(Viene de la entrada anterior)
En la primera novela del Ciclo de los Robots (y la decimoprimera de su carrera), “Bóvedas de Acero” (serializada en Galaxy Science Fiction entre octubre y diciembre de 1953, con versión en libro en 1954), Asimov nos presenta un mundo a mil años de distancia del nuestro, en el que los ocho mil millones de personas que habitan la Tierra se concentran en enormes ciudades aisladas del exterior por cúpulas sólidas (las “Bóvedas de Acero” del título) en cuyo interior se regula artificialmente la temperatura y la luz. Así, sus ciudadanos no tienen ningún contacto con el mundo natural ni sus fenómenos: la meteorología, la vegetación, el aire puro o la luz del Sol. Tras varias generaciones, a nadie le importa ya demasiado esa situación; es más, no soportan la idea de salir de sus ciudades y, de hecho, nadie lo hace pues todos sufren de agorafobia (temor obsesivo que, por cierto, también padecía Asimov). Ahora bien, la vida en el interior de esas megaciudades dista de ser una utopía.
Algunos siglos atrás, la Humanidad emprendió la colonización de otros mundos sirviéndose de la tecnología de los robots. En cambio, en la Tierra, los prejuicios contra los robots nunca desaparecieron y su uso se limitó mucho, lo que frenó su avance tecnológico. Paulatinamente, se abrió una brecha importante entre los que permanecieron en la Tierra y los Espaciales o descendientes de los antiguos colonos y residentes en lo que colectivamente se conoce como Mundos Exteriores y que ahora gozan no sólo de una tecnología muy superior sino que incluso han conseguido prolongar su vida en siglos. Es inevitable, por tanto, que éstos miren a los terráqueos como poco más que salvajes, gente embrutecida que sólo sabe vivir apiñada en ciudades insalubres; mientras que los terrestres consideran a los Espaciales como extranjeros arrogantes y elitistas que quieren apoderarse de la Tierra y que dependen para todo de sus robots.
Esas tensiones derivaron en conflictos bélicos, una inestable paz y el establecimiento en las ciudades de la Tierra de delegaciones diplomáticas de Espaciales que viven en Enclaves aislados (tienen fobia al contagio de enfermedades y no soportan la congestión cotidiana de las megaurbes terrestres). Los Espaciales han empezado a introducir de nuevo la tecnología robótica en la Tierra, con la consiguiente sustitución de trabajadores humanos, un fenómeno que no ha hecho sino agravar los prejuicios y suscitar manifestaciones, revueltas contra los Espaciales e incluso destrucción de propiedades. Toda esta violencia, a su vez, ha motivado por parte de los Espaciales la exigencia de reparaciones y sanciones al gobierno de la Tierra.
Elijah Baley es un detective de la policía de la Ciudad de Nueva York, razonablemente satisfecho con su trabajo y su vida familiar (tiene una mujer y un hijo) hasta que un día su jefe le encarga el caso más delicado y peligroso posible: un científico espacial, el doctor Sarton, ha sido asesinado en el Enclave por un terrestre y Baley debe averiguar, en el clima de tensión política y social existente entre los habitantes de la ciudad y los Espaciales, quién ha sido el responsable y por qué. Además, está el enigma de cómo se ha producido el crimen: en el Enclave no se permiten armas y ninguna se ha encontrado en el lugar del crimen. La víctima fue asesinada con un desintegrador, pero la única forma de introducirlo en el Enclave y burlar sus detectores es salir de la bóveda de la Ciudad, caminar un buen trecho por el exterior y volver a introducirse en ella. Ningún ciudadano podría hacerlo dada la aversión general a los espacios abiertos. Y tampoco los robots serían capaces, dado que las Tres Leyes de su programación les impiden dañar a un humano. Y por si todo esto fuera poco, el crimen probablemente responde a motivaciones políticas, ya que Sarton era conocido por su deseo de flexibilizar las prohibiciones vigentes en la Tierra relacionadas con el uso de robots con la esperanza de que el progreso tecnológico ayudaría a atenuar la xenofobia.
Para este caso, a Baley le asignan a la fuerza un compañero: R.Daneel Olivaw, siendo la “R” de su nombre lo que le denota como robot. Pero Olivaw –diseñado por cierto, por el propio doctor Sarton- es totalmente distinto al tipo de robots metálicos y obviamente artificiales que se utilizan en la Tierra: no sólo parece físicamente humano sino que su inteligencia artificial está programada para que su comportamiento sea indistinguible del de un hombre. Baley, sin embargo, comparte los prejuicios de sus conciudadanos hacia los robots y se muestra inicialmente hostil a su nuevo compañero, hasta el punto de llegar a acusarle del crimen del doctor Sarton. Por tanto, deberá enfrentarse a sus propios temores irracionales, superarlos y aprender a trabajar con Olivaw si quiere no sólo resolver el asesinato sino descubrir la auténtica razón que se oculta tras la tensión entre los Espaciales y los terrestres.
