viernes, 13 de septiembre de 2019

1984- TERMINATOR – James Cameron (1)


No fue hasta la década de los noventa que Internet cobró “vida”. El 6 de agosto de 1991, el principal laboratorio de Física de Partículas del mundo, el CERN, en la frontera entre Francia y Suiza, publicó los resultados de un proyecto de dos años de duración liderado por Tim Berners-Lee y conocido como la World Wide Web. Su objetivo era la integración efectiva y accesibilidad de información por una pluralidad de usuarios. Fue una solución al problema del volumen y complejidad de datos que procesaba el CERN y su necesidad de compartirlos con científicos de todo el mundo en tiempo real. Berners-Lee unificó una serie de tecnologías ya existentes (el hipertexto, códigos de lenguaje, Internet) y lo convirtió en algo útil, de fácil manejo, global…y gratuito.



Desde entonces y muy rápidamente, la Web ha cobrado su propia vida. Como si fueran células muertas, links abandonados y páginas moribundas son retiradas por los proveedores al tiempo que nuevo contenido se añade para sustituir al fallecido. La Web evoluciona y se reinventa continuamente. ¿Es el todo mayor que la suma de sus partes? ¿Está la Web viva en cierto sentido? Quizá sea una nueva forma de organismo que se reproduce, que tiene defensas y un sistema inmunitario con el que combate las enfermedades que constituyen los virus y los hackers. También se perpetúa a sí misma codificando y compartiendo información. Bots y programas rastreadores emitidos por Google y sus cohortes mapean y almacenan incesantemente todo tipo de información tratando de obtener una autoimagen clara de la propia Web. ¿Es ésta una forma de vida artificial de un tipo jamás antes visto? Si es así, ¿cómo serán sus descendientes?

Por supuesto, la Ciencia Ficción ha contemplado con atención este fenómeno y desde muy temprano, antes incluso de que existiera Internet, trató de encontrar sus propias respuestas y las posibilidades derivadas de las mismas. Ahí es donde debe encuadrarse la franquicia “Terminator”, en cuyo inicio se fusionaban las ansiedades apocalípticas expuestas en “Juegos de Guerra” (1983) y sus sistemas de defensa controlados por un ordenador con ideas propias, con la idea de una inteligencia artificial emergiendo de una red global de comunicaciones, Skynet, dispuesta a erradicar a los humanos del planeta. El padre de esta inmensamente exitosa y ya muy longeva franquicia multimedia es James Cameron.

Hoy, Cameron es uno de los directores más importantes de la industria cinematográfica. A
partir de la década de los noventa del pasado siglo, cada película suya ha roto un record histórico de presupuesto, superándose a sí mismo con su siguiente film. Simultáneamente, fue ganándose la reputación de ser uno de los realizadores más exigentes y difíciles del mundo. Y luego, claro, llegó la avalancha de “Titanic” (1997), que sacó a Cameron de los suburbios de la CF y la Acción para encabezar un fenómeno que le hizo ganador del Oscar al Mejor Director y pronunciar aquella célebre frase: “¡Soy el Rey del Mundo!”. Pero la leyenda de Cameron empieza en “Terminator”.

La noche del 12 de mayo de 1984, un letal e invencible androide (Arnold Schwarzenegger) llega a Los Ángeles procedente del año 2029, cuando la especie humana, muy menguada, lucha
desesperadamente por sobrevivir al incesante ataque de máquinas asesinas dirigidas por una inteligencia artificial, Skynet. El Terminator consigue un arsenal y a continuación empieza a eliminar metódicamente a todas las personas del listín telefónico con el nombre de Sarah Connor. Al mismo tiempo, Kyle Reese (Michael Biehn), un soldado de la resistencia humana de ese futuro, se transporta también al presente para detener al androide. Kyle consigue contactar con la Sarah Connor (Linda Hamilton) objetivo del Terminator, una camarera veinteañera e inofensiva. Los dos inician una desesperada huida de su perseguidor en el curso de la cual Kyle le explica que ella se convertirá en la madre del líder de la resistencia humana, John Connor, y que el Terminator ha viajado en el tiempo para matarla y que aquél no llegue a nacer nunca.

