Hoy, los thrillers de CF en los que algún tipo de desastre natural arrasa la civilización y/o extermina buena parte de la especie humana son relativamente comunes. Pero mucho antes de que cineastas como Danny Boyle, Roland Emmerich o M.Night Shyamalan flirtearan con el apocalipsis, los escritores de CF especularon, a veces con inquietante presciencia, sobre las posibles causas de cambios en la biosfera.
Durante la edad de oro de la CF, montones de novelas y cuentos
utilizaban como
premisa o trasfondo grandes desastres naturales. Cuando en 2006
apareció el apocalíptico documental “Una Verdad Incómoda”, sobre la campaña de
concienciación medioambiental de Al Gore, los aficionados a la CF no se
sorprendieron. Llevaban décadas leyendo sobre cataclismos de lo más diverso que
iban desde alienígenas abisales (“El Kraken Despierta”, de John Wyndham) a
pruebas nucleares (“The Tide Went Out”, de Charles Eric Maine) pasando por la
ralentización de la rotación terrestre (“Invernáculo”, de Brian Aldiss”) o los
virus letales (“La Tierra Permanece”, de George R.Stewart). Pero de entre todos
ellos destaca el británico J.G.Ballard, cuya tetralogía de los ecodesastres
hizo mucho por legitimar y popularizar este subgénero…
Tras la Segunda Guerra Mundial, muchos escritores británicos sintieron
que el optimismo no era precisamente lo que les inspiraba la realidad que les
tocó vivir. No es que, como en el caso de otros colegas norteamericanos, sus
vidas hubieran quedado interrumpidas o afectadas por una guerra librada a miles
de kilómetros, sino que la guerra había definido sus vidas y
su forma de ver el
mundo. Su literatura, por consiguiente, debía transformarse para ajustarse a
esa nueva realidad. Inspirados por escritores vanguardistas como William
S.Burroughs, dirigieron su mirada no hacia las estrellas sino al “mundo
interior”, dando a luz la corriente dentro de la CF que daría en llamarse
“Nueva Ola” –según algunos, adaptando el término “Nouvelle Vague” que se había
aplicado al nuevo cine francés-.
Una de las voces definitorias de la Nueva Ola británica llegó desde un lugar poco predecible. James Graham Ballard nació en 1930 de un matrimonio de ingleses expatriados en el esplendor y exotismo del recinto internacional de Shanghai. Desde el siglo XIX, los conflictos entre China y Japón habían propiciado un flujo constante de refugiados chinos hacia la rica ciudad portuaria y Ballard creció en el seno de una familia rica rodeada de extrema pobreza, enfermedades y muerte.
El 7 de diciembre de 1941, los japoneses tomaron la ciudad,
trasladando a los
ciudadanos no chinos a campos de internamiento, incluida la
familia Ballard, lo que le dio al joven James un asiento de primera fila para
estudiar la caprichosa violencia del ser humano. A pesar del hambre, la
enfermedad y más muerte, la experiencia de Ballard no fue enteramente infeliz
porque, por primera vez, pudo estar y sentirse verdaderamente próximo a sus
hasta entonces distantes padres… hasta que, al final de la guerra y tras
regresar a Inglaterra, lo volvieron a abandonar internándolo en un colegio.
Ballard, que nunca había estado en ese país antes, se sintió confundido ante la
diferencia que encontró entre las imágenes nostálgicas de Inglaterra evocadas
por los expatriados en China y la opresiva realidad de un país de cielos
grises, lluvia, calles bombardeadas y habitantes exhaustos tras cinco años de
penurias.
Durante esos años de adaptación, Ballard se sentía alienado: británico
por nacimiento
pero norteamericano por sensibilidad y con unas experiencias y
traumas de guerra muy distintos de los que pesaban sobre sus compañeros de
clase. Encontraba placer en las librerías de Cambridge, las revistas y el cine,
aficionándose especialmente al género noir, las películas europeas de arte y
ensayo y la serie B norteamericano. En literatura, se sentía atraído por el
sentimiento de alineación que emanaba de las obras de Hemingway, Kafka, Camus,
Dostoyevski o Joyce. Pero fueron las verdades sobre la Humanidad que creyó ver
en el trabajo de Freud y los Surrealistas lo que le inspiró a escribir.
En 1949, se matriculó en la Facultad de Medicina para estudiar
psiquiatría y los dos años que pasó estudiando y diseccionando cadáveres le
sirvieron para interiorizar el proverbio bíblico “Médico, cúrate a ti mismo”
(Lucas 4:23). Así, Ballard exorcizó durante este periodo el sentimiento de
culpa del superviviente y asimiló la muert
e que le había acompañado durante
toda su infancia. Decidió concentrarse en la escritura y se mudó a Londres en
1951, donde se ganó la vida con diversos trabajos menores mientras se esforzaba
por encontrar lo que esperaba sería una voz propia y rompedora.
