Roger Zelazny empezó a dejar su huella en la Ciencia Ficción ya desde su primera novela, “Tú, el Inmortal” (1966), un relato postapocalíptico ganador del Premio Hugo en el que mezclaba la aventura y la mitología griega. Su siguiente obra larga, “El Señor de los Sueños” (1966), contaba cómo un hábil psicoterapeuta era capaz de entrar en la mente de sus pacientes mediante una avanzada tecnología y afectar sus sueños. Pero fue con “El Señor de la Luz” que Zelazny creó su mejor y más exitosa novela, volviendo a ganar con ella el Hugo de ese año y recibiendo una nominación al Nébula en la misma categoría.
Hace mucho tiempo, la tripulación de una nave generacional colonizadora procedente de una ya extinta Tierra, llegó a un lejano planeta y lo pobló con su descendencia, reservándose para sí mismos el papel de dioses, modelándose de acuerdo al panteón hindú: Krishna, Brahma, Vishnú, Kali, Yama, Shiva, Ganesha…
La población local, siglos después, consiste por tanto en los descendientes de ese grupo original y los de los pasajeros que también viajaban a bordo. Los seres nativos inteligentes del planeta, formados de pura energía electromagnética, fueron siglos atrás o bien exterminados o bien encerrados en grandes prisiones subterráneas tras numerosas y sangrientas batallas. Los humanos normales y corrientes, en el contexto de esa mitología artificial en la que creen, los conocen ahora como “demonios”.
La sociedad humana hace uso de una tecnología medieval y su cultura y ritos han sido modelados de acuerdo a la de la antigua India. Los “dioses”, por el contrario, disfrutan de una tecnología muy avanzada; tanto, de hecho, que se cumple la famosa máxima de Arthur C Clarke: “Cualquier tecnología lo suficientemente avanzada es indistinguible de la magia”. Y esa es, precisamente, la situación en la que se encuentra la mayor parte de esos humanos ignorantes de su procedencia original.
Los “dioses” viven en una ciudad en la zona polar, el Cielo, edificada sobre una montaña aplanada y protegida por una cúpula con ambiente controlado; poseen naves y armamento muy avanzado así como una bioingenería y cibernética que les han abierto la puerta a la reencarnación: pueden traspasar su conciencia a otro organismo, sea humano o no, lo que les garantiza de facto la inmortalidad. Los “superpoderes” de los dioses consisten en capacidades psiónicas específicas que son traspasadas de cuerpo en cuerpo junto con la matriz mental que forman los recuerdos y la personalidad. Así, Yama tiene una “mirada de la muerte” mientras que Sam puede manipular campos electromagnéticos con la simple fuerza de su voluntad. Cuando adquieren un nuevo cuerpo, les lleva algún tiempo recuperar esas habilidades, pero no las pierden.
En cuanto a la gente común, todo el mundo, al llegar a los sesenta años –si no ha muerto antes por accidente- se somete al juicio de los dioses: en ciertos templos, los sacerdotes utilizan una sonda mental para revisar en detalle la vida del suplicante y según haya sido su comportamiento o karma –básicamente su devoción y obediencia a los “dioses”-, se les proporciona un nuevo cuerpo cuya edad, género y especie deciden los jueces.
Ahora bien, la mayor parte de los “dioses” no son ya los que llegaron originalmente al planeta a bordo de la nave. Las guerras intestinas y las purgas diezmaron sus filasen el pasado y el panteón está ahora compuesto sobre todo por jóvenes semidioses promovidos a esa posición desde un origen más humilde entre la población nativa. Esto último –junto a la garantía de la reencarnación en caso de ser devoto y sumiso- es la zanahoria que utilizan los dioses –el palo es el avanzado armamento- para comprar la conformidad de los nativos con un sistema que les condena a vivir en una perpetua edad oscura desde el punto de vista tecnológico.
Al comenzar la novela, Sam acaba de regresar al planeta. Durante cincuenta y tres años estuvo atrapado, incorpóreo, en el Puente de los Dioses; esto es, su matriz energética, aquello que constituye su ser y memoria, flotó como una nube en la ionosfera planetaria. Sam es uno de los pocos “originales” que quedan (“sus seguidores le llamaban Mahasamatman y decían que era un dios. Él prefería, sin embargo, dejar el Maha- y el -atman y llamarse Sam”). Y también un estorbo para sus congéneres porque lo que desea es terminar con esa tiranía que ejercen sus colegas “divinos” y ceder la tecnología a la gente ordinaria.
