El siglo XX es el momento en el que la CF comienza a alcanzar un estatus de influencia cultural, en buena medida porque los avances tecnológicos y los cambios culturales comienzan a experimentar profundos cambios más rápidamente de lo que jamás antes en la Historia lo habían hecho. La CF se convierte entonces en género a través del cual escritores y lectores tratan de ajustarse a lo que esos cambios significaban en todos los ámbitos de la vida.
La primera mitad de ese siglo ve la apertura de una grieta, más bien una sima, entre lo que podríamos llamar “Arte” y “Cultura Popular”, fenómeno que aunque contaba con precedentes, nunca antes había tenido una carga ideológica tan intensa o había sido tan delimitante. Por un lado se encontraba el movimiento literario que hoy en las universidades se denomina “Modernismo”, agrupando un conjunto de brillantes escritores (Marcel Proust, James Joyce, Wyndham Lewis, T.S.Eliot, Ezra Pound…) que llevaban a cabo un programa estético en el que intentaban encontrar un estilo nuevo. Su obra estaba marcada por la experimentación, la preponderancia de la forma y el estilo por encima del argumento y los personajes, y la creación de densas texturas llenas de alusiones y simbolismos. Por otro lado, tras la explosión de la literatura de masas a finales del siglo XIX, surgió un numeroso grupo de escritores, a menudo con talento pero escasos de fama, que proporcionaban narraciones accesibles conceptual y formalmente a la mayoría del público lector. Sus trabajos encontraron acomodo en las revistas pulp, de las que ya hemos hablado en otras entradas.
En este contexto, el principal rival de Edgar Rice Burroughs en el campo de la fantasía pulp fue Abraham Merritt. Resulta notable que a pesar de dedicar sus esfuerzos literarios a una industria, la de los pulps, que exigía rapidez, pocas florituras estilísticas y largas horas de trabajo, su obra alcanzara una gran popularidad y todavía se siga reimprimiendo hoy, casi setenta años tras su muerte. Su primera historia, “Through the Dragon Glass” fue publicada en All-Story Weekly en 1917. Pero fue su segundo relato, “El Estanque de la Luna” y su continuación “La conquista del Estanque de la Luna” (1919) en la misma revista, las que establecerían su reputación (ambas historias fueron recopiladas en 1919 en un solo libro bajo el título de la primera de ellas). Entre ésta y su muerte en 1943, Merritt sólo publicó ocho novelas y un puñado de historias cortas. En ellas abordó el terror ocultista, la fantasía y la ciencia ficción, como es este el caso.
La historia está narrada por el eminente científico Walter Goodwin y autorizada por el “Consejo Ejecutivo de la Asociación Internacional para la Ciencia”, dándole así una pretensión de veracidad. El profesor Godwin se halla realizando unas investigaciones de campo en la isla de Ponape, en el Pacífico Sur, cuando se encuentra en un barco con el antropólogo Throckmartin. Éste le cuenta que ha presenciado la desaparición de todo su equipo y su esposa absorbidos por una misteriosa entidad que emerge cuando la luna llena se levanta sobre las antiquísimas ruinas de la ciudad que estaba explorando en una remota isla. Cuando el propio Throckmartin es abducido por esa presencia ante los ojos de Goodwin, éste decide investigar más a fondo. Por el camino y tras una serie de increíbles coincidencias, se le unen un noruego, Olaf Huldricksson, cuya mujer e hija han sido tomadas por esa criatura, el piloto de caza irlandés Larry O´Keefe y el ruin científico ruso Marakinoff.
Llegan a la isla y consiguen abrir el portal utilizando luz lunar artificial, descubriendo una estructura subterránea donde se esconde el Estanque de la Luna, de cuyo interior sale el Morador. Quedan encerrados allí hasta que Lakla, la bella y bondadosa sacerdotisa de los Silenciosos y su grotesco guardaespaldas con aspecto de rana les muestran un túnel a través del cual entran en un mundo escondido gobernado por otra sacerdotisa, Yolara (igualmente bella pero perversa), que dirige un culto centrado en el Morador (al que ellos llaman Resplandeciente). A ese ser se sacrifican inocentes, cuya esencia vital e inteligencia es absorbida por la criatura en una grotesca ceremonia multitudinaria. Goodwin y sus compañeros se verán inmersos en una intriga en la que dos facciones se enfrentan por la supremacía.