Los Espaciales y Olivaw sostienen que el científico fue asesinado no por un individuo aislado sino por una organización hostil a su presencia en la Tierra y conocedora de los planes de Sarton. Sin embargo, a pesar de que él mismo no simpatiza con los ciudadanos de los Mundos Exteriores, Baley no conoce ningún movimiento terrorista. Conforme el detective y su compañero robótico van avanzando en la investigación, no obstante, van acumulándose las pistas que apuntan a una conspiración…
Cuando un autor de ciencia ficción se plantea el marco temporal en el que va a transcurrir su obra ha de tomar una decisión delicada. Si elige un futuro no demasiado lejano, corre el riesgo de que el futuro real acabe dejando atrás al del relato y que la tecnología y la sociedad planteadas en éste queden obsoletas e incluso ridículas. La novela, por tanto, envejecerá rápidamente y resultará caduca e implausible para los nuevos lectores. Por otra parte, llevar la acción a un futuro remoto conlleva el riesgo de que la tecnología que sea capaz de imaginar el escritor acabe llegando a nosotros antes que ese futuro, lo que, también en este caso, acortará la vigencia del libro. Ambos problemas están muy presentes en la ciencia ficción clásica por razones obvias: cuanto más tiempo pasa desde la publicación de una novela, más tiempo hay para que el futuro que predecía se demuestre incorrecto.
Dicho esto, “Bóvedas de Acero” aguanta razonablemente bien el paso del tiempo. Aunque quizá Asimov tiró por elevación al ambientar la novela mil años en el futuro –nadie en el año 1017 podría haber previsto, por ejemplo, internet y, por la misma razón, es imposible en 2017 saber cómo serán las cosas en 3017-, varios de los temas que plantea anticipan claramente los problemas que hoy debemos afrontar.
Por ejemplo, la superpoblación. Sí, es cierto que “predijo” que alcanzada una población mundial de ocho mil millones, nos veríamos obligados a vivir en cajas de zapatos, ducharnos comunitariamente y comer bazofia; algo excesivo teniendo en cuenta que ya nos vamos acercando a esa cifra. Hay que entender que desde la perspectiva de los años cincuenta, con una población planetaria que no llegaba a los tres mil millones, la cifra propuesta resultaba terrorífica. En realidad, a nuestros ojos, es más preocupante que Asimov pensara que nos costaría mil años llegara los ocho mil millones de habitantes y en realidad lo vamos a hacer en bastante menos de un siglo. Pero lo que está claro es que la superpoblación sigue siendo un problema que está lejos de resolverse y por el que merece la pena preocuparse. Sin entrar en el tema del consumo energético y de recursos naturales, la organización social y urbanística de inmensas metrópolis como Bombay, Ciudad de Mëxico, Cairo o Bejing, plantea serios desafíos, por no hablar de la inestabilidad inherente a las grandes concentraciones humanas.
En la novela, Asimov plantea dos soluciones diferentes a la superpoblación: la colonización espacial y, para los que se quedaron en la Tierra, la concentración en grandes ciudades. Por desgracia, la primera está –y estará durante mucho tiempo- fuera de nuestro alcance desde el punto de vista tecnológico. Y la segunda no parece algo viable sin una severa política de control de la natalidad y consumo sensato de recursos. El panorama que plantea la novela es, por tanto, poco esperanzador, pero como toda buena ciencia ficción su fin no es tanto ofrecer soluciones como animar a la reflexión sobre los problemas contemporáneos. Y eso, en mi opinión, lo consigue sobradamente gracias a su descripción de la vida cotidiana en la Ciudad vista a través de los ojos de Baley y Daneel Olivaw.
En la trama encontramos también otros temas de calado, como la tecnofobia, el miedo al progreso, el temor a perder los trabajos a favor de máquinas (o, ya puestos y en el mundo de hoy, de inmigrantes), del prejuicio contra quien es, vive o piensa diferente … cuestiones que en la actualidad nos resultan muy familiares pero que en 1953 eran casi revolucionarias.
Además de los asuntos culturales y filosóficas que toca la novela, la trama policiaca es muy capaz de mantener al lector interesado. De hecho, Asimov consigue hacernos creer en un par de ocasiones que Elijah ha resuelto el crimen…sólo para luego hacernos ver que su hipótesis, aunque aparentemente sólida, tenía una brecha que la hacía inviable. Fallos que, por cierto, ponen en ridículo al protagonista, lo que no suele ser muy común en las novelas clásicas de género negro. Tampoco es que “Bóvedas de Acero” sea, pese a las apariencias superficiales, una novela detectivesca al estilo hardboiled: el tono es demasiado suave para calificarlo así y, además, el misterio se resuelve no siguiendo pistas y recogiendo pruebas sino mediante saltos lógicos –a veces, es cierto, un tanto aventurados-.
