J.G.Ballard comparte con Jorge Luis Borges la distinción de haber sido ignorado por el comité de los Premios Nobel. Esto dice más sobre ese galardón galardones que sobre la calidad de estos sobresalientes autores de ficción corta. Puede que a Ballard se le conozca más por algunos de sus trabajos de mayor extensión, como “El Imperio del Sol” o “Crash”, pero es posible que donde más brille su imaginación sea en sus cuentos, evocadores, inolvidables y con una atmósfera que persiste en la memoria durante años y décadas. Ahora bien, su obra corta es difícil de clasificar. Hubo una época en la que podía utilizarse el término “fantasía” para categorizarla tanto como a la de Borges, pero quizá hoy no sea la definición adecuada, sobre todo por las asociaciones que habitualmente trae a la mente esa palabra (hechos sobrenaturales, ambientación medieval, protagonismo de la naturaleza, magia…).
A Ballard también se le ha descrito como un autor de CF, y esa puede ser la razón por la que los Premios Nobel no le hayan considerado siquiera para nominarlo. Sin embargo, sus historias sólo se sirven de los temas y tropos del género para crear una atmósfera distópica, una realidad que podría ser, pero nunca será. A menudo, los mundos que imagina están vacíos de gente, en contraposición con los claustrofóbicos entornos urbanos modernos, donde es difícil escapar de las multitudes. Nuestro mundo se acerca peligrosamente al caos ruidoso que, como vamos a ver, imaginó Ballard para algunas de sus primeras historias.
Como también es el caso de Borges, lo que importa realmente en las ficciones de Ballard es el viaje, no tanto el destino. El poder de su estilo no reside tanto en su lenguaje, que es sencillo y directo, como en su imaginación. Su lector no alberga dudas acerca de si tal persona o lugar son reales o no; tampoco se le exige que lo crea (con Borges, uno nunca está del todo seguro). Lo que Ballard le pide es que se deje empapar por sus desasosegantes paisajes, urbanos o naturales.
El debut literario de Ballard fue doble. El primer cuento que vendió fue “Escape”, una historia sobre un hombre desincronizado con el Tiempo, publicado en “New Worlds” en diciembre de 1956. Aquel mismo mes, “Science Fantasy” incluyó en sus páginas el primer relato que escribiera: “Prima Belladonna”, la primera de varias historias que ambientaría en el mundo ficticio de Vermilion Sands. Ballard fue instantánamente reconocido como un talento creativo. Le fascinaba la mente y su funcionamiento, y aunque la psicología ya tenía la suficiente pátina de ciencia como para poder clasificar a estas historias de CF, lo que él estaba escribiendo era una nueva forma de literatura de terror en la que el monstruo era la sociedad.
Inicialmente, Ballard quiso formar parte de la escudería de escritores de “Galaxy Science Fiction”. Prefería el ingenio, estilo y heterodoxia de esa revista frente a la creciente ranciedumbre –o al menos así lo interpretaban muchos escritores de su generación- de la otrora admirada “Astounding Science Fiction” de John W.Campbell. Sin embargo, su comprador habitual fue John Carnell, editor de las revistas “New Worlds” y “Science Fantasy”. Ballard consideraba a Carnell “un hombre agradable, sensible e inteligente, cuya mente se encontraba por encima de todas las mezquindades del mundillo de la CF. Creo que supo ver qué quería decir yo desde el principio y me animó a seguir escribiendo a mi manera”.
En 1959, Ballard comentaría sobre la CF: “Lo que me interesa en particular de la CF es la oportunidad de experimentar con ideas científicas o psicoliterarias que tienen poca o ninguna conexión con el mundo de ficción, tales como, por ejemplo, los sueños codificados o las zonas temporales. Pero igual que los psicólogos están ahora elaborando modelos de neurosis de ansiedad y síndromes de abstinencia en forma de diagramas verbales, yo veo una buena historia de CF como modelo de una imagen psíquica, la verdad de la cual le da a la historia su mérito”.
Sus mejores cuentos de estos sus primeros años como escritor, en los que ya puede encontrarse su filosofía y estilo, aparecieron compilados en “Bilenio”, selección en la que están incluidas tres obras excepcionales: “Bilenio”, “Ciudad Concentración” y “Cronópolis”, todas ellas ambientadas en entornos urbanos decadentes y opresivos. Poco después, esa atmósfera envolvente que resulta difícil de olvidar la trasladaría también a su ciclo de novelas postapocalípticas.
