Hubo un tiempo, alrededor del cambio de milenio, en el que el director australiano de origen egipcio Alex Proyas pareció ser el futuro del cine de género. Acumuló prestigio como director de anuncios y vídeos musicales antes de debutar en el cine con un film postapocalíptico con toques surrealistas, “Espíritus del Aire, Gremlins de las Nubes” (1987). Le seguiría su primer gran éxito, “El Cuervo” (1994), y luego la sobresaliente “Dark City” (1998), uno de los mejores films de CF de su década. Aun cuando este último no fue un éxito de taquilla, sí le granjeó la suficiente reputación como para ir vinculándose a diferentes proyectos de peso… que al final no se materializaron, desde una película de Silver Surfer a una adaptación de “Los Trípodes” de John Christopher.
Además de la película que ahora nos ocupa, los dos únicos proyectos de Proyas que salieron adelante durante los 2000 fueron “Días de Garaje” (2002), sobre una ingenua banda rockera de Sydney; y “Yo, Robot” (2004), que trocó la inteligencia y osadía de algunos de sus anteriores films en un vehículo para el lucimiento de Will Smith y la tecnología de efectos especiales. También produjo el desastroso telefim “Riverworld” (2003), adaptando la serie de novelas del mismo nombre (Mundo Río) de Philip José Farmer.
Un director, en fin, de trayectoria errática que no supo capitalizar ni mantener los aciertos de sus primeras películas. Y “Señales del Futuro” no hizo mucho por redimirlo ante los aficionados al cine de género.
En 1959, un colegio de la población de Lexington, Massachusetts, tiene la idea de sepultar en sus terrenos una cápsula del tiempo para que se aperture pasados cincuenta años. Cada uno de los estudiantes coloca en ella un dibujo que representa cómo ven el futuro. La contribución de la pequeña Lucinda Embry (Lara Robinson) es una página llena de números anotados compulsivamente en un estado de trance.
En 2009, el profesor de astrofísica del MIT, John Koestler (Nicolas Cage), encargado de la crianza de su hijo Caleb (Chandler Canterbury) tras la aún reciente muerte de su esposa, acompaña a éste el día señalado para la apertura de la cápsula del tiempo. La hoja con la que se queda Caleb resulta ser la de Lucinda. Más tarde, John, llevado por la curiosidad primero y la obsesión después, empieza a estudiar la secuencia de cifras y se da cuenta de que cada grupo de números representa la fecha exacta de un desastre acontecido después del enterramiento de la cápsula, así como el número preciso de gente fallecida en él. Tres de los desastres aún están por suceder.
De uno de ellos es testigo personalmente: un avión que se estrella cerca de la autopista por donde él conduce y cuyo número de víctimas coincide exactamente con el predicho por Lucinda. Es entonces cuando cae en la cuenta del significado de los números que aún no ha conseguido desentrañar: la latitud y longitud en la que se producen las catástrofes. Intentando prevenir el resto de los desastres, contacta con la hija de la fallecida Lucinda, Diana Wayland (Rose Byrne) y ambos descubren lo que oculta la última secuencia: toda la vida de la Tierra va a extinguirse a consecuencia de una llamarada solar.
“Señales del Futuro” arranca con una idea intrigante que incluye la cápsula del tiempo, la niña traumatizada y los enigmáticos números que predicen desastres. Estos conceptos emplazan a la película en el mismo territorio que, por ejemplo, “Paycheck” (2003), cuyo protagonista recibía desde el futuro pistas de acontecimientos aún por venir; o, todavía más similar, “Máxima Tensión” (1999), en la que Casper Van Dien conocía a unos viajeros del futuro y que informaban de varios desastres a punto de producirse. Hay quien incluso puede interpretar “Señales del Futuro” como una colisión conceptual entre otras dos películas obsesionadas con las profecías: “El Número 23” (2007) y “Destino Final” (2000).
