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Las historias relacionadas con la invasión de la Tierra por parte de fuerzas alienígenas provenientes del espacio exterior es uno de los temas más antiguos y básicos de la Ciencia Ficción. Esta perturbación de la vida cotidiana de la humanidad -o su equivalente del futuro- puede tener lugar a gran escala en historias como “La Guerra de los Mundos” (1898) de H.G.Wells, pero más a menudo se trata de un asunto puramente doméstico en el que la presencia alienígena es geográfica y temporalmente limitada.
Visitantes de otros mundos o del lejano futuro a menudo son utilizados por el escritor como instrumentos narrativos: observadores imparciales que juzgan los pecados y manías de nuestra sociedad. Ejemplos tempranos de esta modalidad incluyen los venusianos alados de W.S.Lach-Szyma en “Bajo Otras Condiciones” (1892) y el antropólogo viajero temporal de Grant Allen en “Los Bárbaros Británicos" (1895). Otros visitantes más exóticos de Gran Bretaña (donde estas historias eran muy populares), cuyas observaciones colocan la existencia humana en un contexto más amplio, aparecían en “The Clockwork Man” (1923) de E.V.Odle, “Hombre Orgulloso" (1934) de Murray Constantine, “Saurus” (1938) de Eden Phillpotts y “Las Llamas” (1947) de Olaf Stapledon.
La pionera historia de H.G. Wells sentó buena parte de las convenciones del subgénero y se convirtió en el modelo a seguir por muchas novelas posteriores, si bien no fue sino el último eslabón de una larga serie de oscuras fantasías en las que Inglaterra sufría una invasión extranjera. El punto de partida de esa corriente fue “La Batalla de Dorking” (1871) de George Chesney, un folletín propagandístico que apoyaba la reforma del ejército y el rearme y que continuó en otros trabajos como “La Invasion de 1910" (1906) de William Le Queux o “Cuando Vino Guillermo" (1913) de H.H.Munro. En "La Guerra de los Mundos", Wells añadió un toque especial a la ya conocida fórmula imaginando una invasión a mayor escala y por una especie tecnológicamente mucho más avanzada, algo parecido a lo que los ingleses habían supuesto para los tasmanos antes de ser exterminados completamente por los primeros. Pero también demostró el potencial narrativo de este tipo de historias como metáforas de fenómenos sociales y económicos muy reales.
"La Guerra de los Mundos" se escribió cuando la expansión colonial británica se hallaba en su apogeo, a menudo interfiriendo o destruyendo culturas enteras. Así, la novela de Wells propone a los ingleses que se pongan en el lugar de los colonizados y vean lo que ocurre. Sin embargo, la mayor parte de los relatos que siguieron a la obra de Wells volvieron a recurrir a ficciones en las que se ponía a los lectores occidentales en la posición del colonizador. Un buen ejemplo de ello sería "Edison´s Conquest of Mars" (1898), de Garret Serviss, en la que se retomaba el hilo dejado por Wells: tras la invasión marciana, la Tierra decide lanzar un ataque preventivo contra el planeta rojo; las fuerzas terrestres estarán lideradas por el genial inventor Thomas Edison.
Los Estados Unidos eran menos proclives a estas paranoias de invasión, aunque las historias que Philip Francis Nowland escribió y dibujó para "Buck Rogers" (1928-1929) estaban situadas en una América del futuro conquistada por invasores asiáticos. Los escritores de CF que publicaban en las revistas pulp estaban mucho más interesados en invasores más exóticos.
No todas las historias eran extravagantes melodramas sobre conflictos entre especies. “Viejo Amigo” (1934) de Raymond Z.Gallun desafió los tópicos del género mientras que elaboraciones más sutiles de los mismos aparecían en “El Monstruo de Metal” (1920) de A.Merritt, “La Inteligencia Alienígena” (1929) de Jack Williamson o “El Horror de Arrhenius" (1931) de P.Schuyler Miller. Tampoco todo eran invasiones provenientes del espacio exterior; los ejércitos enemigos podían proceder de otras dimensiones, otros tiempos o incluso de microcosmos atómicos. Entre los invasores más extraños de la CF se cuentan “Los ondulantes” (1945) de Fredric Brown, una raza de seres eléctricos que secuestran las ondas electromagnéticas de la Tierra.
