martes, 24 de septiembre de 2019

2009- LA CARRETERA – John Hillcoat


Es casi seguro que el proyecto de la película “La Carretera” recibió el visto bueno en la misma época en la que “No Es País para Viejos” (2007), de los hermanos Cohen, ganó el Oscar a la Mejor Película de aquel año junto a otros premios. Ese film era la adaptación cinematográfica de una novela de 2005 escrita por Cormac McCarthy. Y coincidiendo con todo ello, su último libro, “La Carretera” (2006), recibió unas críticas excelentes; tan buenas, de hecho, que ganó el Premio Pulitzer de Literatura. El programa televisivo de Oprah Winfrey le granjeó una buena cantidad de nuevos lectores gracias a la entrevista que le hizo en su programa. De repente, todo el mundo empezó a interesarse por el trabajo de McCarthy y se planificaron varias adaptaciones de sus libros (de los cuales sólo han salido por el momento “El Consejero”, 2013, para la que el propio autor realizó el guion; y “Child of God”, sobre un asesino en serie necrófilo).



Cormac McCarthy lleva publicando desde los años sesenta del pasado siglo . La mayoría de sus libros han sido westerns, siendo su mejor logro en ese género “Meridiano de Sangre” (1985), una historia tremendamente nihilista empapada de violencia y rayana en el terror. Indignó a muchos en su momento pero hoy ese libro está considerado como uno de los imprescindibles del siglo XX. Y yendo a la novela que nos ocupa, “La Carretera” sorprendió por su negro lirismo, la fuerza de su prosa y las evocativas imágenes de desolación que pintaba. La forma en la que McCarthy maneja las frases, pincela imágenes del fin del mundo y documenta la lenta muerte de la esperanza en el corazón del anónimo protagonista, es sobresaliente. El libro recuerda en literatura lo que el artista británico Joseph Turner consiguió en pintura con su lienzo “El incendio de las Cámaras de los Lores y de los Comunes” (1835): escenas en las que las figuras humanas son manchones indistintos y la impresión que transmiten es la de un enorme e hirviente paisaje impresionista (el libro nunca explica la causa del apocalipsis ni dota de nombre a ninguno de los personajes).

Ahora bien, hacer una película de una novela tan desalentadoramente pesimista era una tarea
arriesgada y potencialmente peligrosa para la carrera del realizador que se ocupara de ella. El designado fue el australiano John Hillcoat, quien hasta ese momento sólo había hecho tres películas: un drama carcelario futurista (“Ghosts…of the Civil Dead”,1988), otro sentimental (“To Have and To Hold”, 1996) y un western localizado en la Australia del siglo XIX (“La Propuesta”, 2005). Fue probablemente el violento existencialismo y los desolados paisajes de este último título los que le hicieron merecedor del trabajo que ahora nos ocupa.

En un futuro cercano, un desastre sin especificar ha destruido casi completamente el ecosistema planetario y, con él, sus seres vivos, vegetales y animales. La civilización humana ha desaparecido y los escasos supervivientes tratan de aguantar un día más en un mundo en
imparable deterioro. Un Hombre (Viggo Mortensen) y su joven Hijo (Kodi Smit-McPhee) llevan años viajando hacia el sur por una carretera que atraviesa un territorio desolado, transportando sus escasas pertenencias en un carro de supermercado y con la esperanza de llegar a la costa, donde creen que las condiciones ambientales, bajo la influencia de la Corriente del Golfo, serán algo mejores. El chico nació poco después de haberse producido el cataclismo y su madre (Charlize Theron) solo aparece en flashbacks. La familia consiguió sobrevivir algunos años en su casa pero al acabarse la comida, fueron cayendo en la depresión y la madre terminó por suicidarse.

Padre e Hijo están ahora en la carretera, el primero armado con una pistola a la que solo le
quedan dos balas y con la que tiene que defenderlos de los merodeadores y bandidos desesperados por conseguir alimento y dispuestos a asesinar a otro ser humano sólo para arrebatarle lo poco comestible que pueda tener. Aún peor, hay quienes han sucumbido al canibalismo y matan a los viajeros incautos para comer su carne. La Naturaleza continúa destruyéndose, hay bosques enteros que se están quemando, añadiendo más humo y ceniza al cielo y el paisaje. En la lucha diaria por conseguir alimento y refugio, la obsesión del Hombre es proteger a su Hijo.

