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Entonces, si la Trilogía de la Fundación adolece de todas estas carencias estilísticas y literarias ¿por qué tantos aficionados la tienen en tan alta estima? ¿Por qué sigue figurando década tras década entre las obras más leídas y queridas de la ciencia ficción?
En parte ello se debe a que Asimov tiene la osadía de, en un marco de amplitud épica que abarca toda la galaxia y un periodo de varios siglos, adentrarse en temas de enorme calado: la lógica interna que determina el curso de la Historia; la posibilidad de que la ciencia pueda adivinar el futuro; qué papel juegan los individuos en las grandes corrientes históricas; el determinismo o no de la Historia y cómo ciertos sujetos pueden cambiar una cierta tendencia de la misma… Son todos estos aspectos relevantes y Asimov sabe abordarlos con inteligencia y suscitar la reflexión en el lector.
Asimov era lo que solemos denominar una “enciclopedia viviente”, un auténtico genio que llegó a ser vicepresidente del club Mensa de superdotados (si bien consideraba a muchos de sus miembros individuos arrogantes y agresivos). Asimov, más incluso que un escritor de CF, era un científico y un historiador. Desde finales de los años cincuenta se concentró en la divulgación tanto de las Ciencias como de la Historia, publicando sin cesar libros en los que igual explicaba los misterios de la astronomía y de la bioquímica que la caída del imperio bizantino o la ubicación del Edén bíblico.
Pero ello no le libraba de estar condicionado por una visión de la Historia acorde con los tiempos que le tocó vivir y su propia formación: la del Positivismo filosófico, que postulaba la ahora ya vieja quimera de que el único conocimiento auténtico es el científico y que éste solo puede extraerse como producto del método científico. El dominio de la Naturaleza, por tanto, se podrá alcanzar mediante las ciencias físicas y la tecnología. Como derivada, conforme avance el desarrollo científico y tecnológico, la sociedad mejorará y se abrirá la puerta a un futuro utópico.
Una visión que quedó mayormente jubilada con el desarrollo de la Teoría del Caos en la década de los ochenta, que aportaba una visión distinta de la evolución histórica no como un progreso determinista vinculado al avance tecnológico sino como sistema caótico compuesto de acontecimientos conectados de forma sutil y ambigua y sin un punto de destino claro (el Efecto Mariposa). Evidentemente, no podemos exigir a Asimov que hubiera predicho la Teoría del Caos. Pero algunos años después, en 1965, apareció otra obra, “Dune”, en la que su autor, Frank Herbert, ya intuyó que la Historia estaba gobernada por leyes irracionales. El resultado es que “Dune” ha envejecido mejor que la fe ciega en la Ciencia sobre la que se apoya la Fundación –y que, dicho sea de paso, era común a la mayoría de los escritores de la Edad de Oro de la CF norteamericana-.
De hecho, esas utopías soñadas por aquellos escritores no tardaron en diluirse conforme el siglo XX avanzaba. La sucesión de desgracias, calamidades y brutalidades cometidas por gobiernos y ejércitos no dejaba mucho espacio para soñar en un futuro brillante. La Primera Guerra Mundial, las crisis económicas, el ascenso de regímenes totalitarios, la Segunda Guerra Mundial, la Guerra Fría, Corea y Vietnam, desigualdades, superpoblación, agotamiento de recursos…. Hasta la ciencia parecía haberse pervertido engendrando el poder destructor de las bombas nucleares. Con la excepción de “Star Trek” (1966), los autores de ciencia ficción tendieron a partir de mediados de los cincuenta a imaginar futuros bastante más pesimistas, con o sin conquista del espacio. A la vista del resultado que habían tenido las sociedades modeladas a la fuerza por determinados gobiernos ideológicamente motivados, los autores no pudieron sino sentirse escépticos acerca de las utopías, las intervenciones de los políticos en la vida social o siquiera de las mejoras absolutas en ciencia, tecnología o cultura. De los futuros postapocalípticos o arruinados por la radiación, la superpoblación o la polución de los sesenta y setenta se pasó al ciberpunk y sus sociedades asfixiadas por las corporaciones y la tecnología.