La decepción no reside tanto en la premisa como en la convencionalidad de su desarrollo. Y es que, desde la escena del comienzo en la que se revela que Koestler es un ateo, ya se apunta a la dirección que va a seguir la historia. No hay ateos en las películas americanas a menos que lo que se vaya a contar es su despertar espiritual. En buena ley podría esperarse un recorrido de gran intensidad dramática, un suspense insoportable y cierto número de giros y sorpresas. Proyas, por el contrario, decide adaptar el guion (obra de Ryne Douglas Pearson, Juliet Snowden & Stiles White) con un ritmo lento, incluso sedante. La solución al misterio es casi plácida, todo en la película (excepto el tramo final) sucede exactamente como uno esperaría que lo hiciera.
Nicolas Cage y Rose Byrne hacen un trabajo correcto pero no memorable (Cage, en particular, está más comedido que de costumbre). E incluso la representación de los dos primeros desastres (el avión en la autopista y el metro de Nueva York), siendo eficaces, parecen más exhibiciones de efectos especiales que secuencias de gran carga dramática. Es cierto que la aparición en el clímax de la nave alienígena y las secuencias de destrucción masiva son más impactantes, pero precisamente por eso parecen ser un añadido importado de otra película.
He de admitir que la historia, aunque predecible y algo rutinaria al principio, me resultó cada vez más absorbente conforme avanzaba, especialmente el segundo acto, cuando ya se masca la tragedia a la vuelta de la esquina. Pero todo empieza a deshacerse cerca del final, cuando se suceden persecuciones automovilísticas y muchas tomas de Koestler corriendo tras de su hijo hasta llegar al final, que fácilmente dejará al espectador confuso, irritado o ambas cosas.
(ATENCIÓN: SPOILER). Porque resulta que las secuencias numéricas fueron enviadas a la mente de ciertas personas por una especie de seres celestiales. La película no aclara en absoluto el origen o razones de estas criaturas más allá de sugerir que son al tiempo ángeles y alienígenas. Éstas se llevan consigo al hijo de John y la hija de Diana, puesto que, por razones nunca especificadas, han sido seleccionados para convertirse en una suerte de Adán y Eva en otro planeta. Es un tramposo giro final al estilo de Shyamalan, copiado del de “Encuentros en la Tercera Fase” (1977) y retorcido para encajar un simbolismo religioso.
Muchos espectadores se sintieron incómodos en ese terreno intermedio en el que cree adivinar qué significa lo que le han contado, pero sin estar realmente seguro. No es que la ambigüedad no sea una cualidad positiva en una película, especialmente cuando ésta tiene aspiraciones de blockbuster. El problema es que más bien parece que guionista y director se encontraron con una serie de agujeros que no sabían como llenar. Y prueba de ello es el poco sentido que tienen muchas de las cosas que ocurren. Por ejemplo, no se explica por qué estos seres imprimen las visiones proféticas (y, encima, codificadas en forma de números) en ciertas personas, porque éstas ni entienden el significado de esas cifras, ni en ningún momento llegan a encontrarse. Pero es que si siquiera cuando el padre de uno de esos “elegidos”, John Koestler, descifra el misterio, puede impedir las catástrofes. Esto último enfría cualquier posibilidad dramática: un hombre recibe y comprende una profecía pero no hay nada que pueda hacer para cambiar el futuro. Tampoco se explica por qué los extraterrestres/ángeles dejan tras de sí unas pequeñas piedras negras. Es como si se hubieran mezclado los celuloides de dos películas diferentes para fabricar otra que comienza con la revelación de unas profecías apocalípticas y se transforma hacia el final en una especie de alegoría cristiana sobre ángeles que llegan para salvar a los elegidos y, tras el fin del mundo, fundar con ellos un paraíso en otro planeta.
