Cuando se habla de lo que conocemos como grandes obras “clásicas”, éstas tienden a encajar en una de estas dos categorías: o trabajos rompedores que aportan novedad y frescura; o libros que sintetizan y reúnen de forma perfecta elementos ya presentes en el género de que se trate. Como ejemplo de la primera clase y dentro del género de aventuras, “Las Minas del Rey Salomon” (1885), presentó toda una serie de ingredientes que con el pasar del tiempo acabarían siendo tópicos, como el aventurero blanco proveniente del mundo civilizado que se enfrenta a misterios, fuerzas de la Naturaleza y peligrosos nativos en tierras ignotas; o la noción del Mundo Perdido. Y casi cien años después y como ejemplo de la segunda categoría, encontramos “En Busca del Arca Perdida” (1881), en la que todas las convenciones refinadas durante décadas se utilizaron para construir una obra perfecta.
Por supuesto, esta es una división simplista y puede que hasta incorrecta, pero creo que puede servir para examinar las diferencias entre las dos novelas que recibieron el Premio Hugo en su categoría en el año 1966: la archiconocida “Dune”, de Frank Herbert; y la más discreta –desde el punto de vista de la proyección pública- “Tú, el Inmortal”, de Roger Zelazny. “Dune” es la obra que fácilmente podemos identificar como ejemplo perfecto de una space opera adulta tras la larga evolución que experimentó el género desde sus primeros pasos con los seriales de E.E.Smith de finales de los años veinte y primeros treinta del siglo pasado. Herbert escribió un libro rico en planetas exóticos, héroes con superpoderes, batallas e intrigas políticas; tan grandilocuente como sus predecesoras pero sin su incómoda simplicidad. No es difícil entender por qué ganó un premio otorgado por los propios fans.
Entonces, ¿qué hizo Zelazny para atraer a tantos lectores como para quedar al mismo nivel de votos que “Dune”? Y con su primera novela, nada menos. Tuvo que ser algo más que una prosa más elaborada y un mayor sentido de humor que los de Herbert. Sólo podemos especular sobre lo que los votantes del Hugo opinaban en aquellos años, pero con la perspectiva que da el tiempo, su apoyo a “Tú, el Inmortal”, fue un ejercicio de presciencia.
El número de abril de 1962 fue el que marcó el cambio de editor en la revista “The Magazine of Fantasy and Science Fiction” (F&SF), entrando a ocupar el puesto Avram Davison, quien dejó una profunda huella en la revista, escribiendo largas presentaciones para cada historia publicada e incluyendo un articulo editorial, algo que no era frecuente en esa publicación. Fueron importantes innovaciones que hicieron de F&SF una revista más personal. Por si fuera poco, Davidson tenía buen ojo para los nuevos escritores con estilos o ideas poco convencionales. De hecho, durante su etapa, no se conformó con llenar el contenido con firmas de escritores famosos. Aunque, por ejemplo, fue mérito de Davidson fichar a Heinlein para serializar aquí “Ruta de Gloria” en 1963, casi en cada número podían encontrarse relatos o seriales de autores noveles o casi noveles: Terry Carr, Joanna Russ, Ron Goulart, Reginald Bretnor, Felix Marti-Ibanez, Robert L.Fish, William Bankier, Gary Jennings… Fue también bajo su mandato que la revista empezó a dedicar de vez en cuando números especiales a autores individuales, como Theodore Sturgeon (septiembre 62) o Ray Bradbury (mayo 63).
