El bombardeo de Dresde por parte de la Royal Air Force y las Fuerzas Aéreas estadounidenses entre el 13 y el 15 de febrero de 1945 sigue siendo una de las acciones más controvertidas de la estrategia aliada en Europa durante la Segunda Guerra Mundial. No solo era una de las ciudades más grandes de Alemania (tenia 642.000 habitantes a comienzos de los años treinta) y prósperas (sobre todo gracias a la fábrica de productos ópticos Zeiss Ikon, que daba empleo a más de diez mil personas) sino de las más hermosas y monumentales del continente, un auténtico centro cultural y turístico.
A pesar de ser, a tenor de los resultados electorales, uno de los bastiones nacionalsocialistas y un importante nudo ferroviario norte-sur y este-oeste, Dresde había capeado la guerra con bastante tranquilidad. Por supuesto y como en toda Alemania, hubo leva de hombres y reconversion de las fábricas en centros de producción de material bélico. Había cierta escasez, pero no hambre ni miseria. Sus habitantes tenían la seguridad de que la ciudad no sería atacada en base a rumores diversos que iban desde los pactos tácitos entre Alemania y los aliados a la residencia allí de un pariente de Churchill pasando por un hipotético ascenso a capital nacional tras la guerra.
Y entonces, empezaron a producirse avisos del infierno que estaba por desplomarse sobre la ciudad: un bombardeo mató a 241 personas y los aviones enemigos surcaban los cielos a diario en dirección a otros lugares. A pesar de ello, las autoridades –salvo algunos centros oficiales- no construyeron refugios modernos que pudieran resistir las bombas incendiarias. Se esperaba que la población estuviera segura en simples sótanos sin cortafuegos, filtros de aire o generadores eléctricos autónomos. Y, mientras tanto, la protección antiaérea fue trasladada a otros lugares más castigados por la aviación aliada.
Mientras tanto, los políticos y militares británicos decidieron cambiar de táctica. Desde el comienzo de la guerra habían utilizado sus mermadas capacidades para bombardear territorio alemán… con poco éxito. Los centros fabriles y militares estaban bien protegidos por artillería antiaérea y para que las bombas acertaran sus objetivos era necesario sobrevolarlos a baja altura y de día, lo que hacía más vulnerables a los aviones. Y entonces, llegó al Comando de Bombardeo de la RAF el general Arthur Harris, que asumió como lema personal aquella soflama de Churchill alimentada por la frustración y el ansia de venganza: “Bombardearemos Alemania de día y de noche [...] haciendo degustar y tragar al pueblo alemán cada vez una fuerte dosis de las miserias que ellos han esparcido sobre la humanidad”. Tanto fue así, que lo apodarían “Bombardero Harris” o “Carnicero Harris”.
Aunque los norteamericanos siguieron prefiriendo los bombardeos de precisión, diurnos y a baja altura, los británicos adoptaron la táctica favorita de Harris, conocida como “tormenta de fuego”. Se trataba básicamente de un bombardeo de saturación a gran altura sobre un área escogida y utilizando una combinación de bombas explosivas e incendiarias. Dado que la precisión sobre objetivos individuales era imposible a esa altura, los civiles se convertían automáticamente en víctimas de tales operaciones. Algo que no era del todo un subproducto involuntario, dado que se pretendía también con ello minar la moral de la población alemana. En esto no tuvieron éxito, pero lo que sí se lograba invariablemente era un auténtico apocalipsis. Los incendios se solapaban entre sí formando muros de fuego que alcanzaban los mil grados de temperatura, calentando el aire circundante hasta hacerlo irrespirable y generando un letal monóxido de carbono.
La primera víctima de esa nueva estrategia, en marzo de 1942, fue Lübeck, en el norte de Alemania; la siguiente, Hamburgo, en julio de 1943, con 48.000 muertos. La mejora de la tecnología bélica no hizo sino aumentar las dimensiones de la masacre. Conforme los aviones incrementaban su radio de acción y capacidad de carga, más ciudades alemanas recibieron el castigo de sus bombas.
La amenaza para Dresde, por tanto, estaba cada vez estaba más próxima; y, además, en un momento complicado porque la ciudad se había convertido en centro de reunion para miles de refugiados de otras partes del país, sobre todo del Este, donde el Ejército Rojo iba avanzando sin piedad. Los hospitales y cualquier edificio que pudiera albergar temporalmente semejante avalancha, estaban repletos.
