Libros, películas, comics... una galaxia de visiones sobre lo que nos espera en el mañana
martes, 29 de diciembre de 2015
1960- CANTICO POR LEIBOWITZ- Walter M.Miller Jr.
Tras la Segunda Guerra Mundial y con el auge de la Guerra Fría, el temor a una posible confrontación atómica entre las dos superpotencias fue uno de los grandes temores de Estados Unidos y Europa. Había quien abogaba por continuar con la carrera de armamentos hasta superar al oponente; otros, en cambio, vieron en aquello una locura de peligrosas consecuencias. Con el artículo titulado “Rusia, el Átomo y Occidente”, publicado el 2 de noviembre de 1957 en “New Statesman”, el escritor británico J.B.Priestley inspiró la creación de la Campaña para el Desarme Nuclear. La primera ola de este movimiento unilateral se desarrolló de 1958 a 1962 e involucró a no pocas personalidades: filósofos como Bertrand Rusell, historiadores como E.P.Thompson o A.J.P.Taylor y editores de CF como Victor Gollancz.
La ciencia ficción había jugado un papel clave en la imagen que de la amenaza nuclear tenía la sociedad. De hecho, ningún otro género, ni por supuesto la literatura mainstream, había conseguido proyectar de forma tan masiva y efectiva las imágenes del holocausto atómico y la consiguiente destrucción de la civilización. Editores de las principales revistas del género como Joseph Campbell (“Astounding Science Fiction”) u Horace Gold (“Galaxy Science Fiction”) trataron de desviar a sus autores de una temática que consideraban ya saturada, pero el miedo nuclear seguía allí e importantes obras publicadas al margen de los canales habituales de la CF, como “¡Mañana!” (1954) de Philip Wylie o “¡Ay Babilonia!” (1959), de Pat Frank adoptaron los enfoques de otros escritores pioneros. Incluso Hollywood dio salida a filmes que expresaban la generalizada preocupación al respecto, como “La Hora Final” (1959) o “Teléfono Rojo, ¿Volamos hacia Moscú?” (1964) o “Punto Límite” (1964).
Anthony Boucher, que dirigía la revista principal competidora de las dos anteriormente mencionadas, “The Magazine of Fantasy and Science Fiction”, no estaba dispuesto a desaprovechar la morbosa moda del infierno nuclear. En abril de 1955, publicó en sus páginas un relato memorable firmado por Walter M.Miller, “Cántico por Leibowitz”, que fusionaba el tema postapocalíptico con el más antiguo de la reversión de la civilización a una Edad Oscura. Es un título clásico del subgénero y está considerado como una de las obras maestras de la CF, por lo que jamás ha dejado de editarse.
“Cántico por Leibowitz” está ambientada en una América post-holocausto y fue publicada originalmente en forma de tres novelas cortas en 1955, 1956 y 1957, que se recopilaron en un solo volumen. La trama se divide en tres partes (Fiat Homo, Fiat Lux, Fiat Voluntas Tua), separadas más o menos por seiscientos años una de otra conforme la civilización va recuperándose del apocalipsis nuclear.
Después de que el Diluvio de Fuego destruyera la civilización del siglo XX, se abre la Edad de la Simplificación. Los supervivientes del desastre experimentan un sentimiento de rabia contra la ciencia que condujo a la guerra nuclear y aquellos que la practicaban. Científicos, literatos, intelectuales… fueron asesinados y la población quedó analfabeta al desaparecer tanto los libros como aquellos que podían leerlos. La primera parte de la novela, Fiat Homo, comienza en el siglo XXVI, en una abadía católica localizada en el desierto del Sudoeste americano. La orden que la ocupa es la de San Leibowitz, cuya misión es la de conservar algunos de los libros y objetos que sobrevivieron al conflicto. Éstos, conocidos conjuntamente como Memorabilia, son tratados como reliquias, aunque los monjes no son capaces de entender su naturaleza o significado originales ya que tras siglos de ausencia de libros y registros, el pasado se ha convertido en mitología religiosa. Así, por ejemplo, la guerra nuclear es narrada en términos de prosa bíblica: “porque el Señor Dios les había permitido a los sabios de aquella época aprender los medios con los cuales el mundo podía ser destruido, y en sus manos había sido depositada la espada del arcángel con la cual Lucifer había sido expulsado (…) Y el príncipe asoló las ciudades de sus enemigos con el nuevo fuego, y durante tres días y tres noches sus grandes catapultas y pájaros metálicos lanzaron la ira sobre ellas. Sobre cada ciudad apareció un sol más brillante que el del cielo e inmediatamente aquella ciudad palideció y se fundió como la cera bajo la antorcha (…)”.
