(Viene de la entrada anterior)
Como había sido el caso de Kerans, el protagonista de “El Mundo Sumergido”, el viaje de Sanders es mucho más interior que geográfico. El doctor piensa en sus amigos y conocidos en términos de lo que éstos simbolizan para él y desde el comienzo hasta el final de su aventura, es una figura solitaria a la que no afecta el contacto de los demás.
Parte del drama que se desarrolla a su alrededor bien podría haber
sido extraido de una novela gótica o un melodrama victoriano. Ventress, el
lunático arquitecto, se halla obsesionado por encontrar y matar al hombre que,
según él, ha secuestrado a su mujer enferma; este hombre, por su parte, también
se halla entregado a la caza de Ventress, aunque en su caso con la ayuda de
unos sicarios locales. El propio Sanders había tenido una relación adúltera con
Suzanne antes de que ésta y su marido desaparecieran; y en su viaje, entabla
otra relación con una joven reportera, Louise, que se encuentra en Port Matarre
investigando lo que sucede en el bosque y tratando de averiguar el paradero de
un colega perdido.
Es interesante, e imagino que no casual, la elección de profesiones de
los personajes. Tenemos dos doctores (Sanders y Suzanne), un microbiólogo (Max
Claire), un sacerdote (Balthus), un arquitecto (Ventress), un capitalista
(Thorensen), una periodista (Louis) y un soldado (Radek). Pero ni la medicina,
ni la ciencia, ni la religión, ni el dinero ni la creatividad pueden entender
ni mucho menos controlar el fenómeno al que se enfrentan. Estos pilares de la
sociedad buscan respuestas sin encontrarlas y sólo pueden tomar una decisión:
huir o entregarse. Durante buena parte del libro están demasiado confundidos y
absorbidos por sus fantasmas como para reaccionar y, de hecho, no son ellos los
que resuelven el problema sino éste el que los “resuelve” a ellos.
Llama la atención el tratamiento que Ballard le da a los personajes femeninos en este libro. Tanto Suzanne como Louise son sólo figuras decorativas en la peripecia de Sanders, no tienen una existencia independiente ni una vida emocional coherente y ambas viven a la sombra de los hombres que las acompañan: la primera, una doctora cualificada, secundando a su marido; la segunda, una valiente periodista, dedicada a encontrar lo que le ha sucedido al colega que viajó con ella a Camerún. La esposa de Ventress, Selena, agoniza interminablemente en una casa medio convertida en cristal, cuidada como una muñeca por Thorensen y tratada como un trofeo tanto por éste como por su marido legítimo. Es complicado para una lectora encontrar aquí algún personaje de su género con el que poder identificarse.
En cualquier caso, Ballard afirmó en una entrevista en la que fue
preguntado acerca de la falta de calor que transmitían las relaciones
hombre-mujer que planteaba en sus novelas. Su respuesta fue: “Mi ficción siempre es sobre una persona,
sobre alguien aprendiendo a aceptar diversas formas de aislamiento. Los
protagonistas de la mayoría de mis ficciones se sienten tremendamente aislados
y eso parece excluir la posibilidad de una relación cálida y fructífera con
nadie, mucho menos con una mujer”.
Por tanto, es perfectamente posible que la visión que Ballard plantea aquí de las mujeres sea la que de ellas tiene el propio protagonista. Ballard siempre demostró en todas sus entrevistas ser alguien que reflexionaba profundamente sobre su forma de escribir, un autor que no se limitaba a contar una historia con las palabras que tenía a su disposición sino que utilizaba el lenguaje de la forma más cuidadosa posible para explorar el tema central de cada obra. En definitiva, más cercano a un poeta que a un autor de prosa.
Y así, todo aquello que le sucede a Sanders en su viaje por el río y
en el interior del bosque cristalizado, tiene una extraña cualidad plana y
distante. De hecho, es una trama extraña, caótica, sin destino aparente, donde
personajes sin motivaciones claras se cruzan y separan una y otra vez en su
camino hacia la muerte. No hay verdadera emoción ni personajes con los que
resulte fácil simpatizar. El libro sólo dejará huella en el lector si éste se
deja seducir, incluso a un nivel subconsciente, por la imaginería visual que
propone Ballard y que, al fin y al cabo, es su mayor virtud.