En una charla de la TED en febrero de 2010, James Cameron describió su infancia: “En el
instituto, cogía el autobús, una hora de ida y otra de vuelta, y siempre iba absorto en algún libro de ciencia ficción, que transportaba mi mente a otros mundos y satisfacía narrativamente ese insaciable sentimiento de curiosidad que tenía… Y mi amor por la ciencia ficción parecía reflejarse en el mundo de a mi alrededor, porque era a finales de los sesenta y estábamos yendo a la Luna, explorando las profundidades oceánicas, Jacques Cousteau entraba en nuestros salones con sus asombrosos especiales… Los programas de Cousteau me maravillaban al mostrar que había un mundo alienígena justo aquí, en la Tierra. Puede que no viaje nunca a un mundo extraterrestre en una nave espacial, pero aquél era un mundo al que sí podría ir”.

La imagen de un Cameron como niño curioso que enterraba su cara y su cerebro en los libros de ciencia ficción o los documentales sobre vida submarina, puede no coincidir con la idea que
de él se ha transmitido posteriormente como director obseso del detalle y egomaniaco visionario, pero está claro que las semillas de esto último se plantaron ya a temprana edad. Criado en Chippewa, Ontario (Canadá) por su madre Becky, enfermera y artista, y su padre Phillip, ingeniero eléctrico, Cameron no podía imaginar que un día canalizaría todos sus impulsos creativos a través de una carrera cinematográfica. Todo cambió cuando cumplió los diecisiete años y su padre fue trasladado a un nuevo empleo en el Condado de Orange, California.

En 1973, tras terminar el instituto, Cameron se matriculó en el Fullertone College, una institución pública de estudios superiores, para cursar Física, pero más que en clase se pasaba
el tiempo en la biblioteca o en la cercana Universidad del Sur de California, ya entonces muy conocida por haber sido el semillero del que surgieron cineastas como John Carpenter, John Millius o George Lucas. Tras absorber de los libros todos los aspectos del proceso cinematográfico, Cameron estaba listo para adquirir la práctica necesaria. Nunca llegó a entrar en esa universidad, pero la “escuela” de cine de Roger Corman siempre estaba dispuesta a aceptar a quienes estuvieran dispuestos a trabajar muchas horas por poco o ningún dinero.

Siguiendo los pasos de Martin Scorsese, Francis Ford Coppola, Jonathan Demme y tantos otros, Cameron labró su propio camino en la industria del cine a partir de los trabajos más
humildes en la factoría de películas de exploitation de Roger Corman. Como declararía más tarde en una entrevista: “Supuse que entraría allí y me extendería como un virus. Fue el mejor sitio posible para mí”. Su primera tarea fue fabricar maquetas para ese plagio de “Los Siete Magníficos” (o “Los Siete Samuráis”, véase como se quiera) pasado por el filtro de “Star Wars” que fue “Los Siete Magníficos del Espacio” (1980). Escrito por otro futuro nombre de importancia, John Sayles y protagonizada por Richard Thomas, Robert Vaughn, George Peppard y John Saxon, esta película es mediocre en casi todos los aspectos pero el trabajo de maquetas no es uno de ellos. Fiel a su palabra, Cameron no se detuvo allí.

En su libro “Cómo Hice Cien Películas en Hollywood y Nunca Perdí un Centavo”, Roger
Corman recuerda: “Jim ejercía de modelista, cámara de efectos especiales y director artístico, y todo en la misma escena. En mitad de la noche, en nuestro estudio en Venice, creaba sus propias mezclas, hacía estallar las maquetas que él mismo había montado y diseñaba los efectos pirotécnicos para conseguir un clímax espectacular". De hecho, tiempo después, tras hacer “Terminator”, Cameron afirmó que se había limitado a “coger todo lo que hicimos en “Los Siete Magníficos del Espacio” y hacerlo más a lo grande”.

A continuación, Cameron participó en los efectos visuales y las pinturas mate de fondo en “1997: Rescate en Nueva York” (1981), de John Carpenter. Aunque esta no fue una producción de la factoría Corman, Cameron fue capaz de superar en precio a todas las grandes compañías de efectos especiales de Hollywood y utilizar
las instalaciones de Corman en New World para diseñar, fabricar y fotografiar varias de las escenas de la película. Sin duda, mucho de lo que aprendió construyendo este futuro postapocalíptico le fue de utilidad cuando llegó el momento de crear el de “Terminator”. Inmediatamente después se dedicó a otra serie Z de Corman, la “Galaxia del Terror” (1981), esta vez explotando el éxito de “Alien: El 8º Pasajero” (1979) y anticipando su futura participación en la franquicia con “Aliens: El Regreso” (1986). Cameron trabajó aquí como diseñador de producción y se las arregló para dirigir la segunda unidad.

