Entre la considerable cantidad de grandes autores de CF que surgieron en Estados Unidos durante los años 50, destacó uno con voz y estilo propios: Theodore Sturgeon. Si bien escribió solo media docena de novelas, sus cuentos ocupan volúmenes enteros y, aunque muchos de ellos no sobresalían respecto a la media de la literatura pulp de su tiempo, otros tantos son lo suficientemente extraños como para haber gozado del beneplácito de Philip K.Dick. La mayoría de sus mejores ficciones transcurrían en “nuestro” mundo, introduciendo tan solo un elemento disruptor, por ejemplo, los poderes mentales.
Su tema
predilecto, aquel sobre el que volvería una y otra vez en su obra, fue qué
significa ser humano y, consecuentemente, que significaría ser más que humano.
Precisamente ese, “Más que Humano” (1953), sería el título de una de sus más
afamadas novelas. Sin embargo, ya en la primera que escribió, “Los Cristales
Soñadores”, serializada en la revista “Fantastic Adventures” y luego revisada
para su publicación en libro en los 60, abordó la cuestión de forma directa y,
también, adoptando el punto de vista de un niño. Ambas novelas se convirtieron
desde su aparición en hitos muy influyentes dentro del subgénero de
superhombres.
Maltratado
física y mentalmente por sus padres adoptivos e incapaz de soportar la
vida
miserable que lleva, el joven huérfano Horty Bluett, de ocho años de edad,
escapa de casa llevando consigo una sola posesión: un polichinela de brillantes
ojos cristalinos al que llama Junky, que le ha acompañado desde que tiene
memoria y del que no puede separarse so pena de experimentar una gran ansiedad.
Al
poco, es recogido por unos feriantes que se encuentran de paso en la ciudad.
Entre ellos, a su manera unos marginados de la sociedad que van de lo
pintoresco a lo grotesco, Horty se siente aceptado. Por primera vez, cree que
está llevando una auténtica vida en lugar de sólo verla pasar. Una amable y
hermosa enana, Zena, se hace responsable de su educación y lo hace pasar por su
sobrina. Pero, conforme pasan los años, el ya adolescente Horty empieza a percibir
que hay algo retorcidamente extraño en el circo. El hombre que lo dirige, el
siniestro y brusco Pierre Monetre (que, en inglés, suena como “Man Eater”, “Caníbal”,
que es el
apodo por el que le conocen sus empleados/esclavos), es un antiguo
científico caído en desgracia que no ha renunciado a sus investigaciones
genéticas, las cuales pueden ser no sólo un peligro para Horty sino para todo el
mundo. Esto le llevará, impelido por Zena, a huir de la feria y abrirse camino
en el mundo exterior ayudándose de los grandes poderes que ha descubierto en su
interior.
Años
después, ya adulto, su camino volverá a cruzarse con el de Monetre. Y es en
esta segunda parte del libro en la que se aclaran las razones subyacentes a la
misantropía del personaje: en nuestro planeta existen miles, tal vez millones
de alienígenas con la forma de de cristales transparentes (o, al menos, nuestra
limitada capacidad sensorial así los percibe). Estos cristales sueñan y cuando
lo hacen en solitario, crean duplicados de seres vivos, habitualmente defectuosos
en diversos grados: un árbol atrofiado, un gato con dos patas, un hombre sin
extremidades ni glándulas sudoríparas... un e
nano. Pero cuando dos de estos dos
cristales se unen, su sueño combinado impregna una criatura viviente y la reconstruye
como algo superior a lo que originalmente estaba destinado. Monetre lleva años
viajando por todo el país, coleccionando criaturas afectadas por alguno de
estos cristales. Pero lo que realmente anhela es dar con un humano producto de
dos cristales al que pueda controlar para vengarse de su propia especie.
Y ese hubiera sido Horty, transformado desde bebé por los cristales que componen los ojos de su muñeco Junky, de no haber sido porque Zena se adelantó a Monetre, entendió quién y qué era el niño y escondió su auténtica naturaleza para evitar que su amo se hiciera con él.