Cuando no llegaban con pistolas láser o cañones, los visitantes alienígenas de la era de las revistas pulp a menudo traían regalos –aunque a veces éstos eran engañosos- y, ocasionalmente, mensajes importantes. “Adios al Amo” (1940), de Harry Bates, perdió buena parte de su sentido cuando recibió versión cinematográfica con el título “Ultimátum a la Tierra” (1951), pero a cambio ésta sirvió de mensajera del peligro nuclear. Aquel año 1951 también vio la primera versión de “La Cosa”, basada en un relato de John W.Campbell, “¿Quién va ahí?” (1938).
Esos dos filmes fueron los pioneros de toda una serie de películas que avisaban sobre los peligros de la era nuclear y la Guerra Fría, a menudo hasta el punto de caer en la paranoia. Por citar sólo algunos: “Invasores de Marte” (1953), “La bestia de tiempos remotos” (1953), “Vinieron del Espacio” (1953), “La Guerra de los Mundos” (1954), “Godzilla” (1954), “La Humanidad en Peligro” (1954), “La Bestia de un Millón de Ojos" (1955), “Conquistaron el Mundo” (1956), “Monstruo sin rostro” (1957) y “Me Casé con un Monstruo del Espacio Exterior" (1958).
Otras películas no fueron más que intentos de capitalizar el éxito de las películas de invasiones extraterrestres haciendo cintas de bajísimo presupuesto, como "Plan 9 del Espacio Exterior" (1959), de Ed Wood, considerada como la peor película jamás hecha. Este tipo de películas de serie B han venido sirviendo en los últimos años como fuente de inspiración nostálgica para obras como "Mars Attacks!" (1995) de Tim Burton o "Men in Black" (1997). El estreno por aquella misma época de "Independence Day" (1996) de Roland Emmerich fue otra demostración de la viabilidad que a mediados de los noventa seguían teniendo las películas de invasiones extraterrestres.
La televisión británica se apuntó a la moda con seriales como las tres aventuras del Dr.Quatermass (1953, 1955 y 1958-59), “El Terror de Trollenberg” (1956-57) y “A de Andrómeda" (1961). Curiosamente, la televisión norteamericana puso menos énfasis en los invasores extraterrestres y sólo merecen la pena destacarse series como “Más allá del límite" (1963-65) o “Los Invasores" (1967-68), en la que unos aliens que se hacían pasar por humanos le complicaban la vida a David Vincent (Roy Thinnes). Desde aquellos años de la Guerra Fría, las historias de invasores alienígenas no han perdido popularidad, tomando multitud de direcciones y demostrando una gran flexibilidad a la hora de tratar complejos temas sociales y políticos.
En la literatura de los años cincuenta, "Amos de Títeres" (1951), de Robert A.Heinlein fue la primera de muchas novelas que, como en el cine, sustituían de forma nada sutil la amenaza del comunismo por invasiones alienígenas. En la novela de Heinlein, una especie de babosas parásitas procedentes de Titán (una luna de Saturno), aterrizan en Iowa y comienzan a adherirse a las espaldas de los humanos, controlando sus mentes. Usando estas marionetas humanas a voluntad, los alienígenas pronto se embarcan en un programa de conquista mundial. Buena parte del libro es mera propaganda anticomunista, en la que los gusanos pasan por ser quintacolumnistas rojos. De hecho, Heinlein se aseguró de que esta asociación quedara bien clara. Incluso se ocupó de dedicar unas líneas a los simpatizantes de los comunistas, subrayando que la única cosa más desagradable que una mente humana atrapada por una babosa es la idea de humanos que trabajaban voluntariamente en complicidad con las babosas, incluso sin tener un parásito adherido.
