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lunes, 17 de septiembre de 2018
1941- SEXTA COLUMNA / EL DIA DE PASADO MAÑANA – Robert A.Heinlein
En 1941, los Estados Unidos ya habían entrado en la Segunda Guerra Mundial aun cuando la mayoría de sus habitantes sólo tomaran amarga conciencia de ello el 6 de diciembre, cuando las fuerzas aéreas japonesas atacaron Pearl Harbor, marcando el inicio oficial de las hostilidades. Durante todo aquel año, buena parte de Europa había caído en manos de la fuerzas del Eje, Winston Churchill pedía ayuda a sus primos americanos y los japoneses ejercían su poder imperialista en la extensa zona del Pacífico. A buena parte del público americano le pasó inadvertida la emisión de bonos gubernamentales para financiar la creciente fabricación de material bélico; el envío de ayuda a China, que se debatía contra los japoneses invasores, también a Inglaterra y la Unión Soviética; la congelación de activos alemanes e italianos en suelo americano; o la asunción de la defensa de Islandia, hasta ese momento responsabilidad de una Gran Bretaña asediada por las fuerzas de Hitler. Hasta los personajes de ficción tomaban partido. Por ejemplo, nacía el Capitán América como símbolo patriótico luchando contra los nazis desde su número 1, y el heroico Flash Gordon regresaba del planeta Mongo para enfrentarse a la Espada Roja, un trasunto del ejército alemán.
En este contexto y para muchos americanos interesados por la actualidad internacional, los japoneses parecían entonces una amenaza más inmediata y cercana que los alemanes. Desde los años treinta, aquéllos habían iniciado una política decidida y agresivamente imperialista que les llevó a invadir China –donde cometieron terribles tropelías-. Ya en 1910, se habían anexado Corea y en 1940, harían lo propio con Indochina, lo que a su vez propició un embargo de petróleo por parte de Estados Unidos. Ello situó a Japón en una situación difícil, dado que sin petróleo, su economía se paralizaría indefectiblemente en un periodo de tiempo muy breve. Las tensiones y desconfianza entre ambos países no hacían sino aumentar.
Como ya había sucedido en los años previos a la Primera Guerra Mundial, los autores de CF no fueron ajenos a los acontecimientos y empezaron a aparecer en las revistas pulp extrapolaciones de los mismos, escenarios futuristas en los que los nazis habían ganado la guerra, o en los que ésta había arrastrado a la civilización a tiempos medievales. Y aquí entra en liza John W.Campbell, el legendario editor de la revista puntera del género, “Astounding Science Fiction”, y “padrino” de Heinlein desde que éste comenzara su carrera como escritor poco tiempo atrás, en 1939. Dos años después, Heinlein era el indisputado referente de los escritores americanos de CF, cobrando más por palabra (1,5 centavos) que ninguno de sus colegas y firmando además de con su nombre con seudónimos como “Caleb Saunders” o “Lyle Monroe” –estos últimos para trabajos que él consideraba de menor importancia y/o publicados en otras revistas-.
Probablemente fue por la alta consideración en que le tenía por lo que Campbell lo eligió para desarrollar una idea suya alrededor de la cual había incluso llegado a escribir una historia inacabada bajo el título “Todos” y que a la postre había considerado impublicable. El resultado final del encargo fue originalmente serializado en “Astounding Science Fiction” entre enero y marzo de 1941, cuando todavía faltaban unos meses para la entrada de Estados Unidos en la Segunda Guerra Mundial. Bastantes años después, en 1949, se publicó como novela tras alguna revisión y con el título “El Día de Pasado Mañana”. Heinlein, en cualquier caso, nunca se sintió satisfecho con ella…y no sólo desde el punto de vista literario. El autor confesaría años más tarde que había tenido que introducir profundos cambios para eliminar el fuerte tono racista que subyacía en la trama ideada por Campbell. Es posible que esta fuera la razón por la que en su publicación seriada original prefirió firmar con el seudónimo Anson McDonald. De hecho, fue la única vez en la larga carrera de Heinlein en la que puso su talento al servicio de una idea ajena.