El propio Asimov reconocería tiempo después que la Psicohistoria fue, hasta cierto punto, una forma de apuntalarse emocionalmente a sí mismo. Porque, aunque la idea básica fuera la de una ciencia que pudiera predecir el curso general de la historia con un horizonte futuro de siglos o milenios, estaba alimentada por el deseo urgente del autor de saber lo que iba a ocurrir inmediatamente en la guerra que se libraba en ese momento en el mundo; un deseo perfectamente comprensible en tiempos tan inciertos como aquellos.
El 1 de agosto de 1941, el día en que Asimov se dirigía a las oficinas de Campbell para proponerle la idea de un Imperio futuro que acababa de tener en el vagón de metro, las legiones nazis de Alemania avanzaban por Rusia y llegaban a Smolensko, a menos de cien kilómetros al norte de la aldea en la que él había nacido. “Hitler seguía acumulando victorias”, recordaría el autor, “y la única forma que pude encontrar para sobrellevarlo entonces fue convencerme a mí mismo de que, sin importar lo que hiciera aquél, al final estaba destinado a perder”. Si la Historia obedeciera en sus líneas generales a leyes tan rigurosas como las que determinan los fluidos o la gravitación, ello implicaba alguna posibilidad de control sobre los acontecimientos –que es lo que Hari Seldon pretendía con la Fundación-. Además, recordar que por muy alto y lejos que llegó el Imperio Romano acabó desintegrándose comido por su propio éxito, le resultó reconfortante. ¿Por qué no trasladarlo a un escenario galáctico?
Aunque la Psicohistoria sea todavía hoy algo imaginario e incluso implausible, su aspiración sigue tan viva como entonces. ¿O acaso la obsesión por utilizar los sofisticados modelos predictivos por ordenador, las encuestas masivas y los big data para vaticinar desde las pautas climáticas a los resultados deportivos o electorales, por ejemplo, no son una mezcla de la estadística, las matemáticas, la psicología y la sociología? Y aunque, ciertamente, uno de los puntos débiles de la saga desde su mismo planteamiento había sido el de no contemplar lo que en economía hoy se denominan “cisnes negros”, acontecimientos inesperados de gran impacto, Campbell supo detectarlo y orientar a Asimov a que introdujera uno de ellos en la forma de El Mulo, un individuo megalomaniaco, con complejo de inferioridad y una profunda psicopatía paranoide. ¿No fue eso mismo lo que ocurrió con la aparición de Donald Trump en la campaña presidencial norteamericana de 2016 y su victoria en las mismas, trastocando todo lo que los expertos habían predicho?
Llama también la atención la total ausencia de la religión en el mundo futuro imaginado por Asimov. La caída del Imperio Romano y la entrada en la Edad Media estuvieron fuertemente marcadas por el ascenso del cristianismo, tanto en el poder político que acumuló como en su papel de custodio del conocimiento clásico que de otra forma se hubiera perdido en la descomposición urbana y cultural que se produjo en Europa. Asimov, por el contrario, prescinde por completo del hecho religioso y propone una alternativa seglar al fortalecimiento del cristianismo. En este sentido, esa ceguera forzada hacia el hecho religioso inherente al ser humano (no tanto doctrinal como metafísico en tanto a nuestra tendencia a interrogarnos sobre nuestro origen y propósito últimos –y el del universo- así como nuestro deseo de trascendencia más allá de la muerte), hace de la secuencia expuesta por Asimov algo no enteramente convincente, si bien ello no es óbice para que su lectura sea muy entretenida. (De nuevo volviendo a “Dune”, Herbert no obvió el fenómeno religioso como motor de cambio social, aun cuando también lo interpretaba negativamente, como la forma en que las Bene Gesserit hacían pasar por milagros lo que no era más que ciencia o el fanatismo que podía impregnar a los Fremen).