El ritmo de la novela es un tanto irregular, con largos pasajes de discusiones filosóficas sobre la naturaleza de los robots, la identidad humana, la colonización, la vida en la Ciudad… intercalados con secuencias más típicas del relato de acción y detectives. Ambas vertientes, sin embargo, están bien ejecutadas y el libro no se hace lento o denso en ningún momento. Algunas de las escenas, incluso, piden a gritos una adaptación cinematográfica, como aquella en la que los dos protagonistas esquivan a otros peatones en una frenética persecución por el laberinto de aceras móviles.
Como solía ser habitual en la CF de la Edad de Oro, lo que se primaba por encima de la caracterización y el estilo literario eran las ideas. Y de esto, desde luego, no le faltaba a Asimov. En cambio, los personajes nunca fueron su fuerte. En “Bóvedas de Acero”, con todo, encontramos una interesante y con frecuencia cómica dinámica entre Elijah y Daneel mientras aprenden a cooperar en pos de una meta común. Es fácil simpatizar con Elijah en cuanto a su perfil de hombre corriente que, enfrentado a una situación extraordinaria incluso dentro de su oficio, es capaz de sacar lo mejor de sí mismo. Es tenaz, desconfiado y algo cínico –como todo buen detective americano de ficción- pero gracias a que también es alguien abierto a nuevas ideas, cambia y evoluciona conforme avanza el relato, de tal forma que cuando termina la novela, su punto de vista respecto a su entorno social y político ha experimentado una profunda transformación (sobre la que se abundará en las siguientes novelas).
Sorprendentemente y a pesar de su naturaleza robótica, también cambia el propio Daneel, aunque, eso sí, de forma más sutil. Esa capacidad de adaptación, de cambio, es lo que lo define como ser inteligente. Daneel se erige aquí como una especie de “Pepito Grillo”, una voz de la conciencia para Elijah que señala implacable las inconsistencias y defectos de la naturaleza humana y del comportamiento e ideas del propio detective. A estas alturas y con muchos cuentos sobre el tema en su haber, Asimov demuestra gran habilidad para describir la “mentalidad” de los robots. Daneel tiene una forma de pensar claramente lógica e inflexible, pero al mismo tiempo le otorga una indudable personalidad que hace que el lector pueda sentir simpatía por él. La relación de camaradería que imaginó Asimov para el dúo protagonista se convertiría en canónica e imitada en multitud de obras posteriores.
La construcción del mundo futuro que hace Asimov está asimismo muy bien elaborada. Sin caer en largas y pesadas descripciones, utiliza a los personajes, sus actos cotidianos y los pasos que dan en su investigación para guiarnos por la enorme ciudad y exponer la forma en que ésta asigna unos recursos limitados a una población inmensa; y cómo esa escasez y condiciones de vida condicionan la estructura social y la psicología individual. En este sentido, llama la atención, por ejemplo, que Asimov, al revés que tantos autores, considere que la religión no va a extinguirse como si se tratara de un animal exótico: no sólo el hombre profesa diferentes creencias sino que éstas afectan a la propia trama.
Como suele ser el caso en las obras de Asimov, los personajes femeninos, aún siendo comprensivo con el contexto temporal y cultural en el que fue escrito este libro, dejan mucho que desear. Sobre todo porque son básicamente cascarones vacíos que hacen poco más que apoyarse en sus maridos y reducir su vida social al chismorreo en los aseos comunitarios. No obstante, a menos que se tenga una aguda sensibilidad hacia estos temas de género, creo que no se trata de algo que estropee la lectura del libro, entre otras cosas porque las mujeres no juegan gran papel en la trama.
“Bóvedas de Acero” es una muestra de la excelente compatibilidad entre la CF y el género negro al tiempo que un examen de la potencial humanidad de un ser artificial. Es también y gracias al estilo sencillo y directo de Asimov, un libro muy recomendable para quien no esté demasiado familiarizado con la ciencia ficción y adolescentes que estén dando sus primeros pasos en el género.
(Finaliza en la entrada siguiente)
Fantástico análisis de un libro que estuvo bastante tiempo sin publicar en España. Muchas gracias.
ResponderEliminarUn excelente libro donde surge la figura de Daneel. Sin lucirse en demasía, pero ya teniendo sus momentos del mejor robot de Asimov, abrazos
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