El subgénero postapocalíptico lleva décadas siendo uno de los más prominentes en la ciencia ficción cinematográfica y resulta interesante comparar “La Carretera” con alguno de sus precedentes. A comienzos de los ochenta del pasado siglo, el éxito de “Mad Max 2” (1981) dio
origen a una moda de películas postapocalípticas dominadas por la acción y pobladas por individuos vestidos como punks andrajosos que conducían vehículos tuneados en carreras enloquecidas. Eran, esencialmente, trasposiciones de los lugares y temas propios del Western a un escenario de ciencia ficción duro y despiadado en el que los indefensos y desposeídos podían al menos confiar en un ceñudo antihéroe solitario que salía de ninguna parte y les salvaba de los feroces bandidos. “La Carretera” se aleja mucho de ese esquema en tanto en cuanto el único atisbo de heroísmo no es más que un vago mantra que el padre intenta insuflar en el corazón de su hijo sobre la necesidad de mantener la esperanza y la humanidad. Por lo demás, el Hombre es un ser exhausto, obsesionado y en el límite de perder el sentido del bien y el mal. Tampoco hay aquí nada parecido a películas como “Callejón Infernal” (1977) o “Soy Leyenda” (2007), donde el agotador viaje por la desolación posnuclear –o postvírica- es recompensado con un final absurdamente optimista en el que los supervivientes llegan a algún reducto de civilización.

Ya existían films, como “Pánico Infinito” (1962), sobre la brutal supervivencia que se desata inmediatamente después de un ataque nuclear, aunque lo que defendían era la autopreservación por encima de cualquier cosa; o la teleserie británica “Survivors” (1975-77), que abordaba temas similares aunque con un enfoque reminiscente de las utopías rurales de John Wyndham. Para encontrar en este subgénero algo que pueda compararse a “La Carretera” habría que recuperar el pesimista falso documental inglés “El Juego de la Guerra” (1965) o el devastador anime “Hiroshima”
(1983), donde unos niños tratan de sobrevivir tras el bombardeo atómico que cerró la Segunda Guerra Mundial. Son todas estas obras que sofocan la esperanza y reducen a los supervivientes a víctimas en estado de shock, acosadas por el hambre, que tratan de encontrar una forma de subsistir entre las ruinas y cenizas del mundo que conocieron. Lo que nos dicen estas películas (incluida “La Carretera”) es que el final de la civilización no es una oportunidad para entregarse a carreras de coches, hazañas heroicas o búsquedas del paraíso perdido, sino el advenimiento de un mundo horrible en el que no ha quedado nada digno por lo que vivir.

“La Carretera” se estrenó en Estados Unidos tan solo dos semanas después del blockbuster de
Roland Emmerich “2012”. Menciono este dato para resaltar el enorme contraste entre las dos variantes del tema apocalíptico. “2012” está dominado por los efectos especiales al servicio de un impresionante espectáculo de destrucción masiva que maravilla y aterroriza por igual. La vida humana parece algo sin importancia: la gente muere a millones, se hacen esfuerzos por salvarla pero no se da ningún detalle ni se siente verdaderamente ninguna muerte en concreto. Es más, ninguno de los supervivientes parece pensar demasiado en los desaparecidos que han dejado atrás, como si se los hubieran borrado de la memoria.

Pues bien, “La Carretera” adopta un enfoque radicalmente opuesto. No tiene ningún interés en el exhibicionismo visual hasta el punto de que el desastre propiamente dicho no se especifica ni se muestra más allá del fulgor de las llamas al otro lado de una ventana. Si el apocalipsis de
“2012” no prestaba atención a ninguna de sus víctimas, “La Carretera” trata precisamente sobre las consecuencias de la pérdida en los supervivientes. Si Emmerich se apoyaba en clichés épicos y heroicos, Hillcoat invita a penetrar en un mundo en el que han desaparecido todas las nociones de heroísmo y decencia y donde el protagonista ha de esforzarse cada vez más por conservar una sombra de humanidad. En contraste con el frenético espectáculo sensorial de Emmerich, “La Carretera” transcurre a un ritmo lento en un mundo monótonamente gris y desolado en el que los supervivientes deambulan por entre las cenizas silenciosas de la civilización y la Naturaleza, escarbando entre la porquería para encontrar algún insecto que comer y apenas soportando el frío –la atmósfera ha quedado cubierta de humo y cenizas en suspensión y deja pasar poca luz solar-. Es una película desesperanzadora que se alza como anatema del fetichismo de destrucción masiva que ha generado el cine fantacientífico en las últimas dos décadas y, por tanto y a priori, un producto profundamente anticomercial.