Y allí llegó como prisionero de guerra, un Kurt Vonnegut de 22 años, licenciado en Bioquímica por la Universidad de Cornell, Nueva York, aunque más interesado por la escritura. Cuando Estados Unidos entró en guerra en diciembre de 1941, él formaba parte del Cuerpo de Adiestramiento de Oficiales en la Reserva, pero sus mediocres resultados académicos y un artículo satírico contra el estamento militar que escribió para el periódico universitario, hizo que le expulsaran. Inhabilitado así para solicitar una prórroga en su llamamiento a filas, decidió presentarse voluntario en el Ejército en marzo de 1943. Allí recibió lecciones en el manejo de piezas artilleras de pequeño calibre y, en la Universidad de Tennessee y el Instituto Carnegie de Tecnología, ingeniería mecánica como parte de un programa de adiestramiento especializado que el ejército tenia con instituciones de enseñanza.
Pero cuando a comienzos de 1944, el Ejército puso en marcha los preparativos para el día D, el desembarco de Normandía, llegó la hora de marchar al frente. El 14 de mayo de 1944, tres meses antes de salir hacia Europa, Vonnegut aprovechó un permiso para volver a casa en el fin de semana del Día de la Madre, solo para descubrir que la suya se había suicidado por ingestion de somníferos la noche anterior. Parece ser que en ello tuvo que ver la pérdida de estatus económico de la familia a causa de la guerra, la inminente marcha de su hijo al frente europeo y su fracaso a la hora de abrirse camino como escritora.
Vonnegut fue incorporado a la 106 División de Infantería como explorador para recopilar información de inteligencia. En diciembre de 1944, combatió en la Batalla del Bulge, la última ofensiva alemana de la guerra. Durante la batalla, su division, que acababa de llegar al frente y, en base a su inexperiencia, había sido asignada un sector “tranquilo”, fue superada por un avance de las fuerzas alemanas, a consecuencia del cual murieron 500 de sus soldados y más de 6.000 fueron capturados.
El 22 de diciembre, le llegó el turno a Vonnegut, que fue enviado en tren a un campo de prisioneros al sur de Dresde. Durante el viaje, la Royal Air Force atacó por error el convoy, matando a 150 de sus compañeros. A continuación, se le trasladó a Dresde, siendo confinado junto a otros prisioneros en un matadero, trabajando durante el día en una fábrica que elaborada jarabe de malta para mujeres embarazadas. Y entonces llegó el bombardeo.
¿Y por qué Dresde? A pesar del vuelco que había dado la guerra, Londres seguía siendo víctima de las bombas alemanas, en esta occasion las V1 y V2. Churchill, presionado, apoyó un plan que aseguraba que el bombardeo de Berlín u otra ciudad de gran tamaño, provocaría la rendición de los alemanes. Además, si esa ciudad resultaba estar en el Este, donde se estaba produciendo el avance ruso, ayudaría a éstos y les demostraría la capacidad destructiva de las armas anglo-americanas. Los mejores objetivos de acuerdo a las necesidades expuestas, serían Berlín, Leipzig, Chemnitz o Dresde.
Y así y sin entrar en más detalles técnicos sobre los aviones o las tácticas utilizadas, el 13 de febrero de 1945, llovió el fuego sobre la ciudad, desprovista de protección alguna. Veinte minutos bastaron para destruirla a base de explosiones e incendios que durante una semana levantaron columnas de humo visibles desde casi cien kilómetros de distancia.
Y cuando de madrugada, empezó a llegar la ayuda, tal y como habían calculado los aliados, lanzaron la segunda oleada, todavía más abundante que, viendo que el centro estaba destruido, arrojó sus bombas sobre las zonas periféricas, donde se habían ido concentrado los supervivientes envueltos en mantas húmedas para resistir el abrasador calor y con pañuelos en la boca para poder respirar. Hasta el asfalto se derritió tal era el calor reinante. Tirarse a los depósitos de agua solo sirvió para cambiar la asfixia por el escaldamiento. Tan dantesco fue el espectáculo que desde las alturas, los pilotos quedaron impresionados, sin decir palabra ni prorrumpir en gritos de victoria. A decir de uno de ellos, “El cielo está iluminado por el horrendo infierno de la tierra que ahora es el objetivo... No hay ningún alborozo en las tripulaciones, ni siquiera un leve hurra”. Y aun quedaban dos oleadas más de ataques.