Al final, los valerosos americanos, siempre tan llenos de recursos, consiguen derrotar a las babosas utilizando guerra bacteriológica, un arma tan polémica en los cincuenta como en la actualidad y que sin embargo Heinlein defiende aquí con convicción. De hecho, uno de los mensajes clave del libro es que no sólo tenemos que estar siempre vigilantes, sino dispuestos a utilizar cuantos medios sean necesarios para derrotar a nuestros enemigos. Cuando el protagonista informa de la aparente destrucción total de todos los alienígenas en la Tierra, también avisa de que puede quedar alguno acechando en algún rincón del Tercer Mundo, como el Amazonas. Entretanto, los norteamericanos se preparan para lanzar un asalto genocida contra el mismísimo Titán. El libro finaliza con el protagonista acompañando a la misión y exclamando: "Amos de títeres, los hombres libres van para mataros! ¡Muerte y destrucción!"
Una de las historias de invasiones alienígenas más conocidas de la década de los cincuenta fue "La Invasión de los Ladrones de Cuerpos", de Jack Finney, serializada en la revista Collier´s en 1954 y publicada como novela en 1955 con el título acortado "Los Ladrones de Cuerpos". Aquí, lo que llega del espacio a la pequeña ciudad californiana de Mill Valley son unas vainas con la capacidad de convertirse en réplicas exactas de cualquier humano con el que entren en contacto. Los vecinos de Mill Valley son progresivamente reemplazados por los replicantes alienígenas hasta que el único que queda para enfrentarse con la amenaza antes de que se extienda por todo el país es el doctor Miles Bennell. Afortunadamente, consigue dar tanta guerra que las vainas deciden abandonar la Tierra y buscar otro planeta que resulte más sencillo de colonizar.
La novela de Finney fue la base para la película de 1956 "La invasión de los ladrones de cuerpos", que sigue más o menos el argumento del libro aunque incorpora un final menos optimista: Bennell consigue alertar a las autoridades de fuera de la ciudad, pero las vainas ya se han extendido más allá de los limites urbanos y queda sin saber si podrán ser detenidas. La noción de invasores silenciosos que toman el control de las mentes de americanos nor
males, convirtiéndolos a una ideología alienígena, está en la misma onda que el miedo a la subversión comunista en la Guerra Fría. De hecho, el film es considerado hoy como un icono cultural del clima de paranoia anticomunista que imperaba entonces. Ciertamente, los replicantes, que parecían totalmente normales pero no sentían ninguna emoción y carecían de individualidad, se ajustaban a los estereotipos sobre los comunistas. Así, los argumentos que los extraterrestres utilizan para intentar seducir a Bennell, diciéndole que la vida será mucho más agradable si se deja llevar por la corriente y aprende a vivir sin emociones, es un eco de los supuestos cantos de sirena del utopianismo comunista.
Estirando los razonamientos, también podríamos optar por interpretar la paranoia del film como una sutil crítica a la histeria anticomunista: la película sugeriría que la posibilidad de que los comunistas se hicieran con el control de América era tan pequeña como que vainas del espacio exterior llegaran a la Tierra, crecieran hasta convertirse en réplicas perfectas de seres humanos y los reemplazaran. Por otra parte, los responsables de la película (así como el autor de la novela original) negaron repetidamente ninguna intención alegórica. Simplemente deseaban hacer una historia de suspense sobre invasores alienígenas. Sea como fuere, la película sigue siendo hoy un clásico de la década de los cincuenta y es gracias a ella que se recuerda todavía la novela de Finney
Entre la legión de films de invasiones extraterrestres de los cincuenta, quiero volver a una mencionada por la importancia que tiene dentro del género: "Ultimatum a la Tierra" (1951), dirigida por Robert Wise y que, lejos de alimentar la histeria anticomunista de la época, es un canto a la paz y comprensión mundiales y un aviso de que la carrera armamentística de la Guerra Fría podría llevar a un desastre planetario. Aquí, el mesiánico Klaatu (Michael Renny), acompañado por su imponente robot Gort, llega a la Tierra en son de paz, pero es recibido con temor y violencia. Sin embargo, consigue sobrevivir para lanzar un mensaje de advertencia: la civilización humana será destruida por una fuerza robótica intergaláctica si extiende su violencia más allá de la Tierra. Este rechazo a la carrera armamentística fue una apuesta valiente en un momento en el que la propia Hollywood se hallaba bajo el asedio de los cazacomunistas de Washington. El éxito del film demostró que la ciencia ficción, al considerarla el público en general disociada de la realidad contemporánea, puede servir fácilmente como plataforma para una crítica social y política que resultaría demasiado polémica expresada a través de un género más convencional.