John Hillcoat y el guionista Joe Penhall hacen un buen trabajo trasladando a la pantalla la novela de Cormac McCarthy. Todos los detalles están extraídos del libro, no hay adiciones, adornos ni embellecimientos que pretendan crear drama o dotar de más acción a las escenas. La historia mantiene la convención del libro de no revelar el nombre de los personajes, las zonas geográficas que atraviesan en su viaje o siquiera la causa del holocausto (aunque se apuntan dos posibilidades: una guerra nuclear o la caída de algún gran meteorito). La película
existe, como la novela de McCarthy, para dar protagonismo al yermo y arrasado paisaje, al que se muestra en largos planos. En el viaje que Padre e Hijo llevan a cabo por la carretera del título tienen menos importancia los incidentes que van sucediéndose que la sutil erosión moral y psicológica que experimentan sus mentes. El propósito y resultado de libro y película no es tanto contar una historia lineal (de hecho, ésta no es sino un encadenamiento de episodios más o menos aislados dentro de un monótono viaje) como construir un poema psicológico y emocional sobre la desolación interior y exterior.

El director presenta un mundo infernal donde sucede lo peor que podamos imaginar: el ecosistema planetario destruido, los humanos reducidos a derelictos enfrentados los unos con los otros y entregados a sus más bajos instintos para obtener agua y comida. Sin el soporte de la civilización, hay poco que distinga a hombres y mujeres de los animales. Esta omnipresente sensación de desesperación viene subrayada en la historia por una serie de elecciones cuestionables. Con frecuencia el Hijo se queda perplejo e incluso escandalizado ante los actos de su Padre. Éste tiene muchas respuestas y lecciones que dar pero los años de viaje por la carretera están cobrándose su precio. Así, por ejemplo, decide abandonar un refugio que parece seguro y la forma en que trata al Viejo (Robert Duvall) y al Ladrón (Michael Kenneth Williams) está lejos de ser ejemplar para su hijo.

A pesar del pesimismo que exuda, “La Carretera” podría también ser una metáfora de la vida,
con esa inexplicable necesidad de continuar en el Camino aunque se desconozca lo que nos aguarda más allá, haciendo hincapié en las consecuencias de detenerse o abandonar ese Camino. La única cosa que aprenderá el Hijo es que sólo tiene control sobre el legado que deje tras de sí para que otros lo recuerden. Y también es, en el fondo, una película de amor incondicional de un padre por su hijo. La ternura y devoción casi religiosa con la que el Hombre protege al muchacho es el único resquicio de esperanza en un mundo carente de ella. A pesar de lo inútiles que parecen todos sus esfuerzos por sobrevivir y llegar a su destino, el espectador quiere que lo consigan, que vivan.

La aproximación visual del director es asimismo sobresaliente a la hora de recrear los paisajes que describe la novela de McCarthy. Hay que reconocer en este sentido la labor del responsable
de fotografía, Javier Aguirresarobe, que refleja a la perfección la imparable agonía de la Naturaleza y su reflejo en las almas de los supervivientes con unas imágenes muy potentes fabricadas a base de aplicar CGI a localizaciones reales en Oregón, Pennsylvania y la Nueva Orleans post-Katrina: Padre e Hijo empujando su carrito recortados sobre una línea del horizonte cubierta de grandes fuegos; autopistas desiertas sobre las que han caído los postes eléctricos; edificios abandonados tapizados con un dinero ya inútil; barcos varados grotescamente en las carreteras; bosques petrificados… Todo está cubierto de ceniza y, de hecho, se ha diluido todo el color de los fotogramas hasta dejar solo un gris monótono interrumpido únicamente por flashbacks de tonalidades más cálidas en los que el Padre rememora su pasado junto a su esposa (Charlize Theron) antes y poco después de la catástrofe. En “La Carretera” hay mucho que recuerda a “Stalker” (1979) de Andrei Tarkovski y “La Delgada Línea Roja” (1998), de Terrence Malick, pero sin evocar trascendencia a través de la sensualidad o transmitir espiritualidad o recuerdos de un esplendor natural, como si lo hubiera engullido todo la necesidad de olvidar lo que no puede recuperarse.