Davidson editó la revista durante menos de tres años, pero dejó, como he dicho, una marca indeleble. Y allí llegó Roger Zelazny con sus mejores relatos cuando el mercado de su primera “casa”, la revista “Fantastic” editada por Ziff-Davis, empezó a marchitarse tras un periodo dorado, entre 1959 y 1963, en el que había dado entrada a muchos nuevos autores como Ben Bova, Ursula K.Le Guin, Thomas M.Disch o el propio Zelazny. Fue en “Fantastic” –y en su revista hermana, “Amazing”, donde el escritor vendió su primer cuento, “Passion Play” (agosto 62), al que siguieron en los siguientes doce meses otros tantos relatos primerizos caracterizados por los crípticos juegos de palabras y, en varias ocasiones, los préstamos de mitos y leyendas clásicos en lugar del seguidismo de las convenciones establecidas ya en tiempos de Hugo Gernsback y Joseph W Campbell, lo que lo acercaba más al espíritu de los fabulistas de antaño que a los escritores de CF de núcleo duro. Por supuesto que la CF siempre había tenido cierta tendencia a buscar inspiración en los mitos clásicos, pero Zelazny o Samuel R. Delany fueron un paso más allá: no sólo tomaron elementos de aquéllos, sino que los convirtieron en parte activa de sus decorados y tramas.
En esas dos cabeceras, por tanto, Zelazny fue aprendiendo y evolucionando y su trabajo se hizo más intenso y profundo. Por ejemplo, en el relato “He Who Shapes” (“Amazing”, enero-febrero 65), más tarde ampliado para su publicación como libro titulado “El Señor de los Sueños” (1966). Ya para F&SF, “Rosa para Eclesiastés” (noviembre 63), una ingeniosa mezcla de religión y Marte, fue la historia que marcó la madurez de Zelazny y le otorgó su primera nominación al Hugo. En marzo de 1965 le siguió “Las Puertas de su Rostro, las Lámparas de su Boca”, una de las últimas historias ambientadas en el Venus oceánico antes de que se confirmara su auténtica e infernal naturaleza. En tan solo tres años, Zelazny, buen conocedor de la historia y literatura antiguas, había pasado a figurar entre los autores más importantes del género.
Y fue precisamente en F&SF donde se serializó en dos partes “… Y Llamadme Conrad”, gérmen de la novela que ahora nos ocupa. No lo tuvo tan fácil Zelazny a la hora de encontrar editor para un libro tan peculiar como este y, además, siendo un autor que no había publicado aún una novela. Fue rechazado por Doubleday pero aceptado finalmente por Ace Books, que accedió a reponer casi todos los cortes que Zelazny había tenido que efectuar para su serialización en la revista (pasando de 47.000 a 58.000 palabras), eso sí, a cambio de darle el título que conocemos (por cierto, que tras ganar el Hugo, un desconcertado Zelazny recibió una carta del mismo editor de Doubleday que había rechazado el libro, quejándose por no habérselo ofrecido a él en primer lugar).
“Tú, el Inmortal” incluye ya muchos de los elementos recurrentes en el resto de su obra. Es claramente ciencia ficción, si bien utiliza un trasfondo y aproximación míticos más comunes en la fantasía. Su protagonista es un individuo de extraordinarias capacidades y longevidad, gran ingenio y un punto cínico. Tiene un ritmo ágil, una prosa elegante y una forma muy distintiva y fragmentada de construir el trasfondo general a base de información indirecta insertada en la trama o las conversaciones.
Como suele suceder en muchas novelas de Zelazny, no es fácil hacer un resumen de la historia sin caer en spoilers o aportar información de contexto que el autor prefería que el lector fuera descubriendo por sí mismo. El protagonista y narrador en primera persona es Conrad Nomikos, Comisario de Artes, Monumentos y Archivos para el planeta Tierra. Cuando comienza la novela, lo conocemos pasando su luna de miel en una isla griega en compañía de su joven y bella esposa, Casandra (que, naturalmente, siempre tiene razón pero nunca es creída). En la primera frase que leemos, ésta le acusa de ser un kalikantzaros, un duende mitológico de naturaleza perversa. Como luego se averigua, ese apodo no responde sólo a su moderadamente grotesco aspecto: es muy alto, piloso, con un ojo de cada color, un afloramiento fungoso en una mejilla y una pierna más corta que la otra. Y aún más extraño: no parece envejecer.
El contexto general –que, como he dicho, sólo va desvelándose progresivamente- es el siguiente: tras una guerra nuclear que duró tres días, la Tierra quedó arrasada, pero las colonias de Marte y Titán consiguieron sobrevivir. Nuestra especie fue rescatada por unos alienígenas humanoides de piel azul procedentes de Vega, que llevaron a casi todos los supervivientes a los planetas de su imperio, donde se han instalado como ciudadanos de segunda, ganándose la vida como trabajadores poco cualificados y concubinas.