El mayor Whithey Ardmore, del Servicio de Inteligencia, acaba de llegar a un enclave científico secreto en las Rocosas cuando salta la noticia de que los Estados Unidos han sido derrotados e invadidos por las fuerzas panasiáticas integradas por cuatrocientos millones de japoneses y chinos. En un desesperado intento por protegerse del comunismo que irradia desde Rusia, Norteamérica estuvo décadas sumida en el aislacionismo, ignorando deliberadamente lo que ocurría más allá de sus fronteras, incluida la caída de Europa, Asia y el subcontinente indio bajo la influencia comunista y conformando así una megapotencia planetaria de inagotables recursos materiales y humanos. Los panasiáticos consideran a los norteamericanos como una especie inferior y sus ejércitos ocupan y esclavizan a la población de Estados Unidos, creando un sistema que los mantiene sojuzgados y que incluye masacres y campos de internamiento. El gobierno desaparece, el inglés es prohibido, el ejército es aniquilado, las instituciones civiles ya no funcionan…
Ardmore averigua que este puñado de hombres aislados (tres científicos, un matemático, un biólogo, un radiólogo, un mecánico, un cocinero y su ayudante) y hasta el momento ignorados por las fuerzas de ocupación, han descubierto por accidente un arma que puede ser clave en su aspiración, aparentemente imposible, de liberar la nación. Siempre y cuando, claro, el mayor, en su calidad de último representante del Ejército, pueda organizarlos y hacer de ellos una fuerza estratégica que se infiltre en la sociedad ocupada y expulse a los invasores. El coronel Calhoun es el conflictivo líder de los científicos mientras que Jefferson Thomas, un simple soldado, se convierte en el auténtico héroe de la resistencia al montar una red de inteligencia que abarca todo el país.
El arma en cuestión funciona bajo el ficticio Efecto Ledbetter y puede emplearse de forma selectiva contra determinados individuos. Ahora bien, ellos no son más que un puñado de hombres, totalmente insuficientes para iniciar siquiera una lucha de recuperación del país. Necesitan combatientes, pero la población civil ha caído en una apatía mezclada con miedo y es difícil encontrar en ella candidatos a la causa. Por eso, deciden servirse de algo que nunca falla: la religión, una libertad que no ha sido todavía prohibida por los invasores. Así, se inventan una nueva fe y empiezan a fundar iglesias y nombrar Sacerdotes de Mota por toda la nación que, a su vez, localizan, reclutan y adiestran a americanos leales. Son algo más que la consabida “quinta columna” del lenguaje bélico: la Sexta Columna. “Tenía que ser algo parecido a las quintas columnas que destruyeron las democracias europeas desde el interior de ellas mismas en los trágicos días que condujeron al desastre final de la civilización europea. Pero esta no sería una quinta columna de traidores que paralizasen un país libre, sino su antítesis, o sea una quinta columna de patriotas cuyo privilegio sería destruir la moral de los invasores, tornarles temerosos e inseguros de sí mismos.”
“Sexta Columna” ha sido acusada, y no sin razón, de panfleto racista, pero también de historia extrañamente profética. Presenta a los llamados “Panasiáticos” como un pueblo indefinido pero intensamente racista, un conjunto de esclavistas que degradan sin contemplaciones a los “blancos”. Por su parte, el vocabulario utilizado por los americanos en la historia califica a los panasiáticos como “amarillos” y variaciones de las palabras “mono” o “simios”. Este tipo de adjetivos degradantes ha sido habitual en todas las guerras y pronto los soldados americanos, alemanes y japoneses que iban a verse las caras en la Segunda Guerra Mundial inventarían sus propios vocablos insultantes.
