(Viene de la entrada anterior)
“Un Ángel Pasó por Eslapión” (1976) vuelve a poner de manifiesto esa extraña dicotomía anidada en la serie desde la entrada en ella de Mittei como guionista. Se trata ésta de una historia corta de ambiente navideño incluida en el número 2017 de la revista “Spirou”, publicado en diciembre de 1976 y en línea con la que tantas otras de todos los personajes de la casa solían protagonizar en esas fechas festivas. Ya comenté que Mittei era un hombre de pueblo al que gustaba el tranquilo mundo rural y que ello chocaba hasta cierto punto con las aventuras tecnológico-policiacas de altos vuelos que solía correr Renaud fuera de Eslapión; y también que aquél era quien solía aportar las ideas para las historias cortas que iban apareciendo en la revista mientras los dos autores se embarcaban en una peripecia de mayor extensión. Este es un buen ejemplo de ese choque de sensibilidades.
El párroco de Eslapión II está disgustado porque la apertura
de varios pubs en el pueblo le ha restado asistencia a la misa del gallo que
celebra en la iglesia todas las nochebuenas. Dispuesto a retener a sus fieles
aunque deba cometer algún pecadillo, urde un plan en connivencia con el
sacristán mediante el cual saboteará las gramolas de esos establecimientos para
que sólo reproduzcan música religiosa. Es una anécdota amable y simpática, pero
que nada tiene que ver con el tono general de la serie. De hecho, ni siquiera
parece formar parte del universo de “Los Hombrecitos”: no sólo no aparecen
ninguno de los personajes habituales ni se hace referencia al mundo de los Grandes,
sino que ni siquiera parece el mismo pueblo. Este Eslapión II tiene el aspecto
de una aldeíta de cien años atrás, con su cura con bonete, venerable iglesia y
ninguno de los toques futuristas o simplemente modernos con que Serón solía
decorar los interiores de los edificios eslapionenses.
Las tensiones entre los gustos y sensibilidades de Mittei y
Seron acabarían por disolver su asociación creativa a no mucho tardar. Aquél,
como ya apunté, era un profesional de la vieja escuela partidario de las
historias sencillas, moralistas y ambientadas en una burbuja temporal ajena a
los avances tecnológicos y sociales. Seron, por el contrario, aspiraba a
aventuras más dinámicas y conceptualmente ambiciosas. Ahora bien, la serie,
después de todo, era su creación y habían pasado ya diez años desde que
debutara en “Spirou”. La intervención de Mittei, por satisfactoria que hubiera
sido la colaboración entre ambos durante años, había sido originalmente una imposición
de una editorial que no confiaba plenamente en la capacidad de un por entonces
joven Seron para sacar adelante los guiones. En este punto, sin embargo, ya no
era un autor bisoño con un proyecto incierto sino un creador consolidado y
fiable, no sólo prolífico e imaginativo sino muy rápido dibujando, perfectamente
capaz ya de coger el timón de sus personajes en solitario. De hecho, en 1977,
no le costó nada convencer al entonces redactor jefe de “Spirou”, Thierry
Martens, para publicar una nueva serie de corte fantástico-mitológico firmada sólo
por él: “Los Centauros”.
Como ya dije, las aventuras de “Los Hombrecitos” iban a ir
derivando de los casos policiacos a la ciencia ficción con toques fantásticos
en historias que a menudo marginaban a Eslapión y sus habitantes. Será una
estrategia que dará sus frutos y es ya en estos años cuando la serie se
convierte en una de las preferidas de los lectores, manteniendo ininterrumpidamente
su presencia en la revista durante muchos años. Es el caso de “Las Zarzas del
Samurái” (1976-77, álbum en 1978), que comienza cuando un submarino japonés se
acerca a la costa próxima al ya conocido pueblecito de Rocaflor y libera unas
zarzas de gran tamaño que no sólo no dejan de crecer, sino que avanzan en una
dirección determinada y, como luego se descubrirá, con un propósito muy
concreto. Las zarzas a punto están de acabar con Eslapión II, pero el profesor
Hondegger recurre a uno de sus sueros –en este caso, acelerador de la
maduración de las plantas- para neutralizar la amenaza. Sin embargo, en el
mundo de los Grandes, las zarzas avanzan imparables sin que ni siquiera el
ejército pueda detenerlas. Una vez más, Renaud, dado su tamaño, poco puede
hacer aparte de presenciar el destrozo que causan las plantas
invasoras y su
única contribución real al desenlace será salvar de la muerte a los causantes
de la crisis y así averiguar la solución al enigma.