“Bilenio” (1961) aborda el tema de la superpoblación, la corrupción, la parálisis social, la libertad y la resignación. La población mundial ha alcanzado los 20.000 millones de personas y el espacio vital disponible es mínimo o nulo. Las ciudades están repletas de gente que vive hacinada en unas condiciones que hoy consideraríamos inhumanas: cuatro metros cuadrados por persona. Incluso las calles están tan atiborradas que cruzar una simple avenida ya supone toda una hazaña y volver a la propia residencia tras una simple gestión puede llevar hasta días. Los propietarios de inmuebles, por su parte, tienden a respetar escrupulosamente la legislación vigente, aun cuando ésta sea claramente ilógica e inadecuada para la situación que se vive. Leyes promulgadas, además, por una autoridad que oculta deliberadamente las auténticas cifras de la población para no aumentar todavía más el descontento y la alarma, lo que sugiere cierto grado de corrupción en los estamentos del poder.
El tema de la parálisis se simboliza en momentos como cuando Ward y Rossiter, los dos amigos protagonistas, se ven obligados a desplazarse lentamente debido a las masas de gente que ocupan las calles. Ocurre o mismo con los movimientos que Ward puede permitirse, no sólo en su cubículo inicial sino también en la amplia habitación que él y Rossiter descubren oculta en su apartamento recién alquilado, una reliquia olvidada de tiempos menos restrictivos. Con un espacio vital tan limitado, en ningún momento el lector tiene la sensación de que Ward disponga de libertad alguna, ni en sus movimientos ni en su forma de vivir o incluso pensar. Ballard podría estar así sugiriendo que uno de los precios a pagar por la población descontrolada es la pérdida de libertad personal. Ward casi nunca deja su cubículo salvo para trabajar. ¿Dónde podría ir estando las calles y los establecimientos absolutamente colapsados? A lo único a lo que parecen dedicar su tiempo libre los personajes es a escudriñar los anuncios clasificados en busca de alguna morada ligeramente más grande que la que tengan en ese momento.
Y no es sólo Ward quien carece de libertad. Rossiter, que se ve obligado a compartir habitación con aquél, está en una situación similar, como también todos aquellos que se van mudando con los dos amigos progresivamente. Al final, el cómodo espacio que habían descubierto Ward y Rossiter termina compartimentado en cubículos tan diminutos como aquellos de los que todos procedían. Lo que debería haber sido una experiencia satisfactoria –trasladarse a una habitación mucho más amplia- acaba convertida para Ward en una pesadilla por entregas.
El constante traslado de los personajes de una habitación a otra sugiere que en ese futuro la gente se halla en una perpetua transición. No tienen la oportunidad de establecerse de forma previsiblemente permanente en un lugar y, por tanto, de hacer planes a medio plazo. Por otra parte y en una nueva muestra de ceguera voluntaria de las autoridades, el número mínimo de niños que puede tener una pareja es de tres, algo ridículo considerando la incapacidad del sistema para proporcionar cobijo a la población ya existente. Lo único que el gobierno parece saber hacer es ir reduciendo progresivamente el espacio legal para cada individuo conforme la población aumenta. El resultado de esta pesadilla maltusiana sólo puede ser el caos.
Sin embargo, todos los personajes de la historia aceptan su carga con resignación, especialmente Ward. Podría haberse negado a acoger a más personas en la habitación secreta, pero elige lo contrario. La consecuencia es la renuncia a su libertad y más sufrimiento. Aunque el suyo fuera un caso de altruismo, el precio que paga es excesivo. Él y Rossiter habían encontrado fortuitamente una oportunidad que nunca volverán a tener: vivir con mayor amplitud y mantenerlo en secreto. Pero Ward, a petición de su amigo, accede a cobijar a cada vez más gente, lo que vuelve a dejarlo en una situación de parálisis física y vital. Quizá ambos eran almas generosas que no deseaban ver sufrir al prójimo, pero lo cierto es que su decisión no deja de ser una réplica individual y voluntaria de la estrategia oficial del gobierno: encajar a cada vez más personas en cada vez menor espacio.
Desde los años 50 y cada vez con mayor énfasis, la CF había ido haciéndose eco de la preocupación que estaba extendiéndose, primero entre los expertos y luego a una parte ilustrada de la sociedad, respecto a las consecuencias que podrían derivarse de un aumento descontrolado de la población del planeta. Ballard se hizo eco de ello en varios cuentos y desde diversos puntos de vista. Si “Bilenio” pretendía mostrar –hiperbolizado, como buena sátira que es- cómo la superpoblación podría afectar al espacio físico y libertad personales, “Cronópolis” (1960) explora cómo el aumento de población podría llevar a una forzada esclavitud del tiempo y, de ahí, a una revolución y una posterior decadencia.
