lunes, 1 de diciembre de 2025

2014- AUTÓMATA – Gabe Ibáñez

 


 “Autómata” llegó a tiempo para intentar capitalizar la moda que en el cine y por aquellos empezaron a abordar el tema de la inteligencia artificial y la robótica, empezando por la sobresaliente “Her” (2013), la interesante y subestimada “The Machine” (2013) o la extraordinaria “Ex Machina” (2015). Hubo otras propuestas con presupuestos y/o repartos muy ambiciosos (“Transcendence”, 2014; “Chappie”, 2015; “Morgan”, 2016; “Zoe”, 2018), que resultaron ser películas mediocres que tropezaron más o menos estrepitosamente en taquilla. Aparecieron incluso comedias sobre el tema, como “Superintelligence” (2020), “BigBug” (2022) o “Robots” (2023), así como otras que más les habría valido serlo, como “Automation” (2019), “Life Like” (2019) o “A Descubierto” (2021).

 

“Autómata” fue la segunda película dirigida por el madrileño Gabe Ibáñez tras “Hierro” (2009), un thriller atmosférico y visualmente cautivador que, sin embargo, flojeaba en su guion. Anteriormente, había trabajado en publicidad y fundado dos compañías de efectos visuales con las que colaboró con Alex de la Iglesia en “El Día de la Bestia” (1995) y “Perdita Durango” (1997). La película que nos ocupa incluye en sus créditos algunos nombres interesantes. Viene producida por su protagonista, Antonio Banderas, lo que sugiere que el entonces todavía desconocido Ibáñez había impresionado lo suficiente al actor como para involucrarse personalmente en el proyecto. Viene también coproducida por la norteamericana Millennium Films, especializada en cintas de acción como “Rambo” (2008), “Los Mercenarios” (2010) y sus secuelas, “Conan el Bárbaro” (2011), “The Mechanic” (2011), “Objetivo: la Casa Blanca” (2013) o “Hellboy” (2019). 

 

En el año 2044, las erupciones solares han convertido la superficie de la Tierra en un páramo radioactivo y la población superviviente se ha reducido a 21 millones. La Corporación Roc ha construido los robots Pilgrim 7000 para ayudar a la gente en muchas de sus tareas diarias, entre ellas, la construcción del muro que separa la ciudad del inhabitable desierto y el mantenimiento de globos sonda que fabrican una atmósfera protectora sobre las ciudades. Estos robots tienen dos parámetros básicos de funcionamiento, codificados cuánticamente para que nadie pueda neutralizarlos: proteger toda vida y no autorrepararse. Esta última “ley”, obviamente, va dirigida a limitar su proliferación en un entorno de disminución poblacional de los humanos.

 

Jacq Vaucan (Antonio Banderas) trabaja como perito asegurador para la Corporación Roc. Su esposa Rachel (Birgitte Hjort Sørenson) está embarazada y Vaucan aspira con abandonar su oficio y mudarse a la costa, donde quizá todavía exista el océano, con el que sueña recurrentemente. Una noche, recibe un aviso para que acuda a peritar los restos de un robot al que ha disparado un policía. Para su sorpresa, la ingeniera forense le confirma que ha sido modificado con piezas extraídas de otros robots. Cuando Vaucan rastrea esos componentes hasta el robot del que fueron extraídas, éste se rocía con combustible y se prende fuego, lo cual va estrictamente contra sus protocolos.

 

Confuso pero dispuesto a averiguar la verdad, el investigador se dirige entonces a los barrios marginales más allá de las murallas de la ciudad, donde no operan las fuerzas de seguridad. Es allí donde podrá encontrar a un “relojero”, un especialista clandestino en robótica que arroje luz sobre el asunto. A través de una ginoide diseñada para el sexo, Cleo, contacta con la doctora Susan Dupré (Melanie Griffith), que tras estudiar el biokernell (la placa de personalidad) del robot inicialmente destruido confirma que los protocolos básicos fueron desactivados de alguna manera y, gracias a ello, el robot alcanzó autoconsciencia. Ahora, ha fusionado ese biokernell con el de Cleo, que ya da señales de una inteligencia superior a la de un mero autómata programado para obedecer.

