martes, 9 de marzo de 2021

1971- EL MUNDO INTERIOR – Robert Silverberg (y 2)


(Viene de la entrada anterior)

El primer capítulo es básicamente introductorio (originalmente una historia corta titulada “Un Día Feliz en 2381”) y en él, Charles Mattern, un sociocomputador, hace de guía a un recién llegado de las colonias venusianas, Nicanor Gortman. Venus se ha terraformado y ha conservado la clásica estructura urbana horizontal, por lo que para él, todo lo relacionado con las monurbs es tan nuevo y extraño como para el lector.

 

El segundo capítulo nos presenta al personaje de Aurea Holston, cómo y por qué la gente se torna “neuro” y lo que ocurre cuando una monurb sobrepasa su límite de población aceptable. En previsión de esta última situación, las constelaciones de monurb van levantando nuevos edificios, que luego poblarán con sus respectivos excedentes de ciudadanos. El problema es que muchos de éstos no quieren mudarse, empezar de nuevo en otro lugar, abandonar a sus amistades y trabajos. Sabedoras de ello, las autoridades lanzan una campaña de desinformación magnificando el número de voluntarios para animar a los indecisos. Aún así, llegado el momento, el cupo ha de cubrirse con un sorteo entre los matrimonios sin hijos. Y cuando Aurea y su esposo Memnon salen elegidos, ella experimenta un trauma, expresando vehementemente su oposición y tratando por todos los medios de evitar el traslado forzoso. Esa incapacidad para aceptar su destino la convierte automáticamente en paciente de los Ingenieros Morales, quienes la someten a un lavado de cerebro para que abrace con agrado su nueva situación.

 

El tercer episodio está protagonizado por Dillon Chrimes, un músico que toca el vibrastar en un “grupo cósmico” que hace giras por todo el edificio. Es la historia quizá más deudora del ambiente psicodélico y rockero de tan solo unos años antes de la publicación de la novela y narra básicamente la actuación del conjunto y la intensa experiencia del personaje al mantener sexo mientras disfruta de un “viaje” inducido por las drogas que le “fusiona” mentalmente con todo el edificio.

 

El cuarto capítulo está protagonizado por Jason Quevedo, un historiador que está investigando la tesis de que los humanos que llevan generaciones viviendo en el interior de las monurb han divergido genéticamente de sus antepasados del siglo XX debido al proceso de selección evolutiva que ha debido producirse para sobrevivir en un medio ambiente tan distinto del natural. Es una historia con una trama más endeble que el resto, pero su auténtico interés reside en el retrato de personajes y de la relación tóxica entre Quevedo y su manipuladora mujer, Micaela, creando una atmósfera de paranoia psicológica, alienación emocional e intelectual y crisis inminente.

 

Quevedo, como he dicho, cree que acostumbrarse a vivir en una estructura física y social como la de una mónada ha requerido cambios evolutivos a nivel genómico. Pero lo que se le pasa por alto o no quiere reconocer es que, sencillamente, no ha pasado el tiempo suficiente como para que tal salto biológico se haya producido y todo el mundo haya eliminado de su ADN la curiosidad por el mundo que se abre más allá de nuestros límites cotidianos, la necesidad de viajar y experimentar cosas nuevas y la esperanza de encontrar algo mejor en otro lugar.

 

Pero el miedo a la disidencia es tan grande que los líderes y la propia comunidad no van a permitir que nadie abra una senda que otros podrían seguir, en especial, en lo que se refiere a salir de la monurb y visitar el mundo exterior. La comida, la familia, los hijos, el soporte material y social… todo está en el interior de los edificios. No hay nada por lo que sus ciudadanos desearían permanecer fuera de la monurb más tiempo del necesario. Pero aún así, tal iniciativa se castiga con la muerte.