Asimov, a través de Hari Seldon, nos asegura que la salvación de la humanidad y el acortamiento de las desgracias que provocará la descomposición de la civilización y la entrada en un periodo oscuro, no pasa por unas comunidades religiosas que, sustentadas por su fe y filantropía, conserven el conocimiento (algo que sí propuso Walter M.Miller en “Cántico por Leibowitz”, 1960), sino por un grupo de científicos que, en el nuevo y hostil entorno, se apoyarán para sobrevivir en la preservación y desarrollo de las ciencias físicas por una parte, y en el conocimiento de la psicología de masas y las dinámicas sociales e históricas por otra. Esa fe ciega en las Ciencias y Humanidades se convierte por tanto y a la postre en una especie de nueva religión.
Y es que Asimov era ateo y racionalista. Sus padres sí eran judíos ortodoxos (aunque su emigración a Estados Unidos atenuó su observancia a los ritos respecto a la aldea bielorrusa de donde procedían) pero no impusieron sus creencias a su hijo. Éste creció viendo la Torah hebrea como una mitología equivalente a la griega o la nórdica y no tenía reparos a la hora de bromear sobre tópicos religiosos. Tampoco le supuso ningún inconveniente a la hora de, ya consagrado como autor y dedicado a la divulgación científica e histórica, escribir varios libros que ayudaban a interpretar desde el punto de vista estrictamente histórico tanto el Antiguo como el Nuevo Testamento cristianos. Y ya desde muy joven, aunque no atacaba las fes de otras personas, sí lo hacía cuando las creencias defendían supersticiones o tesis pseudocientíficas.
Hay otros aspectos que, si se examinan con detalle, hacen del escenario expuesto en la “Fundación” algo implausible. Difícilmente puede creerse que billones de personas en millones de mundos correrían la misma suerte (esto es, la pérdida de conocimiento tecnológico) en caso de la desaparición de sus lazos políticos o comerciales; o que siquiera pudiera construirse una entidad política funcional y coherente a partir de la unión o conquista de todos ellos. Que la mayoría de las historias de la trilogía dependan en último término de la acción individual de personas muy concretas –Salvor Hardin, Hober Mallow y otros- parece contradecir la propia teoría psicohistórica. Las apariciones periódicas de Hari Seldon en la cámara del tiempo de Términus coincidiendo siempre con momentos de crisis, parecen más increíbles coincidencias que rigurosa planificación científica.
Tampoco parece muy consistente que los enemigos de la Fundación pudieran mantener la tecnología de viaje espacial habiendo olvidado al mismo tiempo la capacidad de producir energía atómica. O que el Imperio fuera una institución completamente deseable para el universo y que su caída tuviera que constituir necesariamente una tragedia. Aunque Asimov presenta a Seldon como una fuente de sabiduría, a la hora de la verdad y pese a todo su poder predictivo, demostraba ser políticamente cegato o, como mínimo, ingenuo ya que la única salida que se le ocurre a la decadencia es sustituir el corrupto Imperio por otro nuevo sin considerar otro tipo alternativo de institución; o asumir sin vacilaciones que cuando la gente es dejada a sus propios medios revierte automáticamente al barbarismo.
Con todos estos apuntes en los que señalo defectos o inconsistencias no pretendo ni mucho menos menospreciar la importancia de Asimov en la Ciencia Ficción y la cultura popular del siglo XX que, por otra parte, no se limita a la Fundación sino que se extiende, ya lo he dicho, a su Ciclo de los Robots. Recordemos que entonces Asimov era un joven e inexperto escritor que se veía limitado en cuanto a la extensión de sus historias y que nadie le pidió nunca, habida cuenta de que se trataba de literatura pulp, mayor sofisticación. Y además da igual. Porque consiguió mantener en pie ese frágil castillo de naipes y montar sobre él una intriga galáctica que, gracias a su argumento sencillo y habilidad para solucionar misterios y situaciones aparentemente sin salida, ha entretenido a generaciones de lectores.