Su oportunidad para ocupar la silla de director vino de la mano de dos productores italianos que habían adquirido los derechos para hacer una secuela de una película de Corman,
“Piraña” (1978), una serie B que explotaba la moda de “Tiburón” dirigida con ingenio y pulso por Joe Dante. Después de ver cómo Cameron conseguía extraer unas interpretaciones convincentes de un puñado de gusanos con la ayuda de descargas eléctricas, decidieron que era su hombre para dirigir “Piraña II: Los Vampiros del Mar” (1981). En honor a la verdad hay que decir que los italianos estaban contractualmente obligados por Warner Bros a escoger a un director norteamericano. Con la producción en marcha, planeaban despedir a Cameron y terminar la película sin él.

Y eso es exactamente lo que sucedió tras doce días de rodaje en Jamaica, dejando a Cameron
–que incluso se había molestado en aprender italiano para comunicarse con el equipo- hecho una furia. Más tarde, temiendo que esta película pudiera llegar a destruir su reputación antes incluso de tener una, el casi arruinado Cameron voló a Roma, donde estaba siendo montado el film, para colarse en la sala de edición por la noche y haciendo su propia versión. Al final fue descubierto y el montaje final lo realizaron personas con menor talento que él (aún así, consiguió convencer a Warner Bros de que le dejaran editar la copia que iba a exhibirse en Estados Unidos).

No fue aquel un debut muy auspicioso, la verdad; de hecho, es una película indiscutiblemente mala y Cameron tiende a suprimirla de su filmografía, insistiendo en que “Terminator” es en realidad su primer título “de verdad”. Al menos, aquella experiencia le aportó dos cosas positivas para su futuro. En primer lugar, le sirvió para conocer a Lance Henriksen, con quien colaboraría en “Terminator” y “Aliens”; y en segundo lugar, en Roma tuvo una pesadilla febril en la que se le aparecía un ciborg sin piernas arrastrándose por el suelo hacia su presa. Ese fue, a decir de él, el origen de la película.

A finales de los setenta y comienzos de los ochenta, George Lucas y Steven Spielberg eran los amos y señores de la ciencia ficción y la fantasía en la gran pantalla, asombrando y maravillando al público con una sucesión de películas optimistas, repletas de efectos especiales
y acompañadas por las épicas bandas sonoras de John Williams. Decidido a flanquear esa reinvención “disneyana” de su género cinematográfico favorito, Cameron optó por una historia que integrara el terror, el romance adulto y conceptos de CF algo más elaborados de lo que era común en las producciones de la época. Quería no limitarse a imitar la llamativa estética de la ciencia ficción sino introducir ideas más complejas. Sabemos, gracias a las instrucciones que dio al reparto de “Aliens” para que leyeran como referencia “Tropas del Espacio” (1959), de Heinlein, que Cameron había leído bastante ciencia ficción. Y, habida cuenta del guión que escribió para “Días Extraños” (1995), dirigida por su exmujer, Kathryn Bigelow, deducimos también que años después continuaba al tanto de lo que se cocía en el género por los puntos en común que tiene aquél con el trabajo de los autores ciberpunk en general y de Pat Cadigan en particular.

En los últimos tiempos, “Terminator” ha sido encumbrado como uno de los clásicos modernos
de la Ciencia Ficción. Ciertamente, es una película muy entretenida y ha sido influyente más allá de toda medida, generando cientos de títulos y docenas de sagas protagonizadas por androides asesinos. Sin embargo y al mismo tiempo, hay que reconocer que la historia no está a la altura de los grandes títulos –el giro final es obvio desde la mitad de la trama para cualquiera que haya leído un mínimo de relatos sobre viajes en el tiempo.