Naturalmente, semejante actitud le pone en contra del resto del panteón, interesado sobre cualquier otra cosa en perpetuar sus privilegios. Se le expulsa del Cielo y se le niega la reencarnación, pero persiste en sus planes. “El Señor de la Luz” del título es él y la historia que cuenta es su campaña de décadas contra sus antiguos compañeros “divinos”, incluyendo la mujer que una vez fue el amor de su vida, la diosa de la Destrucción, Kali, para destronarlos y llevar la justicia y el progreso al mundo.
Tras su última y casi exitosa revuelta contra el Cielo, la esencia de Sam fue, como he dicho, exiliada a la ionosfera. Pero he aquí que, al comienzo del primer capítulo, un antiguo enemigo suyo ahora convertido en revolucionario, Yama, el dios de la Muerte –y también un genio científico y tecnológico; quizá el más poderoso de todo el panteón- ha encontrado una forma de recuperar su matriz e insertarla en un nuevo cuerpo. Así, el primero de los siete capítulos del libro narra el retorno de Sam al planeta y al mundo de los vivos. El siguiente es un extenso flashback que narra el momento en que Sam descubrió el alcance de la tiranía de los dioses y empezó su lucha. Se hizo llamar Príncipe Sidarta, consiguió mediante engaños un nuevo cuerpo y fundó una versión del Budismo para minar la influencia de sus antiguos compañeros y contrarrestar el hinduismo que aquéllos han forzado como religión única entre la población.
Ya en el resto de la novela y resumiendo mucho, la nueva fe siembra las semillas de la rebelión, pero no será suficiente y la guerra se torna inevitable. Sam hace un imprevisible trato con los Demonios para que le ayuden en su cruzada; sobrevive a su ejecución en el Cielo a manos de Kali; y sus fuerzas –humanos, dioses aliados y demonios- son derrotados en apocalíptica batalla por los guerreros del Cielo –no sin que éstos sufran también fuertes bajas-. Todo lo anterior es parte del flashback que narra la rebelión de Sam, culminando en su descorporeización y exilio en el Puente de los Dioses. El último capítulo, el séptimo, vuelve al “presente” de la acción e hila con el primero (formando de paso una metáfora literaria de la Rueda de la Vida budista) para llevarnos hasta el desenlace.
“El Señor de la Luz” es un libro sobre los regresos y las segundas oportunidades. Y también sobre el renacimiento, sea este espiritual (como sucede con la conversión de uno de los sicarios de Kali, Rild, que es enviado a asesinar a Buda-Sam y termina siendo su principal discípulo) o físico, que es el caso de “reencarnación” mediante máquinas de transferencia mente-cuerpo.
Una historia sobre renacimiento debe inevitablemente ser también una historia sobre muerte; así que, naturalmente, el otro gran personaje de la misma es Yama. Durante la mayor parte de la trama, Sam y el dios de la Muerte son enemigos; respetuosos e incluso cordiales, pero adversarios al fin y al cabo. Yama, originalmente un adolescente de mente genial transferido al cuerpo de un hombre adulto tras un accidente mortal, es quizá el más peligroso de todos los dioses, maestro en todas las artes del combate y creador de la mayoría de las armas y tecnología que portan aquéllos. Es muy inteligente, pero carece de autoestima producto de la interrupción traumática de su juventud. Yama no debería, como Sam le recuerda, subordinarse a los otros dioses, pero lo hace en parte debido a su falta de confianza y, en parte, al subyugante deseo sexual que siente por una mujer mayor que él y con menos escrúpulos: la ex amante de Sam, Kali.