 

Pero la Corporación Roc no va a dejar que esta “epidemia” de inteligencia se extienda entre sus productos y envía asesinos para liquidar a todos los que han tenido conocimiento de ella y, por supuesto, los robots implicados. Vaucan se encuentra entonces huyendo en compañía de Cleo y otros robots “independizados” por el desierto radiactivo hacia un destino que éstos se resisten a revelar.

 

Ibañez crea un mundo futurista claramente inspirado en la imaginería de “Blade Runner” (1982), algo quizá inevitable cuando se trata de una historia sobre un investigador que rastrea robots rebeldes. Sobre esa base y dentro del presupuesto del que dispone, trata de aportarle toques distintivos a base de detalles desperdigados aquí y allá: calles repletas de basura; el francotirador encaramado a la muralla que abate a los vagabundos del páramo que rebuscan entre los desperdicios; el barrio marginal, donde circulan robots averiados que se ayudan con andadores o propulsándose en patines, incluso mendigando a sus dueños…. El director divide ese mundo en dos ámbitos muy diferentes pero relacionados: la ciudad y el desierto. La una es nocturna, decadente, sucia, húmeda y fría; el otro es diurno, cegador, polvoriento y abrasador. Y ambos son, cada uno a su manera, peligrosos.

 

La coherencia de todo esto con la premisa de base, sin embargo, es otra cuestión. Es cierto que la tecnología que vemos ha retrocedido varios escalones (la gente ha recuperado los “buscas” y faxes, por ejemplo, y todos los automóviles son modelos antiguos sin el debido mantenimiento), pero sigue siendo demasiado alto para una civilización que, según nos explican, ha quedado reducida a 21 millones de personas. Por mucha ayuda robótica que se tenga, cuesta imaginar que se pueda mantener un nivel tecnológico equiparable al de los años 70 u 80 del pasado siglo habida cuenta de que todos los objetos, desde los lapiceros a los abrigos, de los muebles a los edificios, requieren de la prospección y extracción de minerales, refino y sintetizado, obtención de combustible, generación de energía, fabricación de materiales, ensamblaje, distribución, comercialización y reciclaje. Procesos todos ellos para los que no basta la intervención de robots automatizados sin capacidad de iniciativa o resolución de problemas. Robots que, además, habrá que fabricar y reparar (ellos mismos, según sus protocolos, no pueden hacerlo) y para los cuales, es de suponer, se requiere una tecnología electrónica más avanzada que la de una televisión o un fax. Y del cultivo de alimentos o la crianza de animales en un medioambiente completamente hostil, ya ni hablamos.

 

Dejando esto al margen, es destacable la forma en que el director y el diseñador de producción consiguen que cada robot tenga una personalidad propia, tarea nada sencilla teniendo en cuenta que carecen de rasgos faciales reconocibles más allá de dos ojos rojos. Sin embargo, Ibáñez logra crear un lenguaje corporal y unos gestos creíbles que, en manos de alguien menos habilidoso, podrían haber resultado ridículos.

 

Los dos protocolos que limitan y condicionan el comportamiento de los robots están inspirados, obviamente, en las Tres Leyes de la Robótica de Isaac Asimov. No tengo ningún problema con eso, porque todo cineasta copia ideas de otros y lo verdaderamente importante es cómo las adaptan y presentan. Solo hay un James Bond, pero hay muchos espías. Solo hay un Superman, pero hay muchos superhéroes. Así que un cineasta que aborde una historia con temas similares a otras películas anteriores no debería ser motivo de crítica. Dicho esto, “Autómata” es una historia sobre robots mucho más asimoviana que la que terminó siendo “Yo, Robot” (2004). Hay una escena al comienzo particularmente relevante en este sentido en la que Vaucan visita el apartamento de un cliente para revisar el robot que, según él, mató a su perro. Para destapar el intento de fraude, el investigador utiliza un cuchillo de cocina y su propia mano para comprobar que los protocolos de protección del robot funcionan a la perfección.

 

El problema con las historias sobre robots que súbita e inesperadamente adquieren consciencia es que la Ciencia Ficción siempre ha tendido a retratarlos como seres que, en realidad, siempre fueron “personas” aunque no se las reconociera como tales. La trama de “Frankenstein” (1818), de Mary Shelley, gira en torno a una criatura monstruosa que termina reivindicando su derecho a la felicidad y autodeterminación. De igual manera, la obra de teatro “R.U.R.” (1921) de Karel Čapek introdujo el término “robot” en el idioma inglés y lo aplicó a los miembros de una subclase cibernética brutalizada que se rebela y extermina a sus crueles amos humanos.

