Ari Folman es un director israelí que debutó en el formato de largometraje con “Clara Hakedosha” (1996), una historia sobre una joven clarividente que recibió buena acogida en el circuito internacional de festivales. Luego dirigió “Made in Israel” (2001), un drama sobre cazadores de Nazis. La película que consolidó su nombre, sin embargo, fue “Vals con Bashir” (2008), un ejercicio de psicoterapia autobiográfica donde repasaba sus experiencias y conflictos interiores mientras sirvió en el ejército de Israel durante la guerra con el Líbano en 1982. La película, realizada con animación, obtuvo una gran cobertura internacional y fue nominada al Oscar a la Mejor Película en Idioma Extranjero. A continuación llegaría “El Congreso”, una coproducción entre Israel, Francia, Bélgica, Alemania, Polonia y Luxemburgo.
La actriz
Robin Wright (interpretada por ella misma) se encuentra profesionalmente en
horas bajas, pero necesita seguir ganando dinero para sustentar a sus dos
hijos. Su agente, Al (Harvey Keitel), le pasa una oferta de Estudios Miramount,
aconsejándole que la acepte. Quieren escanear su cuerpo y rango de expresiones
para crear una versión virtual de ella misma, una actriz digital que no
envejecerá y que podrá participar en cualquier película de cualquier género,
incluidas aquellas que la actriz real hubiera rechazado, como las de ciencia
ficción cutre que siempre le han disgustado. A cambio de esa cesión durante
veinte años, le pagarán una fortuna. Eso sí, deberá desaparecer del ojo público
y no volver a actuar. Aunque no sin reparos, Wright finalmente se rinde y
accede.
Veinte años
después, la actriz, ya en la sesentena, se ha convertido en una superestrella a
través de su avatar digital. La invitan al Congreso de Futurología, que se va a
celebrar dentro de la Zona Animada. Allí, todos los asistentes ingieren una
pastilla que les convierte en avatares animados de ellos mismos. El propósito
del evento, que va a tener lugar en un gran hotel-barco propiedad del antiguo
estudio, ahora transformado en una poderosa corporación llamada Miramount
Nagasaki, es presentar su nueva tecnología, que permitirá a cualquiera adoptar
el aspecto (como dibujo animado, eso sí) de quien desee, desde una atractiva
mujer a un héroe musculoso.
El estudio
pasa entonces a presionar a Robin para que acceda a que su imagen pueda ser
vendida y utilizada por cualquier usuario. La actriz se opone públicamente a
esa tecnología, provocando la furia de los organizadores, pero antes de que
puedan tomar cartas en el asunto, el acto es saboteado por unos terroristas
ideológicamente opuestos al uso de avatares. Unos ejecutivos de Miramount
escapan con Robin pero su helicóptero se estrella y ella, gravemente herida, es
colocada en animación suspendida durante varios años hasta que la ciencia
médica se desarrolla lo suficiente como para curarla.
Cuando
despierta, lo hace para encontrarse aún en su forma de avatar animado y en un
mundo utópico o, más bien, una ilusión utópica en la que todos quienes en ella
han decidido vivir (o se lo pueden permitir) adoptan la identidad y forma que
desean. En este mundo irreconocible, cambiante y equivoco -el futuro que el
Congreso predijo, después de todo-, lo único que Robin desea es encontrar a su
hijo autista, Aaron (Kodi Smit-McPhee), al que dejó siendo aún un adolescente
años atrás cuando acudió al Congreso sin saber que no volvería jamás a casa.
“El
Congreso” es una adaptación muy libre (o, más apropiadamente, una “versión”) de
una novela de Stanislaw Lem, escritor polaco de CF cuya figura resulta
imposible glosar aquí. Autor de clásicos como “Solaris” (1961), “Ciberiada”
(1965) o “Diarios de las Estrellas” (1976) entre muchos otros, Lem consiguió
introducir en sus novelas un grado de originalidad, sofisticación y sátira
extraordinarios, especialmente teniendo en cuenta que publicó sometido al ojo
censor del regimen comunista.
“Congreso
de Futurología”, la novela origen de la película que nos ocupa, es una comedia
negra en la línea de las lisérgicas paranoias de Philip K.Dick. En ella, el protagonista,
Ijon Tichy (que Lem ya había utilizado en otros textos anteriores), asiste al
evento del título en un hotel de lujo de Costa Rica. Accidentalmente, ingiere
una droga alucinógena vertida por el gobierno en el suministro de agua potable con
el fin de pacificar unas revueltas que están teniendo lugar. En ese estado
psicoactivo, el héroe se encuentra transportado a un surreal mundo futuro en el
que todo el mundo toma drogas que les permiten vivir una ilusión consensuada en
la que son capaces de adoptar la forma que se les antoje. En la película,
Folman –que también escribe el guion- encaja en ese marco general la trama de
Robin Wright interpretándose a sí misma y todo lo relacionado con su
“conversion” en actriz virtual, algo que no existe en el libro.