La Memorabilia continuó siendo un misterio hasta que en el 3174 (ya en la segunda parte, Fiat Lux), comienza un Renacimiento de la mano de algunos nuevos intelectuales que viven en un entorno de ciudades-estado, como Texarkana o Laredo, regidas por príncipes enemistados tan analfabetos como intrigantes. Thon Taddeo, un sabio secular protegido por uno de esos príncipes (Hannegan II, “gobernante de Texarkana, defensor de la fe y vaquero supremo de las llanuras”), es el intelectual más destacado de su época, al que a menudo se compara con alguien que vivió mucho tiempo atrás y del que apenas se sabe nada más aparte de que fue un gran científico: Albert Einstein. Su meticuloso estudio de las reliquias del siglo XX custodiadas por la abadía de San Leibowitz le permiten recrear la ciencia, disparando la chispa que levantará una nueva civilización tecnológica.
En la última edad de “Cántico”, Fiat Voluntas Tua, la trama avanza hasta el año 3781. La Humanidad ha alcanzado un gran desarrollo, mayor aún que el que se consiguió antes del ahora lejano holocausto nuclear. Sin embargo, esa amenaza vuelve a pesar sobre el mundo debido a nuevas tensiones políticas entre dos superpotencias: la Coalición Asiática y la Confederación Atlántica. La Guerra Fría va caldeándose cada vez más, filtrándose noticias de la instalación de armas nucleares en el espacio, sucediéndose accidentes que son interpretados como ataques y cruzándose ultimátums entre ambos bandos.
La Iglesia, que sigue manteniendo una de las mejores redes de inteligencia del planeta, conocedora de lo que está por venir, pone en marcha su plan de emergencia: enviar una expedición interestelar que llevará a algunos de los monjes más dotados intelectualmente hasta una nueva colonia establecida algún tiempo atrás en Alfa Centauro. Así, no sólo el conocimiento sino la mismísima Iglesia, podrá sobrevivir al nuevo e inevitable holocausto.
La dialéctica religiosa que puede encontrarse en la ciencia ficción más primitiva no se disolvió, como quizá uno hubiera podido esperar, a medida que avanzaba el crecientemente secular siglo XX. Por el contrario, cada vez más escritores de ciencia ficción exploraban en sus obras el discurso religioso, ya fuera con relatos sobre figuras concretas, reales o no (Cristo en “He Aquí el Hombre”, 1969, de Michael Moorcock; el dios “Sam” en “El Señor de la Luz”, 1967, de Roger Zelazny) o en narraciones que situaban la acción en comunidades religiosas o sociedades dominadas por el fundamentalismo teológico. Esta última categoría es, con diferencia, la más extensa e incluye varias obras relevantes, como “Las Crisálidas” (1955) de John Wyndham; “Un Caso de Conciencia” (1958) de James Blish; “El Cuento de la Criada” (1985) de Margaret Atwood; “Hierba” (1989) de Sheri Tepper; “Hyperion” (1989) de Dan Simmons, o muchos de los títulos firmados por Gene Wolfe.
A medida que la CF norteamericana maduraba en el seno de las revistas pulp especializadas, varios autores empezaron a introducir en sus relatos sus particulares visiones del hecho religioso o las consecuencias prácticas del mismo en posibles sociedades del futuro. Uno de los enfoques más comunes era el del establecimiento de tiranías teocráticas, como sucede en “El Día de Pasado Mañana” (1941) de Robert A.Heinlein; o en “Hágase la Oscuridad” (1943), de Fritz Leiber. En ambos ejemplos la religión se presenta como algo fundamentalmente pernicioso, un conjunto de engaños y falsedades urdidos por élites que tratan de servirse de ellos para conseguir un fin.