Todo en la novela tiene una esencia onírica, como si los personajes
anduvieran por una especie de pesadilla luminosa: cocodrilos semicristalizados
o fusionados con hombres; desgraciados atrapados por el cristal y víctimas de
la locura; edificios envueltos en delicadas formaciones y fundidos con el
entorno; leprosos fantasmagóricos que danzan alegres por el bosque enjoyado en
busca de la inmortalidad; un sacerdote que utiliza las joyas de un crucifijo
para disolver el cristal; rivales desquiciados matándose por una mujer
moribunda en mitad de un apocalipsis ineludible… Si en “El Mundo Sumergido”
podía sentirse el calor y la humedad goteando de las descripciones de Ballard,
aquí es igualmente palpable el frío y la luz. Conforme el bosque se convierte
en cristal (en sí misma, una idea fascinante), la temperatura desciende y la
luminosidad se endurece. Todo adopta un aspecto alienígena, facetado,
reflectante y refractante, como si el tiempo hubiera dejado de fluir en ese
laberinto de superficies frías y brillantes.
El fenómeno que describe Ballard recuerda algo al del Hielo 9 de “Cuna de Gato” (1963), de Kurt Vonnegut, pero sin su humor irónico. De hecho, tiene más en común con un terror lovecraftiano, una especie de fuerza invisible irradiada desde la selva que vitrifica todo lo que encuentra en su camino. Una vez alcanzada por ese poder, fauna, flora y humanos empiezan a metamorfosearse indefectiblemente hasta fusionarse con el entorno. Además, se nos dice que el mismo fenómeno se ha registrado en los Everglades de Florida y los pantanos de Pripet en la Unión Soviética. En unos cuantos años, la mayor parte del planeta se habrá convertido en cristal.
Pero Ballard no se limita a utilizar la selva cristalizada como
decorado exótico. Esta es una novela inscrita en la Nueva Ola y firmada por uno
de sus más insignes abanderados, así que buena parte del interés de la misma
reside en rastrear y reflexionar sobre la multiplicidad de niveles y
simbolismos que esconde. Por ejemplo, en un momento dado, un personaje
relaciona la fuerza vitrificadora con las deformaciones que provoca la lepra: “Se parece más a un cáncer que cualquier otra
cosa: una verdadera proliferación de la identidad subatómica de toda la
materia. Es como si la refracción a través de un prisma produjese una secuencia
de imágenes desplazadas pero idénticas de un mismo objeto con la diferencia de
que el incremento tiempo hace aquí el papel de la luz”.
La llegada de Sanders a Port Matarre coincide con el equinoccio de
primavera, aludiendo con ello a las divisiones astronómicas como las de la luz
lunar y la oscuridad. Abundando en esto, cada personaje está desarrollado como
un gemelo conceptual de otro en la novela, como si se tratara de un efecto de
refracción narrativa. También enterrados en esta montaña de ideas hallamos
menciones a la religión y la transubstanciación, el colonialismo y alusiones a
que todo el fenómeno pudiera deberse a algún tipo de mala práctica en las minas
locales. Así, aunque lo que más llame la atención en una lectura superficial
sean las poderosas imágenes que describe el autor, tras ellas aguardan otras
tantas ideas abstractas esperando a ser desenterradas.
Los paisajes apocalípticos que imaginaba Ballard en estas primeras
novelas de CF de su carrera –ciudades desérticas, Londres sumergido en un
pantano tropical, la selva africana cristalizándose- tenían el propósito de simbolizar
traumas psíquicos, una herramienta tomada del Surrealismo. Las influencias de
Ballard a la hora de crear estos paisajes psíquico-fantacientíficos pueden
rastrearse en las pinturas de Yves Tanguy, George De Chirico o Salvador Dalí,
los arquetipos simbólicos de la psiquiatría jungiana o el absurdismo de Albert
Camus. Hay trazas de las teorías sobre la psicosis y la esquizofrenia
postuladas por Ronald David Laing y las ficciones coloniales de Joseph Conrad o
Graham Greene. Este surtido de influencias era en sí mismo una contestación al
subgénero de desastres que tanto predicamente había tenido en la ciencia
ficción británica durante los años 50 y cuyo enfoque Ballard rechazó
explícitamente para luego subvertirlo.