 

Desde Shelley y Čapek hasta las historias de robots de Asimov, pasando por películas tan recientes como la mencionada “Ex Machina”, la Ciencia Ficción lleva más de doscientos años preguntándose si los robots podrían llegar a ser personas. Lo que comenzó como una profunda cuestión filosófica, se convirtió en un tropo literario en la época en que la Ciencia Ficción pasó a ser un género comercial. Ahora, tras medio siglo de sobreexplotación sostenida, ese tropo ha devenido el equivalente literario de un ritual: el género sigue planteando la pregunta a pesar de conocer la respuesta, porque su función es plantearla, y porque plantearla satisface una necesidad psicológica. Puede explicarse esta obsesión por examinar y cuestionar los límites de lo humano como una reacción cultural a la culpa y el trauma de la esclavitud y la opresión de clase.

 

Según el cariz ideológico del escritor/cineasta, éste presentará a los robots como seres dignos de ostentar los mismos derechos que los humanos; o, por el contrario, criaturas poco fiables que amenazan nuestra supervivencia. Los Pilgrim de “Autómata” intentan ser ambas cosas. En varios momentos, reaccionan como seres inteligentes y empáticos, pero también son capaces de ejercer la violencia, como cuando Cleo acaricia el rostro preocupado de Vaucan con su mano metálica y le informa de que, en su calidad de robot sexual, es capaz de infligir tanto placer como dolor si así se lo solicita.

 

Ibáñez recurre constantemente a la ambigüedad de sus creaciones robóticas porque es la tensión entre ambas visiones de los robots (como subalternos maltratados necesitados de comprensión; y como monstruos inhumanos que deben controlarse), es lo que aporta a la película gran parte de su energía narrativa. Cada vez que el personaje de Vaucan expresa compasión por un robot, este sale con algo inesperado; cada vez que el espectador sospecha que los robots podrían ser malvados, alguien abusa de uno de ellos para provocar en nosotros una respuesta emocional compasiva.

 

El verdadero problema de “Autómata” es que carece de los recursos para sostener su propia narrativa. Por ejemplo, si bien el primer acto se centra tanto en el colapso ecológico como la problemática vida profesional y familiar de Vaucan, ambos puntos desaparecen de la trama en su segunda mitad. Ibáñez se queda sin ideas en cuanto termina de presentar a sus robots y se medio desvela su secreto. La mejor escena de la película llega cuando la doctora Susan Dupré le envía un mensaje a Vaucan anunciándole que los robots “acaban de bajar de los árboles", desencadenando una desesperada huida nocturna en un coche conducido a toda velocidad por Cleo, internándose en la oscuridad del desierto mientras esquiva letales pilones de hormigón. Igualmente cautivadora es la secuencia en la que los robots arrastran a Vaucan por las arenas blanquecinas, atendiendo amablemente sus necesidades mientras insisten en que no pueden regresar a la ciudad porque no es segura. La relación de confianza que va estableciéndose entre el cada vez más enfermo Vaucan (afectado por las heridas, la radioactividad y las quemaduras del sol) y los robots, inexpresivos pero extrañamente empáticos, está bien planteada además de tener unos solventes efectos especiales. Pero salvo esas excepciones, esta segunda mitad de la película no es más que un sudoroso y demasiado largo via crucis por el desierto, donde dejan de desarrollarse los temas principales sin que ello venga compensado por la adecuada intensidad dramática.

 

(ATENCIÓN: SPOILER). Es una lástima que, sobre todo en el clímax final, con el encuentro entre los sicarios de la Corporación Roc, Vaucan y los robots, la película se deslice hacia los tópicos más sobados. Los temores de la empresa son, en el fondo, legítimos y no carecen de fundamento. Los experimentos que dieron origen al cerebro de los actuales robots desembocaron en la autoconsciencia del primer prototipo cuántico, que desarrolló rápidamente una inteligencia tal que en tan solo unos días fue imposible comunicarse con él. Los científicos, asustados, lo desenchufaron antes de llegar demasiado lejos y establecieron el protocolo limitador para los robots Pilgrim, que fueron los que pasaron a fabricarse masivamente. En un entorno de deterioro económico, medioambiental y social y con una población en retroceso, dejar prosperar a una nueva forma de vida autoconsciente, autónoma y con propósitos e intereses desconocidos, es un riesgo demasiado alto. Por tanto, los responsables de la empresa informados de ese secreto, tienen buenas razones para perseguir a los robots inteligentes. El problema es que este asunto está tratado sin sutileza alguna y, excepto el superior directo de Vaucan, todo el personal asociado con la Corporación Roc es presentado como unos asesinos crueles y despreciables que disfrutan destrozando y matando.