 

Y a eso es a lo que se enfrenta el protagonista del sexto capítulo, que narra la aventura en el exterior de un técnico de mantenimiento de ordenadores, Michael Statler, que sueña secretamente con respirar el aire fresco y ver el mar. Michael truca el sistema informático para obtener un pase que le permite salir del edificio, empezando entonces una aventura equivalente a la de un astronauta que llega a un planeta extraño y toma contacto con sus nativos, sólo que aquí los alienígenas son granjeros humanos y el planeta son las tierras de cultivo que rodean la mónada y la aldea en la que residen los agricultores, quienes, sin abandonar la tecnología de drones y robots, han experimentado una suerte de involución cultural a creencias y ritos mágicos y religiosos.

 

El quinto capítulo se centra en Siegmund y Mamelon, una pareja de jóvenes ambiciosos que se esfuerzan por medrar y ser aceptados en la élite de Louisville. El séptimo y último recupera a un Siegmund ya integrado en el círculo interno, pero profundamente decepcionado y deprimido por la oscura verdad que ha encontrado allí. 

 

El autor hace una buena labor de caracterización de los diferentes personajes y permite que el lector acceda a sus pensamientos, emociones, ambiciones y temores. Para dar una sensación de conjunto y coherencia, Silverberg entrelaza los personajes de los distintos capítulos mediante relaciones de amistad, parentesco o encuentros sexuales aleatorios, presentándose en un episodio, protagonizando el siguiente o reapareciendo al final del libro.

 

“El Mundo Interior” es un tratado sobre los excesos del ser humano, la falsedad de las utopías y la futilidad de tratar de cambiar la naturaleza de nuestra especie. Además del entonces candente tema de la superpoblación, se subraya el de la estratificación social: incluso en las sociedades que presumen de igualitarias, las diferencias de clase son imposibles de eliminar, algo que Silverberg denuncia utilizando un elegante simbolismo espacial, colocando cada clase social en un nivel más o menos alejado de la cima, donde moran y gobiernan no tanto los más capaces como los más afortunados.

 

Un aspecto interesante de este libro es que, a pesar de ser una distopía de final pesimista, carece de algunos de los elementos que habitualmente se asocian a este subgénero. Así, aunque hay cierto control sobre las entradas y salidas de la mónada, que existe una especie de cuerpo de seguridad poco definido y que uno de los personajes es ejecutado, no se puede definir al sistema de las monurbs como “estado policial” al estilo de, por ejemplo, “1984” (1949). Asimismo, ostentando el poder una pequeña élite de gobierno, no existe la sensación de que sea una minoría tiránica opresora de las masas. De hecho, son los ciudadanos los que se controlan a sí mismos y al prójimo. Todo lo impregna una especie de “pensamiento único” que convence a los ciudadanos de las bondades del sistema, lo innecesario de alejarse del mismo y la imposibilidad de sobrevivir fuera de la monurb.

 

Muchos de los trabajos de Silverberg desde la segunda mitad de los sesenta presentaban un tratamiento abierto y entusiasta del sexo. De hecho, a comienzos de esa década y tras la contracción del mercado de la CF, el autor se vio obligado, acosado por las deudas generadas por la compra de una espléndida casa, a tocar todo tipo de géneros de ficción y no ficción, incluyendo un buen número de novelas eróticas. Pero “El Mundo Interior” hace un hincapié todavía mayor en el amor libre, las drogas alucinógenas, la música psicodélica y las orgías, algo que no es solamente marca del autor en esta etapa de su carrera sino un recordatorio de que se trata de una novela publicada al final de la época hippie y que bebe en no poca medida de sus postulados. La excusa para introducir drogas, música y orgías es que inducen una mentalidad gregaria que ayudan a mantener unidos y en equilibrio a los habitantes de cada mónada, pero no puede evitarse la sensación de que el autor carga las tintas demasiado en ello y lo utiliza con el propósito de dar salida a una fantasía sexual propia y despertar de paso cierto cosquilleo en los lectores. ¡Tener sexo con quien uno desee, sin culpabilidad, remordimientos ni recriminaciones! ¿Quién no iba a desear vivir en semejante sociedad?