En este álbum encontramos algunos rasgos ya apuntados en
historias anteriores. Es el caso del componente tecnológico –que en aventuras
anteriores había explicado, por ejemplo, los métodos utilizados por ciertos
criminales y que también se manifestaba regularmente en los vehículos que
utilizaban los Hombrecitos- se diversifica aquí bajo la forma de un arma
biológica representada de una forma muy sui generis. Hay menciones a la
continuidad (concretamente, a los soldados de “Los Guerreros del Pasado”) y
también la confirmación de que este mundo es el mismo de Spirou y Fantasio
–cuando Hondegger reconoce al Conde de Champignac como uno de sus viejos amigos-.
Por otra parte, los militares vuelven a aparecer como unos inútiles en toda la
línea, metiendo la pata, haciendo el ridículo y, desde luego, mostrándose
incapaces de detener la amenaza. Y, por último, esa desconfianza hacia el
estamento castrense y las actitudes belicistas en particular –que Seron
compartía con Franquin- se reafirma en el retrato que hace de los científicos
nucleares dispuestos a utilizar sus cerebros para crear armas todavía más
horrendas que las ya existentes. En una metáfora no exenta de encanto, la
central nuclear y los sabios que conspiran en ella son neutralizados por la
propia naturaleza rebelada –y manipulada por quienes antaño fueron víctimas del
mal uso de ese poder-.
A estas alturas, aventuras cortas como “El Infierno Verde” (1977), construidas según una receta más que sobada, ya no aportaban nada nuevo al universo de Los Hombrecitos: otro accidente con el coleóptero deja a Renaud, Laviga y Lapaja varados en una misteriosa selva tropical de la que no tenían noticia y en la que sus pequeños tamaños les colocan en alguna situación comprometida.
El deseo de Seron de romper esa fórmula y seguir una
dirección más atrevida en cuanto a los conceptos implicados se manifiesta en la
siguiente aventura que, ocupando dos álbumes, se convierte en la más extensa de
la serie hasta la fecha. Se trata de “El Triángulo del Diablo” (1977, álbum en
1979) y “El Pueblo de las Profundidades” (1977-78, álbum en 1980). Por aquellos
años, estaba en boga uno de esos magufos hoy dejados de lado que fue el del
Triángulo de las Bermudas. Aunque el mito sobre la peligrosidad de la zona se
remontaba a los años 50, fue un libro de 1974 sobre el tema, escrito por el
autor especializado en temas paranormales Charles Berlitz, lo que generó una
auténtica ola de credulidad gracias a una exposición sensacionalista de datos
imprecisos o inventados. Se estima que en los últimos 100 años por esa zona han
pasado unas 10 millones de naves (100.000 por año). Por otro lado, se cree que
desde mediados del siglo XIX han desaparecido un total de 100 barcos y 50
aviones, es decir, el 0.001% de todas las naves que han atravesado dicho
triángulo. Esto significa que la frecuencia de accidentes y/o desapariciones
dentro de esa zona es proporcionalmente muy baja en comparación con otros
puntos del globo. De he
cho, uno de los principales interesados en la materia, la
aseguradora marítima Lloyd´s, ha determinado que el triángulo no es más
peligroso que cualquier otra área del océano, y no cobra tarifas adicionales
por el paso a través de esa región.
Seron no era alguien particularmente aficionado a lo paranormal, pero como buen narrador, sabía identificar el potencial de una historia. Fue precisamente un artículo sobre el Triángulo de las Bermudas lo que llevó a imaginar una aventura en cuyo centro estuviera el enigma que provocaba la desaparición de barcos, aviones y sus correspondientes tripulaciones. Los “expertos” ya barajaban múltiples posibilidades que iban desde los vórtices espacio-temporales a las abducciones alienígenas, pero Seron eligió otra quizá todavía más fantástica que le ofrecía la posibilidad de diseñar una comunidad imaginaria más atrevida aún que Eslapión II: la pervivencia de una civilización atlante sumergida.