En 1954, Ballard sintió que necesitaba un cambio en su vida y se unió
a la RAF para satisfacer su interés en la aeronáutica y ganar tiempo para
seguir escribiendo. Durante su adiestramiento en Canadá, descubrió los libros
de CF. Para entonces, el género parecía haberse estancado y Ballard encontró
que mucha de su ficción, incluida la que aparecía publicada en “Astounding Science Fiction”, era demasiado estirada y autoindulgente, ignorando los
aspectos psicológicos de la vida cotidiana. Por el contrario, los cuentos y
novelas que incluían las cabeceras “Galaxy Science Fiction” y “The Magazine of Fantasy and Science Fiction”, más proclives a incluir extrapolacion
es
sociológicas y políticas, despertaron algo en él. Abandonó las fuerzas aéreas
y, con el apoyo de su nueva esposa, Mary, vendió sus primeras historias en 1956
a las revistas inglesas “Science Fantasy” y “New Worlds”, ambas editadas por
John Carnell. Éste creía que la CF necesitaba evolucionar para seguir estando
en la vanguardia y animó a Ballard a escribir más cuentos psicológicos y
surrealistas. Yendo un paso más allá, Ballard añadió su interés por la
emergente estética pop a estas historias tempranas que más adelante aparecían
compiladas en la antología “Vermilion Sands” (1971), relatos en los que
fenómenos intangibles como el tiempo o el sonido se convertían en elementos concretos
y donde exploraba lo que acabarían convirtiéndose en sus temas recurrentes,
como la superpoblación, la relación del Hombre con el Tiempo y la cara oscura
de la Era Espacial.
Mientras tanto, el boom económico de la posguerra y la emigración a
Londres de
muchos jóvenes nacidos durante el conflicto, se convirtieron en
catalizadores no sólo para la revitalización de la ciudad sino para una nueva
revolución cultural y social. En ese clima de efervescencia creativa, la
literatura de Ballard floreció. Publicó en más cabeceras historias cada vez más
osadas, pero su trabajo como editor ayudante de una revista científica le
quitaba tiempo para escribir. Si quería dedicarse por completo a ello,
necesitaba vender una novela. El mercado y el ambiente eran propicios, así que
se puso manos a la obra y lo consiguió: “El Viento de la Nada” (1961) fue la
primera de una serie de cuatro novelas postapocalípticas.
Pero fue la segunda, “El Mundo Sumergido” (1962) la que lo dio a
conocer como portavoz de algo nuevo. Su foco en el “espacio interior”, la
descripción de un entorno moribundo que se funde con la psique de los
personajes impulsándoles a una unión mutuamente autodestructiva, sedujo a
muchos lectores. Después y en la misma línea vendrían “La Sequía” (1964) y “El
Mundo de Cristal”. Todos estos libros muestran
una obsesión por la entropía y
la decadencia. Ballard veía el mundo como un paisaje en plena descomposición,
un planeta que se deslizaba hacia el olvido arrastrando consigo a las especies
dominantes.
Si en “El Mundo Sumergido” la anegación de los continentes sirvió como metáfora de la exploración de nuestros recuerdos colectivos más ancestrales, en esta ocasión Ballard nos presenta un misterioso proceso de cristalización que ha empezado en la selva de Camerún, un fenómeno inexplicable que poco a poco pero cada vez más rápido, transforma toda la materia orgánica en cristal, incluyendo las plantas, los minerales y los animales:
“Pronto se vieron en la espesura
del bosque; habían entrado en un mundo encantado. De los árboles de cristal que
los rodeaban colgaban unos enrejados de musgo vítreo. El aire parecía mucho más
frío, como si todo estuviese enfundado en hielo, pero entre las ramas
superiores se filtraba u
n continuo aleteo de luz. El proceso de cristalización
había avanzado más. Las cercas al lado de la
carretera estaban tan cubiertas de costras que formaban una empalizada
continua; a los lados de las estacas había una escarcha blanca de por lo menos
quince centímetros de espesor. Las pocas casas que se veían entre los árboles
relucían como pasteles de boda, las chimeneas y los techos blancos
transformados en minaretes exóticos y cúpulas barrocas. En un prado de espuelas
de cristal verde, el triciclo de un niño centelleaba como una joya de Fabergé, las
ruedas adornadas con brillantes coronas de jaspe”.
“Había entrado en una infinita caverna subterránea donde unas piedras enjoyadas brotaban de la penumbra espectral como plantas marinas y el rocío se levantaba sobre la hierba en fuentes blancas. Sanders cruzó y volvió a cruzar la carretera. Las agujas casi le llegaban a la cintura, y no tenía más remedio que gatear sobre los tallos quebradizos. Una vez, mientras descansaba apoyado en el tronco de un roble bifurcado, un pájaro inmenso y multicolor echó a volar encima de él y se alejó chillando y derramando cascadas de luz desde las alas rojas y amarillas”.
