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martes, 17 de septiembre de 2019
1957- LOS CUCLILLOS DE MIDWICH – John Wyndham (1)
Mientras que desde los años treinta la ciencia ficción americana, publicada en formato pulp, seguía mayormente una línea juvenil, optimista respecto al futuro y donde la ciencia y la tecnología ocupaban un lugar central –con todas las excepciones que se quieran encontrar a este modelo, sobre todo a partir de finales de los cuarenta-., en Inglaterra los autores de ciencia ficción apostaron por una línea más madura que seguía los pasos de su gran compatriota y padre fundador del género, H.G.Wells. Uno de sus más insignes herederos fue John Wyndham, sobre el que ya hablé en la entrada dedicada a su obra más conocida, “El Día de los Trífidos” (1951).
John Wyndham fue uno de los más importantes e influyentes escritores de CF británicos de la década de los cincuenta y sus libros nunca han estado descatalogados. Sus ficciones, directa o indirectamente, siguen fascinando a la imaginación del público, ya sea mediante adaptaciones radiofónicas o bien como homenajes más o menos reconocidos (ahí tenemos “28 Días Después”, la película de Danny Boyle).
Sin embargo, los escritores de la Nueva Ola de los años sesenta no le tenían demasiado aprecio debido a su estilo clásico, directo y sobrio. Al fin y al cabo, en los mismos años en los que Wyndham publicó sus más famosos libros (1951-1968), autores como Alfred Bester o Philip K.Dick ya rompían todos los moldes y abrían nuevas perspectivas. Pero lo cierto es que el juez más implacable, el tiempo, lo ha tratado mejor que a muchos otros de sus contemporáneos. En su famosa historia del género “The Billion Year Spree”, Brian Aldiss lo menospreciaba cariñosamente como autor de “catástrofes acogedoras” (“cozy catastrophes”), esa modalidad del subgénero postapocalíptico en el que los protagonistas, de clase media y carácter templado, afrontan el fin de la civilización sin perder los característicos flema y modales británicos. Esto suena como el típico desprecio condescendiente de una generación hacia la precedente, pero lo cierto es que Wyndham sólo era unos diez años mayor que Aldiss. Y, en cualquier caso, uno de sus libros más interesantes y clásico de la época por derecho propio, “Los Cuclillos de Midwich”, tiene poco de “catastrófico”, al menos en la forma en que entendemos el término. Porque la catástrofe en cuestión no tiene que ver con la mortandad global sino con la natividad.
Los niños aparecen como figuras centrales en muchas historias de CF en tanto en cuanto representan la inocencia y el potencial. Podemos dividir esas narraciones en tres categorías principales. La primera sería aquella en la que aparecen niños con poderes psíquicos benignos (“Slan”, 1940, A.E.van Vogt; “Los Cristales Soñadores”, 1950, Theodore Sturgeon). Las capacidades de esos infantes parecen benévolas porque normalmente sus historias son narradas desde su propio punto de vista haciendo que el lector se ponga de su parte. El segundo tipo sería el inverso: historias con niños monstruosos que exhiben poderes perniciosos (“El Pequeño Asesino”, 1946, Ray Bradbury; “Nacido de Hombre y Mujer”, 1950, Richard Matheson). Son relatos en los que normalmente la sociedad se enfrenta a la amenaza que constituye el niño o niños y el lector se posiciona en su contra.
La tercera categoría y en la que se incluye la novela que nos ocupa es aquella que fusiona las dos anteriores y en la que los niños, para bien o para mal, se alían con extraterrestres o humanos tan extraños que bien podrían provenir de otro mundo (“Hora Cero”, 1947, Ray Bradbury; “El Fin de la Infancia”, 1950, Arthur C.Clarke). Pues bien, el subgénero de la CF al que podríamos adscribir “Los Cuclillos de Midwich” y sus inquietantes niños es al de invasiones extraterrestres en su modalidad “silenciosa”, un tema que ya había aparecido en otra obra de Wyndham, “El Kraken Acecha” (1953), y sobre el que volvería posteriormente aunque con un giro distinto en “Chocky” (1968).
Todos los presentes en el pequeño y tranquilo pueblo inglés de Midwich un día concreto, caen en un trance mientras un campo invisible y esférico rodea a la localidad y sume a todos los seres vivientes que lo traspasan en una suerte de coma. Los aviones que sobrevuelan el lugar a suficiente altura –porque los que no, acaban estrellándose al desvanecerse el piloto- toman fotografías de lo que parece ser un objeto extraño, probablemente extraterrestre, situado en el casco urbano. Cuando todos los vecinos despiertan al cabo de veinticuatro horas, nada extraordinario o duradero parece haber sucedido. Pero unas semanas después se hace evidente que todas las mujeres fértiles quedaron aquel día embarazadas.