Pero es que la trama adolece también de un buen número de agujeros lógicos y científicos. Para empezar, una llamarada solar no tendría el efecto de destruir la vida sobre la Tierra. Este fenómeno no cruza el vacío espacial desde el sol a nuestro planeta; e incluso si lo hiciera, seguramente trastornaría las telecomunicaciones (efecto que el fílm sí refleja, pero sólo cuando le resulta conveniente) y tendría repercusiones interesantes sobre las auroras, causaría problemas en las redes energéticas y las agujas de las brújulas se volverían locas. Una llamarada solar golpearía la Tierra en forma de radiación, no como una bola de fuego, y, por lo tanto, no provocaría la destrucción física que vemos al final de la película. No estoy seguro de si podría afectar seriamente a la capa de ozono, pero de ocurrir tal cosa, el efecto sería una mayor incidencia de los rayos ultravioleta sobre la superficie con las previsibles quemaduras y cánceres, no una extinción súbita y masiva. En realidad, de lo que la película parece estar hablando no es de una llamarada solar sino del fenómeno conocido como Eyección de Masa Coronal (EMC), pero ni siquiera esto, en los raros casos que alcanza la Tierra, provoca disrupciones más graves que las antes expuestas.
El otro patinazo científico de la película está relacionado con las latitudes y longitudes. Las coordenadas geográficas se miden en grados al norte o sur del ecuador (latitud) y este/oeste desde el meridiano de Greenwich. Un punto sobre la superficie del planeta queda así fijado con signo “más” o “menos” respecto a la posición de esas líneas de referencia. Sin embargo, los números apuntados por Lucinda no tienen signos. Es más, sólo vemos los números divididos en grados y minutos. Esto significa que las áreas designadas cubrirían aproximadamente un kilómetro cuadrado, pero el protagonista llega a identificar la ubicación de uno de los desastres con una precisión de metros (en concreto, una sola intersección de calles en Nueva York).
“Señales del Futuro” pertenece a la categoría de películas modernas de desastres, caracterizadas por lo que algunos han llamado “Porno de Destrucción” debido a su nivel de sadismo y destrucción masiva invocados en nombre del entretenimiento. Más o menos por la misma época, pudieron verse en pantalla títulos con un espíritu similar en “El Día del Mañana” (2004), “La Guerra de los Mundos” (2005), “Soy Leyenda” (2007), “La Niebla” (2007), “Monstruoso” (2008), “Ultimátum a la Tierra” (2008), “El Incidente” (2008) y “2012” (2009).
Son todos estos hijos cinematográficos de la tragedia del 11-S, películas que contemplan de frente la destrucción masiva con una mezcla de terror y fascinación y que reflexionan sobre las reacciones humanas a la misma. Cada una de ellas llegaba a conclusiones diferentes: la importancia de la familia (“La Guerra de los Mundos”); la inutilidad de cualquier acción (“Monstruoso”); que frente a un desastre, afloraría la peor faceta de nuestra especie (“La Niebla”); que la clave para sobrevivir es la solidaridad en vez del egoísmo (“2012); que la naturaleza del desastre está más allá de nuestra comprensión científica (“El Incidente”); que estamos siendo castigados por nuestro maltrato al medioambiente pero que también existe en nosotros un bien esencial que puede salvarnos (“Ultimátum a la Tierra”); o que hay un propósito divino en el apocalipsis (“Soy Leyenda”).
“Señales del Futuro” sigue la línea conceptual de “Soy Leyenda” y “Señales” (2002), de M.Night Shyamalan, en cuanto al debate sobre la existencia de la predestinación y el plan divino. Al comienzo de la película, John Koestler está dando una clase en la que pregunta a sus alumnos si todo lo que sucede en el mundo obedece a un plan divino (utilizando como ejemplo la distancia a la que la Tierra está situada respecto al Sol, perfecta para el surgimiento de la vida) o bien está gobernado por el puro azar. Mientras reflexiona que esto último significaría que todo carece de propósito, se produce un sutil cambio en el foco de la discusión. Y es que esto lleva a otro debate, el de si existe la libre voluntad, si podemos ejercer un control sobre nuestras propias vidas; o, por el contrario, no somos más que actores carentes de libre albedrío que ejercemos simultáneamente de actores y espectadores en una obra cuyo destino está previamente fijado.
