jueves, 23 de noviembre de 2023

1960- EL LABERINTO DE LA LUNA – Algis Budrys

 

Para todos aquellos que, por cualquier razón, odian viajar o padecen el martirio diario de los abarrotados transportes públicos en hora punta, la idea de la teletransportación no puede sino sonar a Santo Grial, una tecnología que permitiera salvar instantánea y limpiamente el espacio entre el punto A y B. Claro que quizá muchos se lo pensarían dos veces si el procedimiento implicara la aniquilación molecular y la posterior reconstrucción en el destino con átomos diferentes…¿seríamos entonces la misma persona?

 

Era inevitable que los escritores de CF utilizaran esta idea para ayudarse a solventar los problemas con que se topaban en sus narraciones de alcance cósmico. Atravesar los océanos del espacio con naves impulsadas por motores de combustible químico llevaría milenios e incluso los métodos de transporte más imaginativos que puedan concebirse extrapolando los conocimientos científicos actuales implicarían para los humanos una inasumible inversión de tiempo vital. Así que no han sido pocos los autores que, deseando ahorrarles a sus personajes la muerte por vejez mientras tratan de llegar a Próxima Centauri, han abandonado lo plausible por lo fantástico –al menos por el momento-, como es el caso de la teletransportación.

 

En 1960, cuando aún faltaba casi una década para llegar a la Luna, Algis Budrys fue uno de ellos, utilizando en “El Laberinto de la Luna” (“Rogue Moon” en el original) uno de estos ingenios teleportadores para alcanzar nuestro satélite, aunque no sin que sus usuarios deban pagar un alto precio por ello.

 

En la cara oculta de la Luna se ha descubierto un enigma: una laberíntica estructura alienígena de cien metros de diámetro y veinte de altura: “Yo no puedo verlo y tampoco nadie. Ni siquiera sabemos cómo llamar a ese lugar. El ojo es incapaz de seguirlo, y las fotografías suministran únicamente impresiones muy frágiles. Tenemos razones para creer que existe en más de tres dimensiones espaciales. Nadie sabe lo que es, por qué está emplazado ahí, cuál puede ser su verdadero objetivo o qué es lo que lo creó. Desconocemos si se trata de algo animal, vegetal o mineral. Sabemos, gracias a la geología de varios cráteres causados por meteoritos que han acumulado residuos a sus lados, que lleva allí, como mínimo, un millón de años. Y sabemos lo que hace: mata a la gente (…) de modo característico y persistente, de formas insospechadas”.

 

El descubrimiento ha sido posible gracias al transmisor de materia inventado por el doctor Edward Hawks, que trabaja a sueldo de una gran corporación, Continental Electronics, y en el marco de un proyecto secreto financiado por la Armada de los Estados Unidos. Ésta, anticipándose al proyecto espacial soviético, envió sondas no tripuladas a la superficie lunar con los componentes necesarios para instalar una base que albergara el terminal receptor del ingenio de Hawks. A continuación, se teletransportaron marines para realizar los trabajos pertinentes, al término de los cuales, ya fue posible transmitir instantáneamente exploradores con la misión de entrar en la estructura alienígena y explorarla.

 

Ahora bien, como todos mueren invariablemente al poco de internarse en ella, resultaría difícil encontrar voluntarios de no poder ofrecerles un “salvavidas”. Cuando el teletransportador envía al sujeto a la Luna, también fabrica al mismo tiempo una “copia” que permanece en la Tierra. Los dos hombres (que en realidad son el mismo) permanecen brevemente en comunicación telepática entre sí. La versión terrestre del explorador es mantenida temporalmente en un tanque de privación sensorial mientras su duplicado “lunar” entra en el laberinto. De esta manera, el explorador, gracias a ese nexo telepático, puede informar sobre su experiencia dentro de la estructura. Es la única forma de transmitir información dado que la radio no funciona dentro del laberinto.