“Los
Cristales Soñadores” es una historia muy peculiar de autodescubrimiento, el
valor de aquellas relaciones humanas que enriquece nuestro bienestar y salud
mentales y el significado de la auténtica humanidad. La vida nómada de los
circos y ferias ambulantes tan comunes en la América contemporánea pero hoy
claramente desfasados, es sólo un decorado que podría sustituirse perfectamente
por otro más moderno sin variar la sustancia, el espíritu y el mensaje de la
historia,
Aquellos
que aborden esta obra esperando alienígenas agresivos o batallas espaciales, no
pueden sino sentirse decepcionados. En cambio, quienes busquen un enfoque nuevo
y un planteamiento ambicioso y valoren el desarrollo de personajes y la
interacción humana por encima de las naves, los extraterrestres y la tecnología
futurista encontrarán aquí una agradable sorpresa. Y es que, “Los Cristales
Soñadores” (título mucho más evocador, poético y ajustado que otro alternativo
que han tenido algunas ediciones, “El Hombre Sintético”) es un
a novela
profundamente humanista que cuenta una historia engañosamente sencilla y con
una intensidad modesta (con excepción del clímax) pero magistral en su
descripción de cómo un muchacho se convierte en un hombre descubriendo las inseguridades
que debe afrontar, el auténtico valor y/o peligro de quienes le rodean, el
código moral a seguir y, en último término, el descubrimiento del propio yo. A
su manera, es una novela juvenil con un pie en la Ciencia Ficción y otro en la
Fantasía Oscura y que ofrece las suficientes capas de complejidad como para
apelar también a un lector adulto.
El
problema a la hora de analizar “Los Cristales Soñadores” es que, a priori, es
una macedonia de tópicos de la literatura pulp: un padre adoptivo villanesco,
un perverso propietario de una feria ambulante, humanos extraños creados por
alienígenas, extraterrestres viviendo en la Tierra sin que nadie los reconozca,
una hermosa y heroica enana… La comparación
que primero viene a la mente es
otra novela inserta en la tradición del Gótico Americano, mucho más conocida,
que también presenta protagonistas juveniles en una feria siniestra dirigida
por un individuo brutal y despiadado: “La Feria de las Tinieblas”, de Ray
Bradbury. Ambas aparecieron con doce años de diferencia y ninguna es superior a
la otra, siendo ambas magníficas obras del fantacientifico de la Edad de Plata.
Pero mientras que la de la de Bradbury tiene un sabor más ideológico y su origen se encuentra en el tratamiento para un posible guion cinematográfico, la de Sturgeon, la primera, es abiertamente pulp y se inclina más hacia el ámbito del crecimiento personal y el humanismo. También es una novela más dura y sucia, con menos nostalgia por un tiempo pasado que la que transmite la de Bradbury.
Pero es
que, además, “Los Cristales Soñadores” es más que la suma de sus tropo
s pulp y
prueba de ello es que casi ochenta años después de su publicación original,
siga siendo tan legible como lo fue entonces, quizá incluso más. Sturgeon fue
un escritor muy evocador capaz de transmutar lo que en otras manos hubiera sido
material del montón en algo real y cercano. Añadir, en defintiva, carne,
músculos y piel a lo que básicamente es un esqueleto pulp.
La
ambientación de la historia, ya lo he dicho, tiene tintes de Fantasía Oscura:
el circo ambulante, el malvado villano, el juguete con un significado siniestro
y el punto de vista infantil. De hecho, hay quien tiene problemas para
calificar a esta obra como Ciencia Ficción. Sin embargo, las cuestiones
nucleares que plantea sí son claramente propias del género: ¿Qué pasaría si
existieran alienígenas coexistiendo con nosotros en la Tierra, pero pasando
desapercibidos dado que no compiten por los mismos recursos? ¿Qué ocurriría si
alguien los
descubriera y tratara de explotarlos en beneficio propio? ¿Y si los
planes para comunicarse con ellos acabaran terriblemente mal? ¿Podría
integrarse socialmente un humano con poderes? ¿En qué punto dejaría de ser
humano alguien con capacidades muy superiores a las del resto?