Alienígenas benignos como los de “Ultimátum a la Tierra” o “El hombre del planeta X” (1951) estaban en la pantalla completamente superados en número por sus contrapartidas malvadas, pero en la literatura no eran tan omnipresentes. De hecho, muchos autores comenzaron a arrepentirse de la xenofobia implícita en buena parte de la literatura pulp. “El fin de la infancia” (1953) de Arthur C.Clarke es una de las mejores historias de “invasión” en las que se condenaban los prejuicios antialienígenas. En ella, los aliens son fundamentalmente benévolos: utilizando tanto una tecnología avanzada como el puro engaño, un contigente de extraterrestres conocidos como Superseñores establece su dominio sobre la Tierra, imponiendo leyes destinadas a impedir que la raza humana destruya lo que queda del planeta. Una de esas reglas, por ejemplo, prohibe la crueldad a los animales. Otra establece la creación de un solo Estado Mundial que deja el concepto de nación obsoleto. El gobierno de los Superseñores, liderados por el Supervisor Karellen, conduce a una era de paz y prosperidad sin precedentes. Pero no son pocos los que encuentran esta existencia utópica aburrida y carente de desafíos. El arte y la creatividad se apagan aplastadas por la supremacía de la televisión. Y, mientras tanto, los Superseñores permanecen escondidos, misteriosos. Durante más de medio siglo nadie los ha visto y cuando por fin se revelan ante la humanidad, resultan tener la apariencia de demonios (lo que viene a demostrar que los mitos y las "memorias raciales" no son sino un eco del futuro).
Los Superseñores continúan supervisando la vida del resto de la humanidad (aquellos que no tienen capacidades mentales) aunque, sin un futuro a la vista, muchos se suicidan, solos o en masa. Los "nuevos niños", mientras tanto, se trasladan a una zona separada. Los humanos "normales" acaban muriendo. Excepto uno, Jan Rodricks, un estudiante de ingeniería que había pasado ochenta años viajando a bordo de una nave de los Superseñores hasta el mundo hogar de éstos para contemplar sus maravillas. Cuando regresa a la Tierra y debido a la relatividad temporal, él sólo ha envejecido cuatro meses, pero ya no quedan hombres como él sobre el planeta. Mientras los niños se preparan para unirse a la Supermente, los Superseñores evacúan la Tierra, dejando a Jan atrás para que les retransmita la completa disolución de nuestro planeta.
Otros libros que siguen una línea similar de extraterrestres benignos y bienintencionados son “Los cristales soñadores” (1950) de Theodore Sturgeon y “A Mirror For Observers” (1954) de Edgar Pangborn.
(Continuará...)
Estirando los razonamientos, también podríamos optar por interpretar la paranoia del film como una sutil crítica a la histeria anticomunista: la película sugeriría que la posibilidad de que los comunistas se hicieran con el control de América era tan pequeña como que vainas del espacio exterior llegaran a la Tierra, crecieran hasta convertirse en réplicas perfectas de seres humanos y los reemplazaran. Por otra parte, los responsables de la película (así como el autor de la novela original) negaron repetidamente ninguna intención alegórica. Simplemente deseaban hacer una historia de suspense sobre invasores alienígenas. Sea como fuere, la película sigue siendo hoy un clásico de la década de los cincuenta y es gracias a ella que se recuerda todavía la novela de Finney
Entre la legión de films de invasiones extraterrestres de los cincuenta, quiero volver a una mencionada por la importancia que tiene dentro del género: "Ultimatum a la Tierra" (1951), dirigida por Robert Wise y que, lejos de alimentar la histeria anticomunista de la época, es un canto a la paz y comprensión mundiales y un aviso de que la carrera armamentística de la Guerra Fría podría llevar a un desastre planetario. Aquí, el mesiánico Klaatu (Michael Renny), acompañado por su imponente robot Gort, llega a la Tierra en son de paz, pero es recibido con temor y violencia. Sin embargo, consigue sobrevivir para lanzar un mensaje de advertencia: la civilización humana será destruida por una fuerza robótica intergaláctica si extiende su violencia más allá de la Tierra. Este rechazo a la carrera armamentística fue una apuesta valiente en un momento en el que la propia Hollywood se hallaba bajo el asedio de los cazacomunistas de Washington. El éxito del film demostró que la ciencia ficción, al considerarla el público en general disociada de la realidad contemporánea, puede servir fácilmente como plataforma para una crítica social y política que resultaría demasiado polémica expresada a través de un género más convencional.