La historia, quizá la mejor de la compilación, comienza con el protagonista, Conrad Newman, aguardando su juicio en la cárcel. En esos meses de espera, ha fabricado un tosco reloj de sol que le permite anticiparse a los movimientos y rutinas de guardias e internos. Cuando piensa que tras el juicio pueden trasladarle a una celda sin la adecuada luz solar y donde, por tanto, no podrá utiizar el primitivo dispositivo, cree que se volverá loco. Es evidente que Conrad está obsesionado con el tiempo y, también, que en esa prisión no hay relojes de ningún tipo.
La narración salta entonces a la infancia de Conrad, cuando era un niño fascinado por esas torres con círculos blancos divididos en doce intervalos. Su madre le dijo que eran “sólo signos” sin significado, “como estrellas o anillos”. Un día, cuando su padre le sorprende llevando el viejo reloj de pulsera de su madre, rápidamente se lo quita: “Lo siento hijo (…) Te lo explicaré todo en un par de años”. Pero eso no hace sino atizar la curiosidad de Conrad. Todos los relojes que encuentra son siempre viejos y carecen de mecanismo, pero al final, por casualidad, cae en sus manos uno que sí funciona. Lo lleva siempre en secreto y su eficacia a la hora de organizar su tiempo en las actividades cotidianas aumenta considerablemente.
Pero un día, su profesor de inglés le descubre y accede a revelarle la verdadera historia tras la ilegalidad de los relojes en la sociedad en la que viven. Ambos emprenden un viaje en coche hacia las afueras de la gigantesca ciudad donde residen, atravesando barrios cada vez más complejos y urbanística y arquitectónicamente más sofisticados al tiempo que abandonados por completo. En su día, estos sectores de la ciudad eran el núcleo de la misma, regiones tan superpobladas que ni las infraestructuras ni los servicios eran ya capaces de atender simultáneamente las necesidades de parte de la población: los medios de transporte no podían llevar al trabajo a millones de personas todos los días a la misma hora, ni había energía suficiente como para que todos quienes lo desearan encendieran todos los días la televisión a la misma hora por la noche.
La solución que encontraron las autoridades fue la de dividir a la población en categorías profesionales y asignar a cada una de ellas días y horarios muy concretos para cada actividad imaginable, desde trabajar a ir a la peluquería; horarios, además, que iban cambiando de semana en semana para asegurar igualdad de oportunidades a todo el mundo. El resultado fue una esclavitud del reloj todavía peor que los trastornos causados por la superpoblación. Estalló una revolución contra este control y la consiguiente pérdida de libertad, convirtiendo a los relojes a partir de ese momento en un signo de opresión y estableciendo la Policía del Tiempo no sólo para encontrar y destruir todos los relojes, públicos o privados, sino para arrestar por reaccionario a cualquiera que pretendiera utilizarlos. Sin la ayuda de los relojes para dividir el tiempo y coordinar los esfuerzos de esa sociedad, las fábricas ya no podían operar y comenzó una decadencia que llevó a los cada vez menos abundantes ciudadanos a abandonar el centro de la ciudad y dirigirse hacia el pasado, esto es, hacia los anillos periféricos y menos urbanizados de la misma.
El estilo de Ballard es eficaz y evocador pero sin caer en el simbolismo y prosa barroca que pronto caracterizaría algunas de sus novelas. Tratándose de un cuento, no podemos esperar demasiado desarrollo de personajes: se nos cuenta lo que hacen pero no se profundiza en lo que sienten. Todo lo que sabemos de Conrad es que está obsesionado con el tiempo y el orden. La trama se plantea y desarrolla de la forma críptica que solía utilizar Ballard en estos cuentos primerizos pero al tiempo ya plenamente maduros.
En las propias palabras de Ballard, estas historias representaban un “presente visionario”, un término que también podría aplicarse a casi todas sus novelas. En el caso de “Cronópolis”, lo que explora es la psicología social y, en concreto, un tema que no ha perdido vigencia: la obsesión por el Tiempo y cómo éste condiciona y controla nuestras vidas. De hecho, no parece escrita hace más de sesenta años. Como en el caso de “Bilenio”, Ballard ironiza y exagera hasta el absurdo una situación real para que podamos ver más claramente las posibles consecuencias derivadas de la misma, como si al hinchar un globo, se convirtiera en una gran mancha lo que no era inicialmente más que un invisible punto de tinta. Y, sin embargo, no es una historia de blancos y negros. Ciertamente, los miembros de esa sociedad acabaron sometidos a la tiranía inhumana del reloj, pero también fue una forma de producir más y mantener con más comodidades materiales a diez veces más población. La eliminación de la medida del tiempo conllevó inmediatamente un empeoramiento de las condiciones de vida y una decadencia colectiva. Ser puntual está considerado una muestra de respeto y buena educación, pero es fácil subestimar lo valioso que ello es en realidad cuando se extrapola a toda la sociedad.
(Finaliza en la siguiente entrada)
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