domingo, 28 de junio de 2015

1970- LABERINTO DE MUERTE - Philip K.Dick





El brillante e iconoclasta Philip K.Dick fue un escritor que vivió siempre al límite, incluido el financiero. Empujado por necesidades pecuniarias escribía a un ritmo enloquecido e incluso desordenado. Pero algo maravilloso sucedía cuando su retorcida imaginación se transfería a las páginas escondidas tras las llamativas portadas pulp: cobraba forma una nueva y sugerente ciencia ficción, mezclando temas propios de ese género con la temática detectivesca y elementos y reflexiones muy personales sobre la naturaleza de la realidad, la religión y el poder de la mente. Y lo hacía mediante retorcidos argumentos que empujaban al lector en un accidentado viaje desde la realidad a la “auténtica realidad” o, en casos extremos, de ésta a una “realidad alternativa” paranoide. “Laberinto de Muerte” es uno de ellos, una novela casi insoportablemente oscura, poblada de personajes antipáticos y en la que, cuando el lector cree que empieza a entender algo, todo se vuelve más nihilista y caótico.



Aunque “Laberinto de Muerte” se publicó en 1970, Dick la escribió un par de años antes, más o menos cuando “Ubik” salió a la venta. No es por tanto extraño que ambas compartan temas, pero en el primer caso la trama es menos compleja y, además, Dick dedica más tiempo a perfilar los detalles del mundo donde transcurre la acción, añade un marco teológico y una historia del futuro de la Tierra y la exploración espacial, y construye personajes más sólidos que los que normalmente pueblan sus novelas.

Un pequeño grupo de catorce colonos espera en Delmak-O, un remoto planeta alienígena, alejado de las rutas espaciales y a primera vista desprovisto de vida inteligente. Han llegado allí a bordo de naves capaces de realizar sólo el viaje de ida, por lo que no podrán salir de ese mundo sin ayuda exterior. Aunque la misión parece ser la de iniciar la colonización del planeta, en realidad ninguno sabe exactamente cuál será su tarea allí y a qué están esperando para comenzarla. Todos creen que tan pronto como lleguen los últimos colonos, descubrirán de alguna forma el propósito que les ha reunido.

Sin embargo, todo parece rodeado de un aura invisible de irrealidad. El satélite orbital de comunicaciones que debería informarles de la misión se avería y el grupo, aquejado de una inexplicable pasividad e indiferencia hacia los demás, demuestra ser incapaz de elegir un líder.

Los dos últimos colonos en llegar, Talltree y Morley, sirven como nexo inicial del lector con la trama. Pero esa ilusión no dura mucho, porque antes de que transcurra una cuarta parte del relato Talltree es asesinado. Esto ya da una idea del tipo de novela que Dick está escribiendo: los personajes no son lo que más le importa. Y es que Talltree es el primero en morir, pero ni mucho menos el último. Al estilo de “Diez Negritos”, uno tras otro, varios miembros del grupo van siendo encontrados asesinados de extrañas formas. Al principio creen que el responsable es algún tipo de criatura nativa del planeta, pero pronto la paranoia se instala entre ellos y empiezan a sospechar unos de otros. Conforme avanza la trama, el lector empieza a sospechar que tras el decorado que nos ofrece Dick, se esconden los designios de una oscura fuerza metafísica…

Dick fue un escritor cuya obra fue atravesando diferentes periodos. En el último de ellos, que empezó en 1974, Dick comenzó a creer que estaba siendo contactado por una entidad a la que llamó VALIS –“Vast Active Living Intelligence System”- y también que vivía simultáneamente en la actualidad y en la Roma imperial del siglo I de nuestra era o, posteriormente, que había sido poseído por el espíritu del profeta bíblico Elías. Empezó a llevar un diario (años más tarde publicado bajo el
título de “La Exégesis de Philip K.Dick”) en el que vertió más de un millón de palabras, desgranando una paranoide teoría de la realidad y la ilusión que trasladó después a una trilogía de novelas en la que aparecía el mismo como protagonista principal. Se cree que la explicación de estas visiones pueda estar en el consumo de drogas y en una serie de ataques epilépticos.