Hillcoat deja que el núcleo humano de la historia sea la relación entre Padre e Hijo, con el primero cada vez más entregado a la supervivencia despiadada y desprendiéndose paulatinamente de los valores del pasado, y el segundo recordándole constantemente la
importancia de mantener la decencia. Ambos parecen zombis, con su piel pálida, ojos saltones, ropa deshecha y empujando un carro de supermercado en lo que parece ser una perversa parodia del consumismo. Viggo Mortensen, caracterizado como un hombre cadavérico y agotado física y psicológicamente, hace un excelente trabajo transmitiendo la sensación de ir perdiendo rápidamente sus energías junto a su humanidad, de ir hundiéndose en la ciénaga de la amoralidad conforme se acerca a los mismos comportamientos de los que se supone debe proteger a su Hijo. Como es costumbre en él, Mortensen se metió a fondo en el papel, durmiendo con sus ropas puestas, privándose de sueño y comida hasta parecer un auténtico vagabundo y llegando a comer grillos con Kodi Smit-McPhee para mejorar su conexión personal.

Éste, por su parte, es un actor menos rotundo y su personaje podría haberlo solventado igualmente bien otro niño. De hecho, es quizá demasiado mayor para el papel. Aunque la
novela nunca especificaba la edad del Hijo, se entendía que rondaba los siete u ocho años. Smit-McPhee estaba ya en la plenitud adolescente, lo que, en primer lugar, plantea la pregunta de qué han estado haciendo su personaje y el de Mortensen durante tantos años; y en segundo lugar, resta credibilidad a la relación entre ambos por cuanto resulta difícil de creer que un adolescente postapocalíptico tenga ese carácter de ángel obediente y devoto de su padre. Pero al menos, como personaje, sí funciona como adecuada contrapartida al cada vez más deteriorado Padre. Al fin y al cabo, él nació después del apocalipsis y este mundo es lo que siempre ha conocido por lo que no comparte la crisis existencial de su progenitor.

En último término y tratándose de una adaptación fiel de su referente literario –con las
diferencias que impone el lenguaje propio de un medio diferente- y reflejando bien la crudeza de un mundo terminal, “La Carretera” no es una película recomendable para todo el mundo. Como dije más arriba, se trata de una obra anticomercial (apenas recaudó por encima de su presupuesto) que además de abordar un subgénero de por sí deprimente como es el apocalíptico, rehúye tópicos, finales felices –o al menos optimistas- o personajes con los que resulte fácil identificarse. Hay que verla en el estado de ánimo adecuado porque, si no es así, puede convertirse en un mal trago emocional. Y ello aun cuando el director decidió eliminar algunas escenas incluidas en el libro incluso después de haberlas rodado –como una en la que aparecía un bebé ensartado en un espetón y tostándose en una hoguera- por considerar que iban demasiado lejos y que una imagen puede impactar de una forma mucho más visceral que una descripción literaria.

“La Carretera” es, en resumen, una desalentadora visión de la condición humana en
situaciones extremas en las que sobrevivir es lo único que importa. Es una película dura, gris, deprimente, hipnótica, cruel y parsimoniosa donde prima más la contemplación que la acción. No creo que se pueda calificar como producto “disfrutable” en el sentido convencional del término sino como una obra cuyo propósito es alcanzar e impregnar el espíritu del espectador. Y esto, sin duda, lo consigue porque es una de las películas más lúgubres del género. Que narrativamente sea una obra igualmente sobresaliente es otra cuestión (ojo a aquellos que automáticamente consideran buena una película por el mero hecho de que exhiba un tono taciturno, un ritmo lento o tenga un final infeliz) porque hay más sustrato visceral, psicológico y visual que historia propiamente dicha. Incluso aunque ver la película suponga un mal trago, es seguro que dejará huella y no se olvidará con facilidad, como sí es el caso de tantos otros films más convencionales y menos arriesgados.

4 comentarios:

  1. Gran reseña y gran película, me dejó desolado. Lo mismo para el libro. Le eché algunas cosas en falta, hay efectivamente escenas del libro omitidas en la película.

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  2. Como siempre, un gran comentario de una gran película. Viggo siempre da todo lo mejor de sí y esta no es la excepción.

    Siempre es un gusto leer tus reseñas. Saludos!

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  3. Buena película, buena interpretación, muy inquietante, con un interesante y me parece que ambiguo final, supongo que también será buena la novela, McCarthy es un buen escritor. Y, para acabar, un poco de humor surrealista. -¿A donde va esta carretera?- preguntó el turista. -Esta carretera no va a ninguna parte, se queda aquí- contestó el paisano.

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