En 1968, el biólogo Paul Ehrlich publica su bestseller, “La Bomba de Población”, un ensayo en el que advertía del inminente colapso demográfico a que el planeta estaba abocado, debido a la falta de control sobre la tasa de reproducción humana y las consiguientes hambrunas e inestabilidad social que ello iba a generar a nivel global. En la página de apertura, el autor afirmaba melodramáticamente: “La batalla para alimentar a toda la Humanidad, ha terminado. En los años setenta, cientos de millones de personas morirán de hambre a pesar de cualquier programa de choque que se ponga en marcha ahora mismo. Es demasiado tarde y nada puede impedir un incremento sustancial de la tasa de mortalidad”.
Los méritos científicos de Ehrlich fueron objeto de controversia desde el principio y cincuenta y tres años después, parece que sus pronósticos no fueron muy certeros. Pero de lo que no cabe duda es de que la preocupación caló entre los autores de ciencia ficción de la época. Como ejemplos de la época podemos mencionar a “Todos sobre Zanzíbar” (1968), una de las novelas más vanguardistas del género; o la antología de Kurt Vonnegut, “Bienvenidos a la Casa del Mono” (1968). Antes incluso, otros grandes autores ya se habían adelantado a esta ansiedad demográfica en obras como “The Wanting Seed” (1962), de Anthony Burgess; “Ciudad de Concentración” (1957) o “Bilenio” (1962), de J.G.Ballard; “Bóvedas de Acero” (1953), de Isaac Asimov; “Un Mundo Devastado” (1965), de Brian Aldiss; “Túnel en el Espacio” (1955), de Heinlein; y, sobre todo, “Hagan Sitio, Hagan Sitio” (1966), de Harry Harrison.
Robert Silverberg ofrece en “El Mundo Interior” un nuevo giro a este subgénero que, como vemos, ya tenía cierto recorrido. El autor reconoció el mérito de este libro al editor Horace L.Gold de la revista “Galaxy Science Fiction”, quien le recordó que “volver del revés algún concepto conocido de la ciencia ficción” a menudo daba como resultado historias nuevas e interesantes. En 1970, en “La Torre de Cristal”, Silverberg había contado cómo el obsesivo magnate Simeon Krug levantaba una estructura de 1.500 metros de altura (el equivalente a tres Empire State Buildings) que le permitiera comunicarse con las estrellas. Un año después, para su cuadrasegimo quinta novela de CF, “El Mundo Interior”, imagina una superficie de la Tierra erizada de agujas de cemento y cristal que harían empequeñecer la torre de su libro anterior y que sirven para contener la creciente población planetaria. Pero el verdadero giro que introduce es otro: una sociedad que no sólo tolera la superpoblación sino que la fomenta activamente. Entre 1970 y 1971 y con ese trasfondo, escribió para “Galaxy” una serie de cuentos protagonizados por diferentes personajes y que luego fueron compilados bajo el título antedicho.
En el año 2381, la Tierra ya alberga en su superficie una población de 75.000 millones de personas. A pesar de los siniestros augurios de los profetas del siglo XX, los humanos no han agotado los recursos del planeta y, de hecho, hay abundante comida para todo el mundo porque el 90% de la superficie está ocupada por granjas. ¿Cómo ha sido posible tal milagro? Mediante un cambio radical en la forma de organizar la vida social e individual: la inmensa mayoría de la gente vive en Monurbs, Mónadas Urbanas, que son inmensos edificios de tres kilómetros de alto y mil plantas en los que residen 800.0000 personas.
En las primeras páginas de la novela un personaje describe a otro la organización de la monurb:
“El edificio está hecho con hormigón súper tensado. Ha sido construido alrededor de un eje central de servicios de doscientos metros cuadrados. Originalmente, los cálculos eran de que cada planta albergara cincuenta familias, pero hoy alcanzamos las ciento veinte, y los antiguos apartamentos han sido divididos en unidades de una sola pieza. Somos totalmente autosuficientes, con nuestras propias escuelas, hospitales, campos de deporte, casas de culto y teatros.
—¿Y los alimentos?
—No producimos ninguno, por supuesto. Pero tenemos acceso por medio de contratos a las comunas agrícolas. Estoy seguro que habrá visto usted que casi el noventa por ciento de los espacios libres de este continente es usado para la producción de alimentos; y existen también las granjas marinas. Oh, estamos llenos de comida en este planeta, y desde que hemos dejado de desperdiciar espacio construyendo horizontalmente hemos ganado gran cantidad de tierras cultivables.