Habitantes y autoridades deciden mantener en secreto lo sucedido y tras un tenso periodo de gestación nacen, todos el mismo día, unos extraños niños híbridos que desde el principio manifiestan un alto grado de inteligencia y capacidades telepáticas que incluyen influir en los actos de sus madres. Esas criaturas son todas muy parecidas en aspecto (destacando sus penetrantes ojos dorados, su pelo rubio y tez blanca), crecen rápidamente (a los nueve años ya aparentan dieciséis) y desarrollan una suerte de mente comunal: todos ellos están unidos en una conciencia única y lo que uno ve o siente, lo ven y sienten los demás instantáneamente.
Los niños son claramente una anomalía y un problema. ¿Pero cómo de grave? ¿Cómo llegaron allí y de dónde? ¿Cuál es su propósito último? ¿Son un fenómeno aislado o el comienzo de algo global que acabará desplazando a la especie humana en un nuevo orden natural? ¿Son el equivalente alienígena a un cuclillo, huevos invasores depositados en nidos ajenos que echarán fuera a los polluelos legítimos? Como solía ser habitual en la literatura de CF de aquellos años, estas cuestiones se desarrollan con cierta extensión y abundantes diálogos por parte de un par de intelectuales que toman el papel protagonista, sobre todo el sofisticado y excéntrico Gordon Zellaby.
Mientras tanto, van pasando los años y, sabiéndose diferentes y no albergando un afecto particularmente fuerte por sus “familias” o vecinos, los Niños van marginándose del resto del pueblo, recluyéndose en unas instalaciones gubernamentales cercanas, La Granja, e inquietando al vecindario hasta que llega la primera muerte, un joven al que obligan a matarse en su propio coche en represalia por casi haber atropellado a uno de ellos. Poco después y tras otro incidente, estalla el brote de violencia que venía gestándose y cuando una turba se dirige a atacarlos, ellos responden manipulando sus mentes y obligándolos a suicidarse o atacarse entre ellos. Para Gordon Zellaby, consciente desde hace tiempo de la amenaza que suponen los Niños, decide que ha llegado el momento de tomar una nada fácil decisión.
La amenaza de lo diferente, de lo extraño, ha sido uno de los temas más tratados por Wyndham. Desde “Polizonte a Marte” (1936) hasta “Las Crisálidas” (1955) pasando por la novela que nos ocupa, “Chocky” (1968) y diversos cuentos (“Es un Niño Sabio” o “Una Vida Pospuesta”), el autor volvía una y otra vez a la figura del “Niño Distinto”, seres al tiempo superiores y extraños con forma infantil. Pero lo que diferencia a “Los Cuclillos de Midwich” de “Las Crisálidas” o “Chocky” es que en este caso Wyndham no trata de despertar la simpatía del lector hacia los niños. Más bien al contrario, dirige la trama y aporta argumentos para que resulte necesario, incluso heroico, asesinarlos. Y es que uno de los recursos dramáticos del género de Terror suele ser volver los valores de una sociedad contra el lector para crear una sensación de repulsión, de incomodidad. En este caso, Wyndham toma el lazo entre unos padres y su hijo y en vez de presentarlo como uno de los pilares de la comunidad humana lo convierte en una amenaza para ella.
“Los Cuclillos de Midwich”, como otras novelas de John Wyndham, se centra en las tensiones que en tiempos de crisis surgen entre una mayoría y una minoría. En “El Día de los Trífidos”, el escritor reflexionaba sobre las exigencias que, tras un desastre global, una mayoría ciega de gente imponían a la minoría que todavía podía ver, en un contexto además de peligro continuo en la forma de plantas letales capaces de desplazarse. En “Las Crisálidas”, se explora lo que es vivir temeroso de la mayoría cuando una guerra nuclear ha creado la necesidad de mantener la consistencia y pureza genéticas. “Los Cuclillos de Midwich” nos presenta a una minoría, los Niños, que resultan ser la quinta columna de una invasión alienígena.
Los Ovnis, los extraterrestres y sus correspondientes teorías de la conspiración involucrando a militares y políticos que hurtaban a la opinión pública conocimientos que podrían cambiar el mundo, empezaron a cocinarse en los años cincuenta, alimentados a partes iguales por la absorción de temas y clichés de la CF en la cultura popular (novelas, comics, películas); y la Guerra Fría, que alimentaba el miedo de los países occidentales a las invasiones físicas o ideológicas, explícitas o secretas, del bloque comunista, miedo que podía transformarse fácilmente en alegorías donde los “rojos” se transformaban en alienígenas.