Y es que hay que tener en cuenta a la hora de abordar este libro que, como sucede a menudo con la obra de Ballard, conviene estar del humor adecuado. Ballard insistía en sus entrevistas en que todas sus novelas apocalípticas tenían un final feliz. Al adentrarse en el misterio y entregarse a él en lugar de huir, sus protagonistas cumplen con su destino y alcanzan la paz espiritual fundiéndose física y psíquicamente con el nuevo entorno. No se combate el apocalipsis, como sucedía en aquellas novelas de una generación anterior, sino que se acepta; no hay adaptación al nuevo entorno sino autotransformación.
Fue esta pasividad, calficada por algunos como perversa, lo que tanto
ofendió a algunos escritores de CF, sobre todo norteamericanos, que siempre
habían defendido la visión de una especie humana capaz de dominar la naturaleza
a través de actos heroicos y el ejercicio de la razón en forma de progreso
científico y tecnológico. Después de la publicación de “El Mundo de Cristal”,
el escritor Norman Spinrad sugirió que Ballard se había convertido en la
antítesis de la tradición americana del género y la figura emblemática de esta
nueva CF. James Blish atacó la “casi
patológica indefensión de sus personajes” y a Lester del Rey le digustó su
“desconfianza tanto en la ciencia como en
la especie humana”, considerando a Ballard el líder de una escuela de
pensamiento dominada por la futilidad. Aunque Judith Merril, convencida
defensora de la Nueva Ola y propagandista de esa corriente en Estados Unidos,
utilizó su espacio en “Fantasy and Science Fiction” para promocionar a Ballard,
Algis Budrys utilizó el suyo en “Galaxy Science Fiction” durante buena parte de
los 60 para criticar la aproximación “ballardiana” al género. En noviembre de
1968, Budrys había identificado que esa “Nueva Cosa” de la CF, que empezaba a
filtrarse desde Ballard a otros autores más jóvenes como Thomas Disch, se
caracterizaba por su “locura, histeria y oscuridad. “.
“El Mundo de Cristal” puede dejar al lector frío e indiferente si lo
que busca es una historia con propósito, destino y coherencia. Aunque, como
digo, tiene pasajes verdaderamente evocadores, Ballard invierte demasiado
tiempo en las interacciones entre los personajes, algo que, a la postre, ni
conduce a ningún sitio ni están bien explicadas. No obstante, conviene saber
para poder entender mejor el fondo de esta obra que entre la publicación de “El
Mundo Sumergido” y “El Mundo de Cristal” dos años después, Ballard sufrió la
tragedia de perder a su esposa víctima de la neumonía en 1964, dejándole con la
responsabilidad de criar a tres hijos en solitario. Es imposible saber hasta
qué punto esto afectó a su literatura, pero sin duda dejó una huella profunda.
Siempre es delicado y aventurado especular sobre el grado en que la vida del
autor influye en su obra, pero en este caso me atrevo a pensar que algo de él
había en el distanciamiento social y la confusión espiritual del doctor
Sanders.
Por otra parte, Ballard empezó a escribir “novelas condensadas” de
corte experimental en 1965, a la vez que “El Mundo de Cristal”. Estas
narraciones se compilaron en el volumen “La Exhibición de Atrocidades” (1970),
un libro tan polémico que la editorial Nelson Doubleday optó por destruir toda
la primera edición norteamericana por el temor a verse inundada con demandas
legales. Y es que algunos de los títulos de esos cuentos eran: “Planes para el
Asesinato de Jacqueline Kennedy", “Amor y Napalm: Export USA” o “Por Qué
Quiero Joder a Ronald Reagan”. Si a esto añadimos los temas de actualidad que
sin duda Ballard también tenía en la cabeza, como el aún reciente asesinato de
Kennedy o la guerra de Vietnam, podemos imaginar que bastante de esto acabó
vertido de una u otra forma en “El Mundo de Cristal”.
“El Mundo de Cristal”, en definitiva, es una lectura interesante pero no para todo el mundo ni en todo momento. Puede ser una obra breve (la edición de Minotauro, por ejemplo, no llega ni a las doscientas páginas), original y visual y conceptualmente potente, pero también extraña, densa y exigente, un libro más literario que entretenido, más poético que racional y con un importante sustrato metafísico sobre el que es necesario reflexionar a fondo para poder extraer de estas páginas algo más que un puñado de imágenes memorables. Un ejemplo notable del tipo de CF a que dio lugar la Nueva Ola y una buena introducción a las introspectivas ficciones especulativas de Ballard.
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