Pero antes de todo eso, Dick pasó por un periodo, digamos, de transición, en el que los temas que dominarían obsesivamente sus años finales empiezan a manifestarse claramente en su obra: el gnosticismo, la metafísica y la estructura y función de la religión.

Dick ya había abordado en otras novelas más o menos contemporáneas (“Ubik”, “¿Sueñan los Androides con Ovejas Eléctricas?”…) conceptos religiosos, pero esta es la primera vez que trata de unificarlos en un sistema coherente. En este sentido, el autor no engaña cuando en el prólogo deja bien claro lo siguiente: “El marco teológico de esta novela no coincide con el de ninguna religión conocida. Se basa en el intento que realizamos William Sarill y yo de desarrollar un sistema abstracto y lógico de pensamiento religioso a partir del postulado arbitrario de que Dios existe”.

Como todo en Dick, su aproximación a la religión no es sencilla. En su mundo de teología empírica, las manifestaciones y entes metafísicos son reales y la religión por tanto, tiene un componente de mecanización (algo que también utilizó en “¿Sueñan los Androides con Ovejas Eléctricas?”). Así, Dios existe y la oración es efectiva siempre que se transmita “electrónicamente por la red de mundos deíficos y llegue así a todas las Manifestaciones”. De esta manera, la fe se entiende no como la creencia en algo de existencia indemostrable, sino como un auténtico poder que cobra sustancia real: “Parece muy extraño en esta época, cuando tenemos prueba de la existencia de la deidad. Entiendo que el ateísmo estuviera difundido en épocas anteriores, cuando la religión se basaba en la fe en cosas invisibles… pero ahora no son invisibles”.

En esa religión, el texto central es «Cómo me levanté de entre los muertos en mi tiempo libre y también usted puede hacerlo» de A. J. Specktowsky, (cuyo título suena como el de un libro que Dick bien pudo haber escrito realmente). En él se reconstruye la trinidad cristiana en la forma del Mentufactor, el Intercesor
y el Caminante. El primero es el creador del Universo y el Tiempo. A él hay que dirigir las oraciones si se quiere retroceder en el tiempo y tomar un camino diferente. El Intercesor es una manifestación de la deidad que, como su nombre indica, puede interceder colectivamente en nombre de la Humanidad –un papel equivalente al de Jesucristo-. Por otra parte, varios personajes contactan con el Caminante, la manifestación que viaja por el universo con forma humana ayudando a la gente.

Esa trinidad de vida se contrapone a la manifestación de la muerte: el Destructor de Formas: “Lo que tiene el Mentufactor es que puede renovarlo todo. Puede interrumpir el proceso de decadencia, reemplazando el objeto decadente por uno nuevo cuya forma sea perfecta. Y después ese objeto decae. El Destructor de Formas se apodera de él, y pronto el Mentufactor lo Reemplaza (…). Pero yo no puedo hacer eso. Yo decaigo y el Destructor de Formas me tiene en sus manos. Y esto sólo puede empeorar”.

He dicho que “Laberinto de Muerte” es una obra de transición. Efectivamente, los temas que Dick ya había explorado una y otra vez desde hacía diez años siguen estando ahí, como su característica “paranoia justificada”. El autor va sugiriendo a lo largo de la trama que hay algo ahí, en los márgenes de la historia, que está tratando de introducirse en ella: “Están experimentando con nosotros, pensó alarmado (uno de los personajes). Eso es: un experimento. Quizá no había instrucciones en la cinta del satélite. Quizá todo estaba planeado de antemano”.

Los personajes comparten un sentimiento creciente de angustia al sentirse observados, quizá de la misma forma que Dick concebía a sus lectores, pontificando sobre la base real de los temas expuestos en la novela: “No le gustaba esa mezcla de seres artificiales con seres naturales. Le hacía sentir que todo el paisaje era falso (…) Como si todo esto, pensó, nosotros, la colonia, estuviéramos dentro de una cúpula geodésica. Y como si los investigadores de Treaton, científicos locos de una revista barata, nos mirasen desde arriba mientras hacemos nuestras cosas humildes de criaturas diminutas”.