Mientras tanto, en la Tierra, grandes porciones de los continentes se han convertido en páramos radioactivos y han surgido muchos mutantes, algunos de los cuales recuerdan a criaturas extraídas de las antiguas leyendas griegas. Lo que queda de la especie humana, unos cuatro millones de individuos, se ha asentado en islas, menos dañadas que el territorio continental. La única actividad económica que prospera es el turismo, recibiendo y entreteniendo a aburridos veganos fascinados por la historia y la cultura terrestres. En la estructura de ese gobierno, Conrad es el encargado de preservar –aunque a veces parece que lo esté destruyendo todavía más- las ruinas y archivos que han sobrevivido del mundo pre-nuclear.
Pues bien, a Conrad le ordenan guiar a un importante personaje del Imperio Vegano, Cort Mishtigo, en un tour por algunos yacimientos históricos de importancia, incluyendo las Pirámides o los templos griegos. Es el tipo de tarea que Conrad hubiera delegado a un subordinado, pero el vegano especificó que debía ser concretamente él quien ejerciera tal función. Y es que el Mishtigo siente curiosidad por este terrestre que, de acuerdo a sus investigaciones y pese a aparentar apenas la treintena, tiene una edad que se mide en cientos de años. Y en cuanto a Conrad, a pesar de que sospecha que su cliente puede estar allí para calibrar y tasar el patrimonio terrícola de cara a lanzar una operación masiva de compra de terrenos para su pueblo, no puede negarse a su requerimiento dado que, al fin y al cabo, los Veganos fueron quienes rescataron los maltrechos restos de la especie humana y quienes, de facto, los mantienen bajo su protección en sus planetas.
Así que Conrad, tras la muerte de su esposa -víctima de un tsunami que se traga la isla donde la dejó- decide, tras un arranque incontrolable de pena y furia, poner toda su atención en la misión y accede no sólo a guiar al vegano sino que jura protegerlo con su vida de posibles atentados. Y es que, para su desconcierto, en su equipo van a viajar varios de sus antiguos amigos, aliados… y enemigos, incluyendo un par de agentes encubiertos del Radpol, un movimiento subversivo que aspira a liberar a los humanos de lo que consideran el yugo vegano e impulsar entre los exiliados un movimiento de regreso a la Tierra que impida que los alienígenas acaben haciéndose propietarios de facto del planeta. Antes de convertirse en funcionario del gobierno terrestre, Conrad fue un héroe revolucionario y líder de ese movimiento Retornista, pero se desvinculó del mismo, desengañado de sus métodos terroristas.
Para complicar aún más las cosas, otro miembro de la partida es Hassan, un asesino conocido por no haber fracasado jamás en los encargos encomendados y que, según cree Conrad, ha sido contratado por el Radpol para matar al vegano, un asesinato que le provoca repulsión por las imprevisibles consecuencias que podrían derivarse. Además y pese a los ruegos constantes de Conrad para que se dirija a él con este nombre, Hassan insiste en ponerle en situaciones incómodas llamándole con los nombres de sus antiguas identidades, no siempre conocidas por el resto.
Y así, empieza un viaje punteado por batallas, enfrentamientos y duelos entre Conrad y sus acompañantes por una parte y una diversidad de monstruos y mutantes (desde ceremonias vudú en Haiti a vampiros albinos pasando por sátiros, Cerberos o tribus caníbales en Tesalia) por otra, hasta llegar a la algo anticlimática revelación final sobre el auténtico propósito del vegano y el destino de la Tierra.