Lo que Walter M.Miller Jr. ofrece en “Cántico por Leibowitz” es totalmente diferente, sin duda alguna gracias a su profunda fe católica producto de un trauma bélico. Nacido en el sur de Estados Unidos en 1922, Miller sirvió como ingeniero durante la Segunda Guerra Mundial, ocupando puestos de operador de radio y artillero en 53 misiones de bombardeo sobre Italia, incluyendo las que se llevaron a cabo sobre la abadía benedictina de Monte Cassino, durante siglos uno de los grandes centros de conocimiento europeo y que había sido tomada por los alemanes como puesto de observación artillera. El trauma que ello le causó cambió su vida. En 1947, a los veinticinco años, se convirtió al catolicismo y a comienzos de la década de los cincuenta empezó a publicar en “Astounding Science Fiction” historias de ciencia ficción en las que vertía su preocupación religiosa en forma de oscuras alegorías. Con una de ellas, “The Darfsteller”, obtuvo el Premio Hugo en 1955. Pero toda su fama –quizá desproporcionada en relación al volumen de su obra- viene de la novela que ahora comentamos.
Mientras que otros escritores tendían a imaginar cultos y religiones evitando introducir en sus narraciones la aplicación política o social de creencias religiosas concretas y reales, Miller reconoce la fuerza de su propio catolicismo y lo utiliza para elaborar una historia en la que asume no pocos riesgos ideológicos, como el de utilizar el carácter cíclico de la Historia y el mito cristiano para interpretar la tecnología nuclear como una especie de Pecado Original que condena a la Humanidad a una cadena sin fin de autoaniquilaciones. Al afirmar que la única institución social capaz de sobrevivir a un holocausto no serían los científicos (como en la serie de “La Fundación” de Asimov) sino la misma que ya resistió siglos atrás a los ataques de los godos y los vándalos, la Iglesia Católica, Miller asesta un revés al materialismo tecnocrático que habían defendido varios de los fundadores de la ciencia ficción moderna, como H.G.Wells o Hugo Gernsback.
A Miller no le importa quedar marginado ideológicamente dentro de la tendencia general de la CF al presentar la religión en general y la católica en particular bajo una luz favorable. Por supuesto, en ella hay individuos intrigantes, burócratas insufribles y personajes obtusos, pero la institución en sí es interpretada como un pilar fundamental de la sociedad, un nexo entre el pasado y el presente y un salvador de la esencia de nuestros logros para el futuro. Tras la desaparición del Imperio Romano y durante buena parte de la Edad Media, el conocimiento y el legado científico occidentales se conservaron tanto en la cultura Islámica como en el seno de los monasterios católicos. Miller recupera ese proceso en “Cántico por Leibowitz”: tras la guerra atómica, el escaso cuerpo de conocimientos en forma de libros que ha sobrevivido es recuperado y custodiado por la Orden Albertiana de San Leibowitz, cuyo nombre fue tomado del de un científico especialista en armas que sobrevivió a la guerra y que trató de recoger y conservar los restos de una cultura extinta a costa de su propia vida.
Como su fundador, los monjes arriesgan sus vidas no sólo al conservar objetos que para el embrutecido vulgo son sinónimo de maldad, sino al copiar y distribuir entre otros monasterios manuscritos redactados en un inglés antiguo cuyo significado no pueden entender, pero que intuyen que es importante. Más tarde, cuando la animosidad contra la ciencia va diluyéndose, participan en el movimiento que pondrá las bases de un desarrollo científico y técnico a gran escala. Y cuando la sociedad secular toma la iniciativa del descubrimiento, apartando a la religión y olvidando su importante papel en los siglos pasados, los miembros de la Iglesia lo aceptan con humildad y pasan a un segundo plano, pero no olvidan la Historia: se actualizan y educan a los mejores de entre los suyos, preparándolos para los desafíos que van a venir.
La paradoja central en el libro de Miller es que cuanto mayor es el conocimiento científico de los hombres, menos saben de ellos mismos. Al principio, durante la Edad de la Simplificación, los monjes no sólo preservan el conocimiento antiguo, sino que también intentan controlar y reescribir la Historia. Pero una vez que la Ciencia se enraíza con fuerza de nuevo en la sociedad, el sabio Thon Taddeo declara su escepticismo acerca de la forma en que la Iglesia ha interpretado el pasado. El Hombre es, de nuevo, la medida de todas las cosas y nada debe entorpecer un nuevo Renacimiento. “Taddeo es perfectamente consciente de las ambiciones militares del príncipe al que sirve y, sin embargo, se absuelve a sí mismo de toda responsabilidad por el uso que se haga de su ciencia: Thon Taddeo conocía las ambiciones militares de su monarca. Podía escoger entre aprobarlas, desaprobarlas o considerarlas un fenómeno impersonal más allá de su control como una marejada, el hambre o un remolino de viento. Evidentemente, entonces, las aceptaba como inevitables... para evitar el tener que hacer un juicio moral (…) ¿Cómo era posible que un hombre como aquél se evadiese de ese modo de su propia conciencia y negase su responsabilidad? ¡Y tan fácilmente!», se dijo furioso el abad.”