 

El problema es que Silverberg ya era un autor maduro cuando escribió esta novela (tenía 36 años) y su visión del sexo y el papel y actitud de la mujer no sólo resultan chirriantes para la sensibilidad actual sino en varios aspectos incoherentes con la sociedad que él mismo describe. Si las costumbres de las mónurbs son las propias del amor libre… ¿Por qué es obligatorio que todo el mundo se case a temprana edad? La obsesión por tener hijos continuamente y la ausencia de cualquier método anticonceptivo, ¿no margina a las mujeres de esa supuesta libertad sexual? Habida cuenta del trasiego que tiene lugar todas las noches y que la contracepción está contemplada como un severo pecado, ¿cómo se sabe quién es el padre de este o aquél hijo? ¿Importa eso algo?

 

Abundando en esto, las esposas (porque no hay mujeres solteras) parecen estar limitadas a quedarse en casa cocinando, ir a salones de belleza y cuidar de la progenie mientras azuzan la ambición de sus maridos para que ambos puedan ascender en el escalafón social. Y, de nuevo y en contradicción con la supuesta libertad sexual, las mujeres están confinadas –más por la costumbre que por las normas- a un rol pasivo: no merodean cada noche de lecho en lecho eligiendo a su partenaire, sino que permanecen en el hogar aceptando a quien cruza el umbral. Aparte del aleatorio y diario intercambio de parejas, se describen también orgías o incestos.

 

Todo lo cual puede resultar incómodo o molesto para la sensibilidad de algunos lectores, que opinen que se hace excesivo hincapié sobre este aspecto, en especial teniendo en cuenta que Silverberg no lo describe con excesivo gusto o sutileza. Tal rechazo es comprensible y respetable. Con todo, conviene recordar que el sexo es importante en esta sociedad dado que se utiliza como lubricante –perdón por el juego de palabras- social. Y el autor, además, nos quiere exponer cómo las circunstancias han hecho que el sexo deje de ser una actividad privada, restringida y hasta vergonzosa hasta el punto de convertirse en algo banal.

 

Pero quizá lo más inverosímil de la novela sea la edad de los personajes. No hay auténticos adultos. Todo el mundo parece tener menos de veinticinco años pero se comportan como personas maduras y desempeñan tareas para las que forzosamente son necesarios años de experiencia y adquisición de conocimientos que ellos no han tenido tiempo de vivir. Más allá de que no exista justificación en la historia para la ausencia de gente adulta, hubiera sido interesante analizar cómo el tipo de vida de las monurb del siglo XXIV afecta con el paso del tiempo a tales ciudadanos, cómo podrían subsistir y qué papel desempeñarían en esa sociedad sus individuos más ancianos.

 

“El Mundo Interior” es una novela triste. Sus frases de apertura (“Está comenzando un feliz día en 2381”) y cierre (“La vida prosigue. ¡Dios bendiga! Está empezando otro nuevo día”) están teñidas de un amargo sabor irónico. Silverberg acierta al presentar un mundo que puede que a nosotros nos parezca distópico, pero que, en el contexto descrito, resulta adecuado para la mayoría de sus habitantes. Hay pasajes en los que los personajes discuten sobre los pros y los contras de la vida en el siglo XXIV. Sí, se han sacrificado la individualidad, la privacidad, la libertad de disidencia o de elección sobre si permanecer o salir de esa sociedad. Pero a cambio y más allá del sexo libre y las drogas legales, no hay enfermedad, pobreza, carestía, crimen o guerras. Eso sí, el autor toma partido al convertir en protagonistas a los alienados, a los descontentos y los infelices, haciendo que el lector sienta simpatía por estos inconformistas y rebeldes.

 

Pero en el fondo, acaso no podemos encontrar paralelismos con nuestras propias sociedades actuales? La creciente permisividad sexual (con un sexo omnipresente y carente de componente afectivo) y las drogas ofrecen para mucha gente una forma de escapar a la vacuidad espiritual e intelecual de una sociedad cuyo pegamento parece ser el consumismo. Como sucedía en los monurbs, los miembros de un estrato social son remisos a mezclarse con los de otro al que consideran inferior.