En la última parte de la novela, el lector asiste con desconcierto creciente a una sucesión de
acontecimientos cada vez más vertiginosa y surrealista en la que diferentes realidades empiezan a chocar y solaparse. Pero por fin, en los dos últimos capítulos, Dick ofrece un desenlace sorpresa que subvierte todo lo anterior. Aunque optar por este tipo de cierres suele ser un error, su tono amargado y pesimista le proporciona un atractivo especial.

Si se puede extraer algún tema de “Laberinto de Muerte” éste podría ser que, al tratar de crear una nueva vida de entre las ruinas de nuestras equivocaciones (la facilidad para errar, el inevitable destino hacia la decadencia y nuestra universal ignorancia), la capacidad y habilidad para mantener el sentido de la perspectiva lo es todo.

Aunque pueda parecer sugerente la idea de que uno debería sentirse motivado para alejarse de una vida construida en base al conformismo, hay temas más deprimentes sobre los que meditar en este libro. Cuando los colonos se ven obligados a considerar su aislamiento en Delmak-O, aceptan que “nuestro gran temor es haber venido aquí sin ningún propósito, y que nunca podamos irnos”.

Dick estructuró la novela de tal forma que el lector pudiera conocer el mundo a través de las psiques de diferentes personajes, pero dado que cada uno de ellos tiene sus prejuicios y que desconfía y/o engaña a los demás, no se puede nunca estar verdaderamente seguro de lo que es la realidad objetiva. Por una parte, estamos ante un misterio criminal surrealista; por otra, ante una exploración de nuestras limitaciones cognitivas y la parcialidad de la experiencia subjetiva.

Todo en la historia está pensado para incomodar. Los personajes son irresponsables y mezquinos, lastrados por vicios y adicciones. Uno de ellos es un obseso sexual, otro depende de las pastillas, aquél no puede evitar psicoanalizar al resto y éste es un hipocondriaco. Cada uno de los colonos simboliza un defecto y en cada uno de ellos hay algo del autor –y quizá del lector-.

Los personajes se mienten unos a otros y a sí mismos, o ven e interpretan los acontecimientos de
formas no ya distintas, sino claramente opuestas. Por ejemplo, uno afirma que todos son extraños debido a su clara genialidad; otro afirma que todos adolecen de una especie de idiotez. Y, al final, como uno de ellos descubre, es que: “Lo que tenemos en común es que somos fracasados

La siniestra presencia del Destructor de Formas, más intuida que realmente percibida, contribuye al tono amenazador que impregna toda la novela: “Tal vez todos estaban bien antes de llegar, y aquí algo les hizo cambiar. Si es así, pensó, nos cambiará también a nosotros. Inevitablemente”. Esta observación de uno de los personajes esconde un miedo tangible no sólo a no entender cómo se producirán tales cambios sino siquiera a ser consciente de ellos. Sólo se darán cuenta los demás, pero ellos también estarán transformándose en un proceso perpetuo y recíproco de decadencia.

Resultan también insistentes los recordatorios de que la humanidad ha alcanzado un punto en su evolución en el que no sólo acepta voluntariamente la ignorancia, sino que se encuentra satisfecha en tal estado: “Cada cual parece vivir en su propio mundo. Sin tener en cuenta a los demás (…) Es como si todos quisieran que los dejen en paz”. Y algo más adelante, uno de los personajes exclama desesperado: “Quiero aportar algo; no quiero ser sólo un consumidor como ustedes. Vivimos en un mundo creado y manufacturado a partir de los resultados del trabajo de millones de hombres, casi todos muertos, y casi ninguno es famoso ni reconocido por sus méritos. No me interesa ser famoso por mis creaciones, sólo que sean dignas y útiles, y que estén presentes en la vida cotidiana sin que nadie lo advierta. (…) No importaría que en esta colonia murieran todos. Ninguno de nosotros aporta nada. No somos más que parásitos que se alimentan de la galaxia. El mundo no notará ni recordará lo que hacemos aquí”.