América, aunque brevemente, ya había participado en una guerra mundial poco más de dos décadas antes y la situación geopolítica indicaba que acabaría entrando en el nuevo conflicto, arrastrada por la situación de Europa hacia el este y la presión imperialista de Japón al oeste. Para muchos, la guerra era algo inevitable y en una época en la que aquélla conllevaba el desplazamiento de enormes ejércitos y la invasión de naciones enteras, el comprensible temor de los americanos era el de ser los siguientes en sufrir el choque de un ejército conquistador.
En aquellos años las relaciones internacionales de Estados Unidos con los países asiáticos no eran precisamente armoniosas y Heinlein imaginó fácilmente un futuro en el que su país no sólo era invadido para apoderarse de sus recursos y riquezas, sino para sojuzgar a su gente y anularlos totalmente como amenaza. Y ello pasaba por eliminar su cultura y su identidad nacional: “Y aún más descorazonador que las desgracias que veía y oía, eran los informes sobre la eliminación sistemática de la cultura norteamericana como tal. Las escuelas se hallaban cerradas. No podía imprimirse ni una palabra en inglés. Existía la impresión de que llegaría un tiempo, pasada una generación, en que el inglés sería un lenguaje que no se escribía, utilizado tan solo por indefensos peones que nunca serían capaces de un levantamiento por la triste falta de medios de comunicación en cualquier gran escala”.
Resulta fácil tachar sin paliativos a Heinlein de racista, pero hay que tener en cuenta dos cosas. Primero, que la idea y, según declaró el propio escritor, el tono, provenían de Campbell quien, en otros foros y momentos, expresaría opiniones a favor, por ejemplo, de la segregación racial en las escuelas o de la inferioridad biológica y social de la gente de raza negra. Segundo, que en obras posteriores, Heinlein no se mostraría particularmente racista en sus ideas o enfoque de personajes –regla que también tiene sus excepciones, como es el caso de “Los Dominios de Farnham” (1964), que quizá pueda ser tachado más de conservador que de abiertamente racista-. Aun cuando en aquella época lo políticamente correcto no era algo que importara demasiado, es difícil pensar que alguien tan ilustrado como Heinlein le hubiera resultado indiferente el énfasis ofensivo y racista del texto que estaba escribiendo/revisando; y cabe pensar incluso que se esforzara por, aunque fuera sutilmente, animar al lector a mirar un poco más allá.
Así, al mismo tiempo que satisface la obligación de respetar el encargo de Campbell presentando una visión claramente sesgada de los invasores y hostil hacia la cultura y raza asiáticas en general, Heinlein incluye también una breve escena que quizá estuviera destinada a poner las cosas en perspectiva. Uno de los protagonistas, Thomas, se encuentra con un compatriota vagabundo que no comparte la beligerancia hacia los panasiáticos. “el anarquista creía por principio que todo gobierno era malo y que como todos los hombres eran sus hermanos, según él, la diferencia era ínfima. Mirando a los panasiáticos a través de los ojos de Finny no había nada que odiar: eran simplemente almas peor guiadas que las otras, almas cuyos excesos resultaban deplorables. Thomas no veía el asunto tan olímpicamente. Para él, los panasiáticos eran unos asesinos que oprimían a un pueblo que una vez fue libre. Un buen panasiático era solo el que estaba muerto, y esto sería así hasta que expulsasen al último panasiático hasta el otro lado del Pacífico. Y si Asia estaba superpoblada, que limitaran los nacimientos. Sin embargo, aquella amplitud de miras de Finny fue causa de que Thomas apreciara mejor la naturaleza del problema. Finny le había dicho: —No cometas el error de pensar que los panasiáticos son malos. No, no lo son. Son solo diferentes. Tras su arrogancia se esconde un complejo de inferioridad racial, una especie de perturbación mental en masa, lo que les obliga a demostrarse a sí mismos y demostrarnos a nosotros que un hombre amarillo no solo es igual a un blanco, sino mejor. Recuerda esto, hijo: lo que ellos desean más que nada en el mundo es que les miren con respeto”.