A Sturgeon no le preocupó nunca demasiado la exactitud científica a la hora de dar forma a sus relatos. Y, por tanto, tampoco hay que buscarla aquí ni darle importancia alguna. Se dice poco o nada de qué son exactamente los cristales, de dónde vienen o cómo funcionan, porque lo auténticamente relevante es la imaginería y el concepto. No importa la implausibilidad de la premisa, sino que Sturgeon pueda hacérselo creer al lector en el contexto del relato y, además, revestirlo de un oscuro halo poético.
Los personajes se pasan la mayor parte del último
tercio de la novela dándose
explicaciones los unos a los otros sobre los
cristales. Desde un punto de vista moderno, esto puede interpretarse como innecesario,
incluso incorrecto (es mejor mostrar que verbalizar). Pero Sturgeon de las
arregla para que incluso el lector actual siga adelante gracias a la fuerza de
esos personajes y a la impredictibilidad de toda la historia. Asimismo, toma otros ingredientes del
pulp y los lleva a su campo subvirtiéndolos en el proceso. Hay cierto grado de
sentimentalismo, sí, pero está bien encajado y discurre por caminos no
convencionales. Así, Horton no acaba con su novia de la infancia sino que
reconoce su amor por Zena. Hay tanto sexo como podía permitirse en una novela
de 1950; y problemas hoy tan presentes en las historias de tránsito a la
madurez como el abuso a menores o el acoso escolar, no eran corrientes en
absoluto en la CF de los 50, pero Sturgeon las aborda con tanta valentía como
naturalidad, ofreciendo una de las mejores descripciones literarias de lo que
es ser un niño asustado. Lo mismo ocurre con el travestismo –como forma de
protegerlo, Zena hace que Horty se haga pasar por niña durante sus diez años en
el circo-, otro tema conflictivo que sin duda les p
uso las cosas difíciles a
los editores a la hora de comercializar el libro. Los dos villanos, de la
historia, de los cuales sólo uno es plenamente humano, ofrecen un interesante
contraste en sus intereses y actitudes.
La mayor parte de la imaginería de “Los Cristales Soñadores” es desasosegante, espeluznante o fea: el muñeco Junky, diversas heridas y deformidades, todo el ambiente de la feria... Pero, aun creciendo en ese ambiente, Horty aprende a amar y experimenta la belleza del arte, la música y la literatura, valorando la forma en que éstas contribuyen a desarrollar la ética de la especie humana.
De
hecho, Horty es uno de los mejores superhombres imaginados por Sturgeon, un
cambiformas telépata, “soñado” por alienígenas en forma de cristal, pero que,
al mismo tiempo, representa el auténtico espíritu humano. Como desarrollaría
más tarde también en “Más que Humano”, alguien con unas capacidades
extraordinarias, superhumanas, está condenado a la marginación, sí, pero
también debe aprender a manejar esas habilidades con el sentido moral necesario
para no dañar a quienes le rodean. Eso es lo que le permitirá conservar su
humanidad cuando la haya trascendido. Por otra parte, el mensaje de la
importancia de la lectura a la hora de aprender a ser auténticamente humano,
sin duda tocó la fibra de muchos lectores de CF de la época que, a su manera,
también se sentían marginados respecto a quienes les rodeaban.
“Los
Cristales Soñadores”, más allá de su calidad intrínseca, fue un hito en la
Ciencia Ficción que en su momento no se supo reconocer. Fue una novela notablemente
sofisticada para su época. Es un libro tan inquietante –su propósito no es
reconfortar al lector- como hipnótico por su yuxtaposición de belleza y fealdad
(física, mental y moral). Su aproximación humanista y énfasis en las ciencias
blandas no la hicieron en su día tan llamativa como otras novelas de
ambientación espacial más centradas en la trama y el ritmo rápido. Pero, con la
perspectiva que da el tiempo, podemos reconocerla como parte de las obras
vanguardistas que buscaban transformar la ciencia ficción e insuflarle un nivel
de complejidad que la aproximara a otras formas literarias supuestamente más
elevadas.

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