Alienígenas benignos como los de “Ultimátum a la Tierra” o “El hombre del planeta X” (1951) estaban en la pantalla completamente superados en número por sus contrapartidas malvadas, pero en la literatura no eran tan omnipresentes. De hecho, muchos autores comenzaron a arrepentirse de la xenofobia implícita en buena parte de la literatura pulp. “El fin de la infancia” (1953) de Arthur C.Clarke es una de las mejores historias de “invasión” en las que se condenaban los prejuicios antialienígenas. En ella, los aliens son fundamentalmente benévolos: utilizando tanto una tecnología avanzada como el puro engaño, un contigente de extraterrestres conocidos como Superseñores establece su dominio sobre la Tierra, imponiendo leyes destinadas a impedir que la raza humana destruya lo que queda del planeta. Una de esas reglas, por ejemplo, prohibe la crueldad a los animales. Otra establece la creación de un solo Estado Mundial que deja el concepto de nación obsoleto. El gobierno de los Superseñores, liderados por el Supervisor Karellen, conduce a una era de paz y prosperidad sin precedentes. Pero no son pocos los que encuentran esta existencia utópica aburrida y carente de desafíos. El arte y la creatividad se apagan aplastadas por la supremacía de la televisión. Y, mientras tanto, los Superseñores permanecen escondidos, misteriosos. Durante más de medio siglo nadie los ha visto y cuando por fin se revelan ante la humanidad, resultan tener la apariencia de demonios (lo que viene a demostrar que los mitos y las "memorias raciales" no son sino un eco del futuro).
Finalmente, se descubre que los Superseñores han venido a la Tierra siguiendo instrucciones de sus amos, una especie de Supermente, fusión de la conciencia colectiva de multitud de especies y dotada de
grandes poderes psíquicos. A pesar de que dominan una tecnología muy avanzada, los Superseñores no poseen esas habilidades mentales y, como resultado, se encuentran en un callejón sin salida evolutivo. Su misión en la galaxia es simplemente ayudar a las razas (como la humanidad) que sí tienen ese potencial a sobrevivir hasta que l
a evolución saque a relucir sus habilidades mentales. Al final, tiene lugar el salto evolutivo y casi todos los niños humanos menores de diez años del planeta despiertan sus poderes psíquicos.
Los Superseñores continúan supervisando la vida del resto de la humanidad (aquellos que no tienen capacidades mentales) aunque, sin un futuro a la vista, muchos se suicidan, solos o en masa. Los "nuevos niños", mientras tanto, se trasladan a una zona separada. Los humanos "normales" acaban muriendo. Excepto uno, Jan Rodricks, un estudiante de ingeniería que había pasado ochenta años viajando a bordo de una nave de los Superseñores hasta el mundo hogar de éstos para contemplar sus maravillas. Cuando regresa a la Tierra y debido a la relatividad temporal, él sólo ha envejecido cuatro meses, pero ya no quedan hombres como él sobre el planeta. Mientras los niños se preparan para unirse a la Supermente, los Superseñores evacúan la Tierra, dejando a Jan atrás para que les retransmita la completa disolución de nuestro planeta.
Otros libros que siguen una línea similar de extraterrestres benignos y bienintencionados son “Los cristales soñadores” (1950) de Theodore Sturgeon y “A Mirror For Observers” (1954) de Edgar Pangborn.
(Continuará...)
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