“Cántico por Leibowitz” es, por tanto, un mensaje de advertencia emitido desde el humanismo cristiano: el hombre continuará jugando un papel en la historia de la Tierra sólo si combate incesantemente su maldad innata. Si los científicos, custodios modernos del conocimiento, no adoptan un código de conducta moral y responsable, las consecuencias pueden ser terribles. Así, en los años cincuenta y sesenta, el Proyecto Manhattan que desarrolló la bomba atómica fue interpretado como la abdicación definitiva de tales responsabilidades por parte de científicos muy destacados, mientras que sólo una minoría de la comunidad científica -entre ellos Leo Szilard, que había participado en el propio Proyecto-, alzaron sus voces contra el desarrollo masivo de armas nucleares.
El orgullo y arrogancia de la ciencia, la visión que sus practicantes tenían de sí mismos como “dioses”, pronto desembocará en la novela en el mismo error que cometieron sus antepasados. Para subrayar este punto, Miller llama a la Bomba “Lucifer” (“portadora de la luz”), pero tiene cuidado de no enfrentar Religión y Ciencia. De la misma forma que los jesuitas del Renacimiento introdujeron las teorías de Copérnico en China y Japón, los monjes de Leibowitz preservan los fragmentos de la antigua ciencia como parte del gran plan de Dios.
En 1954, el filósofo británico Herbert Butterfield había escrito: “Si los hombres ponen su fe en la ciencia y la hacen comienzo y fin de todo en la vida, como si no estuvieran sujetos a un más elevado fin ético, hay algo en la misma composición del universo que lo hará ejecutarse a sí mismo, aunque sea bajo la forma de una bomba atómica”. Miller adoptó ese mismo punto de vida en su novela. El entendimiento humano en la forma de ciencia sin responsabilidad, será siempre fragmentario, “hasta que algún día o algún siglo (aparecerá) un integrador y las cosas serán puestas nuevamente en su sitio.”
En último término, la Iglesia será la única posibilidad de redención de la Humanidad cuando un conjunto selecto de monjes escapan de la Caída con rumbo a las estrellas sufriendo por el camino su propia Pasión. Viajan a Alfa Centauro bajo el mandato: “Sed para el hombre el recuerdo de la Tierra y el origen. Recordad esta Tierra, no la olvidéis nunca, pero... no volváis nunca a ella Si alguna vez lo hacéis, tal vez os encontréis con el arcángel en el extremo este de la Tierra, guardando su entrada con una espada de fuego. Lo presiento. A partir de ahora, el espacio es vuestro hogar. Es un desierto más solitario que el nuestro. Dios os bendiga y rogad por nosotros”.
Mientras la última nave abandona la Tierra en el momento en que “la cara de Lucifer se convertía en un horrendo hongo sobre el banco de nubes, alzándose lentamente como un titán que se despereza después de siglos de encarcelamiento en la Tierra”, los hermanos se convierten, una vez más, en custodios de la Memorabilia. “Aquel conocimiento no era una maldición a no ser que fuese pervertido por el hombre, como el fuego lo había sido aquella noche...”. Las últimas páginas de la novela ofrecen una serie de siniestras visiones del apocalipsis; el holocausto nuclear augura el fin de los tiempos y Miller plantea la cuestión definitiva: “¿Somos impotentes? ¿Estamos predestinados a hacerlo otra vez, otra vez y otra vez? ¿No nos queda más remedio que hacer de ave fénix en una interminable secuencia de alzamientos y caídas? Asiria, Babilonia, Egipto, Grecia, Cartago, Roma, los imperios de Carlomagno y los turcos. Caer en el polvo y cubrirlo de sal. España, Francia, Inglaterra, América... quemadas en el olvido de los siglos. Y otra vez, y otra vez, y otra vez. ¿Estamos predestinados a ello, Señor, encadenados al péndulo de nuestro propio reloj enloquecido e incapaces de detener su vaivén?”