—¿Pero no se hallan así a merced de las comunas productoras de alimentos?
—¿Acaso los habitantes de las ciudades no han estado siempre a merced de los agricultores? Parece como si usted contemplara la vida en la Tierra como un asunto de colmillos y garras. Actualmente la ecología de nuestro planeta está perfectamente engranada. Nosotros somos vitales para los campesinos: su único mercado, y su única fuente de productos manufacturados. Ellos son vitales para nosotros: nuestra única fuente de alimentos. Indispensabilidades recíprocas, ¿no? Y el sistema funciona. Podríamos mantener varios miles de millones de gente suplementaria. Algún día, dios bendiga, lo haremos”
Cada nivel está compuesto por agrupaciones de unos cuarenta pisos mayormente autónomos –esto es, que cuentan con todos los servicios esenciales para la supervivencia material y social- bautizados con el nombre de antiguas ciudades y que albergan población dedicada a actividades concretas y viviendo de acuerdo a culturas diferentes. Por ejemplo, en la parte superior están los pisos que componen Louisville, donde viven los líderes y administradores. Algo más abajo está Shanghai, hogar de los técnicos y burócratas; San Francisco es el ghetto cultural; Reykjavik, Praga o Varsovia, en la zona inferior, albergan a los obreros…
Esas inmensas estructuras verticales, a su vez, se organizan colectivamente en “constelaciones”. Entre mónada y mónada, la tierra se destina a cultivos, supervisados por granjeros organizados en sociedades más primitivas materialmente y que envían los alimentos a los edificios a cambio de bienes de equipo y de consumo fabricados en las plantas inferiores de las mónadas.
Obviamente, ha sido necesario un cambio radical de mentalidad para vivir en esas condiciones y aceptarlas como algo natural y hasta conveniente. Y así, la sociedad de las monurb ha sido modificada y diseñada para alcanzar el equilibrio y la armonía, reduciendo cualquier posible fricción entre sus miembros, ya que con tanta gente viviendo casi hacinada los problemas, discusiones y desencuentros podrían derivar en algo mucho más peligroso. La solución ha sido instaurar una cultura en la que todas las necesidades básicas están cubiertas, pero donde tampoco existe la propiedad privada: nadie posee cosas en exclusiva, las puertas están siempre abiertas, cualquiera puede entrar en el hogar de otro en cualquier momento, la desnudez o las abluciones personales frente a extraños no incomodan a nadie… y todo el mundo puede tener sexo con quien elija, animando a los matrimonios a compartirse sexualmente con terceros.
“Mi esposa está a su disposición. Dentro de la monurb es impropio rehusar una petición razonada, a menos que traiga aparejada consigo algún perjuicio. Ya debe usted saber que el evitar toda frustración es la primera regla de una sociedad como la nuestra, donde las menores fricciones pueden conducir a incontrolables oscilaciones de desarmonía (…) Las puertas no están cerradas en la Monurb 116. No tenemos bienes personales que deban ser guardados, y todos nosotros estamos socialmente ajustados. Por la noche es algo completamente normal el entrar en otros hogares. De este modo cambiamos parejas en cualquier momento; generalmente las esposas se quedan en casa y son los maridos los que emigran, pero no necesariamente. Cada uno de nosotros tiene acceso en cualquier momento a cualquier otro miembro de nuestra comunidad”.
Esas medidas, asumidas por la población como algo necesario y natural, han erradicado las guerras, los crímenes y delitos, la codicia y envidia por lo ajeno, los celos o la censura sexual. Los ciudadanos de las monurbs son felices… al menos, casi todos. Aquellos que expresan algún tipo de insatisfacción con el sistema, reciben tratamiento reprogramador por parte de los “Ingenieros Morales” o, si esa solución es ineficaz o su falta es muy grave, acaban arrojados a las “tolvas”, donde sus cuerpos son reciclados como combustible.
Por otra parte, los ciudadanos de esos colosales edificios no tienen permitido salir al exterior y muchos aspectos de la vida social están estrictamente monitorizados. Todo el mundo se casa a la edad de doce años y se anima a cada pareja a concebir tantos hijos como les sea posible ya que la fertilidad y los niños están considerados como bendiciones divinas. Aumentar todavía más la población es una meta compartida por todos y, de hecho, cuantos más hijos tenga un matrimonio, más elevado se considera su estatus social. La mayoría de las parejas tienen al menos cuatro o cinco hijos y llegar a los ocho es normal.