La inclusión del personaje de Frank Mitsui, un asiático americano leal y valiente, también parece un intento de atenuar el sesgo racista de la propuesta de Campbell. Pero en general, el racismo se sobrepone a estos tímidos destellos liberales. Y no sólo por su tratamiento de los asiáticos, sino por cuanto el conflicto que se describe involucra exclusivamente a éstos y a los blancos. Los estadounidenses de otras razas no son mencionados en absoluto. No hay negros o hispanos, como si no existieran o no contaran para nada. Aún más: el arma que desarrollan los científicos americanos es capaz de detectar una especie de imaginario “gen asiático” y afectar sólo a los miembros de esa raza, dejando al resto –esto es, los blancos- intactos. ¿Cómo se las habrían entonces arreglado los hombres de Ardmore para detener a los alemanes que por entonces conquistaban Europa, enemigo con el cual no habría diferencias raciales esenciales?
A Heinlein nunca le asustó la siempre difícil tarea de imaginar explicaciones científico-técnicas plausibles para los inventos que aparecían en sus novelas. Tenía la virtud de no tomar al lector por idiota, pero tampoco lastrar la narración con aburridos detalles llenos de vocablos tecnológicos. En “Sexta Columna”, lo consigue a medias. Toma la inteligente decisión de hacer que el protagonista no sea un científico, por lo que no sólo requiere de sus compañeros las explicaciones pertinentes sino que los insta a ir al grano, evitando de paso que el lector se distancie de la historia. Pero lo cierto es que todo el asunto de la superarma resulta bastante insatisfactorio, algo sacado del pulp más mediocre. La ciencia que sustenta dicho artefacto también permite a los científicos hazañas como tallar en una montaña un templo del tamaño de las pirámides (aunque de forma cuadrangular), crear oro, aturdir al enemigo o hacer que los asiáticos –y sólo los asiáticos- se desintegren. En resumen, Heinlein llevó esa fe ciega en la capacidad de la ciencia para resolver problemas tan típica de los años cuarenta y cincuenta hasta extremos totalmente implausibles.
“Sexta Columna” es una novela razonablemente breve que dedica la mayor parte de su duración a la presentación del marco inicial y la preparación y desarrollo del plan de expulsión de los panasiáticos, dejando un espacio relativamente breve para el climax, el cual llega demasiado brusca y felizmente. En pocas páginas, la historia pasa de una situación delicada que suscita honda preocupación a un desenlace que disipa cualquier temor y diluye la intensidad de lo inmediatamente precedente. Demasiado sencillo y optimista habida cuenta del daño que los conquistadores habían causado al país a todos sus niveles. Los diálogos son todavía algo primitivos para tratarse de Heinlein, oscilando entras las largas exposiciones (como su explicación de las diferencias entre vagabundo y “hobo”) y los sermones didácticos, salpicado todo ello con momentos de acción que agilizan el ritmo. Hay también breves chispazos de humor que probablemente funcionen mejor con aquellos lectores de cierta edad que recuerden o conozcan cómo era el mundo de mediados del siglo XX y su forma de pensar.
Teniendo en cuenta la época y el público mayoritariamente masculino de las revistas pulp no es de extrañar que las mujeres tengan poco papel en la trama; por ejemplo, cuando se funda la nueva iglesia no se les permite ordenarse sacerdotisas, quedando relegadas a labores administrativas. La caracterización es bastante básica y ninguno de los personajes es particularmente memorable. Los buenos, los americanos blancos, pueden tener ciertos defectillos pero en general son moral y éticamente superiores a sus nuevos amos. Y estos, claro está, son malos sin matices y, encima, ello es debido a su raza. Palizas, torturas, maltratos… los panasiáticos no muestran piedad alguna con sus recién adquiridos esclavos americanos y blancos. Hoy puede parecernos exagerado cuando no caricaturesco, pero probablemente este enfoque responde tanto al temor que ya despertaban los japoneses como al conocimiento del brutal comportamiento del ejército nipón en los territorios asiáticos que ya habían invadido.