La novela parece terminar de forma pesimista, prediciendo un futuro oscuro en el que el ciclo de aniquilación se repetirá una y otra vez hasta que, en uno de ellos, la Humanidad sea erradicada definitivamente del plan de Dios. No hay un camino recto hacia la gracia, sino una sucesión de ciclos de brillantez y destrucción de intensidad creciente hasta que ésta sea tan total que impida la continuación de nuestra especie. Miller opta por introducir un último destello de esperanza en la forma de los monjes colonizadores, nuevos preservadores de la Memorabilia, secular y sagrada. La especie humana sobrevivirá, aunque ya no su planeta. ¿O sí? Durante la trama, en un plano muy secundario, el autor nos habla de los mutantes, víctimas de la radiación nuclear producto de la guerra que durante mucho tiempo afectó a sus antepasados. Éstos aparecen retratados como seres grotescos, incluso peligrosos, pero en la última parte del libro se introduce, de forma muy conmovedora, la idea de que la redención del hombre pueda venir, precisamente, a través de las mutaciones que permitan a algunos de ellos sobrevivir y medrar en un mundo radioactivo.
El planteamiento elegido por Miller, a pesar de su dureza, no está exento de ironía y humor. La “Memorabilia”, conjunto de objetos y documentos más o menos maltrechos, supervivientes al holocausto nuclear y los tiempos de barbarismo que le sucedieron, son preservados como reliquias sagradas. La interpretación de su origen y significado está sujeta a largos debates y exégesis. Un croquis electrónico es tomado por una obra de arte de indescifrable sentido y un simple fragmento de documentación, tras mucho tiempo de examen, lleva a un monje especialmente inquisitivo a construir una dinamo mediante la cual cuatro monjes pedaleando consiguen encender una bombilla para asombro de toda la congregación. En la última parte, una mutante con dos cabezas desea ser bautizada, planteándose el insólito problema teológico de cuántas almas tiene en realidad. Son momentos de sutil humor que, sin embargo, mueven a la reflexión sobre la fragilidad de nuestros conocimientos, la amenaza de que éstos queden alienados de nosotros y lo que su pérdida podría suponer para la sociedad.
Al reflexionar sobre nuestro tiempo desde el punto de vista post-holocausto, uno de los personajes se pregunta: “¿Cómo es posible que una civilización tan grande y sabia se haya destruido a sí misma de modo tan completo?, a lo que un compañero responde “Quizá siendo materialmente grandes y materialmente sabios, nada más”. En el fondo y en la práctica, lo que nos está diciendo Miller es que el desastre sólo se podrá conjurar introduciendo la religión en el discurso político materialista, algo que en el fondo es una postura a la que habitualmente nos referimos como “fundamentalismo religioso” o “Derecha Cristiana” entre otras etiquetas. Paradójicamente y revisando la historia reciente de, sin ir más lejos, Estados Unidos, me atrevería a decir que tener líderes ciegamente creyentes no garantiza la paz ni evita el riesgo de desastre bélico.
Lo que es interesante de esta novela no son las simpatías políticas de Miller (por otra parte, compartidas por millones de personas) sino la capacidad de la CF para integrar en su seno este tipo de discurso religioso. A mediados de los cincuenta, la tensión entre lo material y lo espiritual seguía habitando en el corazón del género, no sólo en lo que se refiere al Pecado Original, sino –y esto es especialmente atractivo para aquellos que viven en el “monasterio” de los aficionados a la CF- que una sólida vocación da valor y dignifica a lo que por otra parte es una vida de marginados.
La prosa de Miller está muy cuidada de principio a fin y su narración tiene ritmo e interés sin que en ningún momento se detecten dejadez o prisa por acabar el relato. En lugar de abordar la historia del mundo postapocalíptico desde diferentes puntos de vista, lo cual podría haber erosionado la coherencia del conjunto, se centra exclusivamente en el monasterio de la Orden de San Leibowitz, sus cuitas cotidianas y la intimidad de sus miembros. El lector sabe de los grandes acontecimientos que tienen lugar en el mundo sólo a través de las noticias que reciben los propios religiosos.