Todo esto puede sonar un poco retorcido, sobre todo teniendo en cuenta que la novela no llega ni a las doscientas páginas. Y lo es, porque esa es la intención de Zelazny. “Tú, el Inmortal” es una novela de aventuras con un trasfondo mitológico en la que los personajes van de un lugar a otro cumpliendo una misión, superando diversos peligros mientras el lector va ampliando su conocimiento sobre ellos y el mundo que habitan. Uno de los talentos de Zelazny reside en plantear una situación a priori oscura y con elementos y personajes desconcertantes, para luego ir aclararandolo todo con la descripción paulatina de un contexto que va desprendiéndose de la trama y los diálogos; trama, por cierto, extraña y poblada de extravagantes individuos pero que al final cobra sentido y culmina en un giro sorpresa. Es necesaria algo de paciencia y lectura atenta para entrar en el juego que propone Zelazny, dejarse seducir por el misterio que utiliza para atraernos a niveles cada vez más profundos de la historia.
Conrad es, como los detectives de género hard-boiled en los que se inspira, un hombre que no sabe de quién fiarse, perseguido por su pasado y que sólo confía en su propio ingenio, fuerza y código de honor. Como muchos de los héroes posteriores de Zelazny, es astuto, autocrítico y se enfrenta a un verosímil dilema: el conflicto entre el compromiso profesional y moral de proteger la vida de su cliente y su lealtad a la Tierra, la Humanidad y el movimiento Retornista.
Por otra parte y a diferencia de otros personajes inmortales de la ficción, Conrad no es alguien desgastado por el paso del tiempo y la experiencia de multitud de vidas. Sí, la longevidad le ha hecho enfrentarse a los cambios en el mundo que le rodea y la pérdida de amigos y amantes, pero contrarresta esos pesares amando intensamente la vida y bebiendo con pasión cada momento. Estudia y custodia los restos del pasado de la civilización, pero su espíritu no vive allí sino en el presente y con la vista puesta en el futuro. Puede que buena parte de la Tierra se haya convertido, tras el holocausto nuclear, en un parque temático para alienígenas y un campo de caza para mutantes deformes, pero él la disfruta igualmente. Es fácil, como lector, identificarse con un personaje tan vitalista que, pese a su experiencia, sigue teniendo dudas acerca de la dirección que debe seguir.
Zelazny sobresale también a la hora de crear un halo de misterio alrededor de su protagonista, dando respuesta a algunos de los enigmas que le rodean, pero dejando otros sumidos en la ambigüedad. Como haría un año más tarde con el panteón hindú en su más famosa novela “El Señor de la Luz”, se sirve en “Tú, el Inmortal” de la mitología griega para crear un mundo extraño y original. El propio Conrad es una figura de talla mítica a varios niveles. Puede ser un dios porque, al fin y al cabo, su edad auténtica nunca llega a revelarse y su inmortalidad bien puede deberse a una de las mutaciones postapocalípticas tan frecuentes en esa Tierra futurista, bien a otra razón más, digamos, divina. Podría ser en realidad aquello que algunos le han apodado: kalikantzaros, una suerte de duende malevolente salido del folklore del sudeste de Europa y la península de Anatolia. También es un antiguo héroe del Radpol al que se conocía como Karagiozis, nombre de un personaje del antiguo teatro de marionetas griego que representaba la lucha de los helenos contra las fuerzas opresoras extranjeras.
La propia novela aspira a tener la escala épica de un mito, eso sí, descrito a base de pequeños detalles en lugar de los amplios brochazos de las leyendas clásicas; pero el giro final es tan trascendental (aunque la reacción de Conrad sea tan impávida como es propio en él) que difícilmente puede calificarse de otra manera. Propio del mundo de los mitos es también ese antagonismo respetuoso –motivado más por los bandos que defienden que por una aversión personal- entre Conrad y Hassan, el cual representa una suerte de dios de la muerte.
El motivo por el que dije al principio que el Premio Hugo que recibió en 1967 fue un acto de presciencia por parte de los votantes es que “Tú, el Immortal” abrió el camino a un subgénero fantacientífico que luego han explotado con inmenso éxito popular y de crítica autores como Alan Moore, Neil Gaiman, Dan Simmons y otros; un tipo de historia en el que divinidades –auténticas o no, hijas de la religión, la magia o la ciencia- vagan por un mundo, ya sea de fantasía o futurista, plagado de maravillas; un mundo en el que no sólo lo fantástico sino lo divino se yuxtapone a una sensibilidad moderna, y en el que esos superseres cuentan con unos poderes maravillosos pero también envueltos en un misterio impenetrable para los mortales ordinarios.