 

También podría pensarse que difícilmente podrían convivir dos fuerzas contrapuestas como son unas condiciones de vida de extremo hacinamiento con el impulso de tener hijos y formar grandes familias. Pero esto es algo que viene sucediendo desde hace mucho tiempo en nuestro propio mundo. En numerosos países las clases más humildes, residentes en los barrios más congestionados e insalubres, se reproducen sin control y sin considerar el problema global de superpoblación. Incluso hay quienes niegan que exista tal problema o cínicamente descargan la tarea de solucionarlo en las generaciones venideras. Muchas ciudades de países en América, Asia o África, continúan creciendo sin que las autoridades puedan ya suministrar a sus ciudadanos los servicios básicos. ¿Es, por tanto, la sociedad de las monurb más irracional que nuestro mundo actual? Puede que no tanto. Y, después de todo, “Un Mundo Interior” cumple la premisa principal de la buena ciencia ficción: tomar un problema del mundo actual y llevarlo a sus últimas consecuencias.

 

Llaman la atención los cambios de tono que se producen de relato en relato, o incluso en el curso de uno solo de ellos. En el capítulo dedicado al músico Dillon Chrimes, se narran con detalle las sensaciones despertadas en el público por un concierto de rock “cósmico”, utilizando un estilo poético que bordea en ocasiones el flujo de conciencia; otros fragmentos, en cambio, adoptan la forma de sátiras o crítica social dirigida contra políticos hipócritas, autoridades religiosas o psicólogos; hay segmentos que parecen extraidos del pulp más convencional, enumerando las asombrosas invenciones del futuro, como las nuevas drogas psicotrópicas o la tecnología de la información (cuando uno de los personajes reflexiona sobre la mejor forma de obtener datos, bien podría estar refiriéndose al motor de búsqueda de Google: “Puede tener acceso a ese enorme depósito de información general siempre que lo necesite, y de forma casi instantánea. El único problema es formular correctamente la petición para recibir los datos solicitados”).

 

Este eclecticismo, incluso dispersión, ha hecho siempre a Silverberg un autor difícil de clasificar. Sus obras de esta época nunca le permitieron dar el salto al pelotón de vanguardia en el que marchaban Aldiss, Delany, Ballard o Disch; tampoco pone todo su interés en emular la capacidad satírica de Vonnegut, la lírica prosa de Bradbury o el surrealismo de Dick. Y ello aun cuando elementos de todos ellos salpican sus mejores trabajos y que, de proponérselo (o de haber dispuesto del tiempo necesario en lugar de tener que escribir a toda velocidad para satisfacer las exigencias de sus editores), hubiera conseguido sobresalir en cualquier estilo porque poseía las virtudes necesarias: una prosa elegante, una rica imaginación y un buen ojo tanto para lo cómico como para lo trágico, tal y como demuestra “El Mundo Interior”.

 

En aquel mismo año 1971, el prolífico Silverberg escribió otros tres libros más, “El Hijo del Hombre”, “Tiempo de Cambios” y “El Segundo Viaje”. “El Mundo Interior” y “Tiempo de Cambios” fueron nominadas para el Premio Hugo de 1972, aunque perdieron frente a “Mundo Anillo” de Larry Niven (“Tiempo de Cambios” sí ganó el Nébula).

 

“El Mundo Interior”, más que una novela con una trama lineal clásica, es una historia coral cuyo principal atractivo consiste en sus ideas, personajes y ambiente y que, pese a su breve extensión, consigue tocar muchos temas importantes y dignos de reflexión utilizando una prosa refinada pero accesible. Además, y aprovechando tanto su experiencia como escritor como las nuevas libertades que brindaba el zeitgeist de la época, Silverberg carga contra el puritanismo sexual del siglo XX y ofrece una exploración tan sombría como fascinante sobre los contradictorios ingredientes de nuestra naturaleza que nos convierten tanto en humanos como en animales sociales.

 

Una novela, en fin, imprescindible dentro de la bibliografía del autor y clave dentro del subgénero de superpoblación.

 

 

 


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