Aparte de su crueldad, poco se nos dice de los invasores. La suya es una caricatura de la cultura japonesa: hablan de una forma exageradamente florida y a la menor falta se suicidan para no deshonrar a sus familias. Este enfoque, racista como es, no es peor que el que tantísimos escritores y cineastas han adoptado a la hora de retratar a alienígenas como perversos invasores. Y tampoco se diferencia mucho, ya lo he dicho, de los esfuerzos de los gobiernos a lo largo de la historia para demonizar al adversario en tiempos de guerra. El propio gobierno americano pondría en marcha una enorme maquinaria publicitaria poco después reduciendo a alemanes y japoneses en sus carteles, eslóganes y material propagandístico a poco menos que tópicos que hoy resultan ofensivos.
El tono racista que permea la novela es bastante frustrante por cuanto, si se logra dejar eso aparte –y puedo comprender que muchos lectores tengan dificultades para hacerlo- la novela está narrada con pulso y resulta entretenida. Incluso y especialmente en sus primeros años como escritor, Heinlein parecía incapaz de aburrir al lector. Hay, además, elementos interesantes, algunos de los cuales volverían a aparecer en obras posteriores, como la forma en que describe la dinámica social entre civiles y militares; también se vislumbra el tratamiento que de la religión organizada desarrollaría con más profundidad en “Forastero en Tierra Extraña” (1961). Algunas de las observaciones relativas a la sociedad o a la necesidad de encontrar algo que salve las fracturas ideológicas, son bastante agudas. Heinlein siempre fue un autor más interesado en el aspecto humano, social, que un fetichista de la tecnología y en este caso utilizó las llamadas “ciencias blandas”, como psicología y sociología, para aliviar la carga racial y hacer que la trama funcionase. No es casualidad que hiciera que el mayor Ardmore tuviera un pasado profesional en el mundo de la publicidad.
“Sexta Columna” no es una de las mejores novelas de Heinlein y, desde luego, no está a la altura de lo que Philip K.Dick haría veinte años después y sobre el mismo tema en “El Hombre en el Castillo”. Pero incluso con sus problemas de caracterización, su tono racista y la inexperiencia que transmite al tratarse de su primera narración de larga extensión, es una obra que destaca sobre las firmadas por otros de sus contemporáneos más experimentados y, de hecho, fue bien recibida por los críticos tanto en su primera publicación en 1941 como en su reedición como volumen a finales de esa década. La polémica que hoy la acompaña surgió en años posteriores.
Todo lo que escribía Heinlein, incluso desde los inicios de su carrera literaria, tenía un toque especial, un aura que distinguía sus cuentos y novelas cortas de las del resto de escritores. Se esté o no de acuerdo con sus ideas políticas y sociales, no se puede negar que Heinlein fue un gran contador de historias. En este caso, además, el libro tiene un interés histórico por cuanto apareció, como he dicho, poco antes de que los japoneses atacaran Pearl Harbor. Pensemos en la impresión que tuvo que causar a los lectores de entonces que hubieran seguido la serialización de “Sexta Columna” encontrarse con que al cabo de pocos meses su país era agredido por los “panasiáticos”.
Como siempre, Heinlein puede ser difícil de abordar –no de leer- pero tiene la virtud de los grandes escritores: no deja indiferente. “Sexta Columna” es una buena muestra de ello. Contiene elementos que disfrutar y otros por los que –sí así se quiere- indignarse- e intenta, con éxito discutible, combinar el espíritu y estilo pulp con ideas adultas. Y, sobre todo, explica por qué Heinlein jamás volvió a aceptar otro encargo ni a colaborar con un tercero.
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