 

Desafortunadamente, pronto queda claro que este método tampoco funciona. Y es que la experiencia de la muerte súbita, incluso si "sólo" se experimenta telepáticamente, perturba la mente de la copia terrestre, que acaba incapacitada para dar una descripción clara del interior de la estructura o de lo que sucede en su interior. Justo cuando el proyecto de exploración está a punto de ser abandonado, Hawks encuentra a un hombre que puede tener éxito donde todos los demás han fracasado: Al Barker, un temerario imprudente que ha estado cortejando a la muerte toda su vida, ya fuera en la guerra, en el deporte o batiendo records de velocidad en todo tipo de vehículos.

 

En épocas anteriores de la Ciencia Ficción, los héroes espaciales que se enfrentaban a un enigma alienígena se limitaban a resolver el problema por medio de sus cañones atómicos y pistolas desintegradoras. Budrys, por el contrario, obliga a sus protagonistas a confiar en el ingenio, la intuición y una actitud psicológica adecuada, porque el laberinto es más un rompecabezas intelectual que un ejercicio de acción frenética. Mientras Barker se prepara para su primera transmisión, le informan sobre el funesto destino de sus predecesores, muertos y/o enloquecidos: " Lo único que sabemos es lo que un hombre puede o no puede hacer dentro de la parte de la formación que ya ha sido explorada. De momento, hemos logrado cartografiar un sendero y unos movimientos seguros hasta una distancia de doce metros. El tiempo de supervivencia para un hombre en el interior de la formación es ahora de tres minutos y cincuenta y dos segundos”. A partir de la información que consiga reunir Barker en cada una de sus misiones, el equipo de la Tierra irá creando un mapa del laberinto, acotado con las rutas y movimientos que deben o no hacerse para evitar la muerte.

 

Para Barker, este “trabajo” es un desafío contra sí mismo y el estatus de macho alfa del que presume: “Un hombre ha de luchar. Un hombre debería mostrar que nunca teme morir. Debería adentrarse en el corazón de sus enemigos, cantando su marcha de muerte, y matar o ser muerto; jamás ha de temer enfrentarse a las pruebas de su hombría. Un hombre que vuelve la espalda…, que acecha en los límites de la contienda y empuja a otros a que se batan con sus enemigos… Ése no es un hombre. Es una especie de cosa retorcida que se arrastra por el suelo”.

 

Su primera incursión y la subsiguiente muerte, se relatan a posteriori mediante un tenso diálogo en la casa de Barker, localizada en un risco costero de difícil acceso, donde Hawk lo había conocido por primera vez junto a su conflictiva amante, Claire, que coquetea y trata de seducir tanto a Hawk como al responsable de personal de Continental Electronics, Vincent Connington. Hawk, que entretanto ha comenzado una relación con otra mujer, la rechaza, pero Connington está obsesionado con la joven, culminando la tensa situación en una confrontación violenta en la que Connington recibe una paliza de Barker. La muchacha, sin embargo, termina dejando a éste y fugándose con aquél. Este abandono y sus experiencias en la estructura alienígena acabarán minando la definición de masculinidad de Barker.

 

Aunque el estrés psicológico se cobra su precio sobre Barker, éste demuestra ser capaz de experimentar repetidamente su propia muerte y conservar su cordura. Hawks lo envía una y otra vez a la Luna (o, mejor dicho, a las copias que se van generando en cada transmisión y que permanecen en la Tierra) para que muera en el laberinto, pero no sin que antes, como en un videojuego, haya conseguido avanzar un poco más, aprendiendo a detectar los peligros y evitarlos. Por fin, cuando está ya muy cerca de llegar a la salida, Hawks se une a él para el último viaje que completará el mapa con el que científicos y exploradores podrán en el futuro continuar investigando de forma más segura. Durante siete páginas del noveno capítulo, la prosa pasa del monocromático tono pulp de los 50 a una explosión de fantasmagoría psicodélica conforme ambos hombres se abren paso a través del traidor y cambiante laberinto para emerger por el otro extremo, momento en el que cual se produce el giro concluyente en forma de revelación sorpresa de Hawk a Barker.