Su fe en la capacidad predictiva de las ciencias sociales llevó tanto a Asimov como a otros escritores a considerar seriamente que aquéllas podían cambiar la sociedad y ello dio origen a un enriquecimiento de la ciencia ficción, una mayor sofisticación del género en relación a las historias de supercientíficos y superguerreros de un par de décadas antes.
Además, supuso un distanciamiento muy importante respecto a la violencia y tono belicista que imperaban en las space operas hasta ese momento. Los héroes de éstas eran tipos varoniles, fuertes y arrojados, que tenían a su disposición un armamento hipertecnológico fenomenal y que solucionaban los conflictos imponiéndose por la fuerza a sus adversarios, alienígenas o no. Por el contrario, el personaje de Salvor Hardin en “Fundación” afirmaba que “la violencia es el último refugio de los incompetentes”. Y, efectivamente, Asimov hizo que sus héroes se enfrentaran a las amenazas utilizando el ingenio (de hecho, cuando la Fundación recurría a la fuerza de su Flota, como en el caso del Mulo, no tenía garantías de salir bien parada). Los personajes de Asimov hablaban, hablaban mucho, a diferencia de los héroes de las aventuras pulp de no hacía tanto tiempo.
La “Fundación” fue el gran éxito editorial de Asimov, la obra que lo consagró para el resto de su vida como uno de los grandes de la CF. En ella, reinterpretó el pasado de nuestra propia historia en clave futurista y seglar y aunque es una obra irregular en sus personajes, de trama poco sólida y un tanto lenta en su ritmo, sus ideas centrales (el ascenso y caída de las civilizaciones y la noción de que el futuro pueda ser predicho y, por tanto, manipulado) siguen siendo tan fascinantes hoy como entonces y es precisamente su sabor añejo, su toque “Campbelliano”, lo que atrae a tantos lectores. Que casi ochenta años después de su primera aparición en “Astounding”, continúe figurando en cualquier canon de la CF que se precie, dice mucho acerca de la capacidad de supervivencia de los ideales tecnocráticos, de la confianza en el determinismo tecnológico y de la indiferencia de muchos lectores hacia el estilismo literario.
(Continúa en la entrada siguiente)
O sea que esto es la típica pajilla de ingeniero o tecnócrata. Se me pone cuesta arriba el leerlo.
ResponderEliminarPor cierto la Iglesia contribuyó tanto como los bárbaros a destruir la cultura grecorromana. Hubo muchos abades que se pasaban por todos los monasterios de su orden a destruir todos los libros que no fuesen la Biblia. Y hay gente en el santoral que defendió el analfabetismo. La Iglesia sólo conservó lo que le daba la razón y destruyó lo que no y dejó mucho que desapareciera porque consideró que no valía el esfuerzo (producir pergaminos era caro y tener copistas buenos no era fácil). Por ejemplo en el De los dioses de Cicerón falta sólo la parte en la que se metía con la Providencia. No es casualidad. La mejor prueba es que desde el siglo XVIII se rastrean las viejas bibliotecas cristianas para borrar el texto para descubrir la obra grecolatina que hay debajo. Lo que se conoce como palimpsesto. Por ejemplo lo que queda de La república de Cicerón fue gracias a eso. Un abad vio que debajo de que no sé chorrada católica estaba esa obra y borró aquella para salvar lo que se pudiese. O sea la cultura cristiana no importa ya. En definitiva lo que se salvó fue a pesar de la Iglesia. Por ejemplo el Vaticano dejó morir todo lo que en Occidente estaba en griego. La excepción fueron los bizantinos. Si no llega a ser por ellos (y los árabes) hubiéramos perdido a Aristóteles (que tenemos poco) y a Homero entre muchos otros. Ellos lo guardaron porque sintieron que era parte de su cultura. En cambio Occidente se comportaron casi como talibanes. El pasado pagano era pecaminoso y además fue opresor. No destruyeron muchos monumentos romanos porque no tenían pólvora. Ahí tuvimos suerte.
