El escritor Ira Levin (1929-2007) solía recurrir en sus novelas a argumentos irónicos e implausibles. Junto a “Las Esposas de Stepford” (1972), también escribió otras dos importantes novelas de género: “La Semilla del Diablo” (1967) y “Los Niños del Brasil” (1976). Las tres ofrecen premisas extravagantes (ama de casa que empieza a creer que ha sido fecundada por Satán; un cazador de Nazis que descubre un plan para clonar a Hitler; un pueblo en el que los maridos sustituyen a sus esposas por ginoides sumisas) que Levin desarrollaba con perfecta lógica mezclando socarronería y seriedad. De hecho, es fácil caer en su trampa y disfrutar de la lectura sin dudar ni un segundo de la plausibilidad de lo que está contando. “Las Mujeres de Stepford”, aunque no es su mejor libro, sí es una divertida visión del movimiento de Liberación de la Mujer de los 70, una paranoia feminista que entra de lleno en el subgénero de Invasiones Silenciosas.
Joanna (Katharine Ross), una aspirante a fotógrafa profesional, y su marido, el abogado Walter Eberhardt (Peter Masterson) dejan el bullicio de la ciudad de Nueva York por el tranquilo ambiente de Stepford, un pueblo de Connecticut. Allí, Walter rápidamente congenia con los hombres del lugar pero Joanna, que desde el principio se había mostrado reacia a abandonar su hogar en Manhattan, se siente desplazada porque no entiende ni comparte el espíritu sumiso de las esposas de sus vecinos, cuya única aspiración es cocinar, limpiar y mantener sus casas en perfecto estado de revista. La única con la que traba amistad es otra recién llegada, Bobbie (Paula Prentiss).
Con Walter pasando más tiempo fuera de casa y mostrando un comportamiento cada vez más extraño, las dos deciden organizar un grupo local de liberación femenina, pero las mujeres que asisten a las reuniones se pasan el tiempo hablando de productos de limpieza o recetas. Ningún viento de modernidad parece haber llegado a Stepford y sus mujeres se empeñan en seguir los roles que a su género se les atribuía en los años 50.
A no mucho tardar, tanto Bobbie como otra mujer llegada hace poco a la comunidad, acaban misteriosamente transformadas en perfectas esposas y amas de casa tras haber pasado un fin de semana fuera del pueblo con sus respectivos maridos. Pensando que podría haber algo en el agua que provoque esa metamorfosis, Joanna empieza a investigar y sus pesquisas la llevan a descubrir el terrible secreto que esconde la Asociación, un club masculino que agrupa a todos los hombres locales: están reemplazando a sus esposas por duplicados robóticos... y el suyo ya está preparado.
En lo que se refiere a las adaptaciones cinematográficas de su obra, Ira Levin ha tenido una suerte más bien dispar. Roman Polanski dirigió la magnífica “La Semilla del Diablo” (1968); y “La Trampa de la Muerte” (1982) fue la traslación de la obra teatral del mismo nombre, una ficción detectivesca muy entretenida pero que, injustamente, pasó casi desapercibida. En el lado menos afortunado se cuentan “Los Niños del Brasil”, que adaptó su loca idea bajo la forma de un thriller sobreproducido; “Acosada” (1993), tan provocadora como aburrida; y la desastrosa versión televisiva de “La Semilla del Diablo” (2014). Por desgracia, “Las Esposas de Stepford” pertenece más a este segundo grupo que al primero.
Lo cierto es que “Las Esposas de Stepford” prometía mucho. Para empezar, porque su libreto venía firmado por uno de los grandes de Hollywood, William Goldman, guionista legendario que escribió, por ejemplo, “Dos Hombres y un Destino” (1969), “Todos los Hombres del Presidente” (1976), “Maratón Man” (1976) ,“La Princesa Prometida” (1987), “Misery” (1990) o “Memorias de un Hombre Invisible” (1992), por nombrar sólo algunas. En cuanto a la dirección, le fue encargada a Bryan Forbes, que había dirigido el excelente thriller “Plan Siniestro” (1964).
En algún momento de la producción, entre Ira Levin, William Goldman y Bryan Forbes surgió una brecha acerca de cómo enfocar la película. William Goldman contaría su versión en su libro “Las Aventuras de un Guionista en Hollywood” (1983): su propuesta inicial había sido presentar a las esposas como atractivas mujeres al estilo de conejitas de Playboy. Pero luego, Bryan Forbes tuvo la idea de contratar a su propia mujer, Nanette Newman, como una de esas esposas. Newman ya tenía 41 años por entonces y distaba de ser del tipo exuberante, lo que obligó a replantear el reparto del resto femenino, que acabaron asemejándose a las socias maduras de un club de campo conservador de Nueva Inglaterra. Fue una decisión equivocada que diluyó la sátira inherente en el concepto original de Goldman.