La particular atmósfera que impregna el relato deriva de estar ambientada en el mágico entorno del desierto del Sudoeste norteamericano y su narrativa fusiona la comedia negra con una sobria reflexión sobre las relaciones entre la fe, la ciencia y el poder, no desde un punto de vista teológico o dogmático, sino a efectos prácticos, en lo que se refiere a la convivencia entre comunidades y la pervivencia de la memoria y el conocimiento. Hay, eso sí, puntuales intrusiones de lo sobrenatural, de lo divino, en lo que es básicamente un enfoque realista. Por ejemplo, el misterioso personaje del judío errante.
Una de las figuras más conocidas relacionadas con los hechos narrados en la Biblia es la del Judío Errante. No aparece en las Escrituras, sino que es el producto de la elaboración de leyendas posteriores, que le atribuyen –entre otras- la identidad de José Cartafilos, el portero del tribunal en el que Poncio Pilatos juzgó a Jesús. Cuando éste salió de allí, Cartafilos le golpeó y le increpó diciendo que fuera más deprisa. Cristo replicó: “Voy, pero tú me esperarás hasta que yo regrese”, condenándole así a errar por el mundo hasta la segunda venida del Mesías. Quien esté interesado en profundizar más sobre el origen de la leyenda puede encontrar fácilmente la información en Internet. Miller recoge ese personaje del mito cristiano y lo incorpora a la novela como un judío aparentemente inmortal (quizá el propio Leibowitz, fundador de la orden) que visita el monasterio en varias ocasiones y que actúa como nexo de unión y elemento de coherencia entre los tres segmentos de la narración.
Hablando de personajes, una de las críticas que más a menudo ha tenido que soportar la CF ha sido la de la falta de profundidad en aquéllos. Pocos supieron ver que, en sus primeros años, ése era un mal necesario que permitía a los autores presentar sus historias de forma concisa y rápida en un entorno editorial, el de las revistas populares, que así lo demandaba. Los personajes eran, dentro de ciertos límites, arquetipos que representaban a toda la raza humana en un entorno o situación hostil que debían superar.
Una ciencia ficción capaz sólo de ofrecer títeres indistinguibles cuyos hilos el autor moviera a su antojo jamás podría haberse convertido en una forma literaria viable. No obstante, durante treinta años y hasta la Segunda Guerra Mundial, esa situación fue la norma. Entonces, durante los cuarenta y cincuenta del pasado siglo, a menudo coartados y limitados por la inercia y cortedad de miras de no pocos editores de las revistas que les daban trabajo, algunos autores empezaron a invertir más esfuerzo en la caracterización.
Fue un avance lento hasta que un puñado de editores con valor y visión (la CF distaba de ser un género popular entonces) se animaron a publicar a algunos autores directamente en libro sin necesidad de pasar antes por la serialización en revista. Libres de las ataduras del formato y contando con la extensión y enfoque que ellos quisieran adoptar, esos escritores empezaron a demostrar que sí sabían crear buenos personajes.
“Cántico por Leibowitz” fue un buen ejemplo de todo ello. Sus tres partes estaban ambientadas en tres momentos distintos del futuro de la Humanidad, pero Miller fue capaz de poblarlas con personajes verosímiles y notablemente bien diseñados psicológicamente que permitían al lector empatizar con ellos; construyó una trama que dejaba que esos personajes tomaran sus propias decisiones en función de su carácter y las circunstancias que debían afrontar alejándolos de los troquelados de quita y pon tan abundantes en el género anteriormente. No es una novela que cuente con personajes inolvidables, pero sí demostró que los tópicos podían evitarse sin renunciar a la profundidad del argumento propiamente dicho o a las tesis que defendía. Por ejemplo, el tenaz y humilde novicio Francis Gerard con el que da comienzo el libro, fascinado por la belleza del diseño de un circuito electrónico; o, por el contrario, el erudito secular Thon Taddeo, cuya valentía científica contrasta con su cobardía moral; o el hermano Joshua, quien en la tercera parte duda de su capacidad y su fe cuando se le ofrece la abrumadora responsabilidad de refundar la Iglesia en otro planeta.