Interesante comentario, aunque difiero de ello en parte. Es un debate interesante pero ya nos alejamos de la obra y entramos de lleno en la Historia. En cualquier caso, no creo que nadie niegue que la Iglesia tuvo un papel importante en la conservación de parte del legado clásico -como también los intelectuales árabes de la época-. Y claro que destruyeron aquello que consideraban pagano y no acorde con su visión del mundo o su cosmovisión. Es lo mismo que hicieron antes que ellos los romanos con las culturas autóctonas que conquistaron, o los arios con los indostanís, o los árabes con los pueblos que fueron tomando en su camino hacia China y Europa... Así que parte se conservó, parte se perdió y parte se fusionó. Esa es la dinámica de la Historia, creo yo -también es cierto que no siempre pasa así o al menos en la misma medida o equilibrio. Los nativos americanos fueron barridos por los occidentales que llegaron a Norteamérica y nada de su cultura quedó sobre su territorio o impregnó la de los recién llegados-. En fin, como vemos, esa es lo que demuestra la valía como clásico de una obra como Fundación, el suscitar debates.
EliminarEs una cuestión de opinión. La mía es que no se puede decir que "la Iglesia [occidental] tuvo un papel importante en la conservación del legado clásico" porque jamás esa fue su intención. Pocos dellos, y prácticamente todos italianos, es decir, exromanos, pensaban que era algo digno de conservarse. Lo que se conservó era lo que daba a la Iglesia poder político o cultural. No había intención de conservar como ahora. Siguiendo tu ejemplo nadie va por ahí diciendo que los romanos conservaron la cultura púnica o las etrusca, ni que gracias a los estadounidenses podemos leer colecciones de cuentos apaches o lakotas. La Iglesia no conservó nada. Jamás tuvo una política sobre eso porque jamás intentó eso. Hasta el siglo XII no hubo gente que empezó a luchar contra el oscurantismo y valorar los clásicos, y para entonces ya sólo quedaba conservar lo poco que había llegado. La gente se ponía antes a copiar a San Agustín que a Ovidio. Por eso no me parece bien poner una medalla a la Iglesia que nadie cuelga a los romanos, a los indios o a los estadounidenses.
ResponderEliminarGran revisión, como siempre. También a mí, cuando leí la trilogía a los 13 o 14 años, me llamó la atención la ausencia de descripciones, naves y batallas estelares que, eso sí, ocurren fuera de foco. Lo acepté como un estilo particular. Ahora que leo que Asimov escribió las primeras historias con 22 años, me quedo más impresionado con lo que logró crear. Admito que la galería de personajes solo mejora a partir del Mulo, supongo que cuando Asimov ya había ganado soltura y experiencia vital, pero nunca me molestó porque el verdadero personaje es la propia Fundación o, como dices, la propia galaxia. Como curiosidad, empecé a leer por Fundación e Imperio, pues esa y Segunda Fundación eran las únicas que había en la biblioteca de mi colegio. Durante muchos años la creación de la Fundación y el propio Hari Seldon estuvieron envueltos en un halo legendario que iba muy bien a la propia historia
ResponderEliminarUf, pensar que agarré de casualidad el primero y...no pude dejar de leerlo. Luego seguiría Segunda Fundación y los demás, hasta "Fundación y Tierra" que tiene (personalmente) un cierre espectacular. Gracias por la reseña de estos libros
ResponderEliminarManuel, en general me parecen muy oportunas tus impresiones y contextualización de esta obra de Asimov. No obstante, debo concordar con algunos de los contertulios acerca de la execración llevada a cabo historicamente por la cristiandad contra todo lo que oliese a paganismo. Con todo, esto último no le resta mérito al grande esfuerzo que realizas por difundir el universo Asimoviano y, en especial, de la megaobra Fundación. Muchas gracias por todo!
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