Y es que, para muchos comentaristas, la película, en todos los aspectos excepto mencionarlo por su nombre, plantea el debate entre Evolución versus Creacionismo/Diseño Inteligente. De hecho, el ejemplo antes mencionado (la idónea distancia Tierra-Sol) es uno de los principales argumentos esgrimidos por los partidarios del Diseño Inteligente. La idea central de la película parece ser que sí existe un propósito y que todo ha sido predestinado. Pero luego, el guión se distrae con algunas tonterías desconcertantes sobre ángeles alienígenas que vienen a salvar a un puñado de elegidos (algo que también recuerda a las doctrinas de los Testigos de Jehová) para crear un nuevo Edén en otro planeta (con su propio Árbol del Conocimiento del Bien y del Mal plantado en mitad de un paisaje hiperrealista cubierto por una mística neblina).
Ahora bien, existe una interpretación alternativa de la película que refutaría la religiosa y en virtud de la cual todo lo que ocurre en “Señales del Futuro” podría deberse tanto a la mano de Dios como a la mecánica cuántica. Los partidarios del enfoque religioso harán hincapié, primero, en que lo que se nos muestra es el cumplimiento de la profecía del Libro de Ezequiel; y, segundo, en la naturaleza predeterminada del Universo. De esta forma, la película parece afirmar la existencia de un Dios extraído del Antiguo Testamento. Pero podría hacerse otra interpretación válida de acuerdo con una de las Leyes de Arthur C.Clarke, aquélla que reza: “Cualquier tecnología lo suficientemente avanzada es indistinguible de la magia“.
Básicamente, lo que nos dice “Señales del Futuro” es que los misteriosos individuos de pelo blanco que se le aparecen a Caleb son extraterrestres que, sabiendo que el fin de la Tierra está próximo, han estado enviando mensajes a ciertos individuos a lo largo de la Historia. El Libro de Ezequiel sería, por tanto, el resultado de uno de esos encuentros con los alienígenas. El Ezequiel histórico era, como Koestler, viudo, y hoy está considerado como uno de los profetas más específicos por su singular sistema organizativo: adjuntó fechas a sus predicciones (equivalentes a los números que transcribió Lucinda en la película).
La primera “visión” de Ezequiel fue la del Carro de Dios, un magnífico vehículo descrito como una “rueda dentro de una rueda” (Ezequiel 1:1-3:27). Este Carro divino era tirado por cuatro seres identificados por el profeta como Querubines. El propio Ezequiel fue reclutado como Centinela con la misión de registrar un inminente apocalipsis: la destrucción de Jerusalén. “Señales del Futuro” adopta los símbolos de la profecía, recontextualizándolos para nuestros tiempos científicos y seculares. El Carro no es aquí un vehículo divino sino una nave espacial enorme con una rueda dentro de otra rueda. Los cuatro Querubines son los cuatro alienígenas extraños. Ezekiel, Lucinda y, hasta cierto punto, el propio Koestler serían los Centinelas destinados a comprender y contemplar el desastre. Y en vez de ser una sola ciudad, es toda la Tierra la que fenece en una llama destructora causada no por la ira de Dios sino por un fenómeno astronómico.
En todo esto, no hay ni Dios ni Cristo, tan solo una especie alienígena muy avanzada que, mediante una tecnología que no podemos comprender, es capaz de ver simultáneamente el pasado, el presente y el futuro. Y ahí es donde entra en juego la mecánica cuántica que mencionaba antes. Algunos físicos modernos creen que no existe un pasado, un presente ni un futuro, sólo un eterno Ahora. Son nuestros cerebros los que establecen una conexión, enlazando un momento con el siguiente y fabricando con ellos una cronología o secuencia temporal.