A primera vista, Kali y Yama forman una pareja consistente. De hecho, en el tercer capítulo, de camino a su enfrentamiento con el nuevo Buda, Yama, disfrazado de soldado, se detiene en un templo en el que la estatua de sí mismo ha sido colocada frente a otra de Kali. Un clérigo le dice: “Nosotros los sacerdotes siempre hemos considerado que las dos estatuas se hallan muy bien situadas. Forman una terrible pareja, ¿no crees? La muerte, y la señora de la destrucción”. Pero aunque ambos son deidades relacionadas con la muerte, “Él es el dios de la muerte, cierto. Pero la suya es una muerte rápida, limpia. Kali es más bien como un felino”. Yama no obtiene placer en su tarea, mientras que Kali es veleidosa, egocéntrica y amante de la carnicería y el caos. Cuando, en el capítulo quinto, Sam se halla arrestado pero con movilidad en el interior del Cielo, ella se reúne con él en secreto y en cuestión de minutos le ofrece unir sus fuerzas contra el resto de dioses; se retracta de su oferta; promete deshacer su compromiso de matrimonio con Yama si Sam vuelve con ella; reniega de todo lo dicho, asegura que ya no le ama en absoluto; y luego se acuesta con él. “No he cambiado”, le dice cuando Sam recuerda que ha pasado demasiado tiempo desde que estuvieron juntos. Y no lo ha hecho. Es tan inconstante como siglos atrás.
Sam es el contrapeso de Kali: constante, inagotable, resuelto y persistente aun cuando en el curso de la narración asume media docena de nombres y cuerpos, demostrando que está dispuesto a cambiar de táctica siempre que sea necesario para cumplir su objetivo. Yama le dice que ser un dios significa que “Uno gobierna las pasiones que lo gobiernan a uno”, pero la única pasión de Sam es la de no ser gobernado, incluso por sus pasiones. Y precisamente de ahí es de donde proviene su auténtico poder. Tal y como reza el verso del Dhammapada (una escritura sagrada budista en verso tradicionalmente atribuida a Buda Gautama) que abre el primer capítulo:
“Quien aplacó sus deseos, quien
es independiente de sus raíces, cuyo
abono es la vacuidad… libre y
sin huellas… su sendero es tan
desconocido
como el de los pájaros cruzando
el cielo”
El deseo de Sam de ser libre no es algo sólo personal. Su rebelión contra sus compañeros “divinos” no responde a que éstos le estén oprimiendo. Al final del segundo capítulo ha conseguido su propia máquina de transferencia de cuerpo y, con ella, los medios para mantenerse vivo a sí mismo y a sus amigos indefinidamente. Es inteligente y fuerte. Podría vivir anónimamente y arreglárselas muy bien. Sin embargo, decide derrocar a los dioses en nombre de los simples mortales a los que aquéllos tiranizan. Sam está impulsado por el amor a la Humanidad, un sentimiento genunino que proviene de un profundo y honesto autoexamen (cuando es literalmente poseído por un demonio que impele a su cuerpo a cometer atrocidades, Sam tiene el coraje de reconocer que, como todos, alberga un lado muy oscuro). Un amor que entiende que todo el mundo debe tener la oportunidad de vivir según sus propias reglas, de cometer sus propios errores y aprender de ellos; y suficientemente compasivo como para ayudar al prójimo a que aprenda a gobernarse.
Ese es el único camino que puede llevar a un auténtico renacimiento, la verdadera conquista de la muerte. Es necesaria la perseverancia, sí, pero si ésta no va acompañada de la autoreflexión, lo único que se consigue es cometer una y otra vez los mismos errores. En cambio, si se realiza un sincero autoexamen, inevitablemente surge el reconocimiento de la terrible lucha que afrontan todos los seres. Uno no puede amarse a sí mismo si, al mismo tiempo, no aprende a amar a los demás. Es una ley tan inalterable como la propia Naturaleza: el amor a la vida engendra más vida y más amor. El amor por la destrucción –el que siente Yama por Kali o el de ésta por sí misma- no engendra más que mayor destrucción.
En la escena que comentaba anteriormente, después de que el sacerdote del templo comente lo apropiado del emplazamiento de ambas estatuas, Yama le pregunta por qué nadie ha dejado ofrendas a los pies de la suya:
– Debe sentirse ofendido.
– No es así, guerrero ¿Acaso no son todas las cosas vivientes, en sí mismas, sacrificios a la Muerte?
– Realmente, tienes razón ¿Qué necesidad tiene él de su buena voluntad o afecto? Los dones son innecesarios, puesto que toma lo que quiere.
Pero poco después, Yama entra en el bosquecillo de Buda y se encuentra, primero, con cientos de acólitos de Sam esperándole para bloquearle el camino con una visión en la que toda la vida se alza para proteger al héroe. Ya de camino allí, Yama ha asesinado a Rild, que sa sacrifica para proteger a Buda. Se trata de un sacrificio auténtico (un sacrificio ha de darse, no tomarse) y aunque se libra de los seguidores de Buda con facilidad y termina sentándose frente a él rebosante de jactancia, está claro que el dios de la muerte –con reluctancia y celos, pero no desprecio- se da cuenta de que podría estar ante un poder mayor que el suyo.