Tampoco es “Terminator” una historia original y, de hecho, es un ejemplo de cómo Cameron,
más que un gran creador de ideas, ha sido un gran reciclador de otras ajenas, algo que aprendió bien en su paso por la factoría Corman. Por ejemplo, el androide asesino e implacable capaz de imitar voces ya había aparecido en “Almas de Metal” (1973); el individuo que viaja al pasado para encontrar el amor y la muerte remite a la experimental “La Jetee” (1962). La ambientación nocturna y los toques de cine negro beben de “Blade Runner” (1982)…

Tras el estreno de la película, Harlan Ellison interpuso y ganó una demanda por plagio, argumentando que Cameron se había basado sin reconocerlo en dos guiones para la segunda temporada de “Rumbo a lo Desconocido” (1965-65): “Soldado” (a partir de un cuento suyo de
1957) y “El Demonio con la Mano de Cristal”; y que Skynet era un concepto que él ya había introducido en su famoso relato “No Tengo Boca y Debo Gritar” (1967). Cameron lo negó todo, pero el estudio no quería arriesgarse y llegó a un acuerdo económico con el escritor antes que ir a juicio. El director inicialmente se opuso, pero cuando Orion le comunicó que si hacía valer su veto él tendría que hacerse cargo de las indemnizaciones, gastos y perjuicios en caso de perder el litigio, agachó la cabeza y accedió a regañadientes. A raíz de este acuerdo, las copias posteriores de la película han tenido que incluir el crédito: “Reconocimiento al trabajo de Harlan Ellison”. Y si los responsables de la película “Medio Hombre, Medio Máquina” (1966) hubieran presentado su correspondiente demanda, habrían tenido un caso todavía mejor.

Pero dejando aparte esas inspiraciones -o plagios, según se quiera ver-, lo importante es que Cameron decidiera dar forma a su pesadilla utilizando conceptos de la ciencia ficción en lugar del terror, porque ello fue lo que le permitió plantear el drama de forma sólida. La fuerza del primer film –y también del segundo- es que la premisa se desarrolla de forma lógica.

La idea de guerreros del futuro combatiendo para asegurarse de que ocurra o no un cierto suceso parece trivial, pero en realidad tiene una larga tradición que se remonta por lo menos hasta “La Legión del Tiempo” (1938), de Jack Williamson. El guerrero humano, Reese, desconoce la contribución que en realidad va a hacer a la causa. Sabe que debe proteger a Sarah Connor para que un día dé a luz al líder del futuro, John, pero no que será el progenitor de éste y que su jefe siempre lo ha sabido. Esto no es algo directamente tomado de un trabajo específico de la CF clásica pero sí recoge el tipo de tono paranoico que dominaba muchas historias de A.E.Van Vogt o relatos de paradojas temporales como “Por Sus Propios Medios” (1941), de Robert A.Heinlein, sobre un hombre que resulta secuestrado al lejano futuro por un individuo que, según se descubre, es él mismo envejecido.

Las historias sobre viajes en el tiempo son auténticos campos de minas narrativos y lógicos y, de
un modo u otro, autor y lector han de hacer una serie de asunciones y concesiones sobre la presunta continuidad –o no- de la corriente temporal para evitar caer en inconsistencias. Así, Cameron juega aquí con paradojas como la de la foto de Sarah que, tras su muerte, John entrega a Reese. Éste se enamora de la mujer que aparece en ella convirtiéndose en el candidato idóneo para viajar hacia atrás en el tiempo y protegerla. La foto resulta destruida durante una pelea con otro Terminator, por lo que para cuando Reese conoce a Sarah en el presente, lo único que conserva de ella es el recuerdo de esa foto. En la última escena de la película, después de la muerte de Reese, mientras Sarah viaja hacia Mexico ya embarazada de John, un niño le toma una foto en una gasolinera y ella se la compra. Es, por supuesto, esa fotografía “del futuro” que ella nunca había visto. ¿La compra y conserva sabiendo que al hacerlo cierra ese bucle temporal? Cameron, acertadamente, no lo aclara.

Algo parecido encontramos en algunos borradores del guión de Cameron. En el que se llevó
finalmente a la pantalla, Sarah y Reese libran su enfrentamiento final con el Terminator en una fábrica llena de robots industriales. Pero en las versiones anteriores, ambos habían acudido específicamente allí para destruir Cyberdine antes de que pudiera fabricar a Skynet. Irónicamente, al vencer al Terminator dejan dispersos fragmentos del mismo que serán hallados, analizados y desarrollados por científicos de Cyberdine, sentando así las bases tecnológicas para el futuro que querían evitar. Era imposible que Cameron pudiera imaginarse en aquel momento que años más tarde estaría en condiciones de hacer una secuela, aunque sí se diera cuenta de que ese final supondría una premisa ideal para la misma. Probablemente, pensara que dos paradojas temporales complejas eran demasiado para un público generalista no habituado a este tipo de narraciones. 


(Finaliza en la siguiente entrada)

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