Por tanto, resulta frecuente leer interpretaciones de “Los Cuclillos de Midwich” como una obra visceral encuadrada en ese territorio compartido que formaron la Guerra Fría y los Ovnis, una especie de respuesta a “La Invasión de los Ladrones de Cuerpos” de Jack Finney, sobre la corrupción de la sociedad desde el interior, en este caso desde lo más querido y protegido por cualquier pueblo: los niños.
Ahora bien, puede resultar más interesante enmarcar la novela como una ficción obra de la posguerra y, quizá más específicamente, post-Holocausto. En 1956, cuando Wyndham la escribía, apenas había pasado una década desde la liberación de los campos de concentración nazis. Él mismo había estado en el ejército británico como cifrador del Royal Corps of Signals y participado en los desembarcos de Normandía –aunque no en los primeros días-. El narrador de la historia también recuerda sus experiencias bélicas al encontrarse con un viejo camarada de armas: “las Ardenas, el Reichswald y el Rin”, lo que lo sitúa junto a las tropas que encontraron los primeros campos, lugares donde los alemanes habían objetivado y sistematizado el asesinato de niños (junto al de hombres y mujeres) con el “argumento” de que estaban “defendiendo la civilización y la especie humana” de una amenaza interior. Bajo cierto punto de vista, la novela podría interpretarse como un intento de, utilizando un marco de Ciencia Ficción, entrar en la mente de la gente capaz de cometer tales actos.
El asesinato en masa con el que concluye el libro es, si uno se para a considerarlo, una monstruosidad. No sólo se le resta importancia al suicidio de Zellaby como un acto heroico dado que ya se nos ha sugerido que le queda poco tiempo de vida debido a una enfermedad cardiaca, sino que Wyndham evade mostrar el horror de tal matanza haciendo que ocurra “fuera de plano”. Es más, el autor simplifica o rehúye el dilema moral de todo ello al asegurarse en la trama que ningún miembro de su familia se encuentra entre los Niños destruidos.
Hay un componente racial en esta novela. De acuerdo con el militar Bernard Wescott: "La situación referente a los Niños puede plantearse más bien diciendo que nosotros no hemos comprendido que representan un peligro para nuestra especie”; o, cuando llegan informes de la aparición de niños similares en una remota aldea rusa, se dice que “representan no solamente un peligro para la nación donde se hallan ubicados, sino también un peligro muy grave para la especie. Esos informes concluyen con una llamada urgiendo a todos los gobiernos para que "neutralicen" a todos los grupos en el tiempo más breve posible”.
Otro personaje, Leebody, insiste en que matarles no puede ser considerado como asesinato dado que “No pueden ser lo que nosotros llamamos un hombre, ya que su estructura interna está concebida de otro modo, su "semejanza" lo es con algo distinto. Poseen la apariencia del género homo, pero no su naturaleza. Y puesto que son de otro género, y que el asesinato consiste, por definición, en matar a una persona de su propia especie, el hecho para nosotros de matar a uno de ellos ¿es realmente un asesinato? Parece que no”.
Zellaby resume, justo antes de su suicidio-genocidio: “Es nuestro deber para con nuestra raza y cultura liquidar a los Niños” o “su cultura (…) extinguirá la nuestra”. Todos esos desagradables eufemismos (“liquidar”, “neutralizar”) resultan dolorosamente familiares. Es más, la descripción que Wyndham hace de los niños es ofensivamente semita: “Tenían los mismos cabellos rubio oscuro, la misma nariz recta y delgada, las mismas bocas pequeñas”, y el mismo “tono bronceado de piel”. La novela va preparando el terreno, mezclando lo puramente emocional (esa repetida sensación de “extrañeza” que despiertan los niños) con los argumentos racionales, para alcanzar el mismo punto al que llegaron los nazis: los niños deben ser asesinados para proteger nuestra especie. Ojo, esto no quiere ni mucho menos sugerir que Wyndham, por lo demás un hombre humanitario y sensible, tuviera ideas nazis. Más bien al contrario. “Los Cuclillos de Midwich” es una exploración de la perversa ética del guardia de campo de exterminio, presentándola de forma inquietante como algo perfectamente razonable.
(Finaliza en la siguiente entrada)
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Aldiss tiene razón cuando pensamos en lo de los trífidos pero creo que el tío no cayó en que esa novela es de posguerra. Inglaterra salió de la 2ª Guerra Mundial destruida, arruinada y teniendo que acabar su imperio y la novela va de eso, de reconstruir después del apocalipsis. De que no hay que derrumbarse y ponerse a reconstruir. Si no es así entonces no entiendo a Wyndham.
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