“Cántico por Leibowitz” obtuvo un gran reconocimiento por parte de público y crítica desde el mismo momento de su publicación, ganando el Premio Hugo en 1961. Pero lo que podría haber sido la confirmación de un gran autor con un prometedor futuro, fue en realidad el final. Miller no volvió a escribir jamás. Siguió profesando la fe católica pero siempre se sintió en conflicto con la Iglesia y, en sus últimos años, cuando la novela ya superaba los 2 millones de copias vendidas, se convirtió en un recluso que no recibía a nadie, ni siquiera a su propio agente literario. Cuando, tras treinta años de depresiones, decidió poner fin a vida pegándose un tiro en 1996 poco después de la muerte de su mujer y habiendo prácticamente terminado lo que sería la secuela de su gran clásico (“San Leibowitz y la Mujer Caballo Salvaje”, finalizada por Terry Bisson), casi ningún medio de comunicación se hizo eco de ello.
Así, “Cántico por Leibowitz” es una novela que, como “La Tierra Permanece” (1949) de George R.Stewart, trata el tema postapocalíptico con un enfoque muy diferente y personal aun cuando se sirva de elementos comunes del subgénero. Miller consigue con ella un difícil y complejo equilibrio entre lo religioso y el concepto de la trascendencia tan propio de la CF, y también entre la visión de una Humanidad condenada a repetir errores desastrosos víctima de sus miedos y estupidez, y aquella más optimista que nos interpreta como una especie capaz de sobrevivir y luchar incansablemente por alcanzar un mañana mejor.
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
Yo esta la leí esperando una gran cosa por su prestigio así que me decepcionó. Fuera de su contexto pierde mucho por exagerada y en cierto modo arrogante pues la Iglesia Católica tiene muchos males en su haber. En fin, que me dejó frío aunque es capaz de sumergirte pero monjes en un monasterio no son lo mío. No sabía que Miller lo había pasado tan mal. Una pena.
ResponderEliminarUn gran artículo, una vez más. No lo he leído, y no se si me atrae algo que defienda a la iglesia, pero supongo que hay que escuchar opiniones distintas a la tuya. Lo pongo en la cola
ResponderEliminarHola y gracias por comentar. Efectivamente, la Iglesia tiene muchas cosas de las que avergonzarse, pero también grandes logros, y en este caso Miller decidió ofrecer el lado más positivo -aunque no faltan muestras en el libro de monjes o cardenales intrigantes, cortos de miras y crueles-. El escritor deja clara su postura, pero creo que lo hace con elegancia y sin resultar tan dogmático y proselitista como, por ejemplo C.S.Lewis y su Trilogía del Planeta Silencioso, también comentado en este blog. Sus "Crónicas de Narnia", por ejemplo, me parecen un libro mucho más dogmático y ensalzador de la espiritualidad cristiana que "Cántico por Leibowitz". Por otra parte, creo que está bien escrito y no se hace en absoluto aburrido, por lo que recomiendo su lectura a menos que se tengan auténticos prejuicios en contra de la Iglesia católica! Un saludo.
ResponderEliminarDesde luego que no es Lewis, no es un tío proselitista o cegado por sus creencias como bien dices en el post. Sólo que esa idea de que los monjes son los que mantuvieron la cultura cuando destruyeron más de lo que conservaron... En fin, no vamos a discutir que no es el tema, la novela no es propagandística sólo que queda un poco desnuda si uno no es católico y no vive en la Guerra Fría. Mejor no abordarla como si fuese una genialidad.
ResponderEliminarExcelente artículo, me ha aportado mucha información para acabar de entender la novela, que me parece que tiene muchos niveles de lectura. Me ha gustado especialmente el paralelismo con diferentes épocas históricas y el tono humorístico de la narración. También es muy buena la ambientación del monasterio en el desierto y las descripciones de los personajes.
ResponderEliminarExcelente artículo.
ResponderEliminarHoy terminé la novela y el último tercio se me hizo extremadamente pesado, además de algo sermonero.
Realmente fuera de la primera parte con el hermano Francis y su descubrimiento, la novela me dejó bastante que desear.
Tampoco encontré demasiado graciosa a la novela. Casi todas las reseñas de la web hacen hincapié en el humor de ésta y más allá de un par de momentos algo ridículos, no lo vi.
Y el constante uso del latín es muy engorroso. Sé algo de latín y entiendo que es de uso común en la liturgia católica, pero Miller mete latín cada dos o tres oraciones sin mucha otra necesidad que la de darle un aire "culto" a su obra.
Ni hablar del segmento del final con el abad anti eutanasia...
En fin, me dejó bastante tibio.