El libro comienza como una historia de Lovecraft (en realidad éste comenzaría su carrera de escritor algo después que Merritt): un misterio narrado en primera persona que nos introduce en un entorno de misteriosas ruinas de dimensiones colosales, extraños seres más allá de la comprensión humana surgidos de portales a otras dimensiones… pero luego se desliza hacia un relato estereotipado de razas perdidas y aventuras en entornos exóticos, al estilo de “La raza venidera” de Edward Bulwer-Lytton, “El Mundo Perdido” de Arthur Conan Doyle o “Ella” de H.Rider Haggard. El tono terrorífico / sobrenatural de la primera parte empieza a diluirse en cuanto el botánico (un científico al fin y al cabo) y sus compañeros comienzan a plantearse de manera más fría los fenómenos que están presenciando. Al final, lo que de exótico e intrigante tenía el descubrimiento de ese nuevo mundo subterráneo se pierde en una previsible sucesión de alianzas y batallas al estilo de “Las Minas del Rey Salomón”.
La prosa de Merritt no ha soportado bien el paso del tiempo: un estilo verboerrico, repetitivo y cargado de adjetivos tan floridos como poco descriptivos: describe la misma cosa al mismo tiempo como maléfica y bondadosa, como éxtasis y tormento, como el mayor placer y el peor terror (quizá un psicólogo podría extraer algún significado psicosexual oculto, pero para el lector medio resulta de bien poca ayuda).
El protagonista y narrador, de profesión, ya hemos dicho, botánico, hereda algunas características del escritor, conocido por su afición a la jardinería y su habilidad en la crianza de plantas raras, especialmente aquellas relacionadas con la brujería y el ocultismo, campo en el que Merritt estaba muy versado. Sin embargo, al mismo tiempo, sentía una afectuosa cercanía por el método científico desarrollada gracias a su contacto con hombres de ciencia mientras trabajaba como reportero junior para el The Philadelphia Enquirer a comienzos de siglo.
Esa dicotomía encuentra su lugar en el relato, a caballo entre el misticismo (criaturas prodigiosas, sacerdotisas, una ciencia tan extraña que aparece a nuestros ojos como magia) y la ciencia. Sin embargo, las limitaciones científicas de Merritt se hacen evidentes cuando llega el momento de explicar determinados aspectos de la tecnología alienígena (rayos desintegradores, motores atómicos, tejidos invisibles, campos magnéticos): utiliza el cómodo truco de “censurar” el relato explicándonos que por seguridad nacional y con el fin de evitar que tales secretos caigan en las manos de naciones hostiles, el acceso a esos conocimientos se restringe a los círculos adecuados.
Los personajes son clichés: el científico escéptico, el nórdico poco inteligente con un físico poderoso, el ingenioso, deslenguado y heroico irlandés, el traicionero ruso… Las situaciones y elementos que presenta la narración (razas perdidas, personajes masculinos fascinados por bellísimas sacerdotisas ya sean estas virginalmente puras u oscuramente perversas, avanzada ciencia alienígena, formas de vida vampíricas procedentes de otra dimensión) son también clichés. A cualquier aficionado le resulta familiar todo esto.
Entonces, si el estilo es caduco, los personajes no revisten interés y las situaciones son ya más conocidas… ¿qué convierte a este libro en digno de una reseña? Pues bien, en primer lugar si los clichés nos resultan harto conocidos es porque alguien los convirtió en tales. Y ese alguien fueron gente como Edgar Rice Burroughs, Henry Rider Haggard y Abraham Merritt. El mérito de este último en particular no fue tanto crear una historia inmortal como su capacidad para imaginar ambientes alienígenas y extraños a la experiencia cotidiana humana, atmósferas peculiares que luego heredarían y refinarían otros escritores.
Artesano de la literatura barata que aún se preocupaba menos que Burroughs de barnizar con algo de ciencia sus relatos, Merrit hizo sin embargo de esta historia una auténtica pionera del género al plantear la posibilidad de que nuestro mundo esté, de alguna manera, superpuesto a toda una serie de universos paralelos que pueden ser alcanzados por portales dimensionales. Este truco narrativo fue inmediatamente copiado por otros escritores pulp, especialmente “Francis Stevens” (seudónimo de Gertrude Barrows Bennett), que lo elaboró aún más en el cuento futurista “The Heads of Cerberus” (1919). H.P.Lovecraft bebería de esta última fuente a la hora de inspirarse en sus relatos de terror.
Además, ya en su momento, el relato condensó en sus páginas más acción que la mayoría de los relatos fantásticos y de aventuras que publicaban los pulp. Incluso hoy no pocos de los autores que escriben sagas que se prolongan volúmenes y más volúmenes deberían leer al menos una vez este libro y aprender cómo contar multitud de cosas en unas cuantas páginas.
“El Estanque de la Luna” no es un libro recomendable para todo el mundo, pero aquellos que se consideren realmente interesados en la fantasía y la ciencia-ficción deberían al menos dejar de lado sus prejuicios, asumir que se trata de una obra hija de su tiempo e intentar leerlo. Aunque es fácil argumentar que es un libro vetusto y con un estilo incómodo, al lector le servirá para reconocer en él los fundamentos de muchos de los temas, giros argumentales y trucos narrativos que todavía hoy son moneda corriente en ambos géneros.
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