El protagonista es Edward Sanders, un médico británico especializado
en lepra, que abandona su hospital en un país vecino para responder a la
llamada epistolar de una examante suya y esposa de un amigo, Suzanne Clair. A
bordo del barco en el que viaja coincidirá con un taciturno jesuita que parece
atormentado por algún recuerdo, el padre Balthus, y un excéntrico arquitecto,
Ventress. Cuando llegan a Port Matarre, en las orillas del río que se interna
en la jungla, se encuentran con una población semiabandonada, con calles
desiertas y mercados que venden clandestinamente extrañas flores cristalizadas.
Cuando aparece en la ribera del río el cadáver de un hombre con el brazo
convertido en cristal, Sanders decide penetrar en la selva y llegar hasta
Matarre, donde está la leprosería dirigida por sus amigos.
Dado que las carreteras están bloqueadas por el ejército, Sanders
inicia su viaje en la motora de un peculiar individuo, Aragon, hacia las
profundidades de la selva cristalizada que crece día a día afectando no sólo al
cuerpo sino a la psique de aquellos que encuentra en su camino. Durante su
periplo, S
anders irá encontrando a nativos y blancos atormentados por sus
propios fantasmas, desconcertados ante el fenómeno que amenaza con engullirlos
y aquejados de enfermedades físicas y/o mentales.
Si todo esto suena familiar es porque lo es. Aunque Ballard juró que no leyó “El Corazón de las Tinieblas” (1899), de Joseph Conrad, hasta años después, las similitudes son obvias: Sanders es un Marlow bienintencionado cuya identidad británica (su necesidad de reencontrarse con su amante) choca con la supuesta nobleza de su misión; Suzanne es una Kurtz benevolente que acaba liderando un grupo de leprosos enloquecidos que deambulan por el bosque cristalizado, todo respira un aire de enfermedad, locura y opresión…
Sanders se cuestiona repetidamente sus propios motivos para reunirse
con sus amigos en la leprosería, preguntándose si éstos son auténticamente
altruistas (el amor, la amistad, la preocupación por el bienestar mental de
Suzanne) o, por el contrario, obedecen a una malsana obsesión por esa
enfermedad. Cuando por fin encuentra la zona del bosque que está cristalizada,
observa que algunos de los leprosos se sienten atraídos por esas formaciones,
ya que el proceso de cristalización parece de algún modo ralentizar el avance
de su mal y, por tanto, retrasar la muerte. Pero otros personajes, estos
completamente sanos –al menos físicamente-, también parecen buscar ese proceso,
víctimas de sus emociones reprimidas. Ballard yuxtapone las fuerzas opuestas de
la lepra (que representa la degeneración, la muerte y la entropía) y la
cristalización (que detiene el tiempo y la muerte y simboliza la eternidad y la
perfección). Luego expone una desconcertante e incoherente teoría sobre el
Tiempo, la materia, la antimateria y el distante universo en un intento de
explicar el misterioso fenómeno:
“Ha pasado
apenas un año desde que los astrónomos del monte Palomar identif
icaron la primera
galaxia doble en la constelación de Andrómeda, la diadema chata que es acaso el
objeto más hermoso del universo: la isla galáctica M 31. No hay duda de que las
transfiguraciones aleatorias que ocurren en el mundo son reflejo de distantes
procesos cósmicos de alcance y dimensiones
enormes, que se detectaron por primera vez en la espiral de
Andrómeda. Sabemos ahora que es el tiempo («tiempo con el toque de Midas», como
dijo Ventress) el responsable de la transformación. El reciente
descubrimiento de la antimateria invita a imaginar el antitiempo como el cuarto
lado de ese continuum de carga negativa. Al chocar una partícula contra una
antipartícula no sólo se destruyen sus identidades físicas, sino que sus
opuestos valores temporales se eliminan mutuamente, restando otro quantum del
depósito total de tiempo en el universo. Son descargas aleatorias de este tipo,
provocadas por la creación de antigalaxias en el espacio, las que han agotado el
depósito de tiempo destinado a los materiales de nuestro propio sistema solar.
De la misma manera que una solución supersaturada se descarga en una masa cristalina, la supersaturación de materia en nuestro continuum lleva a la aparición de masas cristalinas en una matriz espacial paralela. A medida que se «fuga» más y más tiempo, el proceso de supersaturación continúa: en un esfuerzo por aferrarse un poco más a la existencia, los átomos y las moléculas originales producen copias espaciales de sí mismas, sustancia sin masa. En teoría, ese proceso no tiene límite, y no es posible que un átomo llegue a producir un número infinito de duplicados de sí mismo hasta poblar todo el universo, del que simultáneamente se ha ido todo el tiempo, un cero macro-cósmico último que supera los sueños más fantásticos de Platón y Demócrito”.
(Finaliza en la siguiente entrada)

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