Teniendo en cuenta esta teoría, asumamos que los alienígenas de la película son capaces de “ver” todas esas posibles iteraciones del presente; y que es gracias a ese sentido o capacidad que saben cómo, donde y cuándo mueren las personas, ocurren los desastres y los planetas resultan destruidos. En el contexto fantástico de la película, esta interpretación tiene tanto sentido como la intervención de Dios. Más incluso, porque en el Apocalipsis que destruye la Tierra en “Señales del Futuro” los creyentes no se salvan. El padre de John es un devoto cristiano y muere como todos los demás. Cristianos, judíos, musulmanes, budistas, agnósticos y ateos acaban fritos por el fenómeno solar. Los únicos “salvados” no son los creyentes de una u otra fe sino un puñado de niños inocentes que, podemos presumir, han nacido en el seno de familias que profesan todo tipo de fes o ninguna. Y no son transportados a un plano espiritual superior sino a un lejano planeta para que lo colonicen. Lo que se ve en la imagen final son lunas y planetas brillando en el cielo de un mundo nuevo, no las Puertas del Cielo ni coros celestiales.
Es cierto, también se ve a los niños correr por los prados de ese Edén alienígena dirigiéndose hacia un Árbol del Conocimiento, una escena que remite incontestablemente a Adán y Eva en el Paraíso. Pero si hemos admitido que Ezequiel escribió su libro a partir de las visiones transmitidas por los Querubines/Extraterrestres, éstos también le pasaron la imagen del futuro que aguardaba a la especie humana, un nuevo principio tras un final. Si no hay pasado ni futuro, sólo el eterno momento del “ahora”, entonces las raíces del mito de Adán y Eva, en el contexto de esta interpretación, podrían no ser históricas sino más bien una visión del futuro malinterpretada por la lente selectiva de la religión.
En resumen, que la idea de una especie alienígena capaz de ver y vivir simultáneamente en todo el espacio-tiempo, no implica necesariamente la existencia de un Dios Universal en el sentido cristiano. De hecho, si los extraterrestres tienen el poder de verlo todo y en todo momento, no hay necesidad de Dios; ellos podrían ser Dios dado que su tecnología es tan avanzada que para nosotros equivale a la magia… o el poder divino.
Cuando, antes de separarse, Koestler le dice a su hijo que estarán “juntos para siempre”, bien podría estar refiriéndose a su conexión genética, no a la existencia de Otra Vida en el sentido espiritual. De hecho, en ningún momento de la película se sugiere que Koestler, su padre o ningún terrícola vayan al Cielo o al Infierno tras el apocalipsis planetario. Lo que sí queda claro es que la especie humana sobrevivirá en su forma mortal en otro lugar y que al menos parte de ella descenderá de Koestler. La inmortalidad humana no tiene por qué consistir en la continuidad de la consciencia individual sino la transmisión de nuestros genes a nuestros hijos y de éstos a nuestros nietos y las generaciones venideras. Además, y esto sí en un plano, digamos, espiritual, Koestler seguirá vivo en la memoria de Caleb y Abby gracias, al menos en parte, al medallón que le entrega al final y en el que guarda su fotografía y la de su madre. Esas imágenes siempre recordarán a Caleb quiénes fueron sus padres y su memoria sobrevivirá a la muerte de la Tierra. Conservando el recuerdo de su padre (y transmitiéndoselo a sus hijos), Caleb y su padre, en cierto modo, seguirán juntos para siempre.