El primer álbum narra el viaje de Renaud al encuentro de la
Atlántida. Fascinado por el artículo que ha encontrado en una revista abandonada
por los “Grandes” sobre el Triángulo de las Bermudas, constata poco después la
misteriosa desaparición de Lapaja y Laviga. Entretanto, varios aviones se
desvanecen de los radares en aquella región del océano, incluidos los equipos
de rescate enviados al auxilio tras interrumpirse las comunicaciones, y la
tripulación completa de un carguero. Y, por último, unos feriantes hallan un Hombrecito,
caído del cielo y de rasgos amerindios, que se niega a decir una palabra. Es
trasladado a un museo y se convierte en noticia, decidiendo entonces Renaud
rescatarlo. Resulta ser un nativo de, como él lo llama, el Triángulo del Diablo
y, tras asegurar que Lapaja y Laviga han sido raptados por su pueblo, Renaud
emprende viaje con él hacia allí a bordo de uno de los aviones de pasajeros de
Eslapión. Por el camino, el atlante (porque eso es lo que es), demuestra tener
inmensos poderes derivados de la extraña mezcla de ciencia y misticismo. Finalmente,
Renaud llega a la Atlántida y se reencuentra con sus amigos solo para enterarse
de que los atlantes se encuentran en guerra contra otra raza submarina, los Hombres-Pez,
y que la razón por la que secuestraban personal militar era hacerse
con
conocimiento relativo a la defensa, en el cual los humanos de la superficie son
superiores.
La aventura continúa y concluye en “El Pueblo de las
Profundidades” (1977, álbum en 1980), donde Renaud y sus dos amigos tratan de
averiguar sin éxito el origen de la guerra entre los atlantes y los
hombres-pez. Éstos consiguen hacerse con la tecnología aturdidora de los Hombrecitos
y replicarla, armando con ella un ejército que pone en peligro el continente
atlante (el cual, dicho sea de paso, se mantiene aislado del agua circundante
por una compleja maquinaria. Los atlantes son respiradores de aire mientras que
los hombres-pez son anfibios). Dado que los atlantes son pacifistas y se niegan
a pelear ellos mismos, les piden a sus “invitados” que regresen a Eslapión y vuelvan
con más efectivos, vehículos y armas con los que repeler la invasión. Predeciblemente,
todo terminará bien, ambos bandos firmarán la paz merced la intercesión de
Renaud y Hondegger y se descubrirá que la hostilidad de los hombres-pez
obedecía a un largo historial de atropellos de los atlantes contra su forma de
vida, partidaria de la simplicidad y reacia a los experimentos tecnológicos.
Esta dupla de álbumes supone toda una explosión de creatividad para Seron respecto a la trayectoria que habían seguido las aventuras anteriores de Los Hombrecitos. Entra de lleno en el terreno de la fantasía y la ciencia ficción y, apoyándose en las culturas precolombinas, imagina vehículos, biotecnologías, entornos, ciudades y, por supuesto, arquitecturas. Como asesor freelance en un estudio de arquitectos, Seron se dedicaba por entonces a revitalizar diseños demasiado aburridos y estáticos. Allí tuvo oportunidad de recopilar mucha documentación que le ayudaría a crear las edificaciones submarinas que vemos en estos álbumes. Además, y desde el punto de vista gráfico, se atreve a romper ocasionalmente la tradicional rejilla de viñetas cuadrangulares, difuminando los límites de éstas y jugando con su tamaño o disposición, sobre todo para insuflar más dinamismo en las escenas de acción.
“El Pirata de la Campiña” (1978) es otra historia corta con
la misma fórmula ya tantas veces ensayada de uno o varios Hombrecitos atrapados
en un edificio del que tienen que escapar amenazados, además, por algún otro
elemento, en este caso un halcón.
Las dos historias siguientes, que forman una dupla y que se serializaron en “Spirou” en 1979, demuestran el agotamiento de la colaboración entre Hao y Seron. “En Las Garras del Barón”, presenta otro encuentro con un grupo de Hombrecitos olvidados por el tiempo. Hasta el momento habíamos tenido soldados de la Segunda Guerra Mundial, marinos del siglo XVII y atlantes. En esta ocasión, Renaud y Laviga encuentran nada menos que un minicastillo oculto en los sótanos de una fortaleza medieval (esta de tamaño natural) encaramada en lo alto de un inaccesible peñasco. En su interior, llevan viviendo siglos un contingente de Hombrecitos (todos varones, al parecer) liderados por el temperamental barón de Monterrugoso, que toma a los intrusos por espías de su némesis, el señor de Crapulón. Una vez más, los dos protagonistas deberán arreglárselas para escapar del lugar.
Mismo entorno y personajes aparecen en “Las Ratas de
Establo”, donde, habiendo quedado en buenos términos con el noble al final de
la aventura anterior, Renaud y Laviga regresan al castillo para una visita
invernal. Allí se encuentran con una serie de misteriosos sucesos que apuntan a
una conspiración, traidores por medio, para que Monterrugoso y sus hombres
abandonen el castillo.
Independientemente de lo ingeniosamente que estén
desarrolladas las historias (y Seron da aquí un paso adelante con su dibujo,
atreviéndose con composiciones de página algo menos ortodoxas y sobresaliendo
en escenas como la de la fortaleza llena de humo de la segunda aventura), la
premisa de estas dos historias ”medievales” no es más que una versión
recalentada de otras anteriores y ya da la impresión de que el fenómeno que dio
origen a los Hombrecitos fue de todo menos excepcional (de hecho, Laviga llega
a decir que a ese paso pronto habrá más Hombrecitos que Grandes). Eso sí, Seron
tiene la oportunidad aquí de recrearse con la estética medieval –muy en la
línea de Peyo y su “Johan y Pirluit”-, dibujando castillos, soldados e incluso
una escena de asedio. En cualquier caso, había llegado el momento para Seron de
independizarse y tomar en solitario las riendas de su creación.
“Los Inquilinos de Navidad” es la historia navideña tradicional que por esas fechas solía publicar la muy católica “Spirou”. A tono con el espíritu de este tipo de fábulas, el cuento recupera ese saborcillo añejo en el que todo gira alrededor de un belén que debe estar completado para la inminente misa del gallo en la parroquia de Rocaflor de Mar. Volvemos a tener un cura, un sacristán y un mensaje de bondad acorde con las festividades pero, sin embargo, Seron –que aquí no sólo dibuja sino que guioniza- se permite alguna travesura, como incluir a las típicas beatas, madre e hija, puntillosas y pudibundas, un párroco que pone en peligro a su sacristán por una nimiedad y un final ambiguo.
Serón toma las riendas de “Los Hombrecitos” como autor
completo con la historia larga “El Avispero” (serializada en 1980, álbum en
1981), una historia que mezcla elementos ya bien ensayados en aventuras
anteriores. La desaparición de un grupo de Hombrecitos mientras hacían picnic
desata una intensa búsqueda por parte de los habitantes de todo Eslapión. No
sólo han desaparecido doce de los suyos, sino también otros tantos aviones de
combate de los aportados por los combatientes de la Segunda Guerra Mundial
acogidos en “Los Guerreros del Pasado”. No mucho después, en el mundo de los
Grandes, empiezan a producirse atracos y robos en los que interviene la
escuadrilla perdida, que, por el momento, la policía toma por aviones a escala
teledirigidos. Renaud cree que, de algún modo, los secuestrados están siendo
obligados a participar en esos delitos y, aún peor, podrían acabar en manos de
los Grandes, lo que sacaría a la luz su existencia y los condenaría a ser
exhibidos como curiosidades o utilizados como cobayas.
Encontramos aquí una generosa presencia de los aparatos
voladores que tanto apasionaban a Seron: cazas de la Segunda Guerra Mundial,
aeronaves de diseño futurista fabricadas en Eslapión e incluso un F-16 pilotado
por Renaud (este avión, que entró en servicio en 1978, era entonces una
novedad). Tenemos una serie de ingeniosos robos cometidos utilizando tecnología
avanzada; una mente criminal; e incluso un breve pullazo a la casta militar
(una sola viñeta muy divertida en la que se ve a la hija de un oficial rodeada
de los juguetes más violentamente inapropiados que imaginarse pueda).
La némesis de Renaud que aquí se presenta y que volverá a
aparecer más veces en el futuro, es el Duque de la Maraña, un villano clásico,
perverso y megalómano cuya genialidad reside en la tecnología. Conocedor de la
existencia de los Hombrecitos, los caza con trampas y luego los somete a
chantaje o tortura para que le sirvan como esclavos. Mientras que Hondegger
representa la ciencia al servicio del Bien, el Duque de la Maraña la pervierte
para sus fines egoístas; mientras que aquél es un experto en el campo de la
química y la biología, el cruel aristócrata recurre a la tecnología para llevar
a cabo sus planes, controlando también pequeños animales como avispas (que
utiliza como centinelas de su mansión) o tarántulas (con las que mantiene una
especial conexión y que azuza contra sus cautivos para atormentarlos).
Precisamente el Duque de la Maraña va a ser el catalizador de la siguiente aventura, “Los Prisioneros del Tiempo” (serializado en 1981, álbum en 1982), el cual comienza de una forma un tanto sorprendente. En primer lugar, porque, de una forma bastante incoherente con lo que habíamos visto hasta ese momento, vemos un Eslapión rural que más parece un venerable pueblecito belga que la urbe futurista de números anteriores (aunque podemos suponer que es una especie de recreación nostálgica realizada por los propios vecinos, dado que Renaud sigue habitando en su moderna residencia). Y, en segundo lugar, por presentar otra faceta, esta poco edificante, del protagonista. Ya le conocíamos su afición a las bellas señoritas y ahora lo vemos, junto a Lapaja y Laviga, apurando los últimos momentos de una impresionante juerga, melopea incluida, con ocasión del duodécimo aniversario de la fundación de la ciudad.
Al volver a su casa, ya de madrugada, Renaud se encuentra
esperándolo al Duque de la Maraña, que, armado, jura venganza y declara su
propósito de esclavizar a todos los eslapionenses (el villano había sido
miniaturizado en el álbum anterior, lo que le tornó, en ese momento, inofensivo
para los Hombrecitos pero también le permitió evadir la captura de la policía).
Sigue una persecución al término de la cual Renaud descubre, en el fondo de un
cañón, todo un mundo perdido que, en la prehistoria, fue miniaturizado por un
fragmento del dichoso meteorito. Dado que los efectos de éste no sólo afectan
al tamaño sino a la longevidad, allí aún sobreviven dinosaurios, vegetación antediluviana
y razas homínidas extintas. El Duque ha hecho de ese casi inaccesible lugar su
escondrijo y Renaud no tarda en extraviarse. Acaba siendo rescatado por tres
ancianos encerrados en una base futurista desde la que se defienden de los periódicos
ataques de los Buarjas, unos homínidos goriloides y agresivos que han hecho del
Duque su líder.
El trío de científicos son los únicos de su pueblo que, en
el transcurso de seis mil años, desarrollaron una tecnología muy avanzada y
decidieron abandonar la Tierra para establecerse en otro planeta. Dado que el
lanzamiento de la flota de naves en las que se realizó el éxodo necesitaba de
personal de tierra que coordinara las operaciones, estos tres ya ancianos
hombrecitos decidieron sacrificarse por el resto y quedar atrás. Renaud, con la
ayuda de Lapaja y Laviga se propone ayudarles para que se reúnan con su pueblo
a bordo de la única nave restante.
“Los Prisioneros del Tiempo” es otro ejemplo del Seron “desatado”,
el autor que desea librarse del corsé argumental con el que había cargado desde
hacía años. Ya había hecho un primer ensayo con los álbumes del Triángulo de
las Bermudas y los Hombrecitos Atlantes, y ahora, tras la interrupción de esta
tendencia que había supuesto “El Avispero”, vuelve a los grandes conceptos. En
esta ocasión elige un subgénero de rancio abolengo en la Ciencia Ficción, el de
los Mundos Perdidos, que en la literatura había ido perdiendo presencia
conforme los espacios vacíos del atlas terrestre iban siendo rellenados por
exploradores y cartógrafos y los escritores se veían obligados a trasladar a
otros planetas sus creaciones más exóticas. En este tipo de historias, un grupo
de exploradores descubría un territorio ignoto y olvidado por el hombre y el
Tiempo; quizá un valle rodeado de inmensas montañas, una isla remota, un
sistema subterráneo de cavernas… en el que moraban criaturas que se
consideraban extintas y tribus que no habían visto nunca a un hombre blanco.
A comienzos de los 80, tan solo las profundidades abisales quedaban por explorar en nuestro planeta y el entorno marino ya lo había abordado la serie en la dupla atlante. Pero Seron contaba con una ventaja: el tamaño de sus personajes les permitía pasar desapercibidos para los Grandes y establecerse en algún resquicio geográfico muy difícil de hallar para hombres de dimensiones normales era algo verosímil en el contexto de la colección. Así que aquí utiliza esa herramienta para imaginar un ecosistema prehistórico en cuyo centro, en un giro sorpresa, se asienta un reducto de tecnología avanzada. Así que volvemos a encontrar aquí esa curiosa mezcolanza de lo antiguo y lo futurista que había caracterizado la serie desde sus inicios.
“Los Prisioneros del Tiempo” es una historia sencilla, ligera y no muy elaborada (el Duque de la Maraña no es aquí más que una excusa para poner en marcha la historia e inflar algo el final) pero va a convertirse en un semillero de ideas para los álbumes inmediatos. El entorno prehistórico y el villano serán reciclados para “Hombrecitos y Hombres-Mono” y la colonia extraplanetaria de Hombrecitos a la que se dirigían los tres científicos se mostrará en “El Planeta Ranxérox”.
(Continúa en la siguiente entrada)
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