El concepto de “micromundos” verticales como solución al desaforado crecimiento horizontal de la población y la organización social que impera en estas comunidades muy extensas pero también cerradas y rígidas, es fascinante. Como también que una organización en la que casi todo el mundo se encuentra cómodo y conforme, nos parezca hoy algo aberrante e indiscutiblemente distópico. La inspiración de “Un Mundo Feliz” (1932) –y puede que incluso la de “La Fuga de Logan” (1967); o “Bóvedas de Acero” (1953) en cuanto a la agorafobia y las ciudades aisladas del mundo natural- es muy clara: no sólo los ciudadanos de las mónadas son muy jóvenes y gozan de excelente salud y aspecto físico, sino que son felices. Como en la obra de Huxley, las drogas y el sexo se consumen y práctican sin restricciones y han desaparecido las lacras que castigan al hombre del siglo XXI.
“¿Para qué tendría que ir a ningún sitio? El secreto de nuestra felicidad reside
en la creación de núcleos autosuficientes de cinco o seis plantas dentro de ciudades de cuarenta plantas dentro de monurbs de mil plantas. No tenemos la menor sensación de estar saturados o apretujados. Conocemos a nuestros vecinos; tenemos centenares de apreciados amigos; somos amables y leales y agradecidos los unos con los otros”.
Por otra parte, la población no vive exclusivamente para el hedonismo. Existe una meta compartida, una especie de imposición divina en la que se vuelcan con entusiasmo: procrear, rápida y abundantemente.
“Nosotros mantenemos que la vida es sagrada. Crear nueva vida es una bendición. Uno de nuestros deberes ante dios es reproducirnos. Lo humano es enfrentarse a las dificultades con el ejercicio de la inteligencia, ¿no? Y una de las dificultades es la multiplicación de los habitantes en un mundo que ha sabido vencer las enfermedades y eliminar las guerras. Podríamos limitar los nacimientos, supongo, pero eso sería una pobre, mezquina, antihumana escapatoria. En su lugar, nos hemos enfrentado a la superpoblación y hemos triunfado, ¿no cree? Y continuamos así, multiplicándonos gozosamente, con nuestra población creciendo a un ritmo de tres mil millones por año, y proporcionamos sitio para todos, y alimentos para todos. Unos pocos mueren, y muchos otros nacen, y nuestro planeta se llena, y dios es bendecido, y la vida es próspera y hermosa, y como puede usted ver todos somos felices. Hemos madurado más allá de la necesidad infantil de levantar barreras de aislamiento entre hombre y hombre. ¿Para qué salir afuera? ¿Para qué añorar los bosques y desiertos? La Monurb 116 contiene suficientes universos para nosotros. Las predicciones de los profetas del desastre se han revelado falsas. ¿Puede usted acaso negar que somos felices aquí?”
El problema es, como he dicho, que sí hay infelices. Los personajes del libro repiten una y otra vez lo satisfechos que están con sus vidas, pero dan la impresión de que lo hacen para intentar convencerse a sí mismos y no atraer sobre sí los correctivos que la sociedad ha impuesto para tratar con los no adaptados. Pronto queda claro que esa sociedad supuestamente libre de fricciones está en realidad plagada de problemas larvados: celos e inseguridad sexual, descontento con el estatus social o dificultades para vivir perpetuamente entre cuatro paredes. En algunos casos, esto se manifiesta como un sentimiento difuso de insatisfacción, de desasosiego. En otros, la burbuja estalla en un colapso nervioso. A estos últimos se les denomina “neuros”
En un planeta Tierra como el que describe Silverberg, en el que los ciudadanos están adaptados a la protegida vida que llevan en las mónadas, no cabe exiliar a los inconformistas al exterior. Y dado el hacinamiento en el que viven, su actitud negativa puede contagiarse y degenerar en una revuelta que desintegre el equilibrio. La solución es la ejecución sumaria, un castigo terrible que, sin embargo, no impide que más ciudadanos de los que a simple vista parece se sientan más infelices de lo que demuestran públicamente.
Y eso es precisamente lo que cuenta “El Mundo Interior”: las vivencias de varios habitantes de la Mónada Urbana 116, uno de los cincuenta edificios de que consta la constelación Chipitts (entre las antiguas ciudades de CHIcago y PITTSburgh) quienes, por una u otra razón, se sienten insatisfechos y decepcionados con sus vidas.
(Finaliza en la siguiente entrada)
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