Para terminar el comentario respecto a esta interpretación no religiosa de “Señales del Futuro”, cabe decir que es más coherente con la trayectoria anterior de Alex Proyas. En “Dark City”, nos había mostrado a unos seres que no sólo podían manipular el tiempo y el espacio sino trasladar mentes/almas de un cuerpo a otro. Y, sin embargo, al final de esa película quedaba claro que tales “dioses” no eran sino alienígenas muy avanzados tecnológicamente que experimentaban con humanos. Como en “Señales del Futuro”, aquí se aplica la Ley de Clarke, subrayando que es el deseo humano de dotar de significado a los acontecimientos lo que nos lleva a la malinterpretación de los mismos y a la ilusión del determinismo. Los extraterrestres son tomados por dioses, demonios o ángeles simplemente porque están en posesión de una comprensión y dominio del universo de los que carecemos.
Pero más allá de esta posible reformulación en clave secular de la mitología cristiana, podemos aventurar que la intención última de los guionistas sea animarnos a reflexionar sobre cómo lidiamos con la única cosa segura de nuestra existencia: su inevitable final. ¿Cómo soportamos la certeza de que moriremos dejando solos a nuestros hijos para que creen un futuro del que nosotros ya no formaremos parte?
El científico, racionalista y ateo John Koestler hace tiempo que se alejó de su padre, un ministro de la iglesia que ha conjurado ese miedo con el convencimiento de que él y su esposa estarán juntos en el cielo después de su muerte. John carece de esa fe, probablemente demolida tras la pérdida de su esposa en un trágico accidente. Según lo ve, él y su hijo Caleb están solos en el mundo y dependen únicamente el uno del otro. Su única razón para perseverar es la creencia de que ambos estarán juntos para siempre. Pero, por supuesto, esto no va a suceder. Si la naturaleza sigue su curso, los padres fallecen y dejan solos a sus hijos. Y una vez que se revelan como ciertas las escalofriantes predicciones del apocalipsis, la película se convierte en una carrera imparable y cierta hacia el momento en que John y su hijo se separarán para siempre.
A Diana Wayland, su madre Lucinda le predijo desde niña la fecha de su muerte, que coincidía con la del apocalipsis. Irónicamente, muere no con la destrucción del planeta sino en un accidente de tráfico aparentemente aleatorio ese mismo día. No importa cómo morimos, sino que, inevitablemente, morimos.
Así que el mensaje final de la película no parece ser muy edificante o consolador por mucho que lo intenten endulzar con unos ángeles alienígenas que salvan niños. Por una parte, los acontecimientos cotidianos de nuestro mundo, sean deterministas o aleatorios es, en última instancia, de importancia sólo académica porque, de una u otra forma, nuestra muerte es ineludible. El viaje espiritual de John Koestler, que culmina con la comprensión y aceptación de esta terrible verdad, es el corazón de la película. Y, por otra parte, si hubiera efectivamente un propósito divino y aunque llegáramos a conocerlo, no nos serviría de nada porque de todos modos estamos condenados
Una película, en fin, que pretende adornar con los tropos de la CF (apocalipsis, alienígenas) un discurso filosófico y que empieza como un thriller para concluir como una alegoría religiosa o una reinterpretación secular de la mitología cristiana, según el enfoque que el espectador elija. Es digno de alabanza que el director sea fiel a la premisa básica hasta sus últimas y lógicas consecuencias. También hay que reconocer que plantea algunas cuestiones interesantes. El problema es que discutir sobre éstas es más interesante que ver la película propiamente dicha, lo cual no es buena señal, valga el juego de palabras.
“Señales del Futuro” no sólo exige del espectador una importante suspensión de la incredulidad sino un acto de fe. Y esto es pedir demasiado para lo que finalmente ofrece. Sólo M.Night Shyamalan es capaz de presentar historias tan ridículas como serias. Y aunque se agradeció ver a Proyas recobrar su ambición, también nos demuestró que la ambición y el logro son dos cosas muy diferentes.
¿Qué opinas de la tercera ley de Clarke? ¿Cómo funciona exactamente? ¿Hay otras obras que tengan como base aquella ley?
ResponderEliminarLa vi solo porque era de Proyas y porque me encantan algunas de sus películas, pero esta no es una de ellas.
ResponderEliminarSaludos,
J.