adiós definitivo de R.Daneel Olivaw aun cuando cronológicamente haga otra aparición más adelante. Como es lo adecuado para un robot cuasi inmortal, este adiós no es particularmente emotivo, pero su partida deja el universo de la Fundacióin empequeñecido, como si toda su mitología estuviera desapareciendo en sincronía con la degradación de Trantor.
Es más, los libros anteriores incluían referencias específicas a sus otros relatos y novelas, pero en “Hacia la Fundación” esto es reformulado de una manera sutil y más básica. Como ya he dicho, Asimov regresó a la estructura original de la Trilogía con unas historias que son poco espectaculares en su trama y sustrato pero que de alguna forma sirven como resumen del tipo de narraciones que el autor cultivó durante toda su carrera. En concreto, “Eto Demerzel” recuerda sus viejos cuentos de robot –de hecho, es en buena medida un refrito de aquél titulado “Evidencia” (1946), si bien la solución es bastante diferente y de naturaleza más psicológica.
“Eto Demerzel” es, también y en su fuero interno, una historia de Crisis Seldon. Tras años de relativa tranquilidad, Hari ha de enfrentarse a una crisis que pone en peligro su plan para salvar la galaxia, así que tiene que encontrar una solución para neutralizar tal amenaza. Puede que Asimov se hubiera quedado sin ideas y estuviera reciclando las viejas, o que deliberadamente quisiera recuperar como homenaje a sí mismo el estilo de la Trilogía original.
La trama en sí es un tanto simple al carecer de las intrigas y los giros que habían hecho de las primeras historias de la Fundación unos clásicos de la era pulp (entre otras cosas porque los editores de ese tipo de publicaciones exigían a los autores tal tipo de estructura). Por ejemplo, ¿un demagogo acusando al hombre más poderoso del Imperio de no ser humano? ¿Y que sus acusaciones calen en el pueblo? Es una premisa muy endeble que incapacita al relato para aspirar al rango de clásico. Hari trata de restarle importancia a la amenaza de Joranum hasta que se ve obligado a disolver una manifestación ilegal en el campus de la universidad del sector de Streeling, llegando a derribar físicamente a uno de los provocadores.
Así que tenemos de nuevo al científico Seldon demostrando sus habilidades marciales –ya lo había hecho en “Preludio”-. Pero esta vez, Asimov se permite bautizar la disciplina que domina como “lucha de torsión”, nombre estúpido donde los haya para lo que es una mezcla de jiu jitsu y krav maga. Temáticamente, la pelea también es relevante porque en este libro podemos ver la transición de un Hari Seldon de mediana edad razonablemente en forma y vital a un anciano artrítico (uno de los principales conflictos de la novela gira alrededor de su consternación al tener que asistir a la celebración de su sexagésimo cumpleaños).
Pero es que, además, este combate es solo el primero de los muchos que incluye la novela. Este nivel de enfrentamiento físico separa a “Hacia la Fundación” del resto de la serie. En las historias anteriores, la mayor parte de las luchas transcurrían fuera de página o de forma más indirecta o sofisticada, como el uso que hacia Magnífico del Visi-Sonor o la batalla mental de “La Búsqueda del Mulo”. Pero en “Hacia la Fundación” encontramos multitud de forcejeos, acuchillamientos y bombardeos. Incluso agresiones a niños con varas. Es algo que contrasta profundamente con el inicio de la serie allá por los años cuarenta, cuando Salvor Hardin afirmaba que “La violencia es el último refugio de los incompetentes”. Lo cual es muy adecuado en este caso, porque en este punto el Imperio demuestra ya ser incapaz de funcionar correctamente.
El siguiente capítulo se titula “Cleón I” y está centrado, obviamente, en la figura del emperador que ocupa el trono y que aquí, tras la marcha de Demerzel y su sustitución como Primer Ministro por Hari Seldon, resulta menos divertido de lo que lo habíamos visto en “Preludio”. Los problemas a los que se tiene que enfrentar el matemático en esta ocasión son mucho más directos y van desde un intento de asesinato contra su persona apenas frustrado por Dors, a pedirle a Raych que se infiltre en una conspiración nacida de las cenizas del movimiento liderado por Laskin Joranum y que fue desarticulado en el capítulo anterior. Buena parte de este relato son una serie de pistas engañosas con las que alargar la trama hasta llegar al fabuloso y desconcertante giro final.