En pantalla, la idea original se presenta de una forma realista muy poco adecuada. De vez en cuando, asoma la sátira, como en el momento en el que Joanna y Bobbie se cuelan en la casa de una de sus vecinas y escuchan a una de sus vecinas gemir de placer en el dormitorio: “¡Oh, Frank! ¡Eres el mejor! ¡Eres el Rey!”; o su intento de establecer un grupo feminista que acaba colonizado por esposas intercambiando trucos domésticos de limpieza. Mientras que la película debería haberse enfocado como una farsa satírica, Goldman y Forbes la transforman equivocadamente en un thriller de suspense sin demasiada emoción.
Analizar “Las Esposas de Stepford” bajo el punto de vista de las motivaciones humanas, o incluso en términos tecnológicos, es un ejercicio absurdo. Cuando una premisa semejante se plantea con total seriedad uno no puede evitar cuestionar la plausibilidad básica de la misma. Y es aquí donde la película se agrieta. Ni siquiera hoy, ya entrado el siglo XXI, puede asumirse que esa tecnología sea factible como base para una conspiración. Tampoco las motivaciones de los personajes están bien justificadas. La forma en que Walter, el marido de Joanna, es “abducido” por la siniestra Asociación masculina del pueblo no se explica en ningún momento y es incoherente con esa otra escena en la que declara su amor incondicional por Joanna, lo que parece indicar que no tiene nada en común con el machismo enfermizo del resto de los hombres de Stepford.
Visualmente, la película parece adolecer de justeza presupuestaria, con unos valores de producción sólo un poco mejores que los propios de la televisión de la época y un reparto de actores más bien regular que, además, no tienen buenos personajes a los que dar vida. Bryan Forbes es incapaz de inyectar estilo o tensión en una historia que supuestamente debía provocar incomodidad en el espectador.
Así que recae sobre Katharine Ross, en uno de sus mejores trabajos, y Paula Prentiss, el elevar en lo posible el nivel de la película. De hecho, son sus interpretaciones lo más destacable de la misma. Ross transmite perfectamente la lucha de las mujeres por compaginar sus aspiraciones personales y profesionales con lo que la sociedad espera de ellas como estrictas defensoras de la domesticidad tradicional. Prentiss, en cambio, encarna un personaje más vivaz y libre que simboliza a la perfección las mujeres menos atrapadas por el pasado y listas para afrontar los desafíos del presente.
Sn embargo, aunque “Las Esposas de Stepford” ofrece una visión bastante cáustica de los hombres y lo que éstos esperan de las mujeres que dicen amar, éstas, a primera vista, tampoco parecen salir muy bien paradas. Según se vea, la película sugiere que ellas no se distancian mucho de las máquinas y que lo único que las diferencia de sus duplicados robóticos es que no se quejan por hacer las tareas domésticas. De hecho, cuando se estrenó, el film fue objeto de bastante polémica. Las feministas pensaban que su argumento era misógino e incluso una de ellas especialmente furibunda atacó al director con su paraguas. Cuando se ofreció un pase exclusivo para un grupo de feministas, todas ellas abuchearon y resoplaron durante toda la proyección.
Otras mujeres, en cambio, como la guionista Eleanor Perry, salieron en defensa de la película, interpretándola como una aguda sátira de los hombres y la visión superficial que éstos tienen de sus compañeras. Fuera del cosmopolitismo de la gran ciudad, los ricos suburbios siguen siendo territorio patriarcal. Los hombres se reúnen sin permitir el acceso a las mujeres y las esposas están limitadas a las labores domésticas y proporcionar satisfacción sexual a sus maridos. No se les pide que piensen, participen o contribuyan a la comunidad de ninguna otra manera. Es un mundo congelado y dividido por líneas de género, utópico para ellos y distópico para ellas; un mundo irónicamente posible sólo gracias al desarrollo de una tecnología que supuestamente debería emplearse para mejorar la comunicación e interacción entre individuos, sea cual sea su género.
Dejando aparte la ya comentada implausibilidad tecnológica, el suspense está peor llevado que el retrato de esa sociedad-trampa tras cuya pantalla de solidaridad y sólidos valores morales se ocultan los hilos que tiran de sus mujeres-marioneta. Al principio, el espectador sabe tan poco como la protagonista acerca de lo que ocurre en Stepford, pero mientras que aquél no tarda en percatarse de la verdad, a ella le cuesta demasiado tiempo –a pesar de las obvias pistas que apuntan a que sucede algo raro, como esa petición para que grabe miles de palabras de un diccionario en una cinta magnetofónica- completar su viaje hasta el climax.