“El
Congreso” parece la union desigual y forzada de dos películas diferentes. El
primer acto, con el pulso entre Robin Wright y la industria del cine, es
sólido, relevante y muy bien interpretado. Los dos siguientes, más
impenetrables aunque hipnóticos, consisten en la confusa exploración, bajo los
efectos de una droga desconocida, de una psique representada como la
abstracción de un lugar.
El primer
tercio de la película, aquél que describe la situación profesional y personal
de Wright y la forma en que, poco a poco, es convencida por su agente y el despreciable
ejecutivo Jeff Green, le sirve de vehículo a Folman para lanzar una buena
cantidad de pullas satíricas al sistema de Hollywood, desde la despiada
política del Estudio Miramount (amalgama de Paramount y Miramax) a la
arrogancia e ignorancia de sus ejecutivos, pasando por su desprecio –o, como
mínimo, desconsideración- hacia los actores, su inclinación a ofrecer productos
populacheros y su fomento de la obsesión por la fama.
Lem
escribió su novela antes del advenimiento de la realidad virtual y por eso
recurrió a las drogas alucinógenas como ladrillos con los que construir un
mundo imaginario. Pero lo cierto es que todo tiene mucho más sentido y resulta
más relevante a día de hoy cuando se traduce en términos de mundos virtuales y
avatares. Puede que la premisa de partida recuerde a productos anteriores, como
“Ojos Asesinos” (1981) o “S1m0ne” (2002), pero lo cierto es que su presentación
está mucho más próxima a las actuales preocupaciones por parte de los actores y
que han llevado a una prolongada huelga en Hollywood. En 2013, hubo
comentaristas que criticaron por implausible la idea de que la gente estuviera
dispuesta a permitir que su imagen fuera escaneada y
cedida para su uso por
parte de terceros. Hoy, tan solo diez años después ya no resulta tan difícil
imaginarlo gracias a los impresionantes avances en Inteligencia Artificial.
Puede que los actores exijan copyright sobre su imagen y la cedan sólamente
para proyectos concretos, del mismo modo que los músicos y los escritores
obtienen royalties por las reediciones o los samplings. Pero, ¿qué podría pasar
con esa imagen de un actor famoso, por ejemplo, cincuenta años tras su muerte?
¿Sería de dominio público? ¿Se respetaría realmente su voluntad respecto al uso
de su imagen?
Esta
primera parte cuenta también con algunos momentos e ideas muy interesantes. Danny
Huston ofrece una versión cáusticamente divertida del típico ejecutivo de
Hollywood que asegura que la única virtud de “El Señor de los Anillos” es haber
servido para hacer una película mejor que el libro. Por contra, Robin Wright se
somete a una especie de psicoterapia no solo interpretándose a sí misma sino
asumiendo con valentía comentarios nada elogiosos del guion sobre la espiral
descendente de su carrera desde “La Princesa Prometida” (1987), fruto de una
serie de elecciones erróneas y un carácter difícil. Por su parte, la presencia
de Harvey Keitel podría calificarse de mayormente superflua de no ser por esa
maravillosa escena en la que, para motivar a una Robin bloqueada ante el
escaneo al que va a ser sometida, le cuenta la historia de cómo se convirtió en
agente y la forma en que siempre la ha manipulado, suscitando entonces ella
todo un abanico de emociones que el técnico digital se apresura a captar.
La crítica
nada disimulada de la película hacia el comportamiento de los estudios, que
tratan a los actores como propiedades, y el control de las corporaciones sobre
nuestros sueños se ve aún más subrayada por la evidencia de que Wright siempre
fue explotada, antes incluso de convertirse en un ente digital. Su elección no
es, por tanto, entre la integridad y la prostitución artística. En mayor o
menor medida, de un modo u otro, siempre estuvo en manos del estudio.