Al final del libro, el amor y entrega de Sam demuestran ser suficientemente grandes como para haber puesto a la Muerte de su lado y propiciado el renacimiento de todo un mundo. Es, por tanto, la conclusión del Kaliyuga, el periodo de las escrituras hindúes al que se denomina comúnmente “era de riña e hipocresía”. Y tras esto, Sam deja el escenario como debe hacerlo: discretamente, para vivir una existencia tranquila y anónima siguiendo sus propias reglas. Y, en cualquier caso, para pasar a la leyenda:
“Partió de Jaipur al día siguiente antes del amanecer, y no volvió a vérsele (…) Partió en busca de la paz anónima de una túnica azafrán porque ya había terminado la tarea para la cual había vuelto, dicen, y ya estaba cansado del ruido y la fama de la victoria (…) Dicen que ha cruzado más allá del Puente de los Dioses. Dicen que no volverá. Otros dicen que adoptó una nueva identidad; y que camina aún entre la humanidad, para protegerla y guiarla en los días de prueba, para impedir la explotación de las clases inferiores por aquellos que asuman el poder”.
No son pocos los lectores que siguen discutiendo si este libro cae dentro del campo de la CF o del de la Fantasía. En mi opinión y como había hecho tan sólo un año antes en “Tú, el Inmortal”, Zelazny se niega a encerrarse en una sola categoría y mezcla ambos géneros. Por una parte, justifica con la tecnología los poderes y milagros de los “dioses” y la ambientación y premisa generales (la colonización de un planeta extrasolar).
Por otra parte, ninguna de las maravillosas máquinas se describe con demasiado detalle y, de hecho y como he apuntado antes, la tecnología funciona narrativamente como si de magia se tratara. Múltiples pormenores de ese mundo y las aventuras pasadas de los personajes resultan tan vagos como los de un relato mitológico; e igualmente, el planeta en el que se encuentran los humanos tiene una historia rica pero rodeada por el misterio. Los “dioses” se hablan entre sí y con sus adoradores utilizando una prosa muy estilizada, como si se tratara de un afectado estilo arcaico propio de una escritura sagrada, un poema épico o un relato mitológico.
En cualquier caso, parece evidente que Zelazny –que acuñó estos trabajos suyos como “science fantasy” -que podría traducirse tanto como “Ciencia Fantástica” como “Fantasía Científica”- quería fusionar ambos géneros: disfrutar de la épica inherente a una guerra entre dioses sin perder la “verosimilitud” que brinda la explicación “científica” de sus milagros y poderes. Como ocurre en estos ejercicios de hibridación, el resultado satisfará más o menos dependiendo del gusto, expectativas y sensibilidad de cada lector.
No está de más recordar también que a mediados de los sesenta, era cada vez más difícil –y quizá también innecesario- separar la Ciencia Ficción de la Fantasía. Lo que ocurrió por entonces fue, sin embargo, toda una sorpresa. La Fantasía había sido una paria literaria desde hacía veinte años y, de hecho, ni siquiera se la consideraba un género en sí mismo, como el Western, el Policiaco o la propia CF. Y entonces, se produjeron dos fenómenos que lo cambiaron todo: la publicación en rústica de “El Señor de los Anillos” y las reediciones en el mismo formato de las historias de Conan escritas por Robert E.Howard.
Ni de lejos podría considerarse “El Señor de los Anillos” como una obra de ciencia ficción a menos que decidamos entenderlo como un mundo alternativo o una aventura ambientada en el pasado distante de la Tierra, una era en la que la humanidad compartió planeta con elfos y orcos. Sin embargo, la estructura y grado de detalle con la que Tolkien modeló la Tierra Media, sus culturas, religiones, lenguas y especies, lo convirtió en un ejercicio de mitografía que imitaba –y superaba- la creación de mundos y seres alienígenas de la CF y que, por tanto, apelaba al mismo público.
