En 2002, Richard K.Morgan publicó su libro de debut, “Carbono Alterado”, una novela no sólo muy entretenida sino fundamental en el subgénero del posthumanismo. Su éxito -genéro un par de secuelas protagonizadas por su héroe principal- llamó inmediatamente la atención de la guionista Laeta Kalogridis (“Alejandro Magno”, 2004; “El Guía del Desfiladero”, 2007; “Shutter Island”, 2018; “Terminator: Génesis”, 2015), que compró los derechos de adaptación con la idea de hacer una película. Fue imposible. Su argumento era demasiado complejo como para condensarlo en una cinta de dos horas –por no hablar de lo turbio de algunas escenas y conceptos-.
Hubo que aparcar la idea hasta que el auge de las
plataformas digitales generó una demanda insaciable de contenidos. Netflix, que
tenía 5.000 millones de dólares preparados para invertir en series, películas y
programas exclusivos, dio el visto bueno, demostrando además su confianza con
un presupuesto muy abultado (según se dijo, el mayor que había gastado hasta la
fecha la plataforma en una serie). Kalogridis se aseguró el puesto de guionista
y productora ejecutiva. El veterano Miguel Sapochnik (“Juego de Tronos”,
“Fringe”, “True Detective”, “House”), dirigió el episodio piloto.
Trescientos años en el futuro, a los seres humanos se les
implanta desde su nacimiento un chip cortical en la base del cráneo que
funciona como una suerte de disco duro de la consciencia o, si se quiere, el
alma. Allí se almacenan todos los recuerdos, personalidad e identidad de esa
persona. Si ese dispositivo está intacto cuando el individuo muere, es posible
extraer su contenido y descargarlo en otro cuerpo o “funda”. La persona, por
tanto, puede seguir viviendo con los mismos recuerdos, emociones y
experiencias. Aunque ésta es una tecnología extendida, tampoco es barata y sólo
los muy ricos de esa sociedad disfrutan de todas sus posibilidades, lo que
implica virtualmente la inmortalidad. Estos “Mats” (de Matusalenes) pueden
permitirse clonar sus cuerpos y formar con ellos una suerte de banco del que ir
extrayendo nuevos soportes físicos, mientras que sus recuerdos se descargan
periódicamente vía vía satélite para la eventualidad de que una muerte accidental
o violenta dañara su dispositivo cortical.
Takeshi Kovacs (Will Yun Lin) fue un rebelde y guerrillero
muerto doscientos años atrás cuando su organización fue derrotada. Ahora, es
descargado en una nueva funda, la de un antiguo policía asesinado, (Joel Kinnaman),
por orden de uno de los Mats más poderosos, Laurens Bancroft (James Purefoy). A
cambio de ejercer su influencia y garantizarle un indulto y la conservación del
actual cuerpo, Bancroft le encomienda una misión: resolver su propia muerte.
Resulta que el millonario murió asesinado unos días antes. Tal y como estaba
establecido, se activó un nuevo clon y se descargó en él la última
actualización de sus recuerdos. Pero como ésta era anterior a su defunción, no
sabe quién lo mató.
Ese es el punto de partida para una retorcida intriga que bebe mucho de la ficción de detectives hard-boiled clásica y que está repleta de ideas fascinantes, consideraciones metafísicas y un diseño y estética muy trabajados.
La ciencia ficción, y esto lo he repetido por aquí hasta la
saciedad, trata tanto de imaginar el futuro como de analizar su presente. Pero
en el el caso de “Altered Carbon” hay algo chocante, incluso paradójico. Y es
que parece retroceder en el tiempo cuatro décadas para examinar cómo la ciencia
ficción de los años 80 imaginaba el futuro. Es puro ciberpunk ochentero. La estética
de la asfixiante metrópolis de la primera temporada nos remite inmediatamente a
“Blade Runner” (1982), “Ghost in the Shell” (1995) o “Akira” (1988):
rascacielos inmensos, barrios bajos poco recomendables, coches voladores y la
sensación de que ese mundo no conoce ya la luz natural. Incluso se ha
recuperado para el casting a Max Frewer (interpretando una siniestra
inteligencia artificial) el actor que dio vida en los ochenta al icónico Max Headroom.
Hay una capa de esa nostalgia es menos explícita, como esa
fascinación por Japón que permeó una parte nada despreciable de la cultura
popular de los 80 y primeros 90. Recordemos los tebeos de Frank Miler,
“Daredevil” (1979-1983) y “Ronin” (1984); o películas como “Blade Runner”,
“Black Rain” (1989), “Sol Naciente” (1993) o “La Jungla de Cristal” (1988).
Entonces, aquel embeleso estaba conectado con una preocupación muy real: el
ascenso de Japón como potencia económica y tecnológica y su desembarco
empresarial y cultural en el mundo occidental. En “Altered Carbon”, se le da
una gran importancia al trato que Laurens Bancroft cerró en Osaka antes de su
muerte; y Reileen Kawahara es presentada en una escena que recupera el lenguaje
cinemático y estético de los ninjas, vestida de negro y empuñando una katana.
Al menos, parte de esa nostalgia que exhibe “Altered
Carbon” tiene un sentido narrativo. Takeshi Kovacs es un hombre de raza
japonesa reenfundado en un cuerpo caucásico, que debe investigar y resolver un
asesinato que esconde un auténtico laberinto de intrigas, intereses y trapos
sucios a todos los niveles. Para ayudarle, recluta a una inteligencia
artificial que se manifiesta como un holograma con la imagen de Edgar Allan
Poe, autor de la que muchos consideran la primera historia moderna de
detectives. Poe, la I.A. se educa revisando viejos films en blanco y negro para
meterse en su papel.
Incluso entonces, “Altered Carbon” parece limitarse a reconocer la misma deuda que sus ilustres predecesores, como “Blade Runner”, tenían con el género negro. Sin embargo, lo que llama más la atención del futuro que nos presenta la serie es que no parece ser algo nuevo, sino la actualización de aquel con el que la cultura pop y parte de la CF soñaron cuarenta años atrás.
La serie no está sola en esta aproximación. La primera
temporada se estrenó en febrero de 2018, poco después de la adaptación
norteamericana en imagen real de “Ghost in the Shell” y “Blade Runner 2049”,
cuyos respectivos futuros parecían también congelados en el tiempo (la segunda,
incluso, mostraba anuncios de marcas que ya no existen en nuestro presente pero
que sí aparecían en la película de 1982).
¿Responde ello quizá a la sensación de que el futuro ya no está frente a nosotros, que la ciencia ficción tradicional ya no tiene cabida en la cultura popular? Eso es lo que parece pensar William Gibson, para muchos el padre del ciberpunk, que ambientó su Trilogía Blue Ant (2003-2012) en el pasado reciente; y su última novela, “Agency” (2020), transcurre en un presente alternativo. Aunque a menudo se ha identifica el ciberpunk con un futuro “retro”, esta parece haberse convertido en una tendencia predominante en la CF moderna.
La trilogía original de “Star Wars” presentó un “futuro
gastado”. Sus naves a menudo oxidadas y marcadas por cicatrices de pasadas
batallas y aventuras, se distanciaban mucho de los inmaculados y brillantes
vehículos de la CF precedente. De alguna forma, ese desgaste reflejaba el de la
propia sociedad norteamericana, desengañada por los horrores de Vietnam y los
escándalos políticos; puede que hasta desilusionada tras llegar a la Luna y
tomar conciencia de que “la nueva frontera” no era más que una roca muerta. Ahora
bien, incluso ese futuro “oxidado” era una novedad en contraposición con los
futuros e iconografía reciclados de tantas producciones contemporáneas. Ahí
tenemos la franquicia Star Wars, alimentándose de viejos personajes y
situaciones; o “Star Trek”, con sus series televisivas precuela de la original
(“Enterprise”, “Discovery”), recuperando a los personajes de los 60 para sus
películas principales y mostrando a un Picard envejecido.
Pero es que incluso algunas obras modernas originales se
desarrollan en futuros indistinguibles de nuestro presente: “Her”, “ExMachina”, incluso buena parte de “Black Mirror”. Es una pena que la cultura
popular y la ciencia ficción audiovisual se contenten con imaginar iteraciones
de apocalipsis en lugar de esforzarse por crear visiones coherentes y viables
del futuro.
Esto abre un debate interesante. ¿Por qué la cultura
popular parece haber perdido la capacidad de imaginar futuros nuevos y/o
originales? Puede que, en parte, ello se deba a la incertidumbre que nos inunda
a todos y en todo momento. Cada vez menos gente cree sinceramente que el mañana
será mejor que el hoy. Encuestas realizadas en Estados Unidos apuntan a que la
mayoría de los norteamericanos son pesimistas en cuanto a lo que el futuro nos
depara: desigualdades económicas, desequilibrios medioambientales, inestabilidad
económica... En 2016, la mitad de los estadounidenses creían que sus hijos
vivirían peor que sus padres (la encuesta dejó abierto a la interpretación de
lo que significa “peor”). Esto podría explicar esta retirada hacia futuros
conocidos, “seguros”.
Pero, es más: quizá nuestras visiones del futuro no hayan
cambiado porque percibimos que el presente está congelado en una especie de
burbuja. Al término de la Guerra Fría, el historiador Francis Fukuyama defendió
la tesis, muy discutida entonces, de que la Humanidad había llegado al “final
de la Historia”. Aunque esa predicción quizá anduvo errada en términos
políticos, sigue pudiendo esgrimirse en términos culturales. Hay quien ha
señalado que la moda y el diseño han quedado atascados desde los años 90 del
pasado siglo. La moda de los 60 fue radicalmente diferente de la de los 50 que
la precedieron y de la de los 70 que siguieron; y ésta, a su vez, era muy
distinta de la de los 80. En cambio, la moda que puede verse en las series de
televisión de los 90 como “Expediente X” o “Urgencias” no parece tan ajena a
nosotros como la que exhiben programas como “Starsky y Hutch” o “Corrupción en
Miami”. Lo mismo puede decirse del arte.
Si el presente no puede avanzar, ¿qué oportunidades tiene
el futuro? “Altered Carbon” remite a los 80 no sólo en su estética, sino en
muchos de sus temas. Como la CF norteamericana surgida en la era Reagan
(“Robocop”, “Están Vivos”), “Altered Carbon” trata sobre los grotescos excesos
e injusticias en los que puede caer el hipercapitalismo, algo que seguía siendo
tan relevante en 1984 como en 2018 (el millonario Donald Trump se convirtió en
presidente de EEUU un año antes).
En este contexto, parece apropiado que para la primera temporada se eligiera como cabeza de cartel a Joel Kinnaman, que hacía poco había protagonizado el remake de “Robocop” (2014); película que, junto con el remake de “Desafío Total” (2012), representa el intento de trasladar al presente la sátira hiperbólica de Paul Verhoeven en los 80 sin comprender cómo ni por qué funcionó tan bien en su momento. Al menos, “Altered Carbon” es consciente de que su futuro está atrapado en una burbuja de estasis: otro de sus temas principales es la inmortalidad, a la que acceden los ricos para aislarse del resto de la sociedad y resistirse al cambio, hasta el punto de que Laurens Bancroft ha mantenido a su hijo atrapado en el cuerpo de un adolescente durante décadas.
La serie retrata a los aristócratas capitalistas de esa
sociedad como monstruos y prefiere alinearse con los revolucionarios, liderados
por la carismática Quellcrist Falconer, quien tiempo atrás diseñó la tecnología
de enfundado que ha permitido esa fosilización social y política. Su movimiento
defiende la necesidad de destruir esa tecnología: “No estamos hechos para vivir para siempre”.
La serie, por tanto, ofrece una visión del futuro que ha
venido reciclándose desde hace cuatro décadas y que pone de manifiesto la
dificultad que está teniendo la cultura popular para mirar más allá e imaginar
nuevas posibilidades. “Altered Carbon” utiliza eficazmente los clichés de ese
retrofuturo para tejer una intriga interesante y que deja espacio para debatir,
pero al mismo tiempo, a los aficionados de la CF como género visionario y
especulativo, nos puede hacer sentir incómodos por su manifiesta incapacidad
para ofrecer algo nuevo.
Después de esta larga cavilación, volvamos a la serie propiamente dicha y prescindamos –en la medida de lo posible- de más comparaciones. El universo que nos presenta la historia es amplio, complejo y lleno de ideas extrañas, fascinantes y grotescas. La estructura de la trama es tan clásica como irresistible: una premisa tecnológica inicial (la conciencia transferible de cuerpo a cuerpo) que se mezcla con un misterio de detectives que lleva a su taciturno protagonista a husmear en los rincones más sucios de una sociedad en decadencia. Lo que ocurre es que, en este caso, el detective tiene 250 años de edad y ocupa un cuerpo que no es el suyo. Inevitablemente, cuando estás creando todo un mundo ficticio, la serie deja abundante espacio para insertar diálogos expositivos conforme el investigador sigue las pistas y hace las preguntas cuyas respuestas necesita el espectador.
Más que en la caracterización y el guión, muchas series y
películas de ciencia ficción descansan en la elaboración de sus universos
imaginarios, la potencia de sus ideas y cómo éstas se proyectan en el mundo de
que se trate, sea pasado, presente o futuro. Esto vale también para “Altered
Carbon”, porque sus personajes son bastante planos y, hacia el final, la trama
hace aguas y empieza a perder sentido. Pero la mencionada estructura de cine negro
y su conseguida estética, mantienen sobradamente a flote el producto.
Visualmente, es fácil entender por qué “Altered Carbon” fue una de las apuestas
más caras de Netflix. A pesar de las sombras y la nocturnidad omnipresentes,
los responsables de fotografía lograron servirse de la ténue iluminación (los
neones callejeros, los anuncios holográficos, la luz filtrada que atraviesa los
ventanales) para crear un mundo inquietante con una gran variedad de texturas y
atmósferas… El diseño, el vestuario y el sonido están asimismo muy cuidados.
En el apartado interpretativo, Joel Kinnaman no es un actor
con matices (más expresivo y “humano” resulta su “contrapartida” japonesa, Will
Yun Lee), pero para el papel que desempeña, su presencia física y su rostro
perpetuamente ceñudo y amenazador, resultan adecuados. Además, tampoco es que
Takeshi Kovacs tenga demasiados motivos para sonreir: se juega, literalmente,
su vida en una investigación muy compleja al tiempo que los recuerdos de su
pasado regresan para atormentarle. Y, para colmo, ha despertado dos siglos
después de su época para vivir entre sus antiguos enemigos y en un tiempo en el
que su sistema de creencias es denostado universalmente.
James Purefoy encarna a la perfección al rico y decadente
Bancroft, transmitiendo una sensación ambigua: nunca se está completamente
seguro si está más en el bando de los “buenos” que en el de los “malos”, pero
incluso en sus momentos más identificables con el primero, no cae simpático.
También Martha Higareda desempeña un papel destacable como Kristin Ortega, la
inspectora de la policía encargada de investigar a Kovacs y su relación con
Bancroft. Higareda hace un buen trabajo con un personaje complicado: Ortega,
que había tenido una relación sentimental con el policía al que había
pertenecido el cuerpo que ahora ocupa Kovacs, es una mujer dura pero íntegra y,
sobre todo, muy humana.
En la fila de secundarios, pueden destacarse a Ato Essandoh
como el amigo de Kovac, Vernon, torturado por la muerte de su hija tras haber
mantenido una relación con Bancroft; y Chris Conner dando vida a Poe, que no es
sólo la I.A. que controla el hotel abandonado en el que se aloja Kovacs, sino
que es el hotel mismo, edificio incluido. Es esta una idea intrigante que se
diría demasiado extravagante como para funcionar en una historia tan oscura y
sucia como la que se nos cuenta, pero que, una vez se asume, se integra bien en
la misma y resulta coherente con el universo que nos plantea la serie (van
apareciendo otras I.A., que se manifiestan alternativa o simultáneamente como
personas, negocios o localizaciones físicas).
Conforme la serie avanza y conocemos más del pasado de
Kovacs y el mundo que habita, “Altered Carbon” nos sugiere reconsiderar no sólo
nuestra mortalidad sino la propia existencia. Abunda la CF que aborda la gran
cuestión de la naturaleza de la vida. Un ejemplo reciente, la antes mencionada
“Ex Machina”, nos animaba a reflexionar sobre cuándo podemos considerar que una
inteligencia artificial está viva. ¿Puede vivir de verdad una máquina?.
“Altered Carbon” nos formula la misma pregunta a la inversa: ¿es nuestro
cuerpo, nuestra sustancia orgánica, lo que nos define? La situación tecnológica
que nos presenta parece la respuesta a la eterna búsqueda humana de la
definición del alma: ésta puede digitalizarse, codificarse, almacenarse y
descargarse donde y cuando sea. Nuestros cuerpos son superfluos pero nuestra
alma (un compendio de nuestra identidad formada a partir de recuerdos,
emociones y experiencias) es eterna.
Ahora bien, la situación dista de ser utópica. Y no sólo
porque la brecha entre ricos y no tan ricos parezca más insalvable que nunca
sino porque la tecnología no ha conseguido cambiar la esencia de la naturaleza
humana, incluidos sus facetas más oscuras y despreciables. Ni siquiera la
aceptación de esa tecnología de reenfundado es universal. La fe Neo Católica
considera pecado la transferencia a un nuevo cuerpo. Quienes lo hagan, perderán
la posibilidad de entrar en el Cielo. Por otra parte, y también en el plano
religioso, en la segunda mitad de la primera temporada un personaje se refiere
a los Mats como Dioses porque han conseguido engañar a la muerte y extender sus
vidas hasta un potencial infinito. Aunque ello es gracias a la combinación de
una avanzada tecnología y sus inmensas riquezas, técnicamente no se aleja
demasiado de la definición de deidad.
Además de cuestiones filosóficas, “Altered Carbon” incluye una crítica social bajo la premisa (menos implausible de lo que nos gustaría) de que dentro de 300 años el capitalismo no sólo no estará difunto sino que se habrá multiplicado exponencialmente. El grueso de la población vive en las calles de los oscuros niveles inferiores, ensombrecidos por las inmensas estructuras en las que habitan los Mats y que se elevan por encima incluso del nivel de las nubes. El 1% de la población controla la tecnología y se beneficia plenamente de ella mientras el resto lucha por las migajas. La serie ilustra visualmente esa brecha no sólo con el manido recurso arquitectónico sino mostrando cómo los Mats ocupan cuerpos sanos y atractivos conservados cuidadosamente en clínicas privadas mientras el resto consigue lo que puede con los magros medios de que disponen –y eso sólo si pagan un carísimo seguro médico-, resignándose incluso a enfundarse en cuerpos de otro sexo, raza o edad, aunque sea algo tan inapropiado como descargar la mente de un niño fallecido en el cuerpo de un adulto.
Quizá el principal inconveniente de “Altered Carbon” sea
que su trama no es fácil de seguir –al menos si no se ha leído recientemente la
novela en la que se basa- y es preciso estar muy atento e incluso volver sobre
escenas concretas de capítulos anteriores si se quiere asimilar toda la
información y comprender todas las referencias. La historia requiere para su
desarrollo de multitud de giros, palancas y mecanismos y los personajes se
embarcan en largas conversaciones donde se aporta información relevante para acontecimientos
futuros y de las que no conviene desconectar. Hay momentos que supuestamente
son una gran revelación pero que dejan al espectador preguntándose cómo
demonios se ha llegado hasta ahí. Las respuestas llegan y las cosas cobran
sentido, aunque no siempre de forma muy clara. Esto puede verse como un inconveniente,
aunque también habrá quien lo aprecie como virtud en un medio, el de la
teleserie, en el que menudean producciones simplonas en las que le sirven al
espectador todo el material masticado y predeglutido.
“Altered Carbon”, ya lo he dicho, no ofrece visualmente nada nuevo, aunque técnicamente sí está muy lograda. Sin embargo, construye un universo y una trama suficientemente complejos, así como abundancia de ideas y conceptos extraños e intrigantes (aunque esto es más mérito de la novela que de los guionistas de la serie), como para que el aficionado al ciberpunk clásico se sienta más que satisfecho.
(Finaliza en la entrada siguiente)
Excelente reseña al libro y la serie.
ResponderEliminarTiempo atrás vi anuncios de la serie por Netflix, con todos tus comentarios me dio ganas de verla.
Saludos