 

¿Y al final? ¿Se descubre algo relevante sobre la estructura? Pues lo cierto es que no. Budrys en ningún momento explica su origen o propósito. Ni siquiera se ofrecen teorías o aportan pistas al respecto. Y es que ese lugar, como sucede tantas veces en el subgénero de “La Zona”, no es más que un catalizador que propicia un cambio en los personajes, un entendimiento mutuo, una iluminación o una autocomprensión.

 

Durante la época de la Guerra Fría en la que se escribió esta novela, la cara oculta de la Luna aún no se había explorado. La sonda soviética Luna 3, lanzada en octubre de 1959, obtuvo las primeras fotografías borrosas de ese hemisferio, aunque para entonces la ciencia ficción ya lo había utilizado como decorado de algunas fantasías. Por eso, cuando se publicó la novela de Budrys, su tema era de completa actualidad. Como en el mundo real, en su historia ningún cohete tripulado, ni soviético ni estadounidense, había alunizado todavía. El momento de Neil Armstrong aún estaba por llegar.

 

La tecnología de teleportación que describe Budrys no era nueva. Unos años antes, los aficionados habían leído algo prácticamente igual en el relato “La Mosca” (1957), de George Langelaan. Pero Budrys llevó la idea un paso más allá, acercándola a lo que luego se vería en “Star Trek” (1966) pero, sobre todo, introduciendo una vertiente metafísica al interpretar el proceso como una forma de muerte y renacimiento. Hay una subtrama con un gran potencial desaprovechado, en la que Hawks reemplaza a un miembro de su equipo, Sam Latourette, que padece un cáncer terminal. Tras un tiempo, Sam, desesperado y sin trabajo, le hace a Hawk una propuesta insólita para cuando él haya muerto víctima de su enfermedad: “He estado pensando si no te parecería una buena idea sacar un doble mío de la cinta de mi archivo. Así, podrías tenerme, quiero decir, podrías disponer de mi doble, en el laboratorio, en caso de que, de vez en cuando, te hiciera falta algo de ayuda”. La teleportación, por tanto, se presenta no sólo como medio de transporte revolucionario sino como forma de alcanzar la inmortalidad o, como mínimo, método de clonación.

 

Algunos comentaristas han elogiado a “El Laberinto de la Luna” como un ejemplo perfecto de literatura simbolista dentro del género, una obra que utiliza tropos de la CF para explorar temas metafísicos como la Muerte o la Resurrección. No niego esa afirmación, pero personalmente me parece una obra descompensada que en demasiados momentos se aleja por completo del género al que supuestamente aspira. Todo lo relacionado con el laberinto letal y las implicaciones físicas y filosóficas de la teletransportación es fascinante, pero, a la postre, ocupa una proporción menor de la novela, reservando Budrys la mayor parte de la misma para un alargado y turbio psicodrama desarrollado a base de diálogos poco realistas y personajes extremos.

 

De hecho, está bastante claro que lo que realmente le interesa al escritor es la construcción psicológica de los personajes y la dinámica que se establece entre ellos. En un momento determinado, Hawks dice: “Las relaciones entre la gente es algo bastante complejo. La gente pierde el control de sus emociones. Cuanto más inteligentes son, más sutilmente lo hacen. Los hombres inteligentes se enorgullecen del control que ejercen sobre sí mismos. Llegan hasta extremos muy elaborados para ocultar sus impulsos: no del mundo, no son hipócritas…, de sí mismos. Encuentran bases racionales para sus actos emocionales, y presentan excusas lógicas para el desastre. Un hombre puede iniciar toda una serie de errores y llegar hasta el borde del abismo, y caer en él sin darse cuenta”.