“Laberinto de Muerte” contiene otros conceptos igualmente extraños, desvíos y caminos sin salida en la ruta hacia la iluminación. Por ejemplo, el tench, una suerte de oráculo alienígena en forma de “gran masa globular de caldo protoplasmático”, que responde preguntas de forma críptica y aparentemente aleatoria: “Tomó la pluma y el papel y escribió con gran esfuerzo-. Le estoy preguntando por qué estamos vivos. -Puso el papel ante el tench y esperó. Cuando llegó la respuesta, decía: “Para estar en la plenitud de la posesión y en la cima del poder”. No es coincidencia que estos mensajes del más allá remitan al I Ching: el propio autor admitió
haberlo utilizado para escribir esos pasajes (recordemos que Dick ya se había apoyado en ese método adivinatorio chino para escribir su obra más alabada, “El Hombre en el Castillo”).

Al desconcierto general se añade un planeta totalmente extraño e imprevisible en el que el paisaje se transforma, moscas artificiales vuelan interpretando una débil música y una extraña fábrica que va trasladando su emplazamiento exhibe en su puerta mensajes diferentes según la identidad de quien los lea…

Al final, lo que Dick parece sugerir es que, si estamos preparados, o quizás si somos capaces, de apreciar lo que es verdaderamente “real” –una redundancia que no es tal en la ficción de Dick-, podríamos alentar una chispa redentora en nuestro interior que podría alimentarse y dar a luz auténtica y plena vida: “nuestra salvación o nuestra condena. La ecuación podía funcionar en ambos sentidos”.

“Laberinto de Muerte” plantea una cuestión de perspectiva: lo que ves y lo que quieres ver; lo que aceptas y comprendes y lo que tratas de borrar de la memoria. “Specktowsky dice que somos «prisioneros de nuestros prejuicios y expectativas». Y que una de las condiciones de la Maldición consiste en empantanarse en esta cuasirrealidad que percibimos sin ver nunca la realidad tal cual es”. Ahora bien, tal y como le sucede al personaje de Seth Morley, uno puede elegir el permanecer en un estado ilusorio de existencia sólo hasta el momento en el que se adquiere conciencia de que es necesario cambiar. Sin embargo, el deseado cambio puede no ser lo que uno espera ni lo que desea.

“Laberinto de Muerte” ofrece una trama interesante, incluso desconcertante, y un desenlace tan pesimista como brillante. Pero no está exento de defectos. El esfuerzo de Dick a la hora de construir esa especie de teología materialista me parece poco sólido por no decir disparatado: un puñado de antiguas ideas filosóficas y religiosas mezcladas y regurgitadas sin demasiada sofisticación.

No es el cuerpo metafísico el único inconveniente que la novela tiene para el lector moderno.
Mientras que la prosa de Dick evolucionó con el tiempo, haciéndose más expresiva e introduciendo destellos de humor, otros aspectos permanecieron anclados en el mundo de las revistas pulp en el que comenzó su carrera. Resulta irónico que dedique la novela a sus dos hijas cuando los personajes femeninos de la misma obedecen claramente a estereotipos ya caducos. Esto, junto con su aproximación algo tontorrona al sexo, es probablemente lo que lastra más la novela. Aunque en su vida fue un atento observador y admirador de las mujeres, Dick permaneció atado a la mentalidad de comienzos del siglo en cuanto al reparto de roles entre géneros y sus novelas, obviamente, lo reflejaron. Así, en su mundo la belleza física es el atributo más importante que puede poseer una mujer.

En resumen, “Laberinto de Muerte” es una obra tan osada, deprimente y seductora como confusa. Dividida entre las antiguas obsesiones de Dick y las nuevas que ya estaban naciendo en su cabeza, como siempre sucede en la obra de este autor, es imposible disociar sus libros de él mismo. No se suele contar entre sus obras maestras y posiblemente no sea el mejor punto de partida para comenzar a explorar a este escritor, pero de cualquier modo constituye una más que recomendable lectura

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