Ya dije antes que la primera historia recordaba mucho a los viejos relatos de robots del propio Asimov con una pizca de Crisis Seldon añadida. Este segundo capítulo tiene un aire reminiscente a los cuentos de la Trilogía original. El principal antagonista, Gambol Deen Namarti, está cortado según el patrón de villano megalomaniaco al que tuvieron que enfrentarse Salvor Hardin o Hober Mallow. Y mientras que en “Eto Demerzel” Seldon demostraba una comprensión de la psicología que habría enorgullecido a Susan Calvin, en “Cleón I”, por el contrario, confía en un ridículamente enrevesado plan (y en generosas dosis de buena suerte) para impedir el desastre, un poco en la línea de lo que Salvor Hardin había hecho en “Los Alcaldes” para doblegar a Anacreonte.
La gran diferencia es que Seldon, en última instancia, fracasa (el emperador resulta asesinado). Y ello porque en esta ocasión, el individuo sí es un factor determinante en el curso de la Historia. Es un buen giro que hace de este segmento quizá el mejor del libro. Y como todos los giros que son buenos y no sólo sorprendentes, el magnicidio de Cleón es una consecuencia natural del curso de los acontecimientos y de los actos del propio personaje. Y es que se trata de un gobernante fundamentalmente honesto, alquien que habría sido feliz llevando una vida anónima y mundana de clase media en cualquier otro lugar de la galaxia. En cambio, el destino le ha convertido en emperador en una época en la que ese título ya apenas significa algo. Carece del poder para demostrar su benevolencia tanto como de la inteligencia que le permita imaginar cómo recuperar una fracción de la autoridad que ostentaron sus antepasados.
Los dos emperadores que aparecen en “Hacia la Fundación” puede que sean los personajes más interesantes de la novela. Ya dije en una entrega anterior que Asimov jamás supo sacar partido de la inmensa escala e innumerables posibilidades que le ofrecía tener a su disposición un imperio galáctico de 25 millones de planetas, pero lo más cerca que llega es el retrato de sus gobernantes. Cleón I tiene la única reacción cuerda posible a ser el monarca absoluto de trillones de personas: se pasa el tiempo quejándose del protocolo, cogiendo peso y esperando a que lo asesinen. Hubiera sido una solución fácil representarlo como carente de autoridad en todos los demás planetas pero indiscutido gobernante de Trantor. Asimov, en cambio y como sucedió con los últimos días del emperador chino en el interior de la Ciudad Prohibida, limita su influencia a los terrenos palaciegos, en cuyo interior es y se siente tan emperador como prisionero.
Es, por tanto, una figura patética que representa lo decadente que es el Imperio, un contrapunto al futuro Cleón, el último emperador fuerte, que Asimov nos había presentado en el relato “El General”. No solamente es que el único momento en que Cleón demuestra tener poder es a la hora de elegir a los jardineros, sino que, para colmo, esa decisión resulta ser tan peligrosa que causa su muerte: es un jardinero el que, en un arrebato de demencia provocada irónicamente por el ascenso con el que le ha premiado el emperador, acaba con él.
También en este capítulo y relacionado con los paralelismos antes mencionados entre las carreras contra el tiempo de Hari Seldon y Asimov, encontramos una conversación reveladora:
“Sin duda la psicohistoria acabará siendo desarrollada algún día, incluso suponiendo que me ocurra algo, pero el declive del Imperio es muy rápido y no podemos esperar…, yo soy la única persona que ha ido lo bastante lejos para desarrollar las técnicas necesarias a tiempo.
–Entonces deberías enseñar lo que sabes a otros -dijo Dors poniéndose muy seria.
–Lo estoy haciendo. Yugo Amaryl es un sucesor razonable y válido, y he reunido a un grupo de técnicos que algún día podrán ser muy útiles, pero no serán tan…
Seldon no terminó la frase.
–¿No serán tan buenos como tú…, tan sabios, tan capaces? ¿De veras lo crees?
–Pues da la casualidad de que eso es lo que pienso, sí -dijo Seldon-. Y da la casualidad de que soy humano. La psicohistoria es mía, y si me es posible conseguirlo quiero que se me atribuya el mérito de su desarrollo.”
En una industria como la literaria en la que hay autores dispuestos a finalizar o continuar las obras dejadas inconclusas por otros escritores, esa declaración de Seldon/Asimov parece transmitirnos claramente sus sentimientos respecto a la saga de la Fundación. Los herederos de Asimov autorizarían tras su fallecimiento la publicación de más obras ambientadas en la saga, pero con “Hacia la Fundación”, aquél trazó una clara línea de separación entre las nuevas adiciones y lo que él mismo estableció como canon.
(Continúa en la siguiente entrada)
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