 

Ese párrafo nos proporciona una muestra de la ambición psicológica de la novela, lo que se traduce en que las conversaciones sean menos diálogos que largos monólogos enunciados por individuos que difícilmente pueden ser calificados de mentalmente equilibrados. Hawks es el genio calculador, un hombre emocionalmente distante que “ve a todo el mundo como causa y efecto. Y el mundo, explicado de esa forma, es consistente, así que, ¿para qué buscar más?". Hawks se siente continuamente atormentado por la culpa de enviar hombres a morir y/o enloquecer, pero sigue haciéndolo presionado por la importancia de lo que está en juego. Después de todo, el fantasma de la Guerra Fría sobrevuela su proyecto, empujando hasta el límite a todos los implicados para impedir que los rusos accedan primero a cualquier conocimiento que aguarde en el laberinto. Así que, aun cuando Hawks se ve a sí mismo hasta cierto punto como un asesino, no puede sustraerse a la necesidad de continuar con su trabajo: “Estamos tratando con una cosa monstruosa. En un sentido, hemos de pensar como monstruos, o no acercarnos más a él y dejar que siga emplazado allá en la Luna, sin que nadie sepa el motivo”.

 

Por su parte, Al Barker “es como una máquina maravillosa hecha de agallas y nogal” además de alguien profundamente cínico, arrogante y desagradable. Descendiente de indios apaches pero educado en la élite universitaria de la Ivy League, es un macho alfa con actitud machista que siempre vive al límite, asumiendo riesgos innecesarios y emprendiendo cualquier aventura que reafirme su hombría ante el mundo y a sí mismo. Más que su coraje, es su personalidad neurótica la que lo hace “útil a nivel funcional” en lo que al proyecto de Hawks se refiere, porque es la muerte, o al menos la amenaza de morir, lo que le atrae. Hawks resume la ecuación psicológica de la novela definiéndose a sí mismo y a Barker como "tú eres un suicida, yo soy un asesino".

 

Vincent 'Connie' Conningham es, como he dicho, el responsable del Departamento de Personal que reúne a Hawks y Barker. Es un manipulador que organiza enfrentamientos humanos como si fueran partidas de ajedrez durante las cuales busca en sus peones debilidades que pueda explotar. “La gente…, de eso es de lo que sé. Y con ello basta. Los siento. Los conozco. Como un químico conoce valencias. Como un físico conoce las cargas de las partículas. Positiva, negativa. El peso atómico, el número atómico. Atracción, repulsión. Yo lo mezclo todo. Cojo a la gente y le busco un trabajo y a la otra gente que trabaje con ella. Cojo a un puñado de gente separada y la transformo, y de ella saco isótopos, de ella hago disolventes, reactivos, y también puedo conseguir explosivos cuando lo quiero. ¡Ése es mi mundo! A veces guardo a algunas personas…, las guardo para el trabajo adecuado, para conseguir la reacción correcta. Las guardo para la gente adecuada. Barker, Hawks…, ustedes van a ser mi obra maestra”.

 

El último y más inestable vértice de ese polígono neurótico es Claire, femme fatale de manual. Tal y como Conningham advierte a Hawks: “Con ella, estar prevenido no significa estar protegido. Es como una fuerza elemental de la naturaleza… la subida de las mareas, la llegada de las estaciones, un eclipse de Sol. Semejantes criaturas no han de ser vistas como buenas o malas. Por lo menos, no por hombres mortales. Poseen sus propias leyes, y es imposible contradecirlas. Nacen entre nosotros: chicas que recogemos en la carretera, que trabajan en casinos, dependientas de Woolworth's…, pero crecen hasta alcanzar su herencia. Son nuestra ruina, Hawks. Son nuestra ruina, pero nos empeñamos en seguir la estela de sus cometas”. Claire utiliza su atractivo sexual no sólo para poner a prueba los límites de los hombres que la rodean sino para reforzar la imagen que tiene de sí misma.

 

Desde el mismo comienzo de la novela, Budrys describe con un minucioso detalle el pulso psicológico que libran los cuatro personajes simultáneamente, como si fuera un culebrón protagonizado por neuróticos. Lo cual podría tener su interés si no fuera porque todo ese sadomasoquismo, hipersexualidad, egotismo e inseguridades eclipsan durante buena parte de la novela todos los factores de ciencia ficción de los que un lector del género esperaba mayor desarrollo. La investigación científica del misterio está ahí, pero más de fondo que en primer plano y, como he comentado, la novela concluye sin ninguna revelación, nuevo conocimiento o descubrimiento deslumbrante que aplaque la sed de maravilla del aficionado. No, el foco principal de “El Laberinto de la Luna” y su verdadera fortaleza –o debilidad, según la sensibilidad, gustos y expectativas del lector- es su retrato del lado humano de la situación. Es una historia rebosante de desasosiego psicológico que profundiza en las tensiones que sufren los que se ven involucrados en algo mucho más grande que ellos mismos y que les obliga a aflorar las partes más desagradables de su naturaleza, pero que también les lleva a aprender algo sobre ellos mismos. Aunque Hawks y Barker creen estar explorando el laberinto, lo que realmente están recorriendo son los territorios igualmente alienígenas de sus propias mentes.

 

Cuando Algis Budrys falleció en 2008 a los 77 años, hacía ya treinta que había aparecido su última novela de CF, “Michaelmas” (1977). Desde entonces, se había ganado la vida en el mundo de la edición y la publicidad y su reputación en el género descansaba en mayor medida en su talento como crítico. Si su obra de ficción no es tan conocida hoy como quizá merece es porque, al menos en parte, no ha envejecido bien. Pese a su indudable interés, “¿Quién?” (1958), de la que ya hablé en su respectiva entrada, carece de la sensibilidad futurista que le hubiera permitido mantener actualidad. Tampoco “El Laberinto de la Luna” aguanta muy bien el paso del tiempo. Con todo, la aproximación y estilo de Budrys gozaron de consideración en su época, tal y como demuestra el que ambas novelas fueran nominadas al Hugo (en el caso de la que nos ocupa, fue derrotada –justificadamente en mi opinión- por “Cántico porLeibowitz”, de Walter M.Miller).

 

“El Laberinto de la Luna” es, sin ninguna duda, una novela que dividirá a los lectores. Decepcionará a aquellos que buscan una aventura más, digamos, convencional, en la que científicos y aventureros desvelan un enigma extraterrestre, pero que se encuentran con lo que mayormente es un drama existencialista centrado en unos personajes con los que resulta difícil empatizar.

 

Otros, por el contrario, encontrarán precisamente en esos mismos elementos la virtud que hace destacar el libro por encima de otras narraciones que utilizan la misma premisa de un misterioso objeto o estructura extraterrestre. Estos lectores pueden elegir ver en “El Laberinto de la Luna” una sátira del sistema empresarial y militar estadounidense y de lo que éste exige de sus servidores antes de conducirlos a la muerte; una meditación sobre la muerte desde el punto de vista de diversos personajes; una alegoría de la subjetividad de la existencia…

 

Por eso, esta extraña mezcla de literatura pulp y claustrofóbico psicodrama, que mezcla teleportación, laberintos alienígenas y marines espaciales con reflexiones sobre la locura, la muerte y el propósito de la vida en boca de individuos obsesivos y al borde de la enajenación, no puede recomendarse a la ligera para cualquier tipo de lector. Con todo, no se trata de una obra extensa y quien la aborde no tendrá problemas para decidir, antes de llegar a su primer tercio, si la abandona o continúa hasta el final.

 

 

1 comentario:

  1. Muchas gracias por la reseña! He leído dos de Budrys, y este será el que siga. Saludos desde Argentina!

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