 

Si bien los villanos son tan flojos como previsibles, la pareja protagonista lo hace mucho mejor. Vaucan es un hombre agotado y quemado profesionalmente. No tiene esperanzas de que la situación de la Humanidad vaya a mejorar y por eso la perspectiva de la inminente llegada de su hijo le causa todavía mayor estrés de lo habitual. Lo único que se le ocurre es mudarse a la costa, donde los rumores dicen que las condiciones de vida son algo mejores. Sin embargo, Rachel tiene miedo de las consecuencias que para ellos y el bebé pueda tener abandonar un trabajo con salario y seguro médico en favor de lo que puede no ser sino una fantasía. Además, le preocupa la estabilidad mental de su marido y su capacidad para protegerlos. Vaucan se encuentra en un estado de agotamiento perpetuo y a lo largo de la película, aunque demuestra tener recursos, recibe un importante castigo físico. Esto funciona porque no es el típico héroe de película de acción, exmiembro de las fuerzas especiales o musculoso soldado adiestrado en mil formas de matar. Es, básicamente, un funcionario cuyo trabajo no le exige explosiones de actividad física pero sí le impone horarios intempestivos y contacto cotidiano con la escoria de la sociedad. Con todo y con eso, Rachel ha conseguido lo que él no ha sido capaz: equilibrar la depresión por el colapso generalizado de la sociedad con la esperanza de futuro que le inspira su hijo todavía nonato.

 

Mucho menos interesante es Melanie Griffith (a pocos meses de separarse de Banderas tras casi veinte años de matrimonio y exhibiendo en su cara una espantosa cirugía estética), un personaje sin recorrido que se limita a ser mero transmisor de información relevante para la trama antes de desaparecer bruscamente de la misma.

 

En sus mejores momentos, “Autómata” es el tipo de película de CF visualmente rica y llena de ideas que refleja los miedos que albergamos respecto a la llegada de un mundo cada vez más automatizado. En los peores, bebe de fuentes demasiado obvias y adopta sin aportar la suficiente originalidad tropos explotados con mayor originalidad en otras películas. Es una historia sombría, con demasiada exposición y carente de voz propia. El guion introduce una buena cantidad de ideas y conceptos interesantes con los que jugar, pero nunca los desarrolla, optando por recalentar clichés del género que socavan el potencial de la historia. Da la impresión de que va a guiar al espectador hasta una revelación inteligente y profunda, pero, al final, no consigue engancharlo ni desafiar sus expectativas o inteligencia. Eso no quiere decir que no ofrezca algunos momentos conmovedores gracias a las actuaciones de Antonio Banderas, Birgitte Sørensen y algunos maltratados androides que suscitan nuestra compasión.

 

A pesar de lucir mucho mejor de lo que su modesto presupuesto podría hacer pensar, “Autómata” no es lo suficientemente reflexiva como para entrar en la categoría de película intelectual ni lo suficientemente emocionante como para disfrutarse como film de acción. Como era de esperar y pese al esfuerzo por dotarse de una pátina de film internacional (se rodó en inglés y fuera de España), desapareció rápidamente de los cines después de su estreno. A diferencia de las películas de terror españolas que encontraron una buena acogida entre el público angloparlante a finales de la década de 2000 y principios de la de 2010, “Autómata” está desconectada de cualquier contexto social. Incluso si hubiera alcanzado éxito internacional, nadie la habría considerado como otra cosa que una película de género de bajo presupuesto, dirigida al mercado angloparlante y elaborada por un reparto y equipo internacionales. Careciendo de arraigo en la cultura cinematográfica española y sin pensar en los cineastas que pudieran sucederles en el género para así crear una escuela propia, los creadores de “Autómata” lograron algo casi propio de una creación “artística” salida de una I.A.: una película que habla desde la nada y no apela a nadie.

 

 

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