Joanna llega a la siniestra mansión de la Asociación a los 60 minutos de metraje, pero luego tarda otros 50 minutos en regresar allí. Para entonces, el frustrado espectador ya hace rato que ha unido todos los puntos y sabe que el corazón del misterio está en ese caserón, pero Joanna, en lugar de investigar más el lugar, empieza un absurdo desvío sobre la posible contaminación del agua, que le lleva a reencontrarse con un antiguo novio… una pérdida de tiempo. Y cuando por fin irrumpe en la Asociación en plena noche de tormenta, la gran conspiración apenas se explica antes de que ella deba enfrentarse a su destino.
(ATENCIÓN: SPOILER). El final de la película también tiene problemas. En la novela, Joanna es perseguida por los hombres del pueblo, un momento de terror que podría haber encajado bien en un film muy necesitado de acción física. Pero no fue así. En el guion de Goldman, Joanna luchaba con desesperación por su vida con el robot destinado a sustituirla, pero Forbes decidió atajar con un fundido a negro y no mostrar esa pelea. La impresión que da es que Joanna se rinde fácilmente.
Y eso es tan decepcionante como incoherente con lo que se nos había mostrado hasta entonces del personaje. Las películas sobre invasiones silenciosas sólo funcionan cuando se toman su tiempo para desarrollar las personalidades de los protagonistas en apuros. No te puede afectar la pérdida de algo que no valoras o por lo que no sientes cercanía. El guion se había molestado en hacer un buen retrato de Joanna como mujer insatisfecha que busca mejorar su vida y ampliarla más allá de su faceta de esposa y madre. Es más, aunque sin éxito, había intentado agitar los espíritus del resto de mujeres de Stepford y luchado por vender sus fotos a una galería aun cuando la primera reacción del marchante había sido de rechazo. Que se rinda tras sólo unos minutos de correteo, cuando ha estado dispuesta a huir con sus hijos y entrar en la guarida del dragón a por ellos, no es consistente con el propio personaje.
Cuando Joanna se enfrenta al siniestro Diz (Patrick O´Neal), cabeza de la conspiración, éste apunta a que ella quizá no vaya necesariamente a morir sino que “pasará a otra fase”. Luego, le describe lo agradable que sería para una mujer estar casada con un hombre que la adorara incluso cuando envejeciera y engordara. Uno podría pensar que a Joanna la trasladarían a otro suburbio en el que los maridos serían los robots y las esposas quienes los controlaran. Este giro habría sido más sorprendente que el que nos ofrece la película y, de hecho, sería el utilizado por una de las secuelas televisivas de esta cinta (al final de esta reseña las mencionaré). (FIN SPOILER)
Con todo, hay algunos momentos que sí destacan por el terror que inspiran. Por ejemplo, esa escena en la que Joanna está hablando con su terapeuta (Carol Eve Rossen) sobre cómo cree que los hombres de Stepford están transformando a sus mujeres en robots y que teme que ella sea la siguiente. La psicóloga le aconseja que recoja a sus hijos y deje inmediatamente el pueblo, pero Joanna confiesa que sus familiares han muerto y que no tiene dónde ir. Y eso es lo terrorífico de la situación: la dependencia que esta mujer inteligente, valiente y capaz tiene de su marido. Como tantas mujeres entonces, Joanna no trabajaba y vivía del salario de su esposo. Si el matrimonio naufragaba, estaban atrapadas porque no tenían medios para subsistir independientemente. Así que incluso aunque las mujeres no fueran sustituidas por robots, tampoco eran libres.
Otra escena destacable por el desasosiego que provoa es aquélla en la que Joanna apuñala a Bobbie y descubre que es un robot. Katharine Ross había trabado tan buena relación con Paula Prentiss durante el rodaje que se sentía muy incómoda por tener que acuchillarla, así que el director Bryan Forbes se afeitó el dorso de su propia mano y la utilizó en lugar de la de Ross cuando se rodó el primer plano del cuchillo penetrando en el cuerpo de Bobbie.
Mezcla de drama y suspense que trata de construir una parábola sobre la opresión y la pérdida de identidad experimentada por las mujeres en un mundo dominado por los hombres, “Las Mujeres de Stepford” es un entretenimiento pasable pero más allá de plantear una pesadilla feminista en un momento histórico de cambio para la sociedad estadounidense, es una película poco inspirada que no consigue ofrecer momentos verdaderamente intensos o memorables.
Con todo y con eso, se hicieron varias secuelas en formato televisivo: “La Venganza de las Mujeres de Stepford” (1980, con un jovencísimo Don Johnson); “Los Niños de Stepford” (1987) y “Los Maridos de Stepford” (1996), todas ellas irrelevantes y rutinarias. La película original volvió a llevarse a la pantalla como “Las Mujeres Perfectas” (2004), con Nicole Kidman en el papel de Katharine Ross. Aunque en esta versión se acentuó el tono cómico recuperando la visión satírica original de William Goldman, tampoco consiguió hacer honor a la novela de Levin.
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