Al mismo
tiempo, el ancla emocional de Wright son sus dos hijos, Aaron y Sarah. El
primero padece de un síndrome inusual que le lleva a comportarse de forma distante
y excéntrica y que, paulatina e implacablemente, lo sume en la sordera y la
ceguera. Aún así, su alegría e inocencia contrastan con el gris pragmatismo de
todos los que le rodean. Sarah, más mayor, es más sarcástica y, fuera por un
agujero de guion o una decisión buscada, desaparece completamente de la
historia más adelante, cuando Wright se obsesiona con encontrar a su ya adulto
hijo Aaron. Los problemas de la difícil maternidad de Wright y la explotación a
la que, sin ser consciente de ello, le somete su agente equilibra con drama la
carga satírica de esta parte inicial de la película.
El segundo
tercio, ambientado veinte años después, supone un corte abrupto respecto a todo
lo anterior y empieza a deslizarse hacia territorio propio del delirio onírico
o el viaje lisérgico. Así, vemos a una versión más envejecida de Robin Wright
que se convierte pronto en un avatar animado. Folman abandona la imagen real y
el realismo y se decanta por lo surreal y lo absurdo mientras la actriz conduce
hacia el edificio del Congreso rodeada de pulpos gigantes, aviones que vuelan
agitando las alas y caricaturas de famosos. Ese nuevo mundo, aun cuando la
calidad de la animación sea algo limitada, es una continua fuente de sorpresas
y maravillas.
El problema
es que aquí es donde el espectador corre el riesgo de empezar a perderse. ¿Este
mundo es una especie de alucinación colectiva y consensuada inducida por una
droga? ¿Los personajes son realmente avatares animados en un entorno virtual o
solo son sus sentidos los que les hacen percibirse de tal modo? Se diría que,
efectivamente, son dibujos animados, pero entonces se presenta el personaje de
Dylan Truliner, que dice ser el animador al cargo de la figura virtual de Robin
Wright desde su digitalización. Entonces, ¿la gente de carne y hueso se
transforma en el Congreso en personajes animados como los de “¿Quién Engañó a
Roger Rabbit?”. Nunca llega a quedar claro.
Como he
dicho en la sinopsis, la sección final se desarrolla en un futuro utópico,
Abrahama, en el que la animación alcanza todavía mayor grado de absurdo. Todo
el mundo vive en un mundo desconcertantemente surrealista repleto de edificios extravagantes,
vestuarios muy ornamentados y dobles de actores famosos. La gente vuela como si
nada y todo está cubierto de una flora colorista que incluso invade los cuerpos
de Robin y Dylan mientras hacen el amor. La narrativa clara, centrada y lineal
con la que comenzó la película se convierte ahora en un ambiguo flujo de
conciencia que va encadenando imágenes animadas indudablemente hermosas con
frases y diálogos de oscuro significado. El único eje que impide que todo esto
se desmorone es Wright, que a estas alturas ha conseguido ganarse al espectador.
Ahora bien,
en este segmento animado presidido por el surrealismo, surgen cuestiones tan
inquietantes como en el primero. Cuando Wright se convierte en su yo animado y
entra en el mundo de Abrahama, ya lo he dicho, la película se convierte en una
ensoñación enloquecida y sin leyes físicas. Los colores son brillantes, los
paisajes imposibles y los personajes –humanos, animales o mitos-extravagantes.
Lo único que permanece constante es que, dado que cualquiera puede convertirse
en otra persona, ya no existen los egos ni, por tanto, las emociones negativas
asociadas a los mismos. Todo el mundo es quien sueña ser, así que no hay
envidias, conflictos, frustraciones ni guerras… pero tampoco identidades o
relaciones reales. Las personas se han reducido a sí mismas a caricaturas que
recuerdan a los viejos dibujos animados de Superman, Popeye o Betty Boop
No es un
entorno que de miedo. Es, simplemente, otra realidad, una que nos lleva a
cuestionarnos qué es real y qué es alucinación, incluso dentro de los
cambiantes parámetros de esa zona animada. Durante su viaje por allí, Robin
conoce y recibe la ayuda de Dylan. A diferencia de ella, éste se encuentra completamente
integrado en la animación, hasta el punto de que detesta su yo real del “mundo
exterior”. Sabe que vive en una ilusión, pero la considera mejor alternativa
que la realidad. Esto puede parecernos una aberración hasta que [Atención: SPOILER]
Robin decide tomar la píldora que la expulsa del mundo animado. Vuelve la imagen
real a la pantalla para mostrarnos un futuro distópico sucio y empobrecido que
no puede contrastar más con el entorno enloquecido pero alegre y acogedor que
llevábamos viendo desde hacía una hora. A la vista de una situación tan
descorazonadora y carente de esperanza, ¿quién puede decir con absoluta
seguridad que uno u otra, Dylan o Robin, tienen razón?