Hay cierto tipo de lectores –y críticos- que afirman como hecho indiscutible que una historia es mejor cuanto más próxima se halle de la realidad; y con esa mentalidad, es fácil despreciar a “Tú, El Inmortal” como una agradable fantasía desconectada de todo lo que es verdaderamente importante en la vida. Después de todo, Conrad no es exactamente un hombrecillo insignificante tratando de salir adelante en un mundo opresivo. Está más cerca de Superman que de nosotros, humildes terrícolas del presente. Y por eso, cuando las cosas se arreglan para él al final, ¿por qué deberíamos sorprendernos? Aparte del entretenimiento, ¿qué podemos extraer de esta historia? Después de todo, nuestras vidas no son mitos y leyendas.
Pero, sin entrar en terreno de spoilers para quien no haya leído la novela, puede asegurarse que si el final es favorable para Conrad no lo es tanto gracias a sus capacidades sobrehumanas como a la forma en que se ha comportado. Conrad vive de acuerdo a un código moral que le impulsa a arriesgar su propia vida para mantener a salvo la del vegano, sólo porque ha prometido hacerlo y a pesar de que tal decisión bien podría suponer la destrucción de todo lo que ama. Y un código, en cierto modo, es también una especie de mito: una construcción artificial que pone orden a la manera en que interpretamos y vivimos nuestras vidas. Los códigos no surgen de forma inevitable, pero es al adherirnos a ellos que damos forma a nuestras reacciones ante lo que el mundo nos arroja y las de éste hacia nosotros.
E incluso, si llevamos esta digresión aún más lejos, podríamos decir que es sólo apoyándose en algún tipo de código que el ser humano puede vivir una vida que trascienda el tiempo y el espacio. ¿Y qué es un dios sino un ser que trasciende el tiempo y el espacio? Por todo esto, “Tú, el Inmortal” es un recordatorio de que, si queremos ser héroes de talla mítica, lo importante no es tanto lo que somos sino cómo lo somos. Todos los días y sea cual sea nuestra edad –y especialmente en estos tiempos en los que el hartazgo aflora tan a menudo y el sentido de lo maravilloso es cada vez más difícil de mantener vivo- necesitamos tantos recordatorios de ello como sea posible y tan a menudo como los podamos obtener.
“Tú, el Inmortal”, es, en definitiva, la obra que sentó las bases no sólo para otras novelas de Zelazny, sino que también creó, como he dicho, todo un subgénero; reconvirtió la acción propia de la aventura mítica en algo nuevo, más cercano e incluso íntimo, sin sacrificar por el camino el sentido de lo maravilloso. Aunque no es tan compleja, sofisticada y ambiciosa como su posterior y más famosa “El Señor de la Luz”, sí reúne ya el brío, originalidad y elegancia que caracterizará la carrera de este gran autor.
Desde lo que son las portadas en sí me recuerda cómo leía la revista Heavy Metal cuando era niño y cómo me gustaban las historias. Con todo y que técnicamente era contenido para adultos, no tuve problema en tenerlas a la mano. Y había excelentes artistas y material. Y aquí Zelazny es de esa misma calidad.
ResponderEliminarCuando pienso en ciencia ficción y aventuras siempre me vienen instantáneamente a la cabeza ¡Tigre, rigre! y esta obra. Es entretenimiento sin pausa, maravillas encadenadas con horrores y personajes carismáticos como pocos. Y encima con mitología griega, con lo que me gusta. Es muy cierto lo que apuntas de su modo de informar al lector sobre el trasfondo denun modo indirecto y muy eficaz. Tanto que estuve (y sigo estando) desesperado intentando saber más sobre la Bestia Negra que es como la némesis de Conrad. Me logró convencer que también formaba parte de alguna leyenda mitológica! Muy, muy disfrutable
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