“El Señor de los Anillos” apareció en tres volúmenes separados en tapa dura entre 1954 y 1955 por la sencilla razón de que era una obra demasiado extensa como para publicarla y comercializarla en un solo libro. Desde entonces se le ha denominado “trilogía”, cuando en realidad es una sola novela dividida en tres partes. En 1965, Donald Wollheim descubrió que, debido a un resquicio en las regulaciones de copyright, no se había registrado la totalidad de la obra en los Estados Unidos y se hallaba en el dominio público. Y así, bajo el sello de Ace Books, reeditó en tapa blanda el libro, sin pedir permiso a Toklien y sin pagar royalties. Podemos imaginar el revuelo que causó esto en la editorial británica Houghton Mifflin, que iba a editar la obra en tapa blanda bajo el sello Ballantine Books. Para recuperar el control del copyright, Tolkien tuvo que hacer algunas revisiones del libro original y volver a registrarlo. Al final, Wollheim sí pagó a Tolkien y retiró la edición de Ace Books pero no antes de que aquel jaleo llamara la atención de los medios de comunicación. Pronto, “El Señor de los Anillos” se convirtió en una obra de culto entre el creciente movimiento hippy de los Estados Unidos y para 1966, la fiebre por la novela recorría ese continente tanto como Gran Bretaña.
Al mismo tiempo, Lancer Books lanzó una serie de reediciones de las historias de Conan el Bárbaro escritas por Robert E.Howard, supervisadas por L.Sprague de Camp quien, junto a Lin Carter y Bjorn Nyberg, añadieron más relatos al canon del guerrero cimerio con los que rellenar los huecos de su azarosa vida. Las historias originales de Conan se habían serializado en la revista “Weird Tales” en los años treinta y aunque ya existían recopilaciones en forma de libro, fue ahora cuando conectó con el nuevo espíritu de la juventud de la época. El primer libro, “Conan el Aventurero”, apareció a mediados de 1966 y el resto le siguieron a un ritmo de tres al año durante los siguientes tres años. Las ventas fueron sensacionales y la Conanmanía empezó a comerle terreno a la Tolkienmanía.
Estos auténticos fenómenos editoriales abrieron los ojos de los editores al potencial comercial de la Fantasía. Todo editor de libros en tapa blanda que podía encontrar un escritor de ese género, lo fichaba rápidamente. Ballantine Books lanzó una serie de Fantasía Adulta, editada por Lin Carter y dedicada a recuperar obras señeras como las escritas por William Morris o Lord Dunsany así como encontrar nuevos talentos, como Peter S Beagle (autor de “El Último Unicornio, 1968). Michael Moorcock se aprovechó también de la ola, no sólo publicando en tapa blanda sus historias de Elric de Melniboné sino creando a partir de él todo el ciclo de El Campeón Eterno. Con el dinero que obtuvo de esas ventas, pudo financiar la revista “New Worlds”, principal heraldo de la Nueva Ola de la CF.
E hilando con la obra que ahora nos ocupa, se hizo rentable para las editoriales promocionar libros como de Fantasía en vez de CF. Eso es precisamente lo que se hizo con Roger Zelazny, que se encontró con que sus libros eran habitualmente clasificados y anunciados como Fantasía. Es lo que le ocurrió con “El Señor de la Luz”, publicado por Doubleday, aun cuando en su esencia es, ya lo hemos visto, CF. Otro ejemplo próximo en el tiempo fue el de “El Vuelo del Dragón” (1968), de Ann McCaffrey, publicado por Ballantine Books. Aunque se vendió como CF, la portada se diseñó a propósito para atraer a los aficionados a la Fantasía.
(Finaliza en la siguiente entrada)
Sam parece un personaje interesante.
ResponderEliminarUna novela que me falta, y habiendo disfrutado tanto de Tú, el Inmortal, debo ir pronto a por ella.
ResponderEliminarMe ha sorprendido el dato sobre la Fundación de New Worlds, yo siempre había asumido que Moorcock fue contratado antes de tener éxito, pero arriesgar su propio dinero es muy valeroso y vocacional
Te recomiendo el artículo que escribí aquí mismo sobre la revista New Worlds, una publicación que venía de los años treinta. Moorcock fue contratado por su editor previo, sí, pero la revista estaba en muy mal estado financiero y sólo sobrevivió gracias a una sociedad que montó Moorcock con David Warburton, Magnelist Publications, con la que a su vez pudieron pedir una subvención pública que sostuviera la revista. Moorcock llevaba escribiendo desde finales de los cincuenta, cuando aún era poco más que un adolescente y en 1961 ya había publicado la primera aventura de Elric. Un saludo
EliminarGracias. A por él voy!
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