Las cifras de destrucción y muerte son tan sobrecogedoras como puede esperarse. Se arrasaron 15 kilómetros cuadrados de área urbana, incluidas 176.000 viviendas, y el 70% de la zona industrial quedó más o menos afectada. Irónicamente, la zona militar apenas sufrió desperfectos. Durante semanas, cayó una lluvia de ceniza negra hasta a 35 km de distancia y el nauseabundo olor a carne podrida lo invadía todo. El contigente de auxilio, para evitar epidemias, tuvo que quemar miles de cadaveres en pilas de tres metros de altura.
La cifra de víctimas se utilizó desde el principio con fines propagandísticos pero ya entonces debió de ser tan sobrecogedora que Churchill ordenó revisar la estrategia de bombardeos sobre territorio alemán. El 6 de mayo de 1945, la cifra official de muertos era de 31.773; en 1963, algunos historiadores la elevaban a entre 135.000 y 250.000. El superviviente y periodista Götz Bergander, que dedicó su vida al tema, la cifró en 40.000. Y en 2008, un comité de investigación de la propia ciudad de Dresde concluyó que debieron fallecer entre 18.000 y 25.000 personas. Pero la cuestión, más allá del desagradable ejercicio de competir por añadir o rebajar víctimas, es que aquella operación no solo fue cruel y vindicativa sino desproporcionada e innecesaria a la hora de ganar la guerra.
Pues bien, Vonnegut fue testigo de todo aquello y la experiencia le dejó la esperable cicatriz espiritual, un demonio que exigía ser exorcizado. Durante años, intentó escribir un libro sobre ello hasta que, por fin, en 1969, aparece “Matadero Cinco”. El título hace referencia a la instalación de Dresde donde las menguadas fuerzas del ejército alemán alojaron temporalmente a los prisioneros aliados, entre ellos Vonnegut, una instalación que, antes de la guerra, también estaba relacionada con la muerte (los mataderos municipales). En el primer y autobiográfico capítulo, el autor explica que su novela será “corta, confusa y discutible”, y que eso es un “fracaso” ya que:
“A la esposa de Lot le dijeron que no mirara hacia atrás, donde habían estado todas esas gentes y sus hogares. Pero ella se volvió para mirar, y eso fue lo que me gustó. ¡Es tan humano! Como castigo quedó convertida en estatua de sal. Eso es. La gente no debe mirar hacia atrás. Ciertamente, yo no volveré a hacerlo. Ahora que he terminado mi libro de guerra, prometo que el próximo que escriba será divertido. Porque éste será un fracaso. Y tiene que serlo a la fuerza, ya que está escrito por una estatua de sal”.
Pues bien, el libro es, efectivamente, corto y confuso, pero ni mucho menos un fracaso. Todo lo contrario. Es interesante, irreverente y hasta divertido. De hecho, las circunstancias no tardaron en convertirla en una de las novelas norteamericanas más famosas del siglo XX.
Y ese rango de clásico le ha llegado a pesar del desafío que siempre ha supuesto para los amantes de la categorización dado que no se encuadra fácilmente en ningún género y tanto ha sido reivindicada por un sector de los aficionados a la CF como rechazada por otros al considerar que sus viajes en el tiempo y alienígenas no son más que alegorías y metaficción. El libro se editó en el climax de la guerra de Vietnam y las protestas que ésta generó en Estados Unidos por parte de activistas y miembros de la contracultura. Quizá por ello, “Matadero Cinco” ha sido a menudo calificada como novela antibélica, aunque este aspecto podría discutirse y, en cualquier caso, no sería en absoluto su único mensaje. Sería tan simplista como decir que “Los Miserables” es una obra policiaca. “Matadero Cinco” es un tratado sobre la muerte que presenta dos visiones de la misma: una aceptación pragmática de su inevitabilidad (tal y como subraya la repetición de la expresión “Así fue”) y un atrevido desafío al poder que aquella ejerce sobre nosotros.
(Finaliza en la próxima entrada)
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