Aunque no
nuevo, otro interesante concepto que nos plantea “El Congreso” es la
posibilidad de alcanzar la vida eterna a través de la digitalización: vivir
para siempre como una línea de código que puede hacer cualquier cosa, estar en
cualquier lugar y decir lo que le venga en gana. La película imagina un mundo
donde eso no sólo es posible, sino que también es tremendamente rentable como
negocio. Los primeros en ser tocados por esta tecnología son los actores.
¿Quién mejor para servirse de ella que estos “títeres” ya experimentados, cuyo
principal “defecto” es el inevitable proceso de envejecimiento propio de
nuestros imperfectos organismos?
Al mismo
tiempo, también se pone constantemente en cuestión la forma en que percibimos la
realidad. Utilizar una actriz bien conocida que se interpreta a sí misma para
vehicular esta cuestión implica que ya estamos oscilando entre lo que es real y
lo que no cuando disfrutamos de ficciones sobre actores y/o películas. ¿Dónde
empieza y termina la auténtica Robin Wright? ¿Qué hay de verdad y de mentira en
los miedos, vulnerabilidades, opiniones y frustraciones que exhibe en esta
película? Abundando en ello, la sustancia química que ingieren los personajes
para transformarse en otra persona apunta a un fuerte deseo de escapar de la propia
identidad de forma muy similar a cómo un actor se “mete” en un papel. Una vez
terminada la película, pueden elegir el siguiente personaje en el que se
transformarán.
La elección
es también un tema muy relevante para Ari Folman, ya que la mayor parte de lo
que ocurre en la historia no está guiado por la necesidad sino por la elección
de dejar atrás la realidad y adentrarse en una ilusión animada. La mayoría de
las personas que entran en ese mundo lo hacen por voluntad propia. No quieren
afrontar las penurias del mundo real que vemos hacia el final de la película. Un
mensaje que no deja de resultar paradójico puesto que, ¿acaso no vemos
películas como esta para huir de la realidad? El peligro del que se nos
advierte aquí, sin embargo, no tiene tanto que ver con escapar de los problemas
reales durante un breve paréntesis en nuestras vidas como entregarse por
completo al espejismo y olvidar quiénes somos y dónde vivimos.
Junto a
autores como Kurt Vonnegut Jr, Douglas Adams o John Sladek, Stanislaw Lem fue
uno de los grandes satíricos de la CF. “El Congreso de Futurología” abunda en
gags muy divertidos expuestos con un humor seco y que, en especial en las
últimas escenas, cuando el protagonista regresa al mundo real, sirven para
poner en contraste lo auténtico y lo ilusorio. Pero Ari Folman opta en la
película por una aproximación más seria. Confina mayormente la sátira de
Hollywood y la obsesión por la fama al primer tercio. El resto es un ejercicio
conceptual sobre la posible falsedad artificial de la realidad percibida que
nos remite a otras películas anteriores, como “Desafío Total” (1990), “Abre losOjos” (1997), “Dark City” (1998), “Matrix” (1999) o “Avalon” (2001).
Si Folman
hubiera respetado fielmente la idea de Lem de una población del futuro viviendo
en una ilusión compartida, nadie se habría sorprendido a esas alturas y la
película no habría merecido la menor atención. Al fin y al cabo, “Matrix” había
popularizado masivamente ese concepto quince años antes. Por el contrario,
eligió un planteamiento conceptual y estético diferente, atrevido, intrigante y
a ratos desconcertante que, en gran medida, logra su objetivo. Toma la esencia
nuclear de Lem, su vena satírica y su sensibilidad anarquista y construye con
ella una historia completamente nueva que mezcla la sátira, la distopía
corporativa y la parabola de una sociedad (o una parte de ella) que decide
darle la espalda a la realidad, adornándolo todo con una plétora de imágenes de
gran belleza y momentos conmovedores de los que es difícil extraer un sentido o
coherencia claros, pero que consiguen suscitar una auténtica fascinación.
“El Congreso” es, por tanto, un producto muy sui generis más allá de su formato, tono y estética. Y es que no solo plantea cuestiones fundamentales sobre su propia naturaleza como obra de entretenimiento, sino que las articula de una forma completamente ajena al estilo Hollywood: sin kung fu, sin finales felices, sin la pretensión de conocer todas las respuestas y atreviéndose a dejar que sea el espectador quien extraiga su propio significado. No es una película para todo el mundo ni para cualquier momento pero sí un producto al que cualquier aficionado a la CF debería darle una oportunidad.
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