Cuando se estrenó “La Carrera de la Muerte del año 2000”, en 1975, le aportó un moderado éxito para el legendario productor de serie B, Roger Corman. De hecho, fue una de las películas más rentables salidas de su productora, New World Pictures. En aquel entonces, Corman concibió el film como un producto rápido que pudiera aprovecharse del éxito de la más seria y financieramente dotada “Rollerball” (1975), en la que se presentaba un futuro distópico donde las masas eran aplacadas a base de transmisiones televisivas de deportes ultraviolentos. En “La Carrera de la Muerte del año 2000”, esta idea se sustituía por una más siniestramente cómica: una competición automovilística a través de Estados Unidos en la que los conductores obtenían puntos atropellando peatones. De hecho, la negra sátira que planteaba recibió comentarios más laudatorios que “Rollerball” y, con el paso de los años, adquirió un estatus de film de culto y clásico menor. En 2008, llega su remake, que es el que ahora comentamos.
En el año 2012, en
unos Estados Unidos económicamente deshechos, las prisiones han pasado a estar
gestionadas por consorcios privados. Una de las más duras se encuentra en
Terminal Island, donde la alcaidesa Warden Hennessey (Joan Allen) organiza la
Carrera de la Muerte, una competición en la que convictos conducen coches
blindados y ampliamente modificados, corriendo en un circuito trufado de
trampas mientras se matan los unos a los otros. Esta carrera se ha convertido
en un enorme éxito en la televisión de pago y ello ayuda a llenar las arcas de
la empresa y cimentar el prestigio de Hennessey.
Un día, el antiguo
piloto de competición Jensen Ames (Jason Statham) regresa a casa con su esposa
tras haber sido despedido de la fundición en la que trabajaba. Un asaltante enmascarado
irrumpe en el piso, le droga, apuñala a su esposa Suzy (Janaya Stephens) y deja
pistas falsas que apuntan a que el crimen lo ha cometido Ames, quien resulta
condenado y enviado a Terminal Island.
En prisión, Hennessy
le ofrece la libertad si accede a participar en el letal evento y gana cinco
carreras. El principal campeón de la competición, conocido sólo como
Frankenstein, ganó cuatro pero murió en la quinta. Esto, sin embargo, ha sido
mantenido en secreto y la alcaidesa quiere que su rentable leyenda siga viva,
así que obliga a Ames a participar oculto tras la característica máscara de
metal que llevaba aquél. Sin embargo y conforme va sobreviviendo a los días de
competición, el piloto descubre que Hennessey fue quien dio la orden de matar a
su esposa e incriminarlo para que fuera a parar a Terminal Island y
aprovecharse así de su talento automovilístico y disparar las cifras de
audiencia. Y aún peor, no tiene intención alguna de dejar que sobreviva hasta
la quinta carrera.
En el remake que
ahora nos ocupa participaron una serie de nombres tan diversos que cuesta
imaginarlos sentados juntos alrededor de una mesa de reuniones discutiendo los
pormenores de la producción. Como productor ejecutivo figura Roger Corman, rey
de la serie B y director de clásicos como “El Ataque de los Cangrejos Gigantes”
(1957), “Yo fui un Cavernícola Adolescente” (1958) o “La Pequeña Tienda de los
Horrores” (1960). El film está coproducido por Cruise-Wagner Productions, la
compañía de Tom Cruise, uno de los grandes nombres de Hollywood desde hace
décadas. Y la silla de director la ocupa Paul W.S.Anderson, que se ha dedicado
de forma exclusiva al cine de género desde mediados de los noventa, con títulos
como “Mortal Kombat” (1995), “Horizonte Final” (1997), “Soldier” (1998), varias
entregas de la saga “Resident Evil” -que él mismo fundó y que protagoniza su
esposa Milla Jovovich- (2002-2016), “Alien vs Predator” (2004)… además de
producir otros títulos como “Pandorum” (2009). En general, su carrera se ha
apoyado en la acción y el espectáculo de efectos especiales.
“La Carrera de la
Muerte” de Paul W.S.Anderson no se parece mucho a su antecesora de los setenta.
Tenemos una carrera en la que participan vehículos acorazados que intentan
eliminarse mutuamente; un personaje conocido popularmente como Frankenstein y
un adversario apodado Machine Gun Joe (Tyrese Gibson). Los parecidos se
terminan aquí. Lo que está completamente ausente en este remake es el humor
negro, en particular la loca idea de una carrera en la que los atropellos dan
puntos.
Uno puede aventurar
dos posibles razones para esa ausencia de sentido satírico. O bien Paul
W.S.Anderson no comprende o aprecia ese enfoque (ninguna de sus películas
destaca por su sentido del humor); o bien, alguno o todos de los ejecutivos
involucrados en la producción presionaron para que el concepto original fuera
reconvertido en un film de acción, un género que en 1975 no existía tal y como
hoy lo conocemos. Además, la sensibilidad actual no vería con buenos ojos
–puede que ni siquiera mostrándolo como una parodia- que el protagonista, con
el que se supone debe identificarse el público, se dedique a atropellar
viandantes inocentes. Por tanto, la premisa se reformuló hacia la idea mucho
más convencional de convictos corriendo por sus vidas a bordo de vehículos
absurdamente tuneados en el contexto de un espectáculo televisivo
ultraviolento.
Puede resultar un
ejercicio interesante examinar las analogías entre dos películas setenteras
como “La Carrera de la Muerte del año 2002” y “Rollerball”, y sus respectivos
remakes modernos (el de esta última llegó en el año 2002). Se trataba ambas de
películas que versaban sobre deportes muy violentos, pero los remakes
prescindieron del contexto distópico que sustentaba las historias originales
para ambientarlas en una versión del presente algo más deteriorada social y
económicamente que la realidad; ambos llevan la transmisión de los eventos a la
televisión por cable y convierten al productor en un villano despreciable,
alguien dispuesto a poner vidas en peligro e incrementar el derramamiento de
sangre con tal de aumentar la audiencia; y, sobre todo, los dos remakes han
sido reconvertidos en películas genéricas de acción que consisten en el
encadenamiento de secuencias vertiginosas y muy violentas que apelen a los
adictos a la adrenalina.
Paul W.S.Anderson,
por tanto, reformula el título original en términos de los clichés del cine de
acción moderno. Tanto, de hecho, que su película tiene más en común con ese
vehículo de lucimiento para Arnold Schwarzenegger que fue “Perseguido” (1987)
que con “La Carrera de la Muerte del Año 2000”. En aquella, encontrábamos
también un programa de televisión en el que se obligaba a convictos a
participar en un combate mortal de gladiadores; y en las dos películas, el
héroe había sido injustamente condenado por elementos corruptos del sistema,
sobre los que finalmente triunfaba coartando todos sus intentos de manipular el
juego en su contra.
Esto hace que “Death
Race: La Carrera de la Muerte” encaje perfectamente en otro subgénero, el de
las prisiones futuristas. De hecho, la instalación penitenciaria donde
transcurre la historia recibe el nombre de Terminal Island, posiblemente un
homenaje a la primera película de ciencia ficción de tema carcelario, “Terminal
Island” (1973, “La Isla sin Retorno”). Anderson encaja otros clichés del
subgénero ya vistos en títulos como “Historia de Ricky” (1991), “Fortaleza
Infernal” (1993) o “Escape de Absolom” (1994): el héroe que va a prisión sin
merecerlo, su enfrentamiento con un alcaide corrupto y el retrato del mundo
carcelario como un régimen distópico.
Anderson no
escamotea violencia y acción en escenas de color degradado y fotografiadas casi
con un filtro sepia. Frecuentemente, se tiene la sensación de estar
contemplando un videojuego, algo que no es de extrañar dado que el director ha
participado en más de media docena de películas basadas en ese tipo de
productos. No cuesta imaginarse “Death Race” como un videojuego combinación de
shooter y conducción: cada carrera, como si fueran niveles de juego, va
incrementando el nivel de complicación; e incluso existen trampillas en el
asfalto sobre las que uno tiene que pasar para obtener acceso a armas o
escudos.
La caracterización
nunca ha sido uno de los puntos fuertes de las películas dirigidas por
Anderson. Jason Statham soporta sobre sus hombros –o su pelado cráneo- todo el
peso del metraje con esa mezcla de fisicidad y actitud cínica con un punto
entrañable que ha convertido en marca particular en todas sus películas desde
“Lock & Stock” (1998). Llama la atención la presencia de Joan Allen como la
fría y despiadada alcaidesa. No es un personaje original ni particularmente
bien perfilado, pero destaca por tratarse de un giro radical para una actriz
como ella, que se había hecho un nombre en el género dramático.
En 2010 se estrenó
una precuela, “Death Race 2”, para la que Paul W.S.Anderson ejerció sólo como
productor y en la que se narraba cómo apareció la Carrera de la Muerte y el
origen de Frankenstein, si bien se limitaba a ofrecer más de lo mismo. La saga,
sólo para los incondicionales, continuó con “Death Race 3: Inferno” (2012) y
“Death Race: Beyond Anarchy (2018). Roger Corman hizo un remake de la original
en 2017 con el título “Death Race 2050”.
Un producto, en fin, que no engaña. Da lo que promete y nada más debería exigírsele puesto que no tiene otra pretensión que entretener al personal afín a los espectáculos de tíos duros, venganzas, pirotecnia y muertes a granel.
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