(Viene de la entrada anterior)
Tras haberse enfrentado a la fuerza elemental de los huracanes y experimentado un reencuentro con su propio pasado, Yoko ansía visitar a sus amigos vineanos. “La Luz de Ixo” (1980) será su tercer viaje al planeta de éstos, pero no va a ser una simple estancia de placer, porque Khâny los embarca enseguida en un viaje de exploración del sistema solar vineano con el fin de desentrañar un misterio.
Ixo, uno de los satélites de un planeta gaseoso del sistema, fue utilizado como vertedero de residuos enormemente tóxicos de la civilización vineana antes de la caída de ésta dos millones de años atrás a raíz de los cataclismos que se narraron en “El Trío de lo Extraño”. Desde que los vineanos “terrestres” regresaron a su planeta en “Los Tres Soles de Vinea”, han venido observando un extraño fenómeno en Ixo: cada cinco años, aparece una emisión luminosa cerca de las instalaciones de almacenamiento de residuos.
Y hacia allí va una nave vineana, entre cuya tripulación viajan Khâny, Poky, Yoko, Vic y Paul. Cuando llegan a su destino, descubren señales de ocupación reciente del complejo y apenas escapan del ataque de un gran robot de mantenimiento, inexplicablemente todavía operativo. Mientras Vic regresa a la base principal que han establecido los expedicionarios para buscar refuerzos, Yoko y Khâny se refugian en un extraño santuario en el que una compleja instalación canaliza rayos de luz cargados con moléculas de oxígeno. Resulta que quienes operan ahora esas instalaciones son de raza vineana, exiliados hace mucho tiempo del planeta madre y asentados en Shyra, un conjunto de restos rocosos en órbita baja de una estrella moribunda.
Su supervivencia depende de su capacidad para transferir energía y materia desde Ixo en forma de luz reflejada por un enorme espejo excavado en el hielo de su superficie. La alineación precisa entre Ixo y Shyra se produce sólo una vez cada cinco años, que es el tiempo del que disponen los equipos de operarios e ingenieros para reparar el espejo, ya que la transmisión de tanta energía en un periodo tan corto lo deteriora rápidamente. Y no es un trabajo fácil: no solamente supone pasar mucho tiempo lejos de su hogar, sino que las condiciones ambientales de Ixo son extremadamente hostiles y, por si fuera poco, hay que extraer la energía de los residuos altamente peligrosos allí abandonados.
Con el fin de convencer a los más jóvenes y fuertes de Shyra para acceder de buen grado a esa misión, se revistió a ésta de un aura religiosa, creando un culto que con el tiempo ha degenerado en fanatismo. La intrusión de Yoko y Khâny desencadenará un conflicto entre los líderes xenófobos de este equipo de extracción energética: Sikan, un fanático hambriento de poder, y Myrka, una científica racional pero celosa de Yoko.
Leloup hace, como de costumbre, un excelente trabajo en la ambientación y tecnología, bebiendo del legado de películas como “Planeta Prohibido” (1956) o “2001: Una Odisea del Espacio” (1968). El congelado relieve de Ixo, el entorno industrial del vertedero tóxico, las máquinas y robots, las naves, la ciudad de Shyra… Todo tiene un aspecto plausible al tiempo que hermoso. Gracias a la experiencia acumulada en los diez años que ya llevaba realizando la serie, Leloup es capaz a estas alturas de diseñar visualmente el universo vineano con la suficiente coherencia interna como para “leer entre líneas” e introducir sutiles diferencias en el diseño tecnológico entre las dos facciones vineanas. Tanto los procedentes de Vinea como los de Shyra son físicamente iguales, pero su arquitectura difiere y refleja los valores de sus respectivas sociedades. En el caso de Vinea, es un diseño utilitarista y racional, mientras que en Shyra, como puede verse en el edificio de cualidades casi catedralicias que visita Yoko, prima la apariencia, el peso de las tradiciones y la evocación de un sentimiento religioso.
El problema en el apartado gráfico, como suele ser ya la norma en la serie, reside en los personajes. Todos los vineanos parecen iguales, de la misma edad y prácticamente mismas facciones, lo que en demasiadas ocasiones, cuando interaccionan unos con otros, contribuye a la confusión sobre su identidad. A ello se añade el acartonamiento facial que a estas alturas ya parece un defecto irresoluble del dibujo de Leloup, restando una parte considerable de carga emocional a la historia y dificultando la identificación del lector con los personajes.
Ya apunté en el álbum anterior, “La Hija del Viento”, que Leloup abordaba allí algunos temas sorprendentemente oscuros para una serie de aventuras juvenil, como la muerte del mentor de la protagonista, la turbia guerra encubierta que libraba su padre, las pistas y detalles que apuntaban a una infancia carente de cariño y apoyo filial… Eran el signo de que los tiempos estaban cambiando en la revista “Spirou”. Lo mismo sucede aquí. Yoko ha de enfrentarse a un mundo xenófobo y cerrado sobre sí mismo, cuya existencia está siempre al filo de la navaja y que debe realizar duros sacrificios sólo para sobrevivir. Es la fe religiosa donde ese pueblo ha encontrado la voluntad para salir adelante en un entorno extremo. Pero, al mismo tiempo, esa fe ha conformado una sociedad intolerante, fosilizada, reacia a las desviaciones de la norma y proclive a generar personalidades tan fuertes como monstruosas.
Los vineanos no son ajenos a las luchas por el poder, la influencia de la religión y los gobiernos opresores. De hecho, los habitantes de Shyra fueron en origen exiliados políticos de Vinea y, con el tiempo, han acabado instaurando un régimen todavía más duro que aquél del que huyeron muchos siglos atrás. Es el suyo un sistema podrido por el uso de la religión como arma para obtener poder, que Yoko consigue agrietar más por suerte que por estrategia. Sí, en el último momento todo termina bien, el villano es castigado, las animadversiones limadas y las relaciones entre Vinea y Shyra restauradas; pero aunque Yoko sonría al término de la historia, no se puede sino sentir cierto sentimiento agridulce. Y es que el triunfo del sentido común y la apertura de mente en una sociedad tan fosilizada como la de Shyra no parece el desenlace más creíble.
Pero como ya he comentado en varias ocasiones en entradas anteriores, hay que abordar este comic como lo que siempre ha pretendido ser: una historia que, aunque puede ser disfrutada por lectores de todas las edades, tiene como público prioritario al juvenil; y Leloup no tenía la inclinación ni -aunque así lo hubiera querido- el visto bueno del editor para llevar la situación hasta sus últimas y quizá más verosímiles consecuencias, como una guerra sagrada o una revuelta por parte de los oprimidos habitantes de Shyra contra sus ultrareligiosos amos.
Pero más allá de mantener el guion a un nivel poco conflictivo, nos encontramos con unos vineanos, independientemente de su lugar de origen, demasiado “humanos”. Sí, hay diferencias entre los que han regresado a su planeta natal desde la Tierra y los que se establecieron en Shyra, pero todos ellos parecen tener las mismas debilidades, inclinaciones e incluso instituciones y organización social que los terrícolas. En este sentido, no hay un gran trabajo creativo a la hora de imaginar especies alienígenas cuya cultura difiera realmente de la nuestra.
El principal problema de “La Luz de Ixo”, no obstante, es que Leloup quiso contar una historia demasiado compleja con las limitaciones de un formato de 48 páginas: un conflicto interplanetario por una parte y otro intestino por el poder por otra; los peligros de una ciega sumisión a una jerarquía religiosa; la deliberada instrumentalización de la fe para conseguir que los fieles se sacrifiquen en pro del beneficio colectivo; la corrupción del poder; el problema de los residuos peligrosos; los prejuicios reinantes entre culturas diferentes pero en el fondo integradas por individuos muy parecidos; la involución de la ciencia hacia el misticismo…
Demasiado ambicioso para un formato tan breve. La consecuencia es que tanto los temas que aborda la historia como los personajes que la pueblan se quedan sin desarrollar y el conjunto transmite la sensación de algo apresurado y a medio cocinar. Por ejemplo, la desconfianza mutua entre Vinea y Shyra se desvanece rápidamente sin justificación suficiente; no se explica adecuadamente el origen de los exiliados vineanos ni ese culto religioso que tanta importancia tiene para ellos; y el desenlace remite a una continuación que nunca llegó a verse. Todo lo cual es una lástima porque las tensiones entre ambos mundos, tan diferentes aun perteneciendo a la misma especie, podrían haber aportado material para interesantes conflictos, con dos mujeres fuertes como la amable y racional Khâny y la terca y agresiva Myrrka liderando cada facción.
Llegados a este punto, además, afloran las limitaciones de las historias vineanas de la serie: en lugar de ir tejiendo una gran space opera en torno, por ejemplo, a la búsqueda y destino de las naves perdidas que escaparon del cataclismo que sufrió Vinea, Leloup se conforma con historias autoconclusivas cortadas por un patrón similar: una comunidad aislada luchando contra la hostilidad del entorno, aspirantes a dictadores o maquinadores insidiosos, y Yoko desactivando un conflicto explosivo entre bandos enfrentados utilizando su inteligencia, generosidad, confianza en sí misma y convicción de que siempre puede encontrarse una solución pacífica.
Hay otros fallos que tienen que ver con la lógica interna de la serie. Por ejemplo, el tiempo transcurrido entre las dos últimas visitas de Yoko no ha podido ser mayor que unos cuantos meses, quizá unos pocos años. Y, sin embargo, los vineanos han realizado un trabajo de reasentamiento en Vinea que parece desproporcionadamente amplio para ese periodo. El viaje de la Tierra a Vinea dura 6 meses, lo que significa que cada visita de Yoko y sus amigos se prolonga más de un año. Por mucho que el trayecto lo pasen en hibernación, ¿cómo se justifica su ausencia de la Tierra? ¿Qué pasa con sus vidas allí? Es más, dado que Khâny les dice que han detectado ciclos de cinco años para la aparición del fenómeno luminoso en Ixo, puede deducirse que llevan allí asentados un mínimo de diez o quince años para haber confirmado la periodicidad de aquél. Si es así, el tiempo no parece haber pasado en absoluto para los protagonistas. En una serie más, digamos, juvenil o ligera, este tipo de detalles podrían soslayarse, pero en una como “Yoko Tsuno”, tan realista en muchos aspectos, llaman la atención.
A pesar de los intentos de Leloup de revestir a la historia de una apariencia de ciencia ficción dura, hay demasiados errores como para que tal propósito culmine con éxito y, de hecho, éstos hacen que la narración resulte confusa en ocasiones. Por ejemplo, habida cuenta de lo avanzado de la tecnología vineana, ¿cómo es posible que no hubieran detectado vida en Shyra? El equipo que se encuentra en Ixo ha estado emitiendo luz y oxígeno en dirección a una estrella colapsada del mismo sistema solar, una actividad que no hubiera podido pasarles desapercibida. ¿No fueron siquiera capaces de, antes de mandar una nave tripulada a investigar, llevar a cabo alguna observación remota con sondas? El propósito de la costosa y arriesgada operación que los técnicos de Shyra llevan a cabo periódicamente en Ixo tampoco está justificado porque si cuentan con la tecnología para llevarla a cabo, sin duda pueden extraer el oxígeno que necesitan de la estrella que tienen prácticamente bajo sus pies. Tampoco la geografía estelar y la dinámica planetaria de ese sistema está lo suficientemente bien descrita como para entender claramente lo que sucede y por qué.
En casi todos los álbumes he comentado el escaso papel que desempeñan Vic y Pol en las aventuras de Yoko, pero en este volumen su irrelevancia se hace todavía más aguda. La serie, persiguiendo la defensa de las mujeres fuertes en el comic de aventuras ha traspasado un límite feminista en el que prácticamente todos los personajes de peso son mujeres, quedando los varones relegados a figurantes intercambiables o villanos.
Tras cuatro aventuras consecutivas de gran calidad, “La Luz de Ixo” se antoja un paso atrás. Sin ser una historia aburrida, sí se antoja forzada, incompleta y punteada de considerables agujeros de guion. Es posible que el propio Leloup se diera cuenta de que no había sido esta una de sus mejores aportaciones a la serie porque a pesar de las promesas finales a Yoko de que un día podría visitar la ciudad de Shyra, no volvió a mencionar nunca más esa colonia vineana. Es más, la alternancia que hasta ese momento había seguido la serie -una aventura en la Tierra y otra con los vineanos- se quiebra aquí, como si el autor hubiera tomado conciencia de estar repitiendo una y otra vez el mismo esquema. De las doce aventuras siguientes, solo tres estarán relacionadas con los vineanos.
Ya de vuelta en la Tierra, “La Espiral del Tiempo” transcurre en Borneo, donde Yoko acude para visitar la plantación de su primo Izumi y revivir momentos felices de su infancia. Vic y Pol le han acompañado, puesto que Izumi les ha contratado para señalizar las especies arbóreas de su territorio utilizando fotografía aérea. Mientras visita en solitario las ruinas de un templo cercano a lomos de elefante, Yoko contempla a dos individuos instalar un artefacto en los terrenos adyacentes para, al poco tiempo, materializarse una extraña máquina, de la que surge una adolescente. Se produce una discusión y un forcejeo y Yoko irrumpe para ayudar a la muchacha, herida por el disparo de uno de ellos quien, sorpresivamente, se desvanece en un destello de luz.
Mientras Yoko la cura, la chica le cuenta su historia: se llama Monya, tiene catorce años y procede del siglo XXIX. En su época y a resultas de una guerra, la Tierra ha quedado inhabitable. De hecho, ella es la única terrícola con vida. Siendo niña y con todo el planeta ya muerto, su madre la envió desde una de las ciudades espaciales para que se reuniera con su padre, un científico que trabajaba en una estación orbital en un proyecto de máquina del tiempo. Durante años, él la instruyó para que, llegado el momento de su muerte, viajara al pasado y cumpliera su misión: encontrar a Stephen Webbs, el inventor de la bomba de antimateria que aniquilará la Tierra en el futuro, y tratar de convencerle para que no prosiga sus investigaciones. Si no puede hacerlo, deberá matarlo.
Yoko se lleva a Monya a la residencia de su primo y allí comparte su descubrimiento con éste, Vic y Pol. Averiguan que Webbs está realizando experimentos en una base de telecomunicaciones instalada en la Montaña del Dragón, en la isla de Sulawesi, así que hacia allí se dirigen a la mañana siguiente en dos helicópteros sin tener claro lo que van a encontrar ni qué hacer. Consiguen ver a Webbs, que les informa de que el lugar era una antigua fortaleza japonesa durante la Segunda Guerra Mundial, en la que el ejército construyó un primitivo acelerador de partículas.
Se trata éste de un guion sorprendentemente denso en cuanto a trama. Suceden muchas cosas y no quiero estropear la lectura de quien aún no lo conozca, pero baste decir que Yoko viajará al pasado, a 1943, para encontrarse con su tío abuelo, entonces el coronel a cargo de las instalaciones, e intentar convencerle del peligro de lo que allí está sucediendo. Además de las esperables paradojas temporales, Leloup incluso encuentra la forma –un tanto forzadamente, en mi opinión- de insertar en la intriga una monstruosa criatura alienígena de tufillo lovecraftiano.
Este álbum introduce en la serie otro concepto de CF: el viaje en el Tiempo, un subgénero siempre peliagudo. Leloup, sin embargo, consigue sacar adelante una historia complicada con dos tipos diferentes de paradojas temporales sin detenerse demasiado en los detalles que tan a menudo tienden a confundir al lector o hacerle levantar las cejas con incredulidad.
Así, en el viaje hacia el pasado de Yoko, Leloup recurre en primer lugar al principio de autoconsistencia de Novikov: su presencia en 1943 influye en ciertos eventos que tendrán efecto sobre ella misma en el futuro, como la elección de su nombre por su madre; o las dificultades que su tío mencionaría en las cartas a su esposa y que Yoko encontraría en su presente, proporcionándole la pista de a qué momento concreto del pasado trasladarse. En este sentido, todo lo que hace Yoko en el pasado estaba ya determinado, ya había sucedido. El pasado no puede cambiarse.
Pero, por otra parte, cuando al final Yoko pregunta a Monya si regresará a su tiempo –puesto que, al haber conjurado la amenaza de la bomba de antimateria, es de suponer que la Tierra del siglo XXIX seguirá estando habitada por los humanos-, la muchacha le dice que prefiere quedarse en el presente porque es peligroso viajar a un futuro desconocido. Leloup introduce aquí la hipótesis de los universos paralelos. Dado que han cambiado el presente, el futuro de Monya ha dejado de ser accesible en la nueva línea temporal. Para ella, viajar al nuevo futuro sería ir a un mundo tan desconocido como el pasado. Es por tanto ésta una aproximación interesante al viaje temporal, escogiendo diferentes paradojas según la dirección en la que se viaje en el Tiempo.
Pero “La Espiral del Tiempo” es también una entrega interesante por hacer de sus protagonistas a dos mujeres no caucásicas. Ya mencionamos la novedosa iniciativa que había tenido Leloup diez años antes al convertir a una japonesa en heroína titular de su propia serie. Ahora introduce a Monya, que no sólo es otra joven brillante y valiente, sino que tiene la tez oscura. Aunque su etnia concreta, debido al esquematismo gráfico de Leloup en lo que a figuras se refiere, no queda clara, dado que su padre y otros supervivientes del futuro apocalipsis del siglo XXIX son también de piel ligeramente oscura, es probable que la intención fuera la de apuntar a que en el futuro y en base a la mayor movilidad de la población, los humanos tendrían rasgos mixtos de diferentes razas. Por el contrario, los hombres, blancos y europeos, quedan relegados al margen de la historia como meros secundarios (si bien en esta ocasión Vic y Pol sí toman parte algo más activa en la historia).
No sólo fue esta una idea vanguardista para un comic francobelga sino que Leloup supo presentarla de forma tan natural que los lectores se sumergían en la historia inmediatamente sin siquiera darse cuenta de ello. En ningún momento se recuerda o subraya el sexo o raza de las protagonistas ni da la sensación de que tal inclusión obedezca a una corrección política o ánimo polemista. El éxito y longevidad de Yoko Tsuno en Europa demuestra que la tradicional elección de un héroe masculino y caucásico para una serie de comics ha pasado a ser innecesaria; y que desde los años ochenta, si el autor es imaginativo y eficaz, los lectores varones no tendrán inconveniente en acoger favorablemente a una mujer como aventurera nominal de su propia colección.
En la página 4, Yoko se reencuentra con una vieja amiga de la infancia: un bajorrelieve del templo que representa a una apsara, una ninfa acuática de la mitología hindú. Ese breve momento no aparenta ser más que un toque de exotismo local, algo para subrayar la quietud y belleza del lugar aprovechando la documentación gráfica que el propio Leloup recogió cuando viajó a Bali. Probablemente así fue en ese momento, pero el autor no sabía que esa bailarina acabaría convirtiéndose en la excusa para la segunda gran aventura temporal de Yoko y Monya, “La Mañana del Mundo” (1988). Con los personajes secundarios ya bien definidos, este tipo de sutiles enlaces contribuyen a dar cohesión a la serie de un álbum a otro.
(Continúa en la siguiente entrada)
Cada entrega es más madura, el tema de la religión, creencias, prejuicios da para mucho. Gracias por la reseña
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