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Le Guin se preocupa de retratar a la sociedad Anarreana como esencialmente pacifista. Como antes que ella habían hecho autores como Samuel R.Delany (“Babel-17”) o Jack Vance (“Los Lenguajes de Pao”, recurre a la socorrida Teoría Sapir-Whorf sobre la adquisición del lenguaje y su codificación simbólica. Así, los Anarreanos adoptaron al llegar a su nuevo mundo un lenguaje verbal y no verbal de nueva creación, el právico, que carece de palabras para denotar posesión. En esa sociedad todo se comparte, ya sea el sexo (uno puede emparejarse con personas del mismo u otro sexo. No importa en tanto sea consentido), los alimentos (se come en estancias comunitarias), los útiles de trabajo o incluso los nombres (que asigna una computadora aleatoriamente pero de tal forma que no haya otra persona viva con el mismo nombre en el planeta).
Pese a que los ideales del comunismo-anarquismo de Anarres son maravillosos sobre el papel, cuando los hombres les dan forma, afloran las ambigüedades y los huecos en los que se refugia la peor y más irreductible parte de la naturaleza humana. Siglo y medio después del comienzo de la colonización del árido planeta, empiezan a surgir en la sociedad Anarreana celos y estructuras de poder similares –aunque no reconocidas como tal- a las que trataron de dejar atrás en Urras.
Le Guin no tiene remilgos a la hora de exhibir las vergüenzas de la utopía anarco-comunista. La ausencia de debate político, la negación de la propiedad privada y la asfixiante presencia de la moralidad, lo convierte en una sociedad opresiva que, a la hora de la verdad, no admite la disensión. Es lo que sienten en sus carnes Shevek, su esposa Takver y su hija mayor, Savik, cuando las firmes ideas del primero chocan con un insidioso rechazo que los aliena en sus trabajos y su círculo social. Shevek se encuentra prácticamente solo en su discurso de apertura hacia otros mundos e ideas y se le cierran los foros y plataformas para poder articularlo. No puede encontrar a nadie que quiera arriesgarse a alinearse con él abiertamente y, aún peor, sus conflictos ideológicos se encuentran convertidos en conflictos personales por parte de individuos mezquinos, rencorosos o fanáticos. Está tan aislado como cualquier disidente en un estado totalitario.
Tal y como lo expone Le Guin, el estancamiento es uno de los principales desafíos de las sociedades utópicas, ficticias o “reales”: habiendo establecido unas condiciones supuestamente ideales, existe poco estímulo para el cambio. Pero si nada cambia, esas condiciones van a acabar deteriorándose. En “Los Desposeídos”, la autora sugiere que cualquier sociedad, sin importar lo cerca que esté de lo ideal, debe estar siempre preparada para enfrentarse a nuevos problemas y desafíos. De hecho, nos dice que cierta disposición al cambio es parte de lo que hace utópica a una sociedad.
Inicialmente, la sociedad anarresti había abrazado el cambio como parte de sus ideales más queridos convencidos de la necesidad de una perpetua revolución. La filosofía odoniana sobre la que se levantó la sociedad colonizadora incluía tanto la sospecha hacia todas las estructuras fijas de poder como la idea de que la responsabilidad individual descansa no en la obediencia a sistemas preexistentes sino en sus contribuciones al cambio revolucionario. En muchos sentidos, los principios de la sociedad anarresti pueden interpretarse como una inversión directa de los distópicos que alimentan sociedades como la Oceania de “1984” (1949), de George Orwell o el Estado Único del “Nosotros” (1925) de Yevgueni Zamyatin: la responsabilidad del individuo consiste no en obedecer sumisamente a la autoridad sino rechazarla; la libertad es más importante que la seguridad; y el principal paradigma de la sociedad no es la estabilidad sino la revolución. Cuando Shevek reflexiona sobre los defectos de su sociedad, resume sucintamente la filosofía utópica de Le Guin:
“Para Shevek, el hecho de que la sociedad odoniana de Anarres no hubiera alcanzado del todo ese ideal, no lo hacía menos responsable; todo lo contrario. Liberados del mito del Estado, la reciprocidad genuina del organismo social y del individuo era evidente. Al individuo se le puede exigir un sacrificio, nunca un compromiso: porque, aunque la sociedad dé a todos seguridad y estabilidad, sólo el individuo, la persona, es capaz de una elección ética: la capacidad de cambio, la función esencial de la vida. La sociedad odoniana estaba concebida como una revolución permanente, y una revolución comienza en la mente pensante”
Además de sus advertencias contra el estancamiento, “Los Desposeídos” reconoce otros problemas inherentes a cualquier proyecto utópico. El más importante de ellos puede ser el del bienestar material, que muchos pensadores (incluido Karl Marx, en su discurso sobre las condiciones históricas necesarias para la supervivencia del socialismo) han visto como algo esencial para edificar una sociedad utópica. A cualquier fan le vendrá a la cabeza, por ejemplo, esa riqueza universal (conseguida gracias a tecnologías como los “replicadores”) que parecen haber dado la solución a la mayoría de los problemas sociales y políticos de la Tierra del futuro en la franquicia Star Trek. Le Guin, por el contrario, considera la opulencia material como una fuente ineludible de corrupción y empobrecimiento espiritual, porque su tentación es tan intensa que los individuos son incapaces de evitar comprometer sus valores para competir por acumular más que el resto.
Así, Le Guin imagina Anarres no como un planeta exuberante y generoso en sus dones, sino como una tierra seca y desagradable en la que los odonianos deben esforzarse a diario para sobrevivir. Es más, sus ciudadanos saben que deben cooperar so pena de perecer. Ello les permite evitar el espíritu competitivo que tan importante se ha vuelto para sus parientes del mundo de Urras (o, al menos, para la nación de A-Io). La autora ofrece una descripción positiva de Anarres que pretende desafiar las presunciones de sus lectores acerca del requisito de la riqueza material para alcanzar la felicidad.
Por otra parte, su exaltación del ascetismo es problemática no sólo porque su negación de lo que muchos consideran el espíritu americano moderno (el capitalismo, la competitividad, el individualismo) sino porque sirve de glorificación de unos equívocamente idealizados “viejos tiempos” de la Frontera. Hubiera sido más interesante explorar cómo puede beneficiarse el máximo de población de la riqueza obtenida por la sociedad en su conjunto.
Hay otros aspectos igualmente insatisfactorios si se analizan de cerca. Por ejemplo, la inmensa mayoría de la población sigue viviendo en Urras y dado que los odonianos emigraron a Anarres dejando al resto abandonados a su suerte en un entorno que consideraban sumamente injusto y aislándose luego de forma radical, difícilmente puede hablarse de ellos como unos auténticos revolucionarios.
Uno de los temas centrales en la obra de Le Guin ha sido el de los roles de género y “Los Desposeídos” no es una excepción. En la sociedad utópica de Anarres hombres y mujeres reciben un trato igualitario, algo que se refleja incuso en su lengua, el právico, en la que no hay palabras referidas al intercambio sexual que denoten posesión o prevalencia de uno de sus participantes sobre otro excepto en el caso de la violación. En cambio, el vocabulario incluye verbos sexuales en plural que indican una acción mutua: “Significaba algo que hacían dos personas, no algo que una persona hacía o tenía”. También relacionado con las palabras, los recién nacidos, ya lo indiqué, reciben nombres generados por ordenador que no denotan su sexo, supuestamente como gesto igualitario que trata de esquivar las estructuras patriarcales.
Ahora bien, es sabido que los idiomas “científicamente” diseñados y luego impuestos a una población son problemáticos incluso cuando son efectivamente asumidos, ya que la historia demuestra que las lenguas tienen su propia vida y evolución ligada al uso cotidiano e independiente del control de las autoridades. Es inevitable que las palabras acaben alejándose de su intencionalidad o significado originales. Aún peor, las medidas aislacionistas que se ha autoimpuesto Anarres para proteger su lengua de tales cambios la acercan al campo de la distopía. ¿O no es una característica de éstas el diseño de una lengua por parte de una autoridad con el fin de influenciar el pensamiento de los habitantes?
El que Shevek pueda rebelarse contra las expectativas que sobre él tiene esa sociedad, rompiendo el tabú del contacto con los temidos “propietarios” de A-Io, es una clara señal de que la maquinaria de control social y psicológico de Anarres está lejos de ser perfecta. Por otra parte, la reacción intensamente negativa del protagonista a las condiciones que encuentra en A-Io, incluyendo la repulsión que siente hacia las desigualdades de clase y género, sugieren que, de hecho, sí ha sido condicionado por el entorno en el que fue educado, aunque está claro que Le Guin hace trampas porque presenta esa influencia como algo positivo (Shevek sólo parece haber aprendido y defendido los mejores valores de Anarres, no los más cuestionables).
En cualquier caso, Le Guin utiliza las flaquezas de Anarres para poner en contraste las experiencias de Shevek en Urras. Aquí, el protagonista acaba topándose con los perniciosos efectos de una sociedad plutocrática. Aunque Shevek se siente como un forastero en tierra extraña, el lector puede comprender perfectamente todo lo que ve y vive gracias a la estructura del libro, con capítulos centrados en el Urras del presente alternados con otros que van narrando la vida del protagonista en Anarres. En estos últimos, comprendemos la percepción que él tiene del mundo y que luego, en los que transcurren en Urras, condiciona su reacción a lo que allí aprende y ve.
Le Guin describe A-Io a través de la disonancia cognitiva de Shevek para articular una sátira política de la sociedad capitalista contemporánea. La separación de los sexos es particularmente llamativa. Las mujeres están consideradas como ciudadanas de segunda clase y excluidas de la práctica de numerosas profesiones (incluída la ciencia) y actividades. Naturalmente, un lector del siglo XXI va a encontrar esta extrema discriminación de A-Io como algo arcaico y chirriante y eso hace que la sátira de “Los Desposeídos” a este respecto no resulte ya tan efectiva como lo fuera hace casi medio siglo en Estados Unidos.
Hoy resulta más relevante su tratamiento satírico del capitalismo, un sistema que ha ido expandiéndose por todo el globo planetario desde que apareciera la novela en 1974 y hasta el punto de que muchos lo ven como el único lógico, considerando otras posibles alternativas antinaturales e insensatas. Sin embargo, para Shevek (que había tenido en Anarres una nula exposición al capitalismo o la ideología que lo sustenta), es el capitalismo y las desigualdades que genera lo que no tiene ningún sentido. Le sorprende y disgusta que el ansia de beneficio (combinada con cierto grado de coerción) constituya la motivación para trabajar, habiendo asumido que sólo “el incentivo natural del ser humano para trabajar, su iniciativa, su espontánea energía creativa” era lo único que podía producir trabajadores diligentes. Encontrando los entresijos del capitalismo sumamente extraños, Shevek –que al fin y al cabo es un intelectual- se esfuerza por estudiarlos, pero, desconcertado, acaba concentrándose sólo en los textos económicos… sin obtener mayor éxito porque “las operaciones del capitalismo eran tan carentes de significado para él como los ritos de una religión primitiva”.
Ahora bien, ¿es el anarco-comunismo la clave para enmendar los errores de Urres? Está claro que no, algo que ya apunta el subtítulo de la novela: “Una Utopía Ambigua”, un recordatorio de lo insidioso de los ideales humanos. ¿Puede alguien liberarse de las perversiones de la sociedad en que le ha tocado vivir? Y si lo consigue, ¿qué trato recibirá por parte de sus conciudadanos? Le Guin no se muestra en absoluto optimista al respecto.
Y así, dependiendo del contexto, los “desposeídos” del título pueden ser los Anarreanos que en el pasado se marcharon de Urras y renegaron de la propiedad privada; o podría referirse a Shevek y sus encuentros a lo largo de su periplo vital y sus viajes; quizá se trate de los elementos más humildes y maltratados de Urras, enardecidos e inspirados por la presencia entre ellos de Shevek; o puede que el título recoja a todos ellos a la vez. Esa es la belleza de la historia de Le Guin. En 300 páginas es capaz de tejer tantas hebras que uno no puede llegar a una conclusión única del tipo “esto es lo que cuenta y esto lo que quiere decir”. Al contrario, en cada relectura, podemos interpretar de diferentes maneras lo que se nos cuenta, extrayendo de sus líneas distintas respuestas y nuevas e incómodas verdades.
Además de describir las condiciones en A-Io, “Los Desposeídos” aporta cierto detalle sobre la situación política global en Urras. Como en “La Mano Izquierda de la Oscuridad” (1969), encontramos aquí una divisoria ideológica directamente inspirada en los bloques capitalista y comunista durante la Guerra Fría (asi como una una pauta similar de viaje de uno a otro para terminar con un regreso a casa). Así, A-Io mantiene una larga rivalidad con el país de Thu, que está organizado de acuerdo a los principios socialistas y que compite con A-Io por la influencia sobre el resto de naciones. A-Io, por ejemplo, apoya una dictadura militar en el estado de Benbili, de la misma forma que Estados Unidos o Gran Bretaña apoyaron dictadores anticomunistas en muchos países durante la Guerra Fría. Cuando los revolucionarios amenazan la dictadura, A-Io acude raudo a la ayuda del tirano, mientras que Thu presta asistencia a los rebeldes. La situación, por tanto, es la de una guerra delegada y geográficamente confinada entre A-Io y Thu, limitando así el daño que se infligen directamente el uno al otro. Es un conflicto que, de nuevo, recuerda a la Guerra Fría de la Tierra (desde Vietnam a Afganistán pasando por Oriente Próximo), aunque también nos remite a las perpetuas guerras orquestadas de “1984”.
“Los Desposeídos” también hace referencia al futuro de la Tierra –a la que en la novela se denomina, ya lo dije, “Terra”-. Cuando Shevek conoce a la embajadora terrana en Urras, ella le dice que, comparado con su propio planeta, Urras es un paraíso. En una imagen que deriva del movimiento ecologista que aún era joven cuando Le Guin escribió el libro, la diplomática le describe a Shevek la Tierra como una ruina medioambiental, un planeta desértico arruinado por la avaricia y la violencia: “Ya no quedan bosques en la Tierra. El aire es gris, el cielo es gris, siempre hace calor. Es habitable, todavía es habitable, pero no como lo es Urras”.
Aunque breve y encajado al final del libro, ese comentario conecta con el espíritu ecologista que tendrá aún mayor presencia en su siguiente obra, la novela corta “El Nombre del Mundo es Bosque” (1976). En el contexto de “Los Desposeídos”, esta visión de una Tierra devastada sirve de advertencia y recordatorio de que inlcuso planetas ricos en recursos (como Urras y la Tierra), no tienen un ecosistema eterno si aquéllos no se explotan con mesura e inteligencia; mientras que planetas pobres (como Anarres) pueden sostener la vida humana, aunque sea a duras penas, si los recursos se administran con sabiduría.
“Los Desposeídos” sigue siendo uno de los análisis más maduros e inteligentes del espíritu utópico, sus ideales y sus peligros. Ha estado reeditándose desde hace medio siglo y por una buena razón. Es un ejemplo perfecto de CF socio-política porque no hay aquí nada que se parezca remotamente a la aventura clásica. Al contrario, es un libro reflexivo, crítico, complejo y abundante en ideas de calado. Un auténtico clásico, en definitiva, que no ha perdido vigencia porque, cincuenta años después de su publicación original, el lector sigue entendiendo sin problemas el tipo de injusticias y desigualdades que Le Guin nos describe y que hoy siguen pesando sobre tantos de nuestros semejantes.
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