jueves, 21 de octubre de 2021

1967- EL SEÑOR DE LA LUZ - Roger Zelazny (y 2)


(Viene de la entrada anterior)

 

Dado que una parte importante de la novela está dominada e impulsada por la trama, es fácil pasar por alto en una primera revisión la aguda descripción que el autor hace del hecho religioso, uno de los temas fundamentales en la historia. Zelazny nos invita a considerar la naturaleza de lo que consideramos un “dios”. En los mitos, las divinidades son consideradas como tales porque son inmortales y pueden realizar hazañas imposibles o tienen poderes por encima de los del resto de los humanos. ¿En qué punto esto puede hacerse realidad? Es decir, si alguien pudiera alcanzar la inmortalidad y fuera capaz de realizar actos milagrosos, ¿se convertiría en un dios?

 

Si esto no es así, ¿cómo pueden muchas culturas justificar su fe en sus respectivas deidades? Quizá los que hoy se veneran como dioses fueron en su día gente “normal” que podía hacer cosas que a los demás les parecían maravillosas. Y si alguien alcanzó el estatus de dios por ser más sabio, más “iluminado”, ¿cómo podemos valorar tal cosa? Podría ser un simple embaucador, que dice lo que los demás quieren oír pero sin creer en ello. Es más, muchos de los dioses de las mitologías de la Tierra se comportan exactamente igual que nosotros, solo que, al ser más poderosos, causan más daño cuando cometen estupideces.

 

Más allá de la existencia o legitimidad de los dioses, la novela también plantea la cuestión de si la religión es un hecho benigno o perverso. Desde el punto de vista de los moradores del Cielo, es un arma que un grupo reducido de individuos utiliza para sus propios fines y el mantenimiento de sus privilegios. Lo que enciende la chispa del conflicto entre Sam y el resto de los “dioses” es que una nueva clase de mercaderes, en nombre de aquéllos, asume el control de la Rueda del Karma, la tecnología que permite transferir la mente a otro cuerpo al morir. Las directrices son permitir únicamente la “reencarnación” de aquellos que en sus vidas hayan sido devotos de los dioses, pero estos nuevos Señores del Karma, las interpretan arbitrariamente y chantajean a la gente con la amenaza de no permitirles acceder a un nuevo cuerpo. Obligan al pueblo a trabajar para ellos y mantenerlos, limitándoles el acceso a tecnologías muy básicas. Cada vez que la civilización genera un nuevo avance tecnológico que pudiera amenazar su posición de poder, como la imprenta, lo eliminan argumentando que no complace a los “dioses”. Los librepensadores –detectados mediante la mencionada sonda mental en el momento que solicitan la reencarnación- son castigados preventivamente dándoles cuerpos de monos o perros, por ejemplo.

 

Sin embargo y como la otra cara de la moneda, la religión, si uno cree verdaderamente en ella, puede ser una fuerza de cambio interior al nivel más profundo, tal y como le sucede a Rild, el asesino de Kali, cuando conoce la filosofía de Buda-Sam.

 

Así, las preguntas que en un momento u otro de su trama suscita “El Señor de la Luz” son, por ejemplo: ¿Es realmente la religión una parte consustancial del ser humano? ¿Es solo una etapa que dejaremos atrás cuando evolucionemos como especie o la necesitaremos por siempre jamás? ¿Es la religión algo que nos atrasa o, por el contrario, nos inspira para hacer grandes cosas? ¿Es quizá lo único que mucha gente encuentra para mantener sus demonios internos a raya? Y, claro, ¿qué religión es la verdadera -dado que todas no pueden serlo al mismo tiempo- y cómo la distinguimos? ¿Hay siquiera una de ellas que sea la verdadera o todas están levantadas sobre malentendidos, intereses espurios o interpretaciones erróneas?

 

Es fácil que vengan a la cabeza figuras históricas a las que se les ha atribuido la divinidad, como Buda, Jesús, Zoroastro o Pitágoras, y preguntarse si ellos, como Sam hace en esta novela, reunieron en torno a sí a un grupo de seguidores y construyeron su pensamiento como protesta contra los dioses establecidos y la jerarquía sacerdotal que decía hablar en su nombre. Buda rechazaba el sistema védico de castas; Jesus se enfrentó a los fariseos; Zoroastro desafió las tradiciones de la religión indo-irania; de Pitágoras dijeron sus seguidores que había sido un experto en temas como la inmortalidad, la reencarnación del alma y su destino después de la muerte, pero derivaron hacia objetivos políticos que atrajeron sobre ellos persecuciones y exterminio… ¿Pretendieron todos esos líderes convertirse en objetos de adoración? ¿O esto fue una corrupción de su mensaje original por parte de unos fieles con intereses más mundanos?

 

Cuando se escribió “El Señor de la Luz”, ya era común en la ciencia ficción la idea de que la tecnología podía contribuir a nuestra “ascensión” como especie. Zelazny, con una combinación de cinismo, humor, respeto y filantropía, sugiere que no importa lo avanzados que sean los juguetes tecnológicos y los poderes que éstos nos otorguen en el futuro: seguiremos siendo humanos y actuando como tales, para bien y para mal.

 

Ahora bien, cabría preguntarse por qué Zelazny eligió en concreto para articular su discurso dos religiones como son el hinduismo y el budismo. Cada capítulo comienza con un extracto de la literatura hindú o budista junto a un pasaje de la leyenda que Sam fue construyendo en ese mundo bajo su identidad de Buda. Hay descripciones de múltiples dioses, diosas y animales legendarios como Garuda, así como las criaturas nativas del planeta, los Rakasha, todos ellos traslaciones de figuras de la mitología hinduista.

 

Algunos comentaristas parecen pensar que, en la novela, la decisión de los Primeros de imponer el hinduismo como la religión dominante entre los colonos es ridícula. Puede que lo así lo parezca si uno no es capaz de mirar más allá del círculo de la propia cultura en la que ha crecido, que en el caso de la mayor parte de los lectores es la cristiana. Es cierto que aparte de que la nave original en la que llegaron a ese planeta se llamaba “Estrella de la India”, no se explica en ningún momento por qué los Primeros se decidieron por ese sistema de control en particular, pero cabe suponer que la mayoría de quienes iban a bordo no eran blancos devotos de la Biblia, sino indios. Algo que parece apoyar la mención explícita y repetida de que sólo ciertos personajes (Olvegg, Nirriti) son cristianos –o lo fueron en origen-.

 

Si alguien escribiera este libro en nuestra actualidad tan políticamente correcta y de piel muy fina, probablemente se acusaría a Zelazny, en su calidad de norteamericano blanco de origen católico, de haberse apropiado de la mitología y la cultura hindúes o la religión budista. De hecho, hay lectores hoy que se muestran incómodos con el uso que hace el autor de religiones que siguen muy vivas. En 1967, en cambio, se alabó a Zelazny por incorporar y presentar a un público occidental elementos de una civilización asiática milenaria –recordemos, además, que en aquella época se pusó de moda entre el sector más progresista y alternativo de la población la filosofía y estética indias-.

 

Ahora bien, la inspiración para este clásico de la ciencia ficción vino de un acontecimiento de lo más mundano, tal y como narra el propio Zelazny: “Tuve la idea para mi novela “El Señor de la Luz” cuando me corté mientras me afeitaba para acudir a una charla en una convención. Tenía que ir con un buen tajo en la cara. Recuerdo que pensé: “Ojalá pudiera cambiar de cuerpo”. Eso puso en marcha una cadena de pensamientos: Si uno pudiera cambiar de cuerpos, ¿en qué tipo de trasfondo cultural podría ello tener encaje? Algo como la transmigración o la reencarnación… eso parece propio de una religión, como el budismo. ¿Qué tipo de historia podría sacar de ello?

 

La idea me dio vueltas en la cabeza mientras estaba en la charla. Hice una rápida búsqueda mental: parecía que muchas de las novelas de fantasía que conocía recurrían a la mitología nórdica, irlandesa o griega, pero no había visto que ninguna utilizara la mitología hindú. Y parecía haber un interesante conflicto ahí en el sentido de que el propio Buda utilizó su religión para intentar reformar las antiguas que existían antes de él. En este sentido, fue algo político. (…) Mientras estaba escribiendo “El Señor de la Luz”, leí entre otras cosas el “Sidarta” de Herman Hesse. Parecía un buen momento para leerlo ya que así podía enterarme de lo que él tenía que decir sobre Buda.

 

Desconozco la impresión que esta novela pueda causar en un devoto fiel de cualquiera de esas religiones, pero parece que Zelazny las trata con respeto. Deja muy claro que el panteón hindú y el nuevo Buda no son en absoluto auténticos dioses en el sentido religioso sino simples humanos que se sirven de religiones conocidas para alcanzar sus fines. Tampoco trata Zelazny de presentar un retrato auténtico y fiel de la India o el Hinduismo sino una caricatura de ambos diseñada para maximizar el poder de los “dioses”. En este sentido, la historia trata menos de la fe en sí misma que de cómo la religión organizada puede usarse como palanca para provocar un cambio (o evitarlo) en la sociedad, ya sea este benigno o maligno.

 

El libro tiene un reparto extensísimo de personajes, si bien la inmensa mayoría son poco más que meros nombres con poca o nula caracterización. Esto no solo se debe a la imposibilidad de perfilarlos a todos en poco más de trescientas páginas sino a la lógica interna de la novela, ya que los propios miembros del panteón, a lo largo de los siglos, han ido puliendo y sintetizando sus personalidades para poder presentarse ante sus semejantes y sus fieles bajo una sola característica fácilmente reconocible.

 

Por otra parte, el lector poco atento puede llegar a encontrar confuso el gran número de nombres y apariencias que los personajes han ido asumiendo con el paso de los siglos conforme cambiaban de cuerpos; a lo que se añade que ciertas deidades han sido encarnadas por individuos distintos cuando sus titulares originales murieron sin reencarnación. No obstante, esto es sólo un inconveniente, repito, si no se presta la atención que la obra requiere.

 

Una crítica que se la he hecho con frecuencia a este libro es que, pese a contener ideas inteligentes e innovadoras en su tiempo, los personajes son en exceso distantes, que no es fácil simpatizar con ellos y que su lectura se parece más a un frio ejercicio intelectual. Al adoptar la narración omnisciente en lugar de la primera persona, como había hecho Zelazny en “Tú, el Inmortal”, no se puede aprovechar la socarronería y el ingenio del protagonista ni profundizar en sus motivaciones. Todo tiene un aire mítico que puede desanimar a quien hubiera esperado encontrar personajes más entrañables y cercanos.

 

Puedo estar de acuerdo, pero sólo hasta cierto punto. No creo que Zelazny quisiera tanto descender del plano mítico al humano como desplegar una épica equivalente a la de las escrituras sagradas de tantas religiones anclándola, como ya he dicho, en la “realidad” mediante tópicos de la ciencia ficción. Pero como he descrito anteriormente, los personajes principales no son marionetas de cartón piedra al servicio de un escritor caprichoso. Queda claro que no estamos ante auténticos dioses sino hombres y mujeres que, con el paso del tiempo, han terminado por creer que lo son y que es su derecho ejercer de tales.

 

El protagonista, Sam, es un típico héroe de Zelazny, no tan diferente del Conrad de “Tú, el Inmortal”: un superhombre longevo, inteligente y culto pero imperfecto, decente, con sentido del humor, algo pícaro, con un espíritu independiente y que tiene en sus manos el destino del mundo. De acuerdo con el propio autor:

 

“Si uno tiene una esperanza de vida muy amplia y ha vivido tanto como los personajes de “El Señor de la Luz”, necesita tener sentido del humor. Creo que fue Pascal quien dijo: “La Vida es una tragedia para el hombre que siente, y una comedia para el hombre que piensa”. Mis personajes piensan más sólo porque han tenido más tiempo para hacerlo. Eso es una cosa que me gusta de los dramaturgos isabelinos como Shakespeare. No importa lo seria que sea una escena, el autor siempre sabe deslizar un juego de palabras.

 

Supongo que me fascina la figura de un hombre imperfecto con un ramalazo de grandeza. No soy reacio a personajes menos atractivos. Me importan más, y creo que a los lectores también, los personajes que se hallan en un proceso de transformación. No sería correcto escribir un libro cuyo protagonista pasa por todos los acontecimientos de una historia y termina siendo básicamente el mismo al final. Lo que le ocurra no debería ser sólo una aventura sin efectos sobre él. Las cosas que le suceden tienen que cambiarle (…) Quería un personaje que no fuera sólo una persona normal. Le otorgé grandes talentos pero también vulnerabilidad emocional.

 

Me gustan los personajes que son complejos. No disfruto escribiendo sobre gente simple o normal. Cualquiera de mis protagonistas tiene que ser algo complicado. Puedo entender que los lectores lo vean como un poco “más grande que la vida misma”, pero esa no es mi intención. Mi propósito es examinar los cambios psicológicos, emocionales y mentales que tienen lugar en un hombre complejo, un hombre grande”.

 

Y efectivamente, Sam no es ni mucho menos un héroe de mandíbula cuadrada construido a base de tópicos pulp para satisfacer las fantasías del varón adolescente. En el primer capítulo del libro, da un sermón sobre la futilidad de emprender acciones en el mundo material: los nombres no son importantes, las palabras tampoco. Intentar describir un aspecto de la realidad a quienes no lo han experimentado, dice, es una empresa sin posibilidad de éxito. Pero a la hora de la verdad, Sam actúa y apuesta todo en contra de esa filosofía de la pasividad: lucha para crear un mundo mejor, convirtiéndose, como le dice Yama, en “una antítesis individualizada al Cielo, oponiéndote a la voluntad de los dioses a lo largo de los años, de muchas formas y desde detrás de muchas máscaras”. 

 

Como sucede en otras novelas de Zelazny, las peripecias individuales parecen a veces un tanto episódicas (de hecho, varios capítulos fueron vendidos separadamente como novelas cortas) pero en conjunto, forman un todo coherente y muy disfrutable. Formalmente es impecable, con una prosa elegante pero contenida, sin caer en los estrafalarios experimentos que otros autores acometieron en el seno de la Nueva Ola.

 

Y también, como en otras obras de Zelazny, el lector ha de tener paciencia. Como ya había hecho en “Tú, el Inmortal”, el autor nos arroja a una acción sin contexto que, para colmo, está inspirada en un panteón de dioses, el hindú, con el que probablemente no estemos familiarizados. Es un mundo raro, diferente, en el que se hacen referencias a rituales y criaturas extrañas; no se sabe si estamos leyendo fantasía o ciencia ficción porque las leyes que gobiernan ese mundo no parecen ser las nuestras; y, por si fuera poco, comienza “in medias res”, debiendo recorrer más de cincuenta páginas antes de que el segundo capítulo, en forma de flashback, empiece a colocar las piezas en su lugar y conformar un conjunto más definido y coherente.

 

Pero esto es precisamente una de las características de Zelazny que más gustan a los lectores de CF: al principio es inevitable sentirse desorientado pero una vez que se desvelan las claves de ese mundo, éste resulta ser tan satisfactorio y detallado que es fácil sumergirse en él y querer saber más. Eso sí, para que la experiencia resulte grata, es necesario abordar la lectura con calma, darle el tiempo que requiere para prestar atención a los detalles y dejar que las ideas y los personajes reposen y maduren en nuestra imaginación. No es una de esas novelas que uno deba intentar acabar tan rápidamente como sea posible para saltar a la siguiente.

 

“El Señor de la Luz” es una de las mejores y más representativas novelas de la bibliografía de Roger Zelazny. En ella vuelve a demostrar su capacidad para fusionar la Fantasía y la Ciencia Ficción, utilizando la mitología hindú para articular interesantes reflexiones acerca de cómo la religión puede servir tanto como arma para los tiranos como liberación de los oprimidos. Hay muchas reflexiones teológicas e interesantes debates sobre cómo la tecnología puede darnos libertad o esclavitud según cómo se utilice o quien la domine. Gracias a sus temas universales y a la ausencia de explicaciones tecnológicas, la novela ha aguantado fenomenalmente bien el paso del tiempo y puede leerse hoy tan fácilmente como en el momento en que se publicó. Pero es que, además y si uno así lo desea, puede prescindirse de las grandes cuestiones para disfrutarla como una lectura mucho más sencilla: una aventura repleta de batallas dramáticas, traiciones, romance, criaturas maravillosas, huidas, duelos y rebelión contra la injusticia y la tiranía.

 

Para terminar, es inevitable hablar algo de la adaptación cinematográfica que nunca fue, pero de la que se sirvió la CIA para montar una famosa operación encubierta. Y es que, aunque el nombre de Roger Zelazny nunca se menciona en la película “Argo” (2012), la operación que en ella se narra utilizó el proyecto de aquélla para salvar la vida de unos ciudadanos norteamericanos atrapados en el caos de la revolución iraní en 1979-80.

 

Jerry Schafer era un especialista de Hollywood que un día de 1979, se presentó en Aurora, Colorado con un plan para construir allí un parque tres veces mayor que Disneyland. Su nombre era Science Fiction Land e iba a tener una noria de 38 pisos de altura, un zoo holográfico, una bolera de 1.000 pistas atendida por robots, guardias de seguridad con mochilas-jet y los “Pabellones de la Felicidad”: catorce restaurantes-espectáculo al estilo Las Vegas. Y, además, serviría de escaparate para que científicos e inventores mostraran sus creaciones.

 

Y, por si fuera poco, Science Fiction Land y sus maravillas servirían de escenario para la película “El Señor de la Luz”, encabezada por el productor Barry Ira Geller y con aspiraciones de ser la cinta más cara de la historia del cine. Geller era un neoyorquino que llegó a la mayoría de edad en los sesenta leyendo comics Marvel y ciencia ficción. Pasó de ser un vagabundo bohemio que se corría juergas con Allen Ginsberg a un inventor-futurista que quería cambiar el mundo con una película. Y a mediados de los setenta compró los derechos de “El Señor de la Luz”, una de sus novelas favoritas. Escribió un guión y empezó la tarea de producirla independientemente con un presupuesto de 50 millones de dólares (dos años antes, “Star Wars” había costado once millones).

 

En la mente de Geller, esa adaptación no iba a ser sólo una space opera épica al nivel de “Star Wars” (en la cual se inspiraba), sino un evento de dimensiones planetarias. Con esa visión (o delirio, según se mire) en mente, reunió a un equipo de creadores que incluía al escritor Ray Bradbury, los arquitectos Buckminster Fuller y Paolo Solari, el dibujante de comics Jack Kirby, el pionero de los videojuegos Gary Gigax o el maquillador John Chambers (responsable de las prótesis y caretas de “El Planeta de los Simios”).

 

La idea era utilizar el guion y los diseños conceptuales para conseguir financiación para el parque temático; el cual, a su vez, generaría ingresos con los que pagar la película. En noviembre de 1979, Geller convocó para anunciar su proyecto una pomposa conferencia de prensa con actores vestidos con trajes alienígenas. Pero poco después, en diciembre, empezaron a producirse acusaciones y arrestos por fraude.

 

Resultó que todo era una estafa. Schafer nunca tuvo, como había asegurado a otros inversores, una línea de crédito de 400 millones de dólares. Las autoridades locales afirmaron que él y Geller habían convencido a un inmigrante que hablaba mal el inglés para que invirtiera con ellos los ahorros de toda su vida, 50.000 dólares. Se arrestó a Schafer y Geller huyó de la justificia saliendo del país (aunque fue finalmente exonerado y hoy se dedica a ir por convenciones explicando su historia y grandilocuente proyecto). Se arrestó también al ex alcalde de Aurora y se descubrió que los inversores o estaban en la bancarrota o tenían conexiones con el crimen organizado. En fin, una historia que merece su propia película.

 

En ese punto, claro, el proyecto para la adaptación de “El Señor de la Luz” se había convertido en un cadáver. Pero resulta que el anuncio de su puesta en marcha había aparecido en revistas del gremio como “Variety” o “The Hollywood Reporter” justo cuando estalló la crisis de los rehenes en Irán. En diciembre de 1979, esas mismas revistas ya daban cuenta de que el proyecto había sido rebautizado como “Argo” y que la productora iba a ser un tal Studio Six. Al parecer, John Chambers, que ya había colaborado anteriormente con la CIA, entregó el guión a la agencia y éste, junto con los diseños de los artistas mencionados, fue utilizado como pantalla con la que engañar a la Guardia Revolucionaria iraní y sacar así a seis rehenes americanos del país haciéndolos pasar por miembros de un equipo de rodaje en busca de localizaciones. Quien quiera profundizar más en ello, recomiendo el visionado de la mencionada película, dirigida y protagonizada por Ben Affleck y que recibió nominaciones